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Para gritar, para cantar, para llorar: Mundiales inolvidables
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Para gritar, para cantar, para llorar: Mundiales inolvidables
Libro electrónico251 páginas3 horas

Para gritar, para cantar, para llorar: Mundiales inolvidables

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"Para gritar, para cantar, para llorar. Mundiales Inolvidables" incluye crónicas de 16 autores latinoamericanos, algunos de enorme prestigio como Osvaldo Soriano, Eduardo Galeano y Juan Villoro. En esta antología, hecha por los periodistas Bárbara Fuentes y Marcelo Simonetti, también hay textos inéditos sobre la participación de Chile en los mundiales, escritos por Antonio Martínez, Juan Pablo Meneses y Axel Pickett, además de un par de historias casi olvidadas del gran Julio Martínez sobre el mundial del 62 y de Harold Mayne-Nicholls, con un relato sobre los orígenes de la "verde amarelha", la camiseta más popular del planeta. El libro finaliza con un capítulo dedicado a Sudamérica. Ahí está la victoria argentina de 1978 ("Creo que vi a Dios", escribe Héctor Vega Onesime); una leyenda del fútbol colombiano; y un país desconocido y enano, Surinam, que, sin embargo, exporta sus mejores talentos a la selección holandesa. De fútbol, está claro, se puede hablar mucho. Y también se puede caer en la imbecilidad. No es el caso, esperamos, de este libro.
IdiomaEspañol
EditorialUqbar
Fecha de lanzamiento7 mar 2017
ISBN9789569171840
Para gritar, para cantar, para llorar: Mundiales inolvidables

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    Para gritar, para cantar, para llorar - Bárbara Fuentes

    Periodismo de Colección

    Escuela de Periodismo

    Universidad Adolfo Ibáñez

    Decano: Ascanio Cavallo C.

    Mundiales inolvidables

    Para gritar, para cantar, para llorar

    Antología de Bárbara Fuentes y Marcelo Simonetti

    Colaboración de Víctor Ruiz

    © Uqbar Editores, mayo 2010

    Teléfono 2224 7239

    Santiago de Chile

    1a edición digital: mayo 2016

    e-ISBN N° 978-956-9171-84-0

    ISBN N° 978-956-8601-67-6

    Diseño portada: Caterina di Girolamo

    Fotografía de portada: el chileno Armando Tobar (camiseta 21), enfrenta al arquero yugoslavo Milutin Soskic, en el último partido de Chile en el Mundial del 62. (The Associated Press)

    Queda prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las condiciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.

    Índice

    Presentación

    Ascanio Cavallo

    Prólogo: El cuento más bonito

    Aldo Schiappacasse

    I. Casi gol

    Anatomía de un penal

    Antonio Martínez - Chile

    El último mundial de Leonel y Chamaco

    Juan Pablo Meneses - Chile

    Justicia Divina

    Julio Martínez - Chile

    La tarde de los fantasmas

    Axel Pickett - Chile

    II. No lo culpen, es Maradona

    Las opiniones de un pie izquierdo

    Juan Villoro - México

    De lo que sucedió con la rubia fatal que Marlowe no clasificó

    Juan Sasturain - Argentina

    Maradona siempre llega como un relámpago

    (viene, estremece y se va)

    Ariel Scher - Argentina

    Del difícil arte de hacer un documental sobre D10s

    Natalia Páez - Argentina

    III. El inolvidable Maracanazo

    Obdulio Varela, el reposo del centrojás

    Osvaldo Soriano - Argentina

    Corre, Ghiggia, corre

    Leonardo Haberkorn - Uruguay

    Detrás del Maracaná

    Harold Mayne-Nicholls - Chile

    IV. Mi alma por un balón

    Retratos brasileños

    Eduardo Galeano - Uruguay

    Surinam: allí donde los niños patean una pelota para

    poder ser holandeses

    Daniel Titinger - Perú

    El hijo de Jaricho

    Sergio Álvarez - Colombia

    La nación del juego bonito

    Jonathan Franklin - Estados Unidos

    Sí, campeones del mundo. Para gritar, para cantar, para llorar

    Héctor Vega Onesime - Argentina

    Autores

    Presentación

    Ascanio Cavallo

    Los campeonatos mundiales de fútbol se han convertido, desde hace ya varias décadas, en los más grandes espectáculos deportivos de masas, gracias la instantaneidad de las tecnologías de comunicaciones y al espacio que les dedican los medios de todo el planeta. Cada cuatro años, las actividades de rutina se trastocan y se reacomodan en las semanas en que transcurre el Mundial, los seguidores del fútbol se multiplican exponencialmente y hasta cambian los patrones de consumo y uso del tiempo.

    Menos visible que estos fenómenos es el hecho de que cada Mundial es una inmensa oportunidad para el periodismo de calidad. Con su capacidad de generar dramas de gloria y fracaso, de triunfo y derrota, de exaltación y condena, con su inmenso potencial épico y heroico y con su carga de emociones desaforadas, un Mundial es una cantera de materiales preciosos. Como el espacio social más grande del mundo, es también la más grande oportunidad para el oficio cuya vocación esencial es la sociedad.

    No es casual que se hayan interesado en estas vetas numerosos escritores y periodistas no especializados en deportes, mientras que los redactores deportivos invierten en estos fenómenos sus mejores esfuerzos. El resultado ha sido muchas veces impresionante: historias de gran calibre.

    En este tercer volumen de la serie Periodismo de Colección, la Escuela de Periodismo de la Universidad Adolfo Ibáñez ha querido reivindicar, en el vértice del Mundial de Fútbol 2010, la escritura sobre el deporte más popular del globo en sus mejores expresiones dentro de América Latina.

    Los profesores de la UAI Bárbara Fuentes, ex editora de la revista Gatopardo, y Marcelo Simonetti, columnista deportivo del diario La Tercera, rastrearon decenas de textos hasta dar con los más relevantes, desde los clásicos de Osvaldo Soriano, Eduardo Galeano o Juan Villoro hasta algunos inéditos, como los de Antonio Martínez o Juan Pablo Meneses, pasando por piezas de brillo semiolvidado, como las de Julio Martínez o Héctor Vega Onesime.

    El «exquisito pretexto», como lo llama otro de nuestros profesores, el prologuista y brillante periodista deportivo Aldo Schiappacasse, se convierte aquí en la base material del mejor periodismo, aquel que significa una forma de conocimiento poético, metafórico y a la vez realista de las pulsiones más profundas del sujeto y de la realidad social que lo completa.

    Así como Periodismo en el límite examina decisiones polémicas e Historia de una mujer bomba y otras crónicas de América Latina pasa revista al género más sofisticado del periodismo escrito, Para gritar, para cantar, para llorar muestra cómo en un género específico del periodismo se puede materializar lo mejor del oficio. Es la tarea con que la Escuela de Periodismo de la UAI se siente más identificada.

    Ascanio Cavallo

    Decano

    Escuela de Periodismo

    Universidad Adolfo Ibáñez

    Prólogo:

    El cuento más bonito

    Aldo Schiappacasse

    «Y entonces resolví ir al estadio. Como era un encuentro más sonado que todos los anteriores, tuve que irme temprano. Confieso que nunca en mi vida he llegado tan temprano a ninguna parte y que de ninguna tampoco me he ido tan agotado (…) El primer instante de lucidez en que caí en la cuenta de que estaba convertido en un hincha intempestivo fue cuando advertí que durante toda mi vida había tenido algo de lo que muchas veces me había ufanado y que ayer me estorbaba de manera inaceptable: el sentido del ridículo. Ahora me explico por qué esos caballeros, habitualmente tan almidonados, se sienten como un calamar en su tinta cuando se colocan, con todas las de la ley, su gorrita de varios colores (…) No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que hoy hago –públicamente– a la santa hermandad de los hinchas. Lo único que deseo ahora es convertir a alguien».

    Los tipos que tuvieron la genial idea de invitar a Gabriel García Márquez a ver un clásico entre Junior y Millonarios, en Barranquilla, Colombia, no imaginaron el delirio que despertarían en el ganador del Nobel. Tras despreciar por décadas el ocioso juego de perseguir en grupo una pelota, el escritor de Aracataca cayó fulminado por el espectáculo.

    Lo movió, como suele ocurrir, un trabajo periodístico: la misión encomendada era relatar el partido de marras y luego confesó que no existía ejercicio más entretenido. Tardíamente, había descubierto la pasión del fútbol.

    Obviamente, comparto el juicio. Retratar una lucha de emociones desencadenadas en un partido importante es un privilegio sublime. La emoción pasajera de un relato o un juicio radial dura el instante exacto de la explosión colectiva, de la depresión masiva, de la histeria popular. Lo escrito, en cambio, queda guardado como esas páginas amarillas que le gusta exhibir a mi padre cuando se empeña en demostrarme que el fútbol de antes era mejor que el de ahora. Su joya más preciada es un despojo que sufrieron los peruanos en los Juegos Olímpicos del 36 en Berlín. La crónica, increíblemente apasionada del periódico de la época, narra con asombro cómo el triunfo de los sudamericanos ante Austria por 4 a 2 fue invalidado porque…¡la cancha no cumplía las medidas reglamentarias!, obligándolos a jugar otro partido que perdieron con la complicidad del árbitro.

    Debo confesar que mi pasión es coleccionar revistas. Tengo Estadio, Gol y Gol, Los Sports, Zigzag y varias más sólo para elegir al azar, de tanto en tanto, tras acariciar el lomo de los empastes, un volumen cualquiera para saborear un poco de historia. Porque, en mi concepto y el de este libro, la historia la hacen los narradores, los que relatan los cuentos reales, las epopeyas de noventa minutos, las menudencias clave que dieron pie a las grandes hazañas. Es en el periodismo y no en otra parte donde se encuentran los hechos más recordables de los mundiales.

    Comencé a trabajar en 1978 –en la desaparecida revista Foto Sport– gracias a que todos los periodistas titulares se fueron a Argentina para cubrir el Mundial. Vi muchos partidos por televisión en una redacción solitaria, sin más compañía que la del Gato Gamboa, un maestro que venía saliendo del encierro y la tortura, y quien me enseñó como nadie a ver las verdades que había detrás del fútbol y de un evento que se jugaba en dictadura, allá y acá. Y fueron esos mismos periodistas que se habían ido los que volvieron con un ejemplar del El Gráfico consagrado al título mundial, donde Héctor Vega Onesime (uno de los colaboradores de este libro) cerraba los ojos y creía ver a Dios, en un relato que aún me emociona al pensar en qué condiciones había sido escrito: en medio de la vorágine de un despacho caótico, de un festejo desbordado, de una emoción desatada, un periodista sentado frente a la máquina, daba cuerpo a un texto que debía pasar a la historia.

    Muchos años después, en 1994, en un Mundial lejano y ajeno como el de Estados Unidos –donde Chile ni siquiera participó en las clasificatorias por la sanción al condorazo del Maracaná– logré conseguir día a día el Clarín de Buenos Aires para vivir como corresponde la fiesta de la mano de Roberto Fontanarrosa, quien había creado a la Hermana Rosa con el único propósito de mirar el fútbol despojado de todo sentido del ridículo, como decía García Márquez.

    La verdadera historia de los mundiales la escriben los actores, claro. Aquel jeque de Kuwait que bajó a la cancha para anular un gol; Zinedine Zidane pegando un cabezazo para vengar el honor de su hermana en una final de la Copa del Mundo; Carlos Caszely con los brazos en jarra tras mandar fuera la ilusión de los chilenos; Maradona sonriente y altanero acompañado del brazo de una robusta y rubia enfermera norteamericana. Son imágenes que siempre están, pero que encuentran su verdad en los textos inspirados de quienes los contaron.

    Por eso un Mundial es un exquisito pretexto para observar el espectáculo más cautivante del universo; para hurgar –cada día con más facilidad– en los textos que te acercan las más fascinantes historias y para intentar narrar –desde la ceguera de la victoria o los infiernos de la derrota– la épica de lo que más nos une.

    Aldo Schiappacasse

    Santiago, mayo de 2010

    I. Casi gol

    Inevitablemente, la historia de Chile en los mundiales ha girado en torno a cuatro Copas del Mundo: la del ‘62, la del ‘74, la del ‘82 y la del ‘98. La fábrica de recuerdos se nutre de esos años e inmortaliza postales como el derechazo de Leonel Sánchez –un gancho a la mandíbula– que tumbó al italiano David en los cuartos de final del Mundial de Chile; o ese gol de antología que le anotó Salas a Inglaterra y que silenció el estadio de Wembley, al punto que no hubo inglés que no escuchara su celebración cuando la Selección de Nelson Acosta iba camino a Francia ’98.

    Los cuatro textos que se desovillan a continuación están ligados a esas justas internacionales. Antonio Martínez recoge el breve paso de nuestro país por España 82, marcado por el lanzamiento penal de Carlos Caszely; Juan Pablo Meneses, uno de las plumas más ingeniosas de la nueva generación de cronistas, detalla su viaje a Francia 98 junto a Chamaco Valdés y el mismísimo Leonel Sánchez; el gran Julio Martínez, hombre de radio, televisión y prensa escrita, nos relata la suerte de Chile en la recta final del Mundial de 1962; y Axel Pickett revive los entretelones de un partido atípico, fantasmal, contra la Unión Soviética, que permitió la clasificación a Alemania 74.

    Sin embargo, no hay que olvidar que Chile suma otras tres participaciones en copas del mundo. La Roja estuvo en Inglaterra 1966, en Brasil 1950 y también en el inicio de toda esta historia, Uruguay 1930. El olvido fue lo más justo en los dos primeros casos, pero en 1930 la Selección Nacional casi alcanzó un pedazo de gloria, de la mano de Guillermo «Chato» Subiabre, goleador de escasa talla, que con suerte llegaba a los 160 centímetros, pero de exquisita definición.

    Luego de dos victorias contundentes, frente a México y Francia, Argentina le quitó a Chile la posibilidad de alcanzar las semifinales. Con todo, Subiabre volvió a ser protagonista, no sólo porque anotó el descuento (los trasandinos ganaron 3-1); también porque tuvo un entrevero histórico con «Doble Ancho» Monti, que, como se puede suponer, tenía el tamaño de un ropero antiguo. Los montevideanos rieron cuando el pequeño Subiabre se encaraba con Monti en la mitad de la cancha luego de una falta. Pero enmudecieron de asombro cuando el «Chato» descargó, como un látigo, su puño sobre el rostro del argentino mandándolo a la lona. Con esa postal, gloriosa e inolvidable, y con el título de tercer goleador conseguido por Subiabre, se cerró el estreno chileno en la historia de los mundiales.

    Anatomía de un penal

    Antonio Martínez

    - Chile

    El penal que Carlos Humberto Caszely no pudo convertir en gol en el Mundial de España de 1982 lo vieron, entre muchos otros, Jenny Purto, la ex miss Chile que se graduó de médico y se murió de pulmonía; el actor chileno Lautaro Murúa y Augusto Pinochet. También el periodista Antonio Martínez, que en esta crónica inédita recuerda ese momento que ocurrió en un estadio que ya no existe.

    El árbitro uruguayo Juan Daniel Cardellino cobró penal y a los 26 del primer tiempo, es decir y según la hora de España, a las cinco de la tarde y 41 minutos del 17 de junio de 1982, el delantero con el número 13 en la espalda, Carlos Humberto Caszely, se instaló frente a la pelota y de soslayo y también de reojo, miró lo que tenía por delante: un arco del estadio Carlos Tartiere de Oviedo, al centro de negro y amarillo el portero austríaco Friedrich Koncilia, la ocasión de empatar a uno y con eso darle a la Selección y al país, lo que se dice de tanto en tanto, sin vergüenza alguna a la siutiquería: la posibilidad de soñar.

    La temperatura rondaba los 10 grados ese jueves que empezó con lluvia y siguió con cubierto y amenazante, en contra de los pronósticos que auguraban un ligero refrescamiento, pero en los niveles de 25 la máxima y 15 la mínima. Era primavera en Asturias y en toda España, un país con un canal, Televisión Española, y dos señales: la primera y la segunda.

    En la primera señal y a esa hora, a las 5 y 41, estaba por llegar al aire, desde la Plaza de Toros de las Ventas de Madrid, la tradicional Corrida de la Beneficencia, donde tres toreros se verían la suerte, aunque el destacado era Antonio Chenel, conocidísimo como Antonete; y además eran toros de Victorino Martín y eso, para el que sabe, dice mucho.

    En la segunda señal iba el fútbol del Mundial de España, pero en vez de Chile versus Austria, grupo II, Gijón y Oviedo, que iría en diferido y en un compacto por la noche, los programadores eligieron, por razones que no viene al caso escudriñar, otro encuentro para transmitir en directo: Checoslovaquia versus Kuwait, grupo IV, Bilbao y Valladolid.

    En el estadio y frente al penal –la falta y luego la espera de la ejecución– no todos los espectadores, 22.500, es decir, el aforo completo, se pusieron de pie, porque dieciocho mil no tenían donde sentarse, según la usanza de muchos recintos españoles y el Carlos Tartiere no era la excepción, sólo había 4.500 butacas, es decir, los menos estaban cómodos; y el resto así no más y a la que te criaste, donde el único soporte era sobre los zapatos y parados.

    El estadio del Real Oviedo lucía el nombre de su mejor hombre y primer presidente, don Carlos Tartiere de las Alas Pumariño, y el recinto estaba flamante y lucía espléndido, porque la remodelación se había inaugurado recién el 29 de abril, con un partido de fútbol en la categoría amistoso internacional.

    El anfitrión fue el Real Oviedo, cuadro de Segunda División y siempre a mal traer, y el invitado especial fue la Selección de Chile, precisamente, el mismo equipo y país que ahora, la tarde del 17 de junio, estaba con el alma en un hilo frente al punto penal.

    En la cama

    El entrenador Luis Santibáñez miraba el espectáculo de la pena máxima desde la banca, se cubría con una parka, mordía un chicle o algo parecido y se movía apenas, pero el director técnico, en rigor, estaba entrado en carne y peso y se desplazaba poco. Para el técnico la zona era un territorio conocido, gracias a esa pequeña ventaja de haber inaugurado la remodelación del Carlos Tartiere para el Mundial. En el amistoso de abril, Chile empató sin goles con los locales del Real Oviedo e hizo relaciones públicas dos meses antes del torneo para así ganarse a la hinchada local y con esas acciones, porque el que sabe sabe, la Selección estaba un par de pasos por delante de los otros rivales: los desconocidos argelinos, los fríos alemanes y los austríacos, que son todavía más fríos.

    Además, durante los días de ambientación en torno al partido, hicieron las cosas como se debe, con algo de turismo y mucha devoción por la región. Abordaron un bus en Oviedo, pasaron por el pueblo de Cangas de Onís y divisaron el Puente Romano, pero siguieron adelante y treparon los cerros, para completar un camino de unos 90 de kilómetros y enfrentar el Santuario de la Virgen de la Covadonga. Recorrieron la Basílica, la Cueva Santa y la tumba de don Pelayo, siempre con recogimiento y Elías Figueroa, el capitán, sintió bajo esas naves lo que los chilenos creyentes sienten dentro de las iglesias: paz interior.

    Una vez fuera, como es natural, ya sienten otras cosas.

    Luis Santibáñez, por ejemplo, cuando llegó a España para dirigir a los suyos para ese amistoso, lo que sentía era calor, pese al aire acondicionado, la amplitud de la pieza y el rango de un hotel cinco estrellas.

    El entrenador boca arriba y semidesnudo sobre la sábana de abajo, pero a Dios gracias cubierto por la otra sábana, la de arriba, se acomoda en la cama y estira su bracito corto, pero como el velador está al lado, alcanza una botella con alguna bebida de fantasía, se la lleva a la boca y es tanta su destreza que hasta que no la deja vacía, no respira.

    Le habían dicho que en ese hotel de primera, hacía unos días, por esos pasillos, escaleras y ascensores, estuvo alojada una actriz mala, pero qué importa: Bo Derek, símbolo

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