Carta a mis hijos y a los hijos del mundo por venir
Por Raoul Vaneigem
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A pesar de los medios de comunicación que se aplican en ignorarlo, una sociedad viviente se construye clandestinamente bajo la barbarie y las ruinas del Viejo Mundo. Resulta útil mostrar de qué modo se manifiesta y cómo progresará.
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Carta a mis hijos y a los hijos del mundo por venir - Raoul Vaneigem
Colección Con vivencias
32. Carta a mis hijos y a los hijos del mundo por venir
Título original: Lettre à mes enfants et aux enfants du monde à venir, Le Cherche Midi, París, 2012.
Traducción de Quim Sirera y Magalí Sirera
Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d’aide à la publication de l’Institut Français.
Esta obra se ha beneficiado del apoyo de los programas de ayuda a la publicación del Institut Français.
Primera edición en papel: octubre de 2013
Primera edición: marzo de 2018
© Raoul Vaneiguem
© De esta edición:
Ediciones OCTAEDRO, S.L.
Bailén, 5, pral. - 08010 Barcelona
Tel.: 93 246 40 02
www.octaedro.com - octaedro@octaedro.com
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ISBN (papel): 978-84-9921-434-4
ISBN (epub): 978-84-17219-50-5
Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila
Realización, producción y digitalización: Editorial Octaedro
Para Ariane, Ariel, Chiara, Tristan, Garance, Renaud, Sasha, Lunta
Necesitamos solo una cosa:
la alegría profunda de la vida.
Que su poder poético se despierte
y se revele, y todo nos será dado con creces.
Prólogo
No podría dirigirme a mis hijas, a mis hijos, a mis nietos y biznietos sin dirigirme al mismo tiempo a los que, precipitados en el universo sórdido del dinero y del poder, corren el riesgo, aun mañana, de ser despojados de las promesas de una vida innegablemente ofrecida al nacimiento como un don, sin contrapartida alguna.
Si el mandamiento moral no me repugnara, me habría limitado a nobles declaraciones humanistas. Hay, sin embargo, cierta inconsecuencia en estimular el angelismo de las buenas intenciones sin prevenir contra los monstruos de la violencia ordinaria, que lo devorarán de un bocado.
La simplicidad del hombre y del mundo en el que intenta vivir es solo aparente. La faz de los seres y de las cosas tiene la engañosa impasibilidad del lago: el pez que por desidia se abandona a ella es atrapado. Por otro lado, la evolución de las costumbres y de las mentalidades ha alcanzado tal punto de aceleración que en el seno de la oscuridad del ayer una nueva manera de ver se evidencia de manera inusitada.
Quizás asentiréis al reproche que con frecuencia se me hace de escribir en un estilo que exige del lector más esfuerzo y atención que una novela.
¿Hay algo más neciamente inteligible que la machacona repetición de los prejuicios que desde hace siglos pasan por sesudos pensamientos, esos lugares comunes repetidos de generación en generación hasta pasar por verdades eternas? Filosofías, religiones e ideologías no han hecho más que ratificar un comportamiento que, por diverso que sea, obedece a móviles considerados como inmutables: el gusto por el poder, el atractivo del dinero, la competencia, el combate de la fuerza y de la astucia, la bestialidad reprimida y sus desbordamientos, el amor desnaturalizado, la angustia culpable, el exilio de sí mismo, el malestar existencial…
Aquellos cuyo pensamiento no va nunca más allá de la ordinaria constatación de estas perpetuas motivaciones y reiteran una y otra vez el mismo discurso anticuado son los mismos que me reprochan repetirme siempre que vierto algunos granos de arena en los engranajes de un destino mecánico que –ellos lo saben y se resignan– les lleva adonde no quieren ir.
Las evidencias rocosas del pasado no se rompen sin forjarlas con ideas capaces de pulverizar las antiguas banalidades y de abrir al futuro vías que este acabará banalizando.
¿Cómo, sin embargo, no desalentar al lector atizándole verdades candentes que teme concebir acostumbrado como está a las cenizas ya frías? No tengo intención de recurrir a las astucias literarias que el escritor usa preocupado por seducir al lector. Mi dilema consiste en evitar los artificios de la seducción sin renunciar a la pereza, cuyas virtudes estimo lo bastante como para seguir cultivándolas.
Se cuenta que Leonardo de Vinci había construido un cuarto tapizado con pequeños espejos. Allí se instalaba para reflexionar en el centro de un microcosmos que lo «reflejaba» multiplicando y variando sus imágenes. Permanecía allí, en el centro de múltiples reflejos, solo, para captar sus enseñanzas. ¿Acaso no estamos constantemente rodeados de un mosaico de elementos dispersos en el que las mismas cosas y los mismos seres vuelven incesantemente pero bajo un ángulo siempre distinto, que modifica su punto de vista y los enriquece con nuevos significados?
La repetición es solo aparente; semejante a las variaciones musicales sobre una melodía dada. Cuando, al final, el compositor reitera el tema inicial, este, en su constancia, se ha enriquecido con todas las improvisaciones que ha creado y que se han sucedido.
La composición en mosaico juega con la paradoja de lo familiar y lo distante. El lector deberá centrarse en sí mismo para distinguir, al hilo de mis propuestas, lo que resuena como eco de sus aspiraciones, para adivinar por qué vías de posible cumplimiento se encaminan sus laberínticos deseos.
Con toda la energía que gastáis trabajando en lo que os agota y empobrece, ¿refunfuñaréis por el esfuerzo que suponen una cierta manera de entender el mundo y el deseo de transformarlo radicalmente?
Estoy de acuerdo en que es más fácil avalar la aberración dominante que la vida auténtica, pero me niego a ceder a esta cobarde facilidad, como niego a las emociones pútridas y odiosas el derecho de apagar la conciencia humana de una vida por construir.
Tan acostumbrados estamos a los criterios cuya supervivencia cotidiana jalona sus fastidiosos recorridos que las manifestaciones de la vida, ofreciendo su gratuidad, nos espantan por su insólita claridad y nos lastiman como heridas del absurdo.
Quiero recorrer este camino, desagradable y apasionante, donde voy y vengo desde lo que soy a lo que querría ser. Mi ruta sube y baja, siempre la misma e incesantemente otra, bajo mis pasos que la pisan, la ahondan, la surcan.
Tras la aparente oscuridad de las palabras y de los giros donde uno cree perderse, siempre llega el momento propicio para el despertar de lo viviente. Se desprende del magma existencial donde uno chapoteaba, surge
