El tópico presenta la España de los Austrias como un gigante incompetente y fanático. Lo que ciertos historiadores no aciertan a explicar es cómo pudo durar tanto una potencia supuestamente reñida con la buena administración y las innovaciones. Y, sin embargo, una mirada atenta nos revela que no todo era despilfarro y alergia al trabajo manual. Muchas cosas no funcionaban, pero otras sí. Y lo hacían con notable eficacia. El Estado, por ejemplo, era el mejor organizado de Europa. Respecto a la idea de un país que poseía el oro y la plata de América, pero estaba subdesarrollado a nivel científico, lo cierto es que esta imagen tan negativa se ha visto cuestionada por la historiografía reciente. El comercio entre ambos lados del Atlántico implicaba un considerable nivel técnico. Bartolomé Yun, en Los imperios ibéricos y la globalización de Europa (Galaxia, 2019), nos dice que “la Carrera de Indias contradice el viejo mito de que España era un país de escasa capacidad de organización o tecnológica”.
El Imperio no se regía solo por la fuerza militar. Los españoles contaban con el respaldo de las élites locales, siempre a la búsqueda de un paraguas que protegiera sus intereses. Por eso, cuando Portugal se vio descabezado por la muerte en batalla del rey Sebastián, Felipe II apareció ante muchos lusitanos como una garantía de seguridad para la defensa de su imperio ultramarino.
Parece obvio, a primera vista, que un imperio donde no se ponía el sol tenía que ser fuente de suculentas ganancias… ¿Hasta qué punto resultaba o no beneficioso? ¿Salía a cuenta poseer tantas tierras? Una respuesta clara a esta pregunta no es posible, porque nunca podremos saber, a ciencia cierta, cómo habría sido la historia si los dominios hispanos se hubieran limitado a la península. Para el modernista Antonio Fernández Luzón, los efectos positivos del Imperio superaron