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Como siempre, lo de siempre: Colección Hooligans Ilustrados
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Libro electrónico54 páginas1 hora

Como siempre, lo de siempre: Colección Hooligans Ilustrados

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«El Celta rozó la hazaña», se pudo leer en todas las crónicas deportivas.

Si el roce hace el cariño, la hazaña debe de querer muchísimo al Celta porque llevamos décadas rozándola, acariciándola y haciéndole cosquillitas en el sofá. A la hazaña, estoy segura, le hemos provocado algún que otro orgasmo.

¡Redescubre la emocionante historia del Real Club Celta de Vigo a través de los ojos de la periodista y celtista Lucía Taboada!

FRAGMENTO

El club, por supuesto, lo sancionó. El Zar se mantuvo durante días recluido en su casa, buscando una salida directa de Vigo. No le hizo falta. Especialmente porque durante ese verano llegó su refuerzo moral, Valeri Karpin. En pocas semanas ambos empezaron a ser lo que eran, y mucho tuvo que ver que tuviesen al lado a un chaval que compartía apellido y origen con Pelé, un futbolista maravilloso llamado Mazinho. Y del otro lado, a otro futbolista excepcional, el primer jugador israelí en jugar en España, un tipo llamado Revivo. En la temporada 97-98, con Irureta en el banquillo, los cuatro empezaron a brillar. Aquel equipo formidable terminó sexto en la tabla, con un pasaporte para Europa por primera vez en más de veinticinco años (con una imagen que es más que una imagen, es un icono: la de Gudelj corriendo por la banda con los brazos desplegados y una camiseta blanca de tirantes sobre el pecho en la que se podía leer «Gracias afición»). E Irureta cogió las maletas hacia A Coruña para celebrarlo. Nunca se le perdonó la traición, pero se nos olvidó pronto. Porque le sustituyó en el banquillo un hombre llamado Víctor Fernández que trajo a Vigo el gran fútbol, como Mary Poppins en su maletín.
En la temporada 98-99 no hubo ningún equipo en España —ni puede que en Europa— que superase futbolísticamente al Celta de Vigo. Ningún
equipo hacía un fútbol tan exquisito, basado siempre en los toques y en los apoyos. Recuerdo perfectamente la primera vez que tuve esa sensación de estar contemplando un lienzo. Fue en el mes de noviembre, en el Villa Park, frente al Aston Villa. Nos adelantamos en el minuto veinticinco con un gol de Juan Sánchez, en una jugada en la que tocó el balón todo el equipo, uno tras otro, de atrás hacia delante. Mucho antes que el tiquitaca existió el tikitakiña.

LO QUE PIENSA LA PRENSA

Un libro que invita permanentemente a la sonrisa y a la melancolía. Y es que ¿quién no recuerda aquellas míticas presentaciones veraniegas de los equipos en los que no había ni tan siquiera un partido amistoso? A Taboada nunca se le olvidará la de 1998. - Pedro Zuazua, El País

Su padre la hizo celtista de corazón desde bien pequeña. Y, ahora, desde la lejanía muestra ese amor y lo propaga. Lucía Taboada (Vigo, 1986) vivió la mejor época del Celta de Vigo siendo una adolescente, esperando que llegase el mejor día de aquellas semanas: el jueves. - Jose Ruiz, Panenka

EL AUTOR

Lucía Taboada - (Vigo, 1986) agarraba el micrófono cuando tenía cinco años y se hacía pasar por Jesús Puente para entretener a la familia en las sobremesas. «Lo que necesitas es periodismo», debió de pensar, así que lo estudió y desde que terminó la carrera en el 2009 trabaja —con mejor o peor horario— en la Cadena SER. Amante, instigadora y perpetradora de juegos de palabras malos, quiere terminar esta biografía diciendo que con la publicación de este libro vive días de Vigo y rosas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 sept 2019
ISBN9788417678135
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    Como siempre, lo de siempre - Lucía Taboada

    sois.

    I

    Se va de un portazo. En realidad no se va, se esconde. En una habitación cualquiera intenta abstraerse de los gritos del locutor. Y si arrimas la oreja, puedes escuchar el traqueteo de sus piernas que suben y bajan. El que se va, el que se esconde, es mi padre, Manuel, Manolo, Maolito. No importa porque el Celta, de quien se esconde, siempre le termina alcanzando. Lo hace siempre que el equipo se juega algo. No quiere saber nada hasta que la pelota deja de rodar. Entonces asoma la cabeza por la puerta y con un finísimo hilo de voz pregunta si perdimos. Nunca es un «¿Ganamos?». No, siempre es un «¿Perdimos?». Porque en esto del celtismo —ya lo iréis averiguando— el vaso siempre se ve medio vacío.

    Mi padre es el culpable de mi celtismo y de

    mi nariz, y no necesariamente en ese orden. En mi

    casa nunca fue bien recibida su elección dominical de ocio en familia. «¿Pero de verdad no hay un sitio mejor para llevar a las niñas que al fútbol, todo lleno de hombres?», le increpaba a menudo mi abuela Maruja mientras apurábamos la partida de cinquillo, que era una tradición sacrosanta después del cocido dominical. Las niñas somos mi hermana Paula y yo, a las que hizo socias del Celta con siete y cinco años, respectivamente. Fue un pequeño acto de rebeldía doméstica, pero fue mucho más que eso, fue una herencia en vida.

    Lo de mi padre con el Celta era una obsesión nabokoviana. Cuando apenas levantaba un palmo

    del suelo se escapaba a la tienda de ultramarinos de su parroquia, San Pedro de Matamá, para ojear lo que desglosaban las crónicas deportivas de los periódicos. Nunca había pisado Balaídos, ni siquiera había visto un partido por televisión, pero, de oídas y leídas, ya sentía que el Celta y él se pertenecían mutuamente. La trasfusión celeste le venía de dos extractos más arriba, de su bisabuelo. Manuel, el Portugués, se preparaba cada domingo un bocadillo envuelto en papel de aluminio y partía hacia el campo unas seis horas antes

    «para coger sitio». Al terminar el partido mi abuela Maruja abordaba a cualquier paisano al grito de «¡Perdone, señor, ¿cómo quedó el Celta?!». Si había ganado, podía volver a casa sin presiones, pero si había perdido, no le quedaba otra que salir corriendo ante la perspectiva de lo que se iba a encontrar. La afición de mi bisabuelo por el Celta

    siempre mantuvo a mi abuela en plena forma.

    El celtismo se saltó una generación, la de mis abuelos, y por ese motivo mi padre comenzó a unirse a un grupo de chicos que le doblaban la edad para ir a Balaídos en aquellos inviernos que

    duraban ocho meses en Vigo y en los que las jugadas se veían como ve un preso la libertad, entre las rejas de las varillas de los paraguas. De jugar

    en campos de tierra improvisados, mi padre llegó al Casablanca, que en 1952 se había llegado a fusionar con el Celta. Y comenzó a tener relación directa con sus ídolos. Como con Nené Suárez, del que el fallecido exmédico de la selección española y del Celta, Genaro Borrás, llegó a decir que solo había visto una musculatura similar a la suya, la de un tal Johan Cruyff.

    Pienso que mi percepción del fútbol hubiese sido distinta si hubiese nacido niño, si hubiese jugado en campos desvencijados como mi padre.

    Mi primer contacto con una pelota no fue jugándola, fue viéndola. Nunca he sentido el ridícu-

    lo de perpetrar una chilena fallida. Nunca he sabido lo que duele que se te tiren

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