Pelotero. Por amor al beisbol
Por Beatriz Pereyra
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Pelotero. Por amor al beisbol - Beatriz Pereyra
La vida en el diamante
Prólogo en dos turnos al bat
Juan Villoro
UNO
Versión campestre de La odisea, el beisbol narra la aventura de volver a casa. Un bateador debe recorrer las bases –las islas de Ulises– para llegar al punto de partida. El que anota es digno de su origen.
El campo de beisbol fue diseñado como un jardín con dos temperamentos. Al fondo, junto a la barda que demarca el territorio, ocurren las acciones largas de la estepa y los movimientos dilatados de los nómadas; ahí los jardineros deben evitar que la pelota escape del campo. Más cerca está el diamante, la parte domesticada del terreno, la zona de los sedentarios donde suceden las jugadas rápidas y se crispan los nervios de la vida en común.
El beisbol alude a distintas fases de la civilización. Sus movimientos recuerdan a los recolectores de granos, los agricultores, los cazadores furtivos o los citadinos atrapados en el tráfico. Ningún otro deporte representa de manera tan compleja a la sociedad humana.
Como el coñac y el tequila, el autoproclamado Rey de los Deportes tiene denominación de origen
y no puede negar su pedigrí estadunidense. De modo emblemático, consagra el sueño del individuo ante las adversidades colectivas. Un bateador –representante provisional del self made man– enfrenta a todo el equipo contrario. Sin embargo, no lo hace por egoísmo. Aunque aspira a triunfar por cuenta propia, pertenece a una cadena; puede hacer una jugada de sacrifico para que otro avance o impulsar con su homerun carreras ajenas (de ahí la canónica importancia del cuarto bateador
). Incluso el siguiente en el orden al bat pertenece a esa serie: aguarda en la imaginaria
y abanica el aire en lo que llega su turno; sin participar directamente, influye en la jugada. Tampoco el hombre del montículo prescinde de los otros; depende de su brazo, pero también de lo que harán los pítchers relevistas, y tiene la opción de dar voluntariamente base por bolas para esquivar a un adversario y encarar a otro. Estamos ante un deporte de conjunto en el que la individualidad es decisiva, pero sucede en función de los demás.
La épica del beisbol recuerda los torneos de la caballería andante. Cuando está a la ofensiva, el equipo confía su suerte a un guerrero equipado con una variante de la espada o de la lanza: un bat de madera. No es casual que la mejor novela sobre beisbol, The Natural, de Bernard Malamud, sea una adaptación moderna de las leyendas del rey Arturo.
A propósito de Ted Williams, John Updike escribió una hermosa síntesis sobre la función del individuo en este juego de soledades compartidas: De todos los deportes de conjunto, el beisbol es, gracias a la sugerente intermitencia de sus acciones, a su enorme y sosegado campo –escasamente poblado por hombres de blanco– y a sus impasibles matemáticas, el deporte más dispuesto a incorporar y a ser engrandecido por un solitario
.
El beisbol asume nuevas identidades en los países donde se lanza la pelota cosida con 108 puntadas. Roberto González Echevarría ha señalado que, para Cuba, la pelota caliente
fue un símbolo de modernidad e independencia ante el toreo y las pasiones españolas. En México, ha prosperado sobre todo en las costas del Pacífico, el Golfo y el Caribe. Durante la Revolución, Felipe Carrillo Puerto, líder del Partido Socialista del Sureste, lo convirtió en estandarte político. De 1922 a 1924, como gobernador de Yucatán, impulsó el juego en las comunidades mayas para reforzar la movilización popular. Durante esa aurora roja, equipos ideológicamente combativos recibieron los nombres de Máximo Gorki, Emiliano Zapata y Soviet.
Toda épica requiere de palabras que canten las proezas de los héroes. México ha contado con excepcionales cronistas beisboleros. Pedro El Mago Septién hizo que sus narraciones en el Parque Deportivo del Seguro Social se integraran en forma inolvidable a la vida capitalina. Cuando la pelota sobrepasaba la barda del estadio, el locutor decía: ¡¡¡Se va… se va… se fue!!!: automovilistas que circulan por el Viaducto… ¡¡¡hay un bólido en su camino!!!
. Por su parte, Jorge Sonny Alarcón mexicanizó
al máximo el vocabulario de un deporte que corría el riesgo de ser visto como artículo de importación. Cuando el organista del estadio de los Yankees interpretaba una escala musical, Sonny exclamaba con vernáculo desparpajo: "¡Ya tocan La Michoacana!".
La mitología del beisbol depende de expresiones gozosamente localistas. Si los Naranjeros de Hermosillo ocupan las tres bases, el locutor dice con sonorense orgullo: ¡La caja está llena de naranjas!
, y los reporteros de El Diario de Yucatán escriben de los Melenudos que ofician en el estadio Kukulcán en un lenguaje cifrado que los feligreses del deporte decodifican sin problemas; en esas páginas, no es necesario aclarar que los ponches son chocolates
y las bases por bolas, pasaportes
.
El beisbol tiene una relación puritana con las estadísticas, pero no con el cuerpo. Es el deporte de los longevos que aún pueden llegar a home a los 50 años. No discrimina las barrigas, siempre y cuando vayan acompañadas de piernas y brazos poderosos.
En pocas actividades la aritmética es más importante. Deporte de cálculos y porcentajes, la pelota caliente
no admite derroches y premia a quienes aceptan con humildad la supremacía de los números. Ahí lo escaso vale más. El Rey de los Deportes propone una épica atenta a la economía de recursos, espejo de la sociedad que le dio origen, marcada por las ganancias marginales, el ahorro y la moral protestante. Un bateador de calidad conecta uno de cada tres lanzamientos. La cuota parece magra si se compara con la frecuencia con que encesta un célebre basquetbolista o anota un contundente centro delantero, pero realza la dificultad del cometido. Para un pítcher, el juego perfecto
es una abolición numérica: deja la pizarra en ceros y retira a los oponentes sin que lleguen a una base.
Un cuadro de Abel Quezada resume, desde su título, la fascinación que suscita el beisbol: El fielder del destino. Un jardinero levanta la vista en espera de que caiga la pelota, que no aparece en la pintura. Nadie lo acompaña. Solo en el campo, mira las nubes que representan el destino. Ese pelotero recuerda a Adán en la fábula del primer jardín, donde los insolubles misterios de la Tierra dependían del cielo.
DOS
Beatriz Pereyra pertenece a la estirpe de los grandes reporteros que realzan las virtudes de los otros. En la entrañable primera entrada de este libro, aborda un tema esencial de la pasión deportiva: la filiación. Millones de personas se han aficionado al juego gracias a sus padres. Para ellos, las aventuras de los estadios tienen un componente afectivo: la compañía de quien los llevó ahí por vez primera.
Una vez que establece sus credenciales como testigo del deporte, Pereyra deja la voz a los demás, comenzando por el gran cronista de la gesta, Pedro El Mago Septién, de quien fue amiga y discípula. Pereyra visita al maestro en su casa de la colonia Lindavista y deja una estampa indeleble de la forma en que Septién cultiva su memoria y atesora recortes de periódicos, transformando datos sueltos en una ordenada enciclopedia.
No todo es glamur en el periodismo deportivo. Cubrir las hazañas de los héroes depende de urgencias tan pedestres como encontrar un enchufe para la computadora en el momento oportuno o impedir que un colega te haga a un lado en la zona mixta. El derecho a entrar a un vestidor puede parecer tan importante como el acceso a un palacio, pero a veces no significa otra cosa que enfrentar a millonarios semidesnudos que no tienen ganas de hablar.
La crónica deportiva surge de una paradoja: los protagonistas de la cancha suelen ser incapaces no sólo de revelar, sino de entender sus logros. En su célebre crónica sobre el tenis, David Foster Wallace escribió: Es posible que nosotros, los espectadores, que carecemos de la divina facultad de los atletas, seamos los únicos verdaderamente capaces de ver, articular y recrear el don que nos ha sido negado. Quienes han recibido y desempeñan el talento atlético deben, por fuerza, ser ciegos y sordos al respecto; no porque la ceguera y la sordera sean el precio de ese don, sino porque son su esencia
. En otras palabras: el testigo reconstruye algo que el atleta ignora.
Con frecuencia, los profesionales del deporte se quejan de que los neófitos opinen al respecto. Al hacerlo, repudian al público que completa lo que ocurre en la arena. El deporte carece de sentido sin la afición que lo rodea.
La discriminación ante el testigo externo
se agudiza en el caso de las mujeres, a quienes se les exige acreditar su talento en forma aún más evidente que a los hombres. La excepcional trayectoria de Beatriz Pereyra ha sido un triunfo del tesón, la disciplina y el conocimiento en un medio muchas veces hostil.
En la revista Proceso se ha ocupado de los más diversos deportes y de sus implicaciones políticas, sociales y económicas, demostrando que ninguno de ellos se puede reducir a récords o marcadores. Quien sólo analiza los aspectos meramente deportivos es incapaz de explicar un fenómeno que refleja los más diversos aspectos del comportamiento humano.
No es casual que Pereyra entreviste a Andrés Manuel López Obrador, conocedor y practicante del beisbol, que al modo de Carrillo Puerto ve en la pelota un recurso de organización social y expansión económica (con el gusto por las cifras de todo beisbolero, estima que la pasión nacional por el futbol nunca dará tantos dividendos como la exportación de jugadores a las Grandes Ligas). Al igual que la mayoría de los beisbolistas, el presidente de México no ostenta en su físico el contacto con el deporte, salvo por un detalle: tiene los dedos lastimados. Con típica actitud beisbolera, no se los quiso atender. Los dedos torcidos son medallas en El Rey de los Deportes.
López Obrador es tabasqueño hijo de veracruzano. La geografía lo acercó a los estadios de beisbol. Pero ha sido en el norte del país donde el juego ha dado sus mejores frutos. Si algo queda claro en este libro es que el vivero del beisbol está en la zona fronteriza, muchas veces desatendida por la centralista prensa capitalina.
Beatriz Pereyra se sitúa entre el protagonista y el espectador, asumiendo la distancia del testigo bien informado. No pretende argumentar con la autoridad técnica del manager o del deportista, sino con la curiosidad de quien conoce el medio, pero tiene más preguntas que respuestas. En ese sentido, es la intermediaria ideal para llegar a los protagonistas.
En esta galería de grandes personajes desfilan Adrián González, el mexicano mejor pagado de todos los tiempos, que ofició en nombre de los Dodgers, los Padres y los Medias Rojas; Sergio Romo, con tres anillos de Serie Mundial, que tuvo que esperar 20 años para ser aceptado en la selección nacional por haber nacido en California (la discriminación sufrida por peloteros como Rafael Díaz, rechazado por indio
, tiene su contracara en la historia de Romo); Francisco Campos, el popular Pancho Ponches, veterano de la guerra que se retiró a los 47 años, luego de 27 temporadas, y Juan Gabriel Castro, manager de la selección, el paisano que impuso el récord de 17 años vistiendo uniformes de las Grandes Ligas.
Pereyra sigue a sus personajes a los estadios, pero también a los sitios donde los atrapa la fatalidad. Con detallada empatía, recupera los predicamentos mentales y judiciales que llevaron a Esteban Loaiza, antiguo pítcher abridor de los Medias Blancas, a ser arrestado por posesión de 20 kilos de cocaína.
Mención especial merece el encuentro con Fernando El Toro Valenzuela. Según su propia narración, el pítcher que desató la Fernandomanía en los años ochenta fue concebido como un último suspiro
, cuando su madre tenía 48 años. Pereyra lo entrevista a los 46 años, cuando él está a punto de dar su propio último suspiro
en el beisbol. Lejos quedan las glorias de otro tiempo, las fotos que ya no quiere revisar. Su hijo, que nunca será tan bueno como él fue, ahora lo supera. El antiguo ídolo ha pasado por una transformación casi inconcebible: es una persona normal. Pero algo lo distingue: no deja de jugar.
El libro desemboca en el retrato de un retratista: Francisco Toledo. La pasión por el juego del pintor oaxaqueño quedó reflejada en la colección que custodian el empresario Alfredo Harp Helú y su esposa, la historiadora del arte María Isabel Grañén. Para los Diablos Rojos del México, Toledo hizo papalotes, única forma en que el chamuco viaja al cielo. En su relación con el entorno, el artista confirmó la máxima de Oscar Wilde: La naturaleza imita al arte
. Después de su paso por el estadio de los Diablos, la reja comenzó a teñirse de óxido, pintándose a sí misma en el rojizo tono del equipo.
¡Play ball!: comienza el juego. Beatriz Pereyra se reúne con los grandes beisbolistas de un país lleno de carencias y entusiasmos, donde la historia, siempre urgida de recompensas adicionales, encuentra el modo de irse a extrainnings.
Presentación
Vivir y morir jugando beisbol , de eso se trata la vida: el beisbol lo es todo. Vivir diariamente en el campo de juego hasta que llegue el final, no hay retiro a tiempo. La autora de este libro sabe muy bien de lo que hablo. Beatriz Pereyra comparte la pasión por el beisbol. Dice que empieza como una infección y luego se vuelve una adicción. Algo que llega a las entrañas y al tuétano, se hace parte de uno y luego es como la respiración, la única manera de vivir plenamente. Exacto, vivir la pasión por el beisbol es refugiarse en una catarsis, una forma de purificar las emociones y, claro, de liberarse como un jonrón.
Quiero felicitar a Beatriz Pereyra por su iniciativa para publicar tantas historias conmovedoras, por hacernos partícipes de diversas anécdotas que van más allá del campo del juego. Sí, como una manera más de Vivir y morir jugando beisbol. Con una prosa amable, la autora nos invita a disfrutar las páginas de este libro. Imposible dejar la narración a medio camino. No puedes dejar de leer porque la escritora, amante de las buenas charlas, capta la atención del lector desde el primer momento y nos sumerge en estremecedoras hazañas beisboleras.
Los personajes entrevistados por Beatriz –y ella misma– comparten, justamente, esta pasión por el beisbol, la que se disfruta y se sufre. Sin embargo, esta pasión no es universal, es selectiva, elige a su presa; y quienes sentimos vibrar la pelota caliente podemos comprender que este deporte es lo mejor que nos puede suceder en la vida.
Como la autora, también me dejé contagiar por el amor al beisbol. Desde pequeño solía ir al estadio del Seguro Social y gozaba cada jugada. El amor fue a primera vista, me enamoré del Rey de los Deportes: aplaudía las jugadas de los Diablos Rojos del México y también de los equipos rivales. Comencé a vivirlo en carne propia y pronto supe lo que era llevarlo en las venas. Cuando no podía ir al estadio, tenía la suerte de escuchar por la radio las narraciones de los juegos y los locutores me hacían vibrar de emoción.
Vivía los partidos como si los estuviera viendo físicamente. Esas voces me eran tan familiares, que