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Ganar sin ganar: Nación e identidad en la selección de fútbol de Colombia
Ganar sin ganar: Nación e identidad en la selección de fútbol de Colombia
Ganar sin ganar: Nación e identidad en la selección de fútbol de Colombia
Libro electrónico314 páginas4 horas

Ganar sin ganar: Nación e identidad en la selección de fútbol de Colombia

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Este libro recoge artículos publicados desde los años noventa que dan cuenta de dos de las grandes pasiones de su autor: el fútbol y la ciencia política, en un ejercicio desafiante para indagar en la realidad política y futbolera de Colombia, de la selección de fútbol de Colombia y aquellos factores que forjan de diversas maneras la identidad nacional. Este libro se suma así a varias publicaciones sobre el tema que han llevado al autor a una profunda convicción: no hay fenómeno más político que el fútbol y no hay, hoy, mayor sello de identidad de lo que somos que aquello que convoca la Selección.
La hipótesis del autor señala que, de manera simbólica y significativa, los colombianos nos identificamos como tal gracias a la selección Colombia, pues lo único que hoy —simbólica, comunicacional y empíricamente— nos une es la selección Colombia. La identidad otorgada a través del fútbol resulta fundamental para generar un tipo de sentimiento, muy específico, que nos lleva a reconocernos como parte de un algo común: Colombia. La selección Colombia, entonces, nos brinda un sentido de nación, un referente identitario. Pero lo hace de maneras paradójicas: del perder es ganar un poco, al ganar sin ganar. Y lo hace cuando nos reconocemos orgullosos en el triunfo o nos avergonzamos despiadadamente en la derrota.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
ISBN9789587814019
Ganar sin ganar: Nación e identidad en la selección de fútbol de Colombia

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    Ganar sin ganar - Andrés Dávila Ladrón de Guevara

    especies.

    Fútbol y cultura nacional

    *

    Notas

    * Publicado originalmente como: Dávila, A. (1994a). Fútbol y cultura nacional. Revista Universidad de Antioquia, 236, 22-26.

    Los previos al juego

    La cultura se juega, escribía con atrevimiento el académico holandés Johan Huizinga (1986). El juego, así entendido, no es solo un anexo en el desarrollo de la sociedad, una representación o una instancia de desfogue de los males a los bienes de cada colectividad. El juego es y ha sido, a lo largo de la historia, un componente central en la conformación de nuestra cultura. En la sociedad actual, el juego se manifiesta de muchas maneras. Una de ellas son los deportes y, en particular, los deportes profesionales. Entre ellos, el fútbol ocupa una posición especial.

    Originado en la Inglaterra industrial del siglo XIX, en menos de un siglo y medio, ya goza de la fervorosa aceptación en, prácticamente, todo el mundo, tal vez con la significativa excepción del Norte de América. La FIFA, entidad rectora a nivel mundial, se vanagloria de tener más afiliados que la ONU y, cada cuatro años, se da el lujo de paralizar, no es una exageración, los cinco continentes.

    ¿Por qué y cómo ha llegado a ocupar ese lugar? La respuesta no es nada fácil. A su favor cuentan la sencillez de sus reglas, la capacidad insuperable para generar tensión y placer en la competencia, la facultad de simular una guerra o las luchas de la vida real y algunas situaciones estéticas innegables. También es importante preguntarnos por cuál es el proceso inexplicado que le sirvió para convertirse en un deporte de masas, en un esperanto deportivo, según la acotación de una científica social norteamericana (Lever, 1985). Algunos, sin desconocer esa forma de hipnotizar a las masas, enfatizan cualidades negativas: su utilización para alienar, a través de la catarsis semanal, a las masas que lo siguen o, como lo señala Umberto Eco, su función de inmovilizar, por el tipo de adhesión consumista que genera.

    Pero tal vez el eje de la respuesta debe buscarse en su complejo papel de factor generador de cultura. En este se combinan, de manera particular, sus características propias como juego –por cierto, el único fundamentalmente jugado con los pies– y su específica traducción de los demás componentes del devenir social. Es, por tanto, un fenómeno inmerso en el desarrollo actual de la humanidad y ha jugado tanto funciones loables como otras cuestionables. Pero ello, precisamente, lo ha convertido en algo más que un deporte, no simplemente un juego. De él no han dependido ni la felicidad ni la justicia ni la verdad, pero en él han vivido todas estas manifestaciones representadas.

    Y como parte conformante de la sociedad contemporánea, el fútbol se ha convertido, mucho más que cualquier otro deporte, en el eje condensador de adhesiones y arraigos detrás de los cuales se nutre el sentimiento nacionalista. En épocas de ausencia de símbolos unificadores y, especialmente, allí donde ni los odios ancestrales ni tampoco el mercado o los mitos fundacionales alcanzan para unificar a una comunidad, se da ese inexplicado proceso que Camus (1994) resumió así: Patria es la selección nacional de fútbol.

    Primer tiempo

    Estamos en 1990, un 19 de junio. Faltan dos minutos para terminar el partido y Colombia pierde 1 a O luego de jugar de igual a igual con la poderosa Alemania, futura campeona del mundo. De repente, y sin saber muy bien cómo, el equipo recupera su identidad, su estilo y su forma de juego, desdibujados minutos antes a raíz del gol en contra. Sobre el tiempo, el equipo retoma el control del balón y arma una parsimoniosa y excelente jugada que culmina con el gol del empate. La celebración no se hace esperar entre los jugadores, los periodistas –uno de los cuales gritaba desaforadamente Dios es colombiano–, los pocos colombianos presentes en el estadio y todos en Colombia.

    Aquel festejado empate servía para comprobar no solo a Colombia, sino al mundo del fútbol, la evolución de lo que se denominó el proceso. Un proceso signado por el éxito y la continuidad en el trabajo deportivo, pero, además, –y es lo que aquí importa– por su hondo significado, que desbordó los límites espacio-temporales del juego y del ritual. Un proceso anclado en una atractiva idea de lo que era el fútbol de Colombia. En términos futbolísticos la propuesta era, a la vez, moderna y lírica y científica y lúdica; en realidad, una síntesis inesperada pero convincente: ganar, pero jugando bien; obtener resultados, pero sin renunciar a divertir; lograr triunfos, títulos, epopeyas futbolísticas, pero sin perder una identidad, un estilo, una imagen de lo que debe ser el juego del fútbol y, en particular, el fútbol de Colombia, en cuanto espectáculo generador de manifestaciones estéticas.

    Para algunos, dentro del mundo del fútbol y dentro del mundo del mundo, un conjunto de valores, de planteamientos y de ideas que no concuerdan con la época y, mucho menos, con el país. La Colombia de finales de los ochenta estaba marcada por un incremento inusitado de la violencia debido, en buena parte, al fenómeno del narcotráfico (que además tuvo bastante que ver en el mejoramiento del nivel futbolístico). Por ello, resultaba inesperado que el fútbol de la selección no tuviera nada que ver con las normas de ganar a cualquier precio y menos con aquella máxima de un prestigioso entrenador: ganar no es lo importante, es lo único.

    En aquella Colombia, sin referentes colectivos distintos a la inexistencia de referentes colectivos, crecientemente absorbida por la violencia, la corrupción y el enriquecimiento fácil, sumida en una crisis de valores unificadores y mecanismos legitimadores tradicionales perdidos (la Iglesia, los partidos), con significativos procesos de descomposición social, decíamos: el fútbol se convirtió en la única instancia aglutinadora en términos constructivos. Como lo manifestaba un científico social colombiano: Maturana (el entrenador-ideólogo) integra lo negro-paisa-costeño en torno al pueblo-barrio; marca el juego en coordenadas temporales y espaciales y con unos signos locales. Y, con la selección el pueblo existe realmente, no porque salga a la calle a vitorear los triunfos, sino porque el pueblo es una categoría real, presente en el juego de la selección (Quinceno, 1990, pp. 93-98).

    Entretiempo

    Al igual que los demás deportes profesionales, el fútbol ha logrado mantener su lugar de importancia gracias a su capacidad para adaptarse a las transformaciones sociales y para traducir, a su manera y sin perder nunca del todo su esencia lúdica, las tensiones políticas, sociales, económicas y culturales que giran a su alrededor. Pero a diferencia de otros deportes, y de allí su singularidad, ninguno como el fútbol ha logrado jugar un papel integrador, cohesionador y generador de adhesiones y lealtades.

    Ellas se despliegan desde la más local hasta esa indescriptible que se genera en torno a las selecciones nacionales. Unos han querido explicarlo, como todo, a causa de la alienación propia del mundo capitalista; otros han preferido referirla a una particular concatenación de sentimientos primordiales, lealtades tribales y profesión de fe religiosa; y otros más se inclinan por valorar la expresión ritual, sagrada, en que se convierte un partido o la participación en un determinado torneo. Uno, el poeta Vinicius de Moraes, lo inmortalizó al decir de la selección brasileña:

    Mi seleccionadito de Oro… Goooool deeeel Braaaaaaaasil qué belleza mayor belleza no hay ni puede haber toda esta raza vibrando con una disnea colectiva ah qué vasoconstricción pero linda la sangre entrando verde por el ventrículo derecho y saliendo amarilla por el ventrículo izquierdo y fundiéndose en el cuerpo amoroso de pobres y ricos enfermos de pasión por la patria y hasta la revolución social en marcha se detiene por ver a seu Mané… o si no a los profesores Nilton y Djalma Santos a los que hay que canonizar porque nunca piensan en sí únicamente en Gilmar más solito que Cristo en el Huerto en medio de ese rectángulo abstracto en cuyo torbellino se oculta el himen de la patria-niña que todos nosotros tenemos que defender hasta la última gota de nuestra sangre. (De Moraes, 1994, pp. 83-84)

    Patria, nación, selección, identificación de todo un pueblo unido en torno a un equipo por mecanismos pasionales, que no racional-instrumentales. Pero, ¿cuáles son los alcances y límites de esta adhesión? Para la política clásica, gobiernos, autoridades, partidos y candidatos, el fútbol podría servir para alcanzar legitimidad. Para los empresarios, publicistas y medios de comunicación, qué mejor que un mercado-espectáculo, un mercado-deporte. Pero, evidentemente, tal manipulación tiene sus límites. Los mecanismos y los alcances del fervor nacionalista que despierta el fútbol obedecen a mediaciones más profundas y complejas. Ellos no se agotan en la burda utilización politiquera y menos en la manipulación publicitaria. Más allá hay procesos, símbolos, mitos, imaginarios y mediaciones que subyacen a los factores aparentemente evidentes y a partir de los cuales se construye tal adhesión.

    En ellos tal vez sea posible identificar elementos relacionados con la puesta en juego de determinados valores, con la ruptura temporal de diferencias sociales y económicas o con la eliminación inmediata de rivalidades ideológicas o políticas. Pero, ¿es factible distinguir un orden en su conjugación?

    Segundo tiempo

    El escenario es ahora el estadio Monumental de River Plate en Buenos Aires. Colombia y Argentina disputan la clasificación al mundial de fútbol. A favor de Argentina el hecho de que juega de local y, como lo dijo Maradona, la historia. A favor de Colombia la tabla de clasificaciones y su fútbol: con el empate está en el anhelado mundial. Noventa minutos más tarde y luego de una soberbia demostración futbolística, Colombia está en Estados Unidos. Venció por 5 goles a 0 a la historia. Otra vez el proceso y la adhesión a un estilo dieron sus frutos. Para los argentinos: vergüenza, como tituló una prestigiosa revista deportiva (y para Maradona 0 en historia, como lo destacó un aviso publicitario en un diario colombiano).

    Para los colombianos esa inocultable satisfacción de derrotar al poderoso, de humillar al prepotente, de alcanzarlo todo gracias a la fe en lo nuestro. Un equipo y unos jugadores que, sin importar las circunstancias, imponen sus condiciones y no olvidan ceñirse a sus principios, aquello en lo cual se reconocen y hace que los colombianos se reconozcan; esos factores múltiples, inexplorados, que sirven de vínculo y de mediación entre la selección y su pueblo, y entre su pueblo y una imagen de lo colombiano. Pero, además, esta victoria tenía algo nuevo: la contundencia, los goles, la novedosa experiencia de conseguirlo sin tanto sufrimiento. Como si de verdad el país, por fin, encontrara la ruta de salida del purgatorio.

    De allí en adelante, la celebración, la fiesta inagotable que involucró al país, el presidente que recibió a la selección y en un estadio colombiano abarrotado les impuso la máxima condecoración que se le otorga a los buenos hijos de la patria (como Álvaro Mutis). También, algunos muertos, pero no más que los que se producen en cualquier fin de semana a raíz de las violencias. Y una solicitud unánime, en el estadio, por la liberación del exarquero de la selección, en prisión por intermediar en un secuestro.

    El país, con sus contradicciones, allí representado. Desmesurado, absurdo y oportunista; seguramente eso y mucho más. Solo que allí había algo más que una locura colectiva improductiva o un aprovechamiento puramente político y económico de lo sucedido. En aquel histórico triunfo se desplegaba, de nuevo, pero ahora con mayor fuerza, un proceso intangible de construcción de la nacionalidad, de afianzamiento de una identidad, de surgimiento de mitos futbolístico-vitales fundacionales y de confirmación de símbolos y mecanismos mediadores. Esto tal vez sea lo atractivo del lenguaje, que el juego de la selección repite hasta el cansancio: el trabajo en equipo que no niega las individualidades, la profunda adhesión al proceso, con sus triunfos y derrotas, y el aprendizaje permanente, tanto de logros como de fracasos.

    Esto puede sonar contradictorio y paradójico, puede tener aspectos virtuosamente rescatables y otros asquerosamente reprochables (como cualquier otro proceso de formación de una identidad nacional). Pero la pregunta de fondo es: ¿hasta dónde? Sí, ¿hasta dónde lo forjado en la realidad paralela del juego puede trasladarse a la realidad real? ¿Es factible que el proceso de identificación nacional adquiera raíces profundas y duraderas? O ¿está condenado a la fragilidad y fugacidad del triunfo deportivo?

    En los vestidores

    Se han establecido, con alguna certeza, instancias de relación profunda entre juego y cultura, fútbol y sociedad y, más en particular, entre fútbol y mecanismos forjadores de la identidad nacional. Definitivamente, hay que superar las visiones puristas del juego y aquellas simplificadoras que ven en los deportes algo así como mecanismos de reproducción y readecuación de la fuerza de trabajo alienada.

    No obstante, parece que falta algo. Tal vez ordenar los argumentos; precisar, de mejor forma, el lugar del fútbol en el devenir de la sociedad o indagar, en los términos de Norbert Elias, al deporte como una manifestación específica pero central de la sociedad. Ahora bien, en la reflexión concreta sobre identidad, nación y legitimidad, este trabajo, como un boxeador contra su sombra, golpea y golpea porque intuye que las interrelaciones y los entrecruzamientos son más diversos y más significativos de lo que hasta aquí se ha podido esclarecer.

    El ejemplo examinado indica, con fuerza, que allí están los procesos, los mecanismos y los hechos. Pero señala, además, que hay una necesidad de delimitar cada esfera y sus interacciones, para avanzar en el análisis. Es una situación algo paradójica porque simultáneamente se constatan los nexos, pero suena un tanto exagerada la extrapolación.

    Por lo pronto, basta con señalar que el juego del fútbol, gracias a sus elementos agonales, lúdicos, estéticos, de figuración y representación, genera una particular adhesión y lealtad en los espectadores y fanáticos. Tal adhesión, apoyada en sentimientos primarios, religiosos, de tensión y placer, deriva en determinadas competencias y, bajo circunstancias particulares, en procesos de identidad nacional, de forjamiento o construcción de la nación. Estos procesos, por situaciones sociales y políticas, adquieren mayor relevancia y parecen proyectarse a nuevas instancias. En ellas, la propia gramática del juego se suma, primero, a los ritos, mitos y símbolos generados ya no solo por el juego, sino por la relación con el pueblo que apoya a su selección, y se adiciona, luego, a la relación compleja con la situación del país, hasta constituir verdaderos factores de consolidación de una identidad, de unos mitos fundacionales, de referentes colectivos que aglutinan, expresan y transforman. Pueden darse allí, sin duda, las condiciones y los factores para sustentar una comunidad imaginada que se reconoce y es reconocida.

    Y, sin embargo, tales referentes son a la vez profundos y frágiles, pero, sobre todo, dependen del fútbol como juego. La manipulación, la utilización abierta de la legitimidad que una selección nacional genera a su alrededor o incluso los intentos por ganar otras adhesiones a costa de las reglas y figuraciones propias del fútbol solo llevan, como quien rompe un hechizo, a la inmediata y sorprendente desaparición de los mecanismos, las identidades y las funciones.

    Subiendo por la escala de Milán (o la Ópera de los cuatro centavos)

    *

    Andrés Dávila Ladrón de Guevara y José Arteaga

    Notas

    * Publicado originalmente como Dávila A. y Arteaga J. (1991). Subiendo por la escala de Milán. En J. Arteaga, A. Dávila y J. Zapata (comps.), Colombia gol: de Pedernera a Maturana, grandes momentos del fútbol (pp. 165-179). Bogotá: Cerec / L. de G.

    Desde hacía un mes no se hablaba más que de fútbol y el Mundial aún no había comenzado. Llevábamos veintiocho años sin asistir a un evento de esa magnitud como participantes, de modo que era cuestión natural tanta noticia, especialmente tanta noticia sobre Colombia.

    A todos nos parecía que eso solo ocurría aquí, pero el mundo entero padecía la misma pasión, con reconocidas excepciones que no valían la pena. El mundo miraba el recorrido de un balón entre dos arcos y los países, que tenían a sus escuadras dentro del campeonato, miraban ese recorrido con una evidente ansiedad.

    El jueves 7 de junio, las calles de Bogotá presentaban un aspecto irreconocible. Salvo la Navidad, ninguna fecha del año podía producir situaciones similares. Docenas de vendedores ambulantes con cajas de cartón y madera repletas de monas para cambiar y vender. Puestos de revistas donde el color de la bandera italiana cubría hasta los paquetes de cigarrillos. Gigantescos afiches de los jugadores tapando la entrada de los bancos. Llaveros, boinas, banderines, escapularios, cachuchas, viseras, escudos, calcomanías y encendedores, todo con el símbolo del Mundial. ¡Qué fiebre la que se había desatado!

    Los estudiantes estaban en vacaciones, las empresas habían adecuado su horario a las transmisiones de televisión y el campeonato colombiano de fútbol entraba en receso. Nadie quería hacer nada, nadie quería saber nada de otra cosa que no fuera el Mundial, y todo porque la selección Colombia estaba allí.

    En los anteriores mundiales la cosa no era tan enfermiza, tan demencial. Se cambiaban monas, se llenaban álbumes, se leían y escuchaban las noticias, se gritaban los goles, pero la fiebre no estaba presente porque Colombia no estaba allá. Y la gente prefería concentrarse en el evento a fin de olvidar las embarradas del Boricua Zárate, ese gol que se comió Kiko Barrios o ese árbitro de los mil demonios que parecía comprado en Montevideo.

    Esta vez era diferente. La expectativa rondaba el Campeonato Mundial más que de costumbre, sobre todo porque se confiaba en una buena actuación. Desde hacía tres años éramos hinchas acérrimos del combo de Maturana, salvo unos que no olvidaban ciertos hechos ocurridos durante la Copa Libertadores de América del año anterior.

    A las seis de la tarde, el centro de la ciudad era un hervidero humano. Las labores rutinarias se aceleraron y sobre el filo de la noche todo había quedado listo para la mañana siguiente.

    Sudorosos y jadeantes por el trote, vimos la inauguración. Lo mejor fueron las modelos, especialmente aquellas que mostraban los diseños semitransparentes de Gianfranco Ferré. Entre los himnos y el inicio del partido, leímos los periódicos. No había nada en el mundo que tuviera más importancia.

    Maradona mordió el polvo esa mañana de viernes y medio mundo respiró tranquilo, no solo por la personalidad del jugador, sino por esa inevitable necesidad interna de estar siempre a favor del equipo chico. Escuchamos la radio, los lamentos en lunfardo y los comentarios de periodistas que le cayeron al caído, como quien hace una cosa rutinaria. Sospechamos entonces que, el día que eliminaran a Colombia, muchos de ellos obrarían igual.

    La tarde del viernes fue igual a la del día anterior, solo que lo que se avecinaba no era cualquier cosa: el debut colombiano en un mundial. ¡Qué orgullo, hermano!. La radio no cesó de entrevistar a Marcos Coll, al Caimán Sánchez y a los héroes de Arica. Un Adolfo Pedernera, anciano y con la voz cansada, habló desde Buenos Aires, se refirió a los viejos jugadores como sus muchachos y reconoció que estaba tan emocionado como cualquier colombiano.

    La televisión mostró una y mil veces la rabia de Lev Yashin por el único gol olímpico de la historia de los mundiales. Más adelante aparecían imágenes de un dribling de Maravilla Gamboa ante tres soviéticos. Sentimos nostalgia por las imágenes, sabíamos en el fondo que, al otro día, ya no las veríamos más, así que encargamos a los amigos que tenían betamax que las grabaran. El teléfono estaba ocupado.

    A las nueve de la mañana del sábado 9 de junio era imposible conseguir un taxi. Cuarenta minutos más tarde las calles estaban vacías. Diez minutos más y había llegado la imagen a la televisión. Media hora después teníamos las uñas destrozadas y la garganta seca, todo porque jugaba Colombia, a pesar de que el partido en realidad era frío…

    Colombia vs. Emiratos (2-0) (Redín, Valderrama)

    Fue el partido del debut, esperado por jugadores, cuerpo técnico, directivos, medios e hinchas desde el ya lejano día del sorteo. De un buen comienzo dependía que sirviera el sacrificio de tantos meses de concentración y prácticas. Para todos los jugadores era su primera presentación en un torneo de tales características. Solo Higuita había sido suplente, por una lesión, en el Mundial Juvenil de la Unión Soviética.

    Lo que muchos llamaron el temor escénico, el aparecer frente a miles de cámaras en un partido del Mundial, afectó a los jugadores. El comienzo fue tenso. Emiratos se paró defensivamente, con los jugadores en mitad de la cancha y haciendo dos líneas de cuatro que cerraban espacios e incomunicaban al equipo colombiano. Este mostró en la cancha su esquema táctico bien definido, pero con la obligación de ganar el partido y de ir al ataque. Al peso de la primera aparición se sumó la obligación de proponer fútbol para conseguir un resultado.

    Para mantener la fidelidad del estilo, Colombia impuso un ritmo pausado y de andar cansino. El primer tiempo transcurrió en esa tónica. Al combinado nacional le costaba demasiado llegar. Trataba de controlar el partido, pero no había cambios de ritmo acertados ni explosión ofensiva. Aunque era claro que técnica y tácticamente los colombianos eran mucho más, la superioridad se diluyó paulatinamente. El pressing se hacía desde la cancha de ellos y Colombia, además de tener sus líneas adelantadas, ganaba buena parte de los rebotes. Sin embargo, cuando atacaban, perdían el balón a los dos o tres pases, debido a la insistencia en llegar por el centro. Hubo dos llegadas de peligro en los pies de Rincón. En la primera, le negó el pase a Redín y culminó con un disparo desviado a la entrada del área. En la otra, luego de un excelente pase al vacío de Valderrama, se engolosinó con el balón y no supo definir. Lo demás fueron tres tiros libres desviadísimos y aproximaciones al área, con algún peligro, que morían en la imprecisión de los volantes. No funcionaron los cambios de frente, los marcadores no ayudaron a abrir la cancha y la intrascendencia se apoderó de todo el equipo, aunque sin llevarlo a perder los papeles ni la brújula. Valderrama fue el organizador del equipo hasta tres cuartos de cancha, pero, cada vez que intentó pases al vacío o acelerar el ritmo, se equivocó. Como producto del querer, buscar y no poder, fue más punzante el único contragolpe de los Emiratos. En los últimos cinco minutos, Colombia se desconcentró, especialmente, en la línea defensiva y estuvo a punto de irse al descanso con un gol en contra. Un cobro de costado desde unos 35 metros fue cabeceado libremente por el delantero rival e Higuita tuvo que rechazar. Inmediatamente después, Andrés Escobar equivocó una devolución y lo salvó la salida rápida de Higuita y la falta de definición del delantero contrario. Para la perspectiva de Emiratos, el partido salía a pedir de boca.

    Para el segundo tiempo Colombia tenía la obligación de liquidar el partido jugando bien o mal, bonito o feo. Esa disposición se vio cuando los marcadores se fueron al ataque y Leonel se la pasa a Barrabás, quien la devuelve de primera al vacío y evita el fuera de lugar. Leonel entra al área, va al fondo, levanta la cabeza y mide el centro atrás. Redín entra y cabecea al primer palo, midiendo al ángulo más difícil para la reacción del arquero. Gol: 1 a 0.

    Por primera, y única vez durante el Mundial, Colombia estuvo arriba en el marcador. En esos momentos mostró algo más de su estilo y de su fútbol. Los volantes se juntaron, la salida se hizo más clara y se lograron combinaciones de más de quince pases seguidos. Cuando atacó, adquirió mayor peligrosidad porque las combinaciones fueron hacia adelante y de primera intención. Higuita sacaba largo para aprovechar que Emiratos ya había adelantado sus líneas. Los rebotes se ganaban en cualquier lugar de la cancha. Las pocas veces que resultaron los pases al vacío, los atacantes colombianos fueron ‘fauleados’ cerca del área. Sin embargo, los cobros resultaron improductivos. No obstante, se perdieron muchos balones. Redín y Rincón se equivocaron seguido en tres cuartos de cancha. Colombia fue un equipo intermitente e incapaz de demoler definitivamente a un rival débil. Hubo desconcentraciones y baches que armaron a Emiratos y que, a pesar de sus limitaciones, le permitieron arrimarse con peligro, con balones ‘globeados’ al centro de la defensa. En una de esas salvó René, en otras tuvo que salir del área a rechazar o a jugar casi hasta la mitad del campo.

    Sobre los 30 minutos del complemento, entró Estrada, y en los últimos quince Colombia empezó a sostener el resultado. Sin retrasar las líneas, lateralizó el balón y

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