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Víctima de la globalización: La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia
Víctima de la globalización: La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia
Víctima de la globalización: La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia
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Víctima de la globalización: La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia

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Antes de la década de 1970, Colombia no tenía antecedentes de exportación de droga a gran escala; solo se convirtió en uno de los más importantes actores cuando llegaron contrabandistas estadounidenses al país a comienzos de esa década y comenzaron a pagar altos precios por la marihuana. Esta droga y luego la cocaína ocasionaron un tsunami de dólares ilegales en el país, que alimentó todo tipo de delitos. Los niveles de criminalidad y violencia aumentaron continuamente y, para fines del siglo XX, los colombianos se preguntaban si las instituciones nacionales podrían soportar el multifacético desorden financiado por un flujo masivo de dinero proveniente del narcotráfico. Para cuando los colombianos comenzaron finalmente a enfrentar la crisis de manera efectiva, después de 1999, más de 300.000 personas habían muerto a causa de actividades relacionadas con las drogas ilícitas. Fueron víctimas de una violencia cuya fuente eran los males de la caja de Pandora que había desencadenado el dinero de la droga.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 mar 2012
ISBN9789586652995
Víctima de la globalización: La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia

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    Víctima de la globalización - James D. Henderson

    soñada.

    Capítulo 1

    LA DÉCADA DE PAZ EN COLOMBIA, 1965-1975

    PARTE 1: DINAMISMO DEL PERÍODO COMPRENDIDO ENTRE 1965 Y 1975 EN COLOMBIA

    En 1965, era difícil encontrar 500 violentos

    en todo el territorio nacional.

    Russell Ramsey, historiador¹

    Colombia fue un lugar extraordinario durante la década que siguió al fin de la Violencia. Fue un país en paz, aun cuando no exactamente pacífico. Las muertes debidas a causas relacionadas con la Violencia fueron menos de mil, comparadas con más de cincuenta mil en 1950, el peor año de la guerra civil. Entre tanto, la mayor parte de los infaustos jefes bandoleros había caído en operaciones adelantadas por el Ejército y la Policía. Eran hombres con apodos como Sangrenegra, Venganza y Chispas, que habían continuado con sus depredaciones después de que se desactivó el conflicto mediante la firma del Frente Nacional, un pacto que establecía la alternación del poder entre liberales y conservadores. El último de ellos, un bandolero conservador llamado Efraín González, murió en junio de 1965. Acorralado por un destacamento del ejército en una casa en el sur de Bogotá, solo murió después de que un tanque redujo a escombros su escondite.

    La modernización del país continuó a una velocidad vertiginosa durante aquellos diez años. Aparecieron la televisión a color y los computadores; las principales ciudades del país —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla— superaron todas el millón de habitantes, mientras continuó acelerándose la avalancha de personas que abandonaba el campo a favor de las zonas urbanas. Gabriel García Márquez publicó su renombrada novela Cien años de soledad en 1967, contribuyendo a consagrar el boom de la literatura latinoamericana y a extender el realismo mágico a las actividades literarias de la región y del mundo.

    Fue un país de voces estridentes y jóvenes en su mayoría, unidas en la causa de destruir iconos culturales y declarar la guerra a la sociedad burguesa. Colombia tuvo su propia contracultura de bohemios que fumaban marihuana y se llamaban a sí mismos nadaístas, así como sus hippies, que no escribían poesía pero que sí fumaban marihuana y se dedicaban a una serie de actividades que escandalizaban a la sociedad en general. La píldora para el control de la natalidad contribuyó a que descendiera abruptamente la tasa de nacimientos y aumentara exponencialmente el sexo casual. Adolescentes, en pueblos y ciudades, bailaban toda la noche en discotecas de nombres evocadores, tales como La Píldora de Oro. Muchos estudiantes universitarios y de secundaria se lanzaron a la actividad política. Exigían la reforma de un sistema político anticuado, que se había hecho aún más inmutable e insensible gracias a los dieciséis años de poder compartido del Frente Nacional. Muchos de ellos se convirtieron en revolucionarios declarados, que viajaban a las montañas para unirse a los grupos guerrilleros —y, en muchos casos, se hacían matar al poco tiempo—. En general, fue una época embriagadora y romántica en la historia del país.

    Colombia estaba en contacto con el mundo como nunca antes lo había hecho. Los viajes aéreos permitían, desde hacía largo tiempo, a los colombianos remontarse sobre sus montañas. Ahora, sin embargo, los viajes aéreos ayudaban al mundo a descubrir el país y a adoptarlo. La inversión extranjera directa afluyó cuando regresó la democracia en 1958. Colombia se convirtió en la niña mimada del Banco Mundial en América Latina, mientras que el país llegaba al cuarto lugar en términos de empréstitos para la construcción de nuevas autopistas, puertos, represas y muchísimos otros proyectos de infraestructura.

    Los vínculos de Colombia con los Estados Unidos se hicieron aún más fuertes. Era el momento más álgido de la Guerra Fría, y los estadounidenses estaban firmemente interesados en los diversos grupos de guerrilla comunista en el país. Oficiales colombianos entrenados en la U. S. Army School of the Americas, en Panamá, aplicaron lo que habían aprendido allí en 1964 cuando atacaron asentamientos comunistas en varias zonas rurales, obligando a sus habitantes a refugiarse en montañas y selvas inaccesibles en la parte más alejada del suroccidente del país. Entre tanto, llegaron miles de jóvenes estadounidenses para servir por períodos de dos años en los cuerpos de paz; regresaban a casa para contar a su familia y amigos acerca de aquel país de orquídeas, esmeraldas, café y gente amistosa. Muchos más extranjeros llegaron por razones de negocios. El regreso de la paz política solo intensificó la reputación de Colombia como una nación de América Latina famosa por su prudente manejo macroeconómico y por su sólido crecimiento económico, que se prolongó incluso durante los años de la Violencia.²

    Las condiciones económicas mejoraron continuamente durante la década de paz en Colombia. Los precios del café aumentaron ininterrumpidamente, llegando a proporciones de bonanza a mediados de los años setenta. Entre tanto, los líderes nacionales comenzaron a promover la diversificación de las exportaciones y liberalizaron las políticas comerciales cuando la sustitución de importaciones llegó a su límite, pues los fabricantes locales abastecían el mercado relativamente pequeño del país. Se adoptaron medidas para explotar los enormes depósitos de carbón ubicados cerca de la costa atlántica, en el norte del país, y se firmaron contratos para la explotación del petróleo y del gas natural en los Llanos Orientales, una zona de llanuras de varios cientos de kilómetros, al sur de los campos de petróleo del lago de Maracaibo, en Venezuela. A los pocos años se encontraron allí importantes depósitos de petróleo y de gas. Entre tanto, los primeros invernaderos habían comenzado a aparecer en el altiplano de la sabana que rodea a Bogotá. Anunciaban que estaba a punto de surgir una industria de floricultura capaz de abastecer a los mercados de Estados Unidos y de Europa a partir de los años ochenta y hacia el futuro.

    A finales de los años sesenta, un nuevo y controvertido producto de exportación no tradicional comenzó a ser noticia. Hacia 1965, colombianos que vivían en la Sierra Nevada de Santa Marta, un nudo de montañas cercano a la costa atlántica, en el norte del país, se enteraron de que había demanda en los Estados Unidos para la marihuana cultivada localmente. La gente de la región siempre había ayudado a suministrar esa droga ilegal al pequeño mercado nacional, pero nunca había cultivado cannabis para la exportación, y mucho menos para la exportación a gran escala. No obstante, insistentes contrabandistas jóvenes estadounidenses, portadores de dólares urgentemente necesitados por la gente de la zona, comenzaron a aparecer en la costa atlántica a mediados de los años sesenta. Los colombianos colaboraron gustosamente con los gringos. Pronto estaban enviando el producto local hacia el norte, con destino a Miami, Nueva Orleáns y Houston, escondido en cargamentos de banano que salían del golfo de Urabá en barcos de la compañía United Fruit. El nuevo producto de exportación fue una bendición para la empobrecida región, que no era ajena al contrabando. Nunca antes, sin embargo, la gente del nororiente colombiano había traficado con una mercancía tan lucrativa.

    Un sector que no marchaba bien en Colombia a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta era la política, específicamente el gobierno del Frente Nacional, que cada año se hacía más impopular. Esto no había sido así en 1958, cuando se puso en práctica este acuerdo. En aquel momento, el que los liberales y conservadores compartieran el poder fue considerado prácticamente por todos los ciudadanos como el único camino posible para alcanzar la paz. La fe en este acuerdo no era equivocada, pues el Frente Nacional consiguió de manera brillante su objetivo de poner fin a la Violencia. El conflicto civil que se prolongó desde mediados de la década de 1940 hasta mediados de la década de 1960 estaba arraigado en las lealtades partidistas liberales y conservadoras que habían dividido y polarizado a colombianos de todas las clases sociales durante largo tiempo. Durante cien años, muchos de los aspectos de la vida habían dependido de qué partido ejercía el control en Bogotá. La filiación partidista determinaba si los colombianos podían obtener un cargo en el gobierno, algo que aprendían los niños desde la escuela, e incluso cómo eran tratados en los tribunales y por la policía. Mucho estaba en juego en las elecciones. Cada vez que había un cambio de poder a nivel nacional, sus consecuencias se sentían en toda la sociedad. Esto fue lo que sucedió en 1946, cuando un Partido Liberal dividido perdió ante una minoría de conservadores. Los liberales, iracundos, se negaron a entregar puestos políticos en pueblos y ciudades de todo el país, y los conservadores, ahora con el control, respondieron vigorosamente. La sangre comenzó a correr y, en 1947, cerca de 14 000 colombianos perdieron la vida, la mayor parte de ellos habitantes humildes de zonas rurales. El nuevo presidente, Mariano Ospina Pérez, intentó sofocar los desórdenes, pero estos desbordaron su control.³

    Lo que se llegó a conocer finalmente como la Violencia estaba arraigado en intereses personales, alimentados por un siglo de animadversión, y particularmente intensificados por diferencias ideológicas basadas en profundas diferencias religiosas. Los liberales creían en la separación entre Iglesia y Estado y en una sociedad secular, mientras que los conservadores eran fervientes católicos romanos, que consideraban inmoral el liberalismo. Los líderes políticos despertaban entusiasmo entre sus seguidores apelando a valores partidistas tradicionales, consagrados por la sangre de miembros de la familia que habían muerto en anteriores luchas partidistas.

    El conflicto se intensificó enormemente en 1948, cuando el líder del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, fue asesinado en el centro de Bogotá. En los disturbios que siguieron a su muerte, 2000 personas murieron solo en Bogotá, cuyo centro fue reducido a escombros. Para el final del año habían muerto más de 43 000 colombianos, la mayor parte de ellos en las zonas rurales.

    La Violencia alcanzó su punto más alto en 1950, cuando fue elegido presidente el conservador de derecha Laureano Gómez, en medio de la abstención del Partido Liberal. Tan solo aquel año murieron 50 253 personas, lo que elevó la tasa de mortalidad del país a 446 por cada 100 000 personas; y esta cifra no incluía muertes diferentes de aquellas causadas por la Violencia.

    Nada menos radical que una forma rígida de compartir el poder entre liberales y conservadores podía detener la guerra civil, y esto fue lo que consiguió el Frente Nacional. Solo 2370 colombianos murieron durante el último año de su primer período presidencial, el del liberal Alberto Lleras Camargo. Y en el punto medio del desarrollo del acuerdo, en 1966, el conflicto efectivamente había terminado. En 1966, año en que el conservador Guillermo León Valencia dejó su cargo, solo 496 colombianos murieron por causas relacionadas con la Violencia.

    Los colombianos tienen la capacidad de dejar atrás rápidamente la violencia civil, y eso fue lo que hicieron con la Violencia. Con cada día que desaparecía de la memoria, las deficiencias del acuerdo de poder compartido resultaban más evidentes. El sistema político colombiano adolecía de muchos defectos, y el Frente Nacional solo los empeoró. El clientelismo, que se había alimentado tradicionalmente de la acorazada identificación partidista, únicamente se intensificó. Las candidaturas y los cargos públicos fueron repartidos entre miembros de familia, subalternos políticos y cuadros partidistas de poca monta. Esto aseguró la mala calidad de la administración pública del país y aumentó la tendencia a la corrupción y a la venalidad. Estas fallas resultaban aún más críticas debido a que el país adolecía también de graves fallas estructurales, entre ellas, principalmente, las altas tasas de pobreza e inequidad, agravadas por la incapacidad del Gobierno de proveer servicios básicos a los colombianos que residían en las zonas rurales. Por estas razones, el Frente Nacional debilitó aún más un sistema político raquítico. Peor aún, se le exigió al país que soportara este acuerdo por dieciséis años. Durante aquella época, que parecía interminable, liberales y conservadores se dividieron todos los cargos públicos equitativamente entre sí, se alternaron la Presidencia en periodos de cuatro años y negaron a otros partidos políticos un lugar significativo en la política nacional.

    El descontento con el Frente Nacional llegó a un punto crítico cuando se aproximaron las elecciones de 1970. El último presidente del Frente Nacional debía ser un conservador, y la persona seleccionada fue Misael Pastrana, un tecnócrata con poco carisma, cuyo partido representaba menos de la tercera parte del electorado. Lo que hacía que la candidatura de Pastrana fuese aún más mortificante era el hecho de que se les imponía a los colombianos a través de un acuerdo político originalmente diseñado por el hombre a quien la mayoría de los colombianos culpaba de la Violencia, el derechista botafuego Laureano Gómez. Por lo tanto, en 1970 el electorado colombiano estaba de hosco talante, y el ambiente políticamente cargado.

    La poco envidiable tarea de presidir la transición en 1970, ordenada por la Constitución, correspondió al tercer presidente del Frente Nacional, Carlos Lleras Restrepo.⁶ Algo que complicó enormemente su tarea fue la aparición de un palo en la persona del retirado comandante del Ejército, Gustavo Rojas Pinilla. Rojas fue quien derrocó al presidente Laureano Gómez en 1953, ayudado por una facción del propio partido de Gómez. Una vez en el poder, Rojas se estableció como una especie de Juan Perón colombiano: gobernó el país con un impulso populista con el que se ganó el corazón de las clases pobres urbanas y de los disidentes de izquierda.⁷ Varios años después de su propio derrocamiento en 1957, Rojas creó el partido populista Anapo, y lo dirigió contra el Frente Nacional.⁸ A medida que se aproximaban las elecciones de 1970, la Anapo y su candidato, Gustavo Rojas Pinilla, se convirtieron en un fuerte rival para Misael Pastrana y sus seguidores. En la tarde el 19 de abril, el día de las elecciones, parecía que Rojas estaba en camino a la victoria. Pero a medida que aumentaban los votos a su favor, y Rojas lideraba los comicios, Carlos Lleras silenció todas las noticias relacionadas con el conteo de votos. Al día siguiente, los colombianos se enteraron de que Pastrana había ganado por una pequeña diferencia. Muchos creyeron que se habían robado las elecciones. En medio de extensas protestas, Rojas Pinilla fue puesto bajo detención domiciliaria.

    En los años posteriores, el movimiento de la Anapo se debilitó; su desaparición fue acelerada por el fallecimiento de Rojas Pinilla, en 1976. Muchos colombianos se sintieron aliviados de que la amenaza populista hubiera sido frustrada. Un número sustancial de ellos temía un gobierno populista debido a la redistribución de la riqueza que sin duda traería consigo. Entre tanto, quienes habían apoyado a Rojas aceptaron su derrota con amargura. Para algunos, este episodio confirmaba su creencia de que, en Colombia, el poder político solo podía obtenerse por medio de las armas.

    Misael Pastrana se desempeñó durante el período correspondiente, sin acontecimientos dignos de mención. Al terminar su período presidencial en 1974, el Frente Nacional tocó a su fin. Ese año, cuando se reestableció la política normal, un liberal progresista ganó las elecciones; se trataba de una persona que se había pronunciado con vehemencia en contra del acuerdo establecido para compartir el poder. Alfonso López Michelsen había conformado incluso su propio partido en 1960, el MRL (Movimiento Revolucionario Liberal), convirtiéndose así brevemente en el niño mimado de la izquierda que se oponía al Frente Nacional. Elogiaba las reformas de Fidel Castro en Cuba y le agradaba repetir el lema Pasajeros de la revolución, favor pasar a bordo.

    No obstante, en 1974 Alfonso López Michelsen ya no era el agitador izquierdista que había sido alguna vez. Después de todo, era el adinerado hijo de un expresidente, y para entonces director del Partido Liberal. Aun cuando obtuvo la Presidencia con la promesa de una reforma social, no se trataba de una reforma radical. Su primer año en el cargo se vio marcado por una serie de iniciativas bastante convencionales, dirigidas a cerrar la brecha entre ricos y pobres, especialmente entre los colombianos más acomodados que vivían en las ciudades y los habitantes más pobres de las zonas rurales. Con este fin, diseñó un modesto incremento en los impuestos para financiar una serie de programas sociales.

    Uno de los problemas que enfrentó López Michelsen fue el creado por la súbita afluencia de divisas extranjeras que, aun cuando era algo positivo, amenazaba con aumentar la inflación. Aun cuando la mayor parte de esta afluencia se debía a unos precios del café excepcionalmente altos, parte sustancial de la misma provenía de la venta de drogas ilícitas, especialmente de las exportaciones de marihuana. Durante el primer año de su mandato, a López y a la mayoría de los colombianos les preocupaba poco el flujo de dineros provenientes de las drogas ilegales. Para ellos, el consumo de drogas ilícitas era un problema de los países ricos, especialmente un problema de los Estados Unidos. López tenía poco afecto por los Estados Unidos. Al igual que muchos otros latinoamericanos, consideraba a esta poderosa nación como un matón imperialista que predicaba ser un buen vecino de la región mientras la explotaba desvergonzadamente. Uno de los primeros actos oficiales de López había sido poner fin al programa de los cuerpos de paz en Colombia. A lo largo de su mandato, las relaciones con los Estados Unidos pueden ser descritas como espinosas.

    La ambivalencia de López frente al negocio de la marihuana puede ilustrarse por la forma como trató de neutralizar el impacto económico del dinero proveniente de las drogas ilícitas. Permitió que el banco central del país abriera una ventana en el sótano, donde estos dineros podían cambiarse, sin preguntas. Llamada la ventanilla siniestra, causó estupor tanto en el país como en el extranjero.¹⁰ Como liberal, López Michelsen no tenía intenciones de proscribir lo que muchos colombianos consideraban una hierba inocua. Y si fumar cannabis cultivada en Colombia les ocasionaba problemas a los gringos, como llaman habitualmente los colombianos a los ciudadanos estadounidenses, tanto mejor.

    Cuando López Michelsen terminó su primer año de gobierno, no parecía haber problemas cruciales en el horizonte político. Aparte del problema aparentemente insignificante de los cultivos ilícitos de marihuana, estaba el molesto asunto de varios grupos insurgentes activos en regiones apartadas. Junto con las FARC, un grupo comunista, y el ELN, creado a mediados de los años sesenta, estaba el EPL, o Ejército Popular de Liberación, de tendencia maoísta. Y existía un grupo guerrillero urbano nuevo, recientemente formado, no comunista, autodenominado M-19. Este grupo fue fundado en 1972, cuando miembros radicales del partido Anapo comprendieron que el gobierno nunca permitiría que Gustavo Rojas Pinilla llegara al poder a través de las elecciones. De carácter populista, el M-19 se dedicó a ayudar a los pobres y a impulsar reformas de naturaleza social democrática. Había anunciado su presencia en enero de 1974, cuando sus miembros robaron la espada de Simón Bolívar de un museo, dejando una nota en la que explicaban su objetivo de restablecer los valores bolivarianos en el país.

    Sin embargo, para 1975 la presencia de estos grupos no era excesivamente preocupante para el gobierno colombiano. Los grupos tenían pocos miembros y, con excepción del M-19, vivían en remotas zonas selváticas. Uno de ellos, el ELN, había sido prácticamente aniquilado en una operación adelantada por el ejército en 1973 en el norte de Antioquia. Los pocos integrantes que sobrevivieron del grupo, que había sido hasta entonces el segundo grupo insurgente comunista del país, se refugiaron en la espesura de la cordillera Oriental.

    Pero el ELN no dejó de existir. Fue revivido con la ayuda de un exsacerdote español, Manuel Pérez, y resurgió en la década de los años ochenta con renovado vigor. El que el grupo guerrillero pudiera sobrevivir apunta a un hecho importante de Colombia durante la mayor parte de sus primeros 200 años como nación: era fácil ser violento allí. Durante este período, si un actor que se oponía al Estado era lo suficientemente dedicado a su causa, era más probable que muriera de causas naturales que en una balacera contra las fuerzas gubernamentales.¹¹ Esta capacidad de desafiar impunemente al Estado, junto con la creencia ciudadana de que era su derecho hacerlo si había suficiente provocación, fue uno de los aspectos que distinguieron a Colombia de otras naciones latinoamericanas.

    PARTE 2: EL TRIÁNGULO DE HIERRO DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA

    Colombia es un país de cosas singulares:

    dan guerra los civiles y paz los militares.

    Copla latinoamericana de comienzos del siglo xx

    En Colombia, antes de la reforma de las Fuerzas Armadas y del sistema judicial, a comienzos del siglo XXI, era fácil violar la ley y actuar con violencia. Tres factores explican esta situación. El primero es la difícil geografía del país; el segundo, su débil gobierno; y el tercero, la minoría de la población que optaba por violar la ley porque sabía que podía hacerlo con un grado considerable de impunidad. Estas tres fuentes de la violencia y de la fácil violación de las leyes en Colombia pueden ser mejor comprendidas como un triángulo, como un triángulo férreo de impunidad y violencia.

    Colombia, país de montañas boscosas y selvas, tiene el tercer terreno más quebrado entre las naciones del mundo.¹² Esto significa que sus montes y valles, los escasamente poblados Llanos Orientales y la cuenca amazónica ofrecen a los violentos convenientes escondites. Debido a ello, y como segunda razón para la proliferación de la violencia en el país, está la dificultad histórica del gobierno para hacer cumplir la ley en todo el territorio nacional. Como país relativamente pobre, con bajas tasas de recolección de impuestos y, por lo tanto, un Ejército y una Policía crónicamente mal financiados, el Estado colombiano, hasta hace poco tiempo, nunca tuvo la capacidad necesaria para aplicar eficientemente la ley. Esto llevó a la tercera fuente de la famosa violencia del país: la comprensión de los ciudadanos de la debilidad estructural de su gobierno, intensificada por la configuración geográfica del país y el conocimiento de que podían violar la ley sin sufrir las consecuencias de hacerlo.

    Este triángulo de violencia nacional y de impunidad, sin embargo, no ha sido inmutable. Esto se ha demostrado con los lados del triángulo que representan al Estado y a la ciudadanía. Cuando los colombianos consideran el Estado como legítimo, se inclinan por apoyarlo y respetar las leyes. Cuando esto sucede, mejora la aplicación de la ley y disminuye la violencia, situación que, a su vez, mejora la imagen del gobierno entre los ciudadanos. Incluso el lado del triángulo de hierro que representa la escabrosa geografía del país es mudable. A medida que las regiones remotas del país se hacen accesibles físicamente, especialmente mediante el mejoramiento de los medios de transporte, los colombianos que viven en esas zonas alejadas experimentan una mayor presencia del Estado y sus servicios, y se integran más a la economía nacional. Por lo tanto, tienen mejores oportunidades de ganarse la vida y de hacerlo legalmente. A medida que se desarrolla este proceso, la topografía del país pierde parte de su capacidad de albergar a quienes violan la ley.

    A pesar de que este triángulo de hierro haya alentado, durante la mayor parte de la historia de Colombia, a los actores que se oponen al Estado, ningún movimiento revolucionario ha conseguido jamás derrocar a un gobierno nacional. Tampoco es probable que triunfe allí una revolución armada. La razón de ello es sencilla: la mayoría de los colombianos respetan el Estado de derecho y rechazan la violencia como un medio para llegar al poder. El país fue establecido como una república, y las elecciones han sido siempre la ruta aceptada para establecer el control político. En efecto, cuando terminó el Frente Nacional, en 1974, los niveles de violencia eran bajos, a pesar de los mejores esfuerzos de grupos armados, tales como las FARC y el ELN, de atraer colombianos a su proyecto revolucionario. La elección de aquel año fue ganada con facilidad por un candidato popular del Partido Liberal, quien procedió a instituir un plan de acción muy aceptable para la mayor parte de los ciudadanos.

    Los niveles de violencia comenzaron a elevarse hacia 1975, y durante las décadas siguientes ejercieron cada vez más presión sobre las instituciones civiles colombianas. En este libro se argumentará que la poderosa fuerza externa del dinero proveniente de las drogas ilícitas alimentó el desorden que, a comienzos del siglo XXI, hizo que el Estado colombiano no se encontrara en condiciones de aplicar adecuadamente sus leyes o defender a sus ciudadanos. El dinero de la droga financió el soborno de funcionarios públicos y ataques directos de los líderes de los notorios carteles contra el Estado, suministró pleno empleo a miles de ciudadanos inclinados al crimen, que ofrecieron su talento a la industria ilegal, y pagó el armamento tanto de los dos grupos revolucionarios dedicados al derrocamiento del Estado, como a organizaciones paramilitares que apoyaban el Estado, dedicadas a exterminar a los rebeldes izquierdistas. Dentro de este ambiente de ausencia de ley floreció también la delincuencia común.

    Solo otro incidente de la historia nacional amenazó de manera similar la integridad del Estado colombiano: fue la guerra de los Mil Días (1899-1902), un espantoso conflicto durante el cual los revolucionarios liberales intentaron derrocar al corrupto y venal régimen conservador de la época. Aquel violento episodio, análogo al que se examina aquí, debió su gravedad y duración a los dineros obtenidos por la venta en el extranjero de una lucrativa droga psicoactiva: el café. Cuando estalló la guerra, los liberales dominaban el comercio del café y sus utilidades. Los dirigentes del Partido Liberal habían conseguido sembrar café durante décadas antes de la guerra, porque habían sido excluidos de la vida pública por el Partido Conservador, que monopolizó todos los cargos gubernamentales. Con la llegada de la guerra, los liberales utilizaron los ingresos del café para adquirir armas en el extranjero, que ingresaron al país a través de Venezuela y Ecuador, cuyos regímenes liberales simpatizaban con los rebeldes.¹³ El café no era una exportación ilícita, pero, al igual que la cocaína, ofrecía una carga de alcaloide valorada por ricos extranjeros, y por la cual pagaban bien.

    Al no disponer de los ingresos del café en 1899, el Gobierno colombiano, corto de dinero, tembló ante las fuerzas del desorden que se unían contra él —análogamente a como habría de hacerlo un siglo más tarde—. Incluso en 1899, con la guerra civil en el horizonte, el presidente José Sanclemente se vio obligado a desmovilizar varias de las brigadas del Ejército y a vender dos cruceros navales para obtener fondos destinados a los gastos del Gobierno. El resultado de lo anterior era predecible. Cuando estalló la guerra, un débil gobierno central no estuvo en condiciones de actuar en ella vigorosamente. Esta se prolongó interminablemente, haciéndose cada vez más brutal. Cuando finalizó, el 2 % de la población había muerto y el país estaba en ruinas. Durante los tres años de la guerra, Colombia llegó a la astronómica tasa de homicidios de 667 por cada 100 000 habitantes.¹⁴

    Los casos de los dos conflictos civiles más violentos de Colombia sugieren un corolario a la tesis de la violencia del triángulo de hierro: únicamente cuando se ponen extraordinarias cantidades de dinero provenientes del extranjero a disposición de actores opuestos al Estado, pueden estos enfrentar seriamente la autoridad del débil Estado colombiano. Por el contrario, cuando a los violentos se les niega una cuantiosa financiación del extranjero, la violencia y la impunidad se controlan por medio de medidas policivas corrientes.

    Cuando el presidente Alfonso López Michelsen terminó su primer año de gobierno, en 1975, el dinero de las drogas ilícitas no constituía aún una fuente importante de financiación para los actores que se oponían al Estado. Aun cuando había insurgentes en las montañas, eran pocos y el Ejército los mantenía bajo control. Entre tanto, la economía florecía, el Frente Nacional desaparecía,¹⁵ y la nave del Estado estaba estabilizada. La guerrilla urbana del M-19 había anunciado su nacimiento, pero hasta entonces lo único que había hecho era robar la espada de Bolívar. Al parecer, nada podría desacelerar el progreso de Colombia, ¿verdad?

    La respuesta a esta pregunta era, claramente, . De hecho, cuando López celebró su primer año de gobierno, el 7 de agosto de 1975, ya se había determinado el destino de Colombia. El país se encontraba en la cúspide de una nueva violencia que, con el tiempo, habría de llenar a sus ciudadanos de angustia y desesperación.

    Un incidente ocurrido el 22 de noviembre de 1975 ofrece una metáfora para lo que aguardaba a Colombia. Aquel día, una avioneta aterrizó en el aeropuerto de Cali. Debido a que no había recibido la autorización correspondiente, la policía la registró y descubrió que su carga consistía en 600 kilos de cocaína destinados a la venta en los Estados Unidos. Dado que un kilo de cocaína se vendía en Estados Unidos a 45 000 dólares, la carga de la avioneta valía cerca de USD 27 millones.

    El incidente de Cali desencadenó una ola de violencia en Medellín, ciudad donde se había originado el vuelo. Durante la semana siguiente, 40 personas perdieron la vida a causa del frustrado envío. Conocido como la masacre de Medellín, este baño de sangre anunció el comienzo de un nuevo capítulo de la violencia en Colombia.¹⁶

    PARTE 3: SURGIMIENTO DE LA CULTURA DE LA DROGA EN LOS ESTADOS UNIDOS

    La cocaína es la manera que Dios tiene de decirte

    que estás ganando demasiado dinero.

    Comentario escuchado en los Estados Unidos

    a comienzos de la década de 1970

    La década de paz en Colombia coincidió con la revolución cultural y el conflicto generacional en los Estados Unidos. La protesta social fue algo corriente y persistente durante aquellos años, y parte de ella involucraba el uso de drogas ilícitas. La generación del baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial llegó a la mayoría de edad durante los años sesenta, ansiosa por luchar contra los males sociales que aquejaban a la nación. Primero, los integrantes de esa generación atacaron el racismo, uniéndose a los dirigentes afroestadounidenses como soldados rasos del movimiento no violento a favor de los derechos civiles iniciado en la década anterior. Pronto estaría protestando contra la mal concebida guerra de los Estados Unidos contra Vietnam. Tanto el movimiento de los derechos civiles como las protestas contra la guerra de Vietnam se dieron simultáneamente con otros movimientos de acción social, dirigidos a promover la igualdad de género, los derechos de los homosexuales, el pacifismo y la liberación sexual. A finales de los años sesenta, la protesta social en los Estados Unidos era un fenómeno difuso, que unía muchos elementos aparentemente dispares. Era una revuelta contra las influencias y los prejuicios de la sociedad estadounidense tradicional, y una de las cosas que la caracterizaron fue el uso de drogas ilícitas por muchos de quienes participaron en ella.

    Los miembros de la cultura estadounidense de la droga tenían dinero. Su país no solo era el más rico del mundo, sino que cada día se enriquecía más. El producto interno bruto de los Estados Unidos se duplicó durante la década de paz en Colombia, y los países del mundo se peleaban por vender sus productos en el mercado estadounidense. El dólar era la moneda global, y el gobierno constantemente aseguraba a sus ciudadanos que, al gastar su dinero, estaba contribuyendo a fortalecer las economías capitalistas de todo el mundo y, por consiguiente, contribuyendo a demostrar la debilidad de la teoría económica comunista. ¡Gastar dinero era un acto de patriotismo! La vida era buena para los consumidores estadounidenses en general, y para quienes adquirían drogas importadas en particular. El mejoramiento de los medios de transporte y la conveniente proximidad a México, Jamaica y Colombia permitían la fácil adquisición de cannabis y cocaína importados, y también de alucinógenos y anfetaminas fabricados en el extranjero. Para 1975, las drogas ilícitas fluían a los Estados Unidos desde todos los rincones del mundo.

    La cultura de la droga en los Estados Unidos estalló súbitamente en el escenario nacional durante la década de 1960. Si bien durante los primeros años de la década, los estadounidenses con ánimo de fiesta se limitaban al tabaco y al alcohol, diez años más tarde podían elegir también de una farmacopea de drogas psicoactivas. La marihuana y la heroína eran fáciles de encontrar, así como el LSD, alucinógenos y anfetaminas. Pero, lo mejor de todo, la cocaína, comenzaba a llegar a las playas de los Estados Unidos en cantidades cada vez mayores y a precios cada vez más cómodos. La cocaína se convirtió en un objeto romántico dentro de la cultura popular, y sus precios astronómicos, a fines de los años sesenta y comienzos de los años setenta, significaban que era la droga de las celebridades y de las personas muy ricas. Fue elogiada también por no ser adictiva, y por dar a quien la usaba un viaje fabuloso y, a la vez, proezas sexuales intensificadas. ¿Qué tenía la cocaína que no fuese maravilloso?

    La locura de la droga que comenzó a invadir a los Estados Unidos durante los años sesenta no era algo sin precedentes en la historia del país. Los estadounidenses habían sido siempre excesivamente amigos de las drogas psicoactivas, especialmente de aquellas ricas en alcaloides. Una de las personas que han estudiado más de cerca este fenómeno se ha referido al abuso de las drogas en los Estados Unidos y a la forma punitiva de encararlo como la enfermedad estadounidense.¹⁷

    Los propios estadounidenses han hecho al mundo adicto al tabaco con sus lucrativas exportaciones de esta planta, rica en alcaloides, desde fines del siglo XVII en adelante. Y su ávido consumo de café fue inmensamente importante para el desarrollo económico del Brasil, Colombia y otros países tropicales.

    El temprano consumo de opio y cocaína en los Estados Unidos fue posible gracias a la primera ola de globalización económica, que alcanzó su punto más alto a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Para mediados de 1880, los opiáceos estaban presentes en todas partes de Estados Unidos, en forma de paregórico, láudano y morfina.

    Después de que la compañía alemana Bayer inventara la heroína, en 1898, esta se vendía sin fórmula médica como analgésico, junto con la aspirina, inventada un año después por esta misma compañía. La cocaína fue extraída por primera vez de hojas de coca en 1855, y para 1900 ya se vendía en todos los Estados Unidos. Los gabinetes de medicamentos en los Estados Unidos estaban repletos de medicamentos patentados, con nombres como Dr. Flint’s Quaker Bitters, Ryno’s Hay Fever and Catarrh Remedy y Agnew’s Powder, cuyo principal ingrediente activo era la cocaína.¹⁸ En los bares se ponían pizcas de cocaína en los tragos de whisky, y los vendedores la ofrecían en las puertas de tabernas y burdeles. Pastores de la Iglesia y abogados utilizaban cocaína para perfeccionar sus presentaciones en el púlpito y en los tribunales, y la cocaína fue uno de los ingredientes de la popular bebida carbonada Coca-Cola, hasta 1903. La marihuana, otra planta que contiene alcaloides, aumentó su popularidad después de 1910, cuando mexicanos que huían de la Revolución en su país contribuyeron a popularizarla.¹⁹

    La fácil disponibilidad de fuertes drogas psicoactivas en los Estados Unidos, y el creciente número de ciudadanos que dependía clínicamente de ellas, llevó a la inclusión de una nueva palabra al idioma inglés en 1909. Esta palabra es adicto, acuñada para definir a los varios cientos de miles de estadounidenses que padecían una adicción a las drogas en aquella época.²⁰ Tres años antes, en 1906, la preocupación por el creciente problema de la adicción a la droga había llevado a la aprobación de la ley de comida y drogas puras, que exigía, entre otras cosas, la lista de los ingredientes utilizados en medicamentos patentados. Esta ley tuvo el efecto de eliminar del mercado medicinas patentadas cargadas de opio.

    Los esfuerzos por controlar el consumo de drogas psicoactivas adoptaron rápidamente un giro prohibicionista. En 1914 se aprobó la ley Harrison de narcóticos, que redujo en gran medida la disponibilidad del opio, la cocaína y otras drogas por diversos medios. En aquel momento el país se encontraba en medio de una serie de reformas de amplio alcance, que llegaron a conocerse como el movimiento progresista. Sus integrantes estaban motivados por una mezcla de altruismo, puritanismo, absolutismo moral y temor. Su campaña para librar a los estadounidenses de sus malas costumbres culminó en 1920 con la aprobación de la Decimoctava Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, mediante la cual se prohibía el consumo de bebidas alcohólicas.

    La legislación progresista, dirigida a proscribir el alcohol y los narcóticos, generó aumentos presupuestales para la aplicación de las leyes contra la droga. Tantas personas fueron arrestadas como consecuencia de la ley Harrison y de la enmienda prohibicionista que, para 1932, dos tercios de todos los prisioneros federales se encontraban encarcelados por delitos relacionados con las drogas y el alcohol. Esto marcó el comienzo histórico en los Estados Unidos de lo que un crítico de las severas leyes contra las drogas ha llamado el complejo industrial de prisiones del país.²¹

    Aun cuando la Decimoctava Enmienda fue derogada en 1933, la tendencia a restringir el uso de drogas psicoactivas y a castigar a quienes traficaban con ellas y las usaban siguió incólume. Los prejuicios raciales desempeñaron un importante papel en este proceso. El consumo de opio, que había sido introducido al país por inmigrantes chinos a mediados del siglo XVIII, fue declarado ilegal en 1909, en la cima del movimiento el peligro amarillo, dirigido a prohibir la inmigración asiática a los Estados Unidos. Se aprobaron estrictas leyes contra la cocaína durante la década de 1920, cuando corrieron rumores de que las drogas daban a los afroestadounidenses una fuerza sobrehumana, que los hacía inmunes a las balas de la policía. Se sospechaba también que la cocaína hacía que los negros olvidaran su posición subordinada en la sociedad. Estas leyes fueron aprobadas en el momento culminante de los linchamientos en los Estados Unidos, y de los saqueos asesinos que llevaban a cabo los blancos en comunidades negras. Mientras que crecía la población mexicana-estadounidense durante los años veinte y treinta, aumentó en igual medida el temor a la marihuana. Dado que los estadounidenses sabían menos acerca del cannabis que de los opiáceos, se apresuraron a llamar a la marihuana hierba asesina y a creer que alimentaba los disturbios protagonizados por los inmigrantes de habla hispana.²²

    Nadie hizo más por alimentar los temores sobre el uso de la marihuana que Harry J. Anslinger, director del Departamento Federal de Narcóticos, una agencia creada por el Congreso en 1930. Durante los años treinta, cuarenta y cincuenta, Anslinger cabildeó ante los gobiernos estatales para que aprobaran leyes que restringieran el consumo de cannabis. Publicó asimismo un flujo ininterrumpido de artículos con títulos tales como Marihuana: asesina de la juventud y utilizó dineros del Departamento para ayudar a financiar películas tales como Reefer Madness, estrenada en 1936. La película representa a adolescentes bien educados que cometen un asesinato después de fumar marihuana. La película ayudó a Anslinger a conseguir la aprobación, en 1937, de la ley de impuestos sobre la marihuana, que tuvo el efecto de reducir drásticamente la disponibilidad del cannabis en los Estados Unidos. Cuando, en 1940, un estudio patrocinado por el Gobierno reveló que fumar marihuana no lleva al crimen, Anslinger lo hizo suprimir, mientras continuaba ofreciendo argumentos contra la droga, sensacionalistas y falsos en su mayor parte. Durante los años cincuenta, sus aliados en el Congreso de los Estados Unidos aprobaron leyes mediante las cuales se aumentaba el término de las sentencias de prisión para los delitos relacionados con la droga, y muchos estados hicieron lo mismo. Gracias a estos esfuerzos, un jurado de Kansas pudo sentenciar a cincuenta años de prisión a un hombre condenado por vender treinta gramos de marihuana.²³

    El debate sobre el uso de la droga en los Estados Unidos tenía una dimensión de izquierda y derecha. Los políticos conservadores gravitaban hacia soluciones prohibicionistas al problema del uso y adicción a la droga en el país, mientras que los liberales tendían hacia la descriminalización y el tratamiento clínico. Los conservadores encontraban una justificación para su posición en la filosofía cristiana y acusaban a las drogas psicoactivas de corroer los criterios morales y la personalidad de sus usuarios. Los católicos romanos se oponían a las drogas psicoactivas por razones doctrinales, sosteniendo que interferían con el ejercicio del libre albedrío. Liberales y libertarios, por su parte, se oponían al giro prohibicionista de la legislación contra las drogas, tanto por oponerse a la libertad individual como por estar fundamentado en presuposiciones racistas. En algunos aspectos, los argumentos liberales contra el enfoque punitivo al control de la droga se basaron en los mismos principios filosóficos de justicia, equidad y antirracismo que sustentaron el movimiento de los derechos civiles de los años cincuenta.

    En Estados Unidos, la cultura de las drogas y el movimiento contracultural de los años sesenta encontraron sus antecedentes inmediatos en el movimiento beat de los años cincuenta. Los integrantes de este movimiento eran iconoclastas radicales que atacaban las convenciones y los prejuicios sociales a todo nivel, y que dependían de las drogas como un medio para alcanzar la iluminación espiritual. El miembro más antiguo de la generación beat fue William Burroughs, un novelista adicto a una mezcla inyectable de heroína y cocaína conocida como speedballs. El poeta Allen Ginsberg combinó su estudio del budismo zen con una investigación piadosa de la marihuana, el LSD y hongos alucinógenos. El novelista Jack Kerouac se hizo famoso por su novela acerca de un viaje por carretera que marcó un hito, alimentado por el consumo casi ininterrumpido de marihuana y alcohol. Entre tanto, la figura de culto Timothy Leary se convirtió en el principal defensor del LSD durante los años sesenta, animando a los jóvenes estadounidenses a dejar que la droga les ayudara a sintonizarse y desertar. Elogiaba el LSD como caramelos mentales y comida de salud mental. Leary y sus contemporáneos beat alentaron a los estadounidenses a liberarse de la conciencia burguesa, mientras atacaban las estupideces del gobierno. Para ellos, el uso de las drogas era una herramienta para desafiar a la sociedad y para montar una crítica revolucionaria contra ella.

    En la década de 1960 surgieron nuevas figuras que promovieron el uso de las drogas psicoactivas. Aun cuando pasó el año 1966 encarcelado por el uso de marihuana, el novelista Ken Kesey se hizo famoso por conducir un ómnibus por todos los Estados Unidos distribuyendo muestras de la droga LSD en todo el recorrido.²⁴ El sociólogo peruano Carlos Castaneda publicó en 1968 un libro en el que exploraba la búsqueda de la trascendencia espiritual mediante el uso del peyote. Narrar su travesía hacia la iluminación espiritual a través de las enseñanzas de un chamán de la tribu yaqui hizo que se convirtiera en una figura de culto y le permitió, a la vez, vender masivamente sus libros. Entre tanto, los Beatles exaltaban el LSD, aun cuando no explícitamente, en su canción Lucy in the Sky, with Diamonds.

    La guerra de Vietnam contribuyó asimismo al surgimiento de la cultura de las drogas en los Estados Unidos. Más de un millón de jóvenes fueron enviados a luchar en Vietnam, muchos de ellos contra su voluntad. Allí tenían fácil acceso a drogas que alteraban la mente, especialmente la heroína y, como resultado de ello, muchos regresaron adictos a la droga. Las protestas contra la guerra aumentaron durante la década de 1960, contribuyendo al surgimiento de hippies neobohemios, cuya sustancia controlada predilecta era la marihuana. Los hippies captaron la atención del mundo durante el Festival de Verano del Amor en el parque Golden Gate. Allen Ginsberg fue un faro de luz para los hippies con el lanzamiento del movimiento Flower Power dos años antes. Fumar marihuana era de rigueur en aquellos eventos. Se convirtió en algo endémico en las posteriores reuniones masivas de jóvenes, tales como el concierto de rock de Woodstock realizado en 1969. Sobra decirlo, la aplicación de las leyes contra la marihuana fue una tarea desalentadora durante aquellos años. Aun cuando los arrestos por posesión de marihuana se incrementaron diez veces entre 1965 y 1970, solo tocaron a un diminuto porcentaje de usuarios.²⁵ Sin embargo, los arrestos ayudaron poco a reducir su consumo.

    A comienzos del movimiento contracultural, la mayor parte de la marihuana consumida en Estados Unidos era cultivada fuera del país, especialmente en México. Sin embargo, a medida que crecía la demanda y los Estados Unidos aumentaban la presión sobre México para que adelantara acciones contra los cultivadores, los consumidores comenzaron a buscar otros lugares desde donde importarla. Esto llevó rápidamente a sustituir la marihuana mexicana por un producto superior, importado inicialmente de Jamaica y luego de Colombia. La colombian gold era tan superior al cannabis mexicano que pronto adquirió una condición mítica en los círculos de consumidores de marihuana en todo Estados Unidos.²⁶

    Los productores colombianos respondieron con rapidez a la demanda de marihuana de parte de los Estados Unidos. Pronto las naves madre colombianas, que transportaban cientos de toneladas de cannabis, anclaron en aguas internacionales a lo largo de la costa oriental de los Estados Unidos; descargaban sus productos, obtenían dinero en efectivo de inmediato y los entregaban a contrabandistas estadounidenses en botes de motor de alto poder, quienes los llevaban a los sitios de distribución del interior del país. Al mismo tiempo, llegaban grandes cantidades de marihuana colombiana por vía aérea. Un osado contrabandista, Alan Long, transportó cerca de medio millón de kilos de marihuana a los Estados Unidos por aire y por mar durante la década de 1970 y comienzos de los ochenta. Long transportó buena parte de lo que introdujo a los Estados Unidos por el norte, por Ann Arbor, Michigan. Era tan eficiente en su trabajo que él solo satisfizo las necesidades de marihuana de la comunidad de Ann Arbor y sus alrededores, obteniendo una ganancia de ocho millones de dólares en el proceso.²⁷

    Para 1975 se fumaba una enorme cantidad de marihuana en los Estados Unidos. Durante aquel año, el 6 % de los estudiantes de secundaria fumaban marihuana habitualmente, y el 26 % admitieron que la usaban ocasionalmente. Datos publicados por la Agencia Contra la Droga de los Estados Unidos (DEA) en 1978 indicaban que 42 millones de estadounidenses fumaban marihuana. Dado que el 60 % de la marihuana que se fumaba en los Estados Unidos en aquella época provenía de Colombia, esta nación andina estaba sosteniendo el hábito de fumar marihuana de un público consumidor en Estados Unidos de igual tamaño a la totalidad de la población colombiana.²⁸

    Por estas razones, Colombia y los Estados Unidos se unieron en un cómodo abrazo a nivel

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