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Los 11. Los mejores jugadores de historia de la Roja
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Libro electrónico405 páginas6 horas

Los 11. Los mejores jugadores de historia de la Roja

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Lo que tienen en común estos 11 jugadores, además de la genialidad, es su tozudez, su voluntad de triunfar, su casi siempre bien llevada ambición, su capacidad de entender escenarios adversos, en un mundo donde jugar fuera de Chile era el resultado de una trayectoria y no la consecuencia inmediata y apresurada de un par de buenas actuaciones. En su mayoría fueron profetas en su tierra, y algunos, los que triunfaron fuera de Chile, consumaron la trayectoria arquetípica del héroe: dejar el lugar de origen, vivir innumerables y grandiosas aventuras, para luego volver a sus comunidades a entregar la sabiduría adquirida en el camino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jun 2014
ISBN9789563242829
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    Los 11. Los mejores jugadores de historia de la Roja - Diego Figueroa

    Notas

    Prólogo: La roja imposible

    Por Alejandro Zambra

    «Es el mejor trabajo del mundo, un trabajo relajado», me dijo mi padre cuando yo tenía dieciséis años y decidía qué estudiar. La verdad es que yo ya lo había decidido: quería estudiar Literatura, porque lo único que me interesaba era seguir leyendo, y él me proponía, en cambio, que estudiara Periodismo y me convirtiera en periodista deportivo. Lo pensé, desde luego: quería seguir leyendo, pero también viendo partidos, todos los partidos del mundo, la perspectiva de pasar la vida en los estadios me parecía alentadora.

    No sé si Diego Figueroa o Ignacio Morgan estudiaron Periodismo para dedicarse de por vida al periodismo deportivo. La verdad es que no sé nada de ellos, excepto que han escrito este libro exhaustivo, bien reporteado y placentero que pone en la cancha al mejor equipo chileno de todos los tiempos: un equipo imposible e imperfecto, con dos arqueros, un solo defensa (grandioso, pero uno solo) y una plantilla de delanteros que provocaría los más severos dolores de cabeza a cualquier técnico. Por lo demás, la Selección —discutible como todas, pero no demasiado: faltan varios, pero todos los que están merecen el honor— no permite, de antemano, demasiadas conclusiones: decir, por ejemplo, que Chile es un país de delanteros sería inocente, porque sabemos que están destinados a brillar, a opacar al resto del equipo. 

    Lo que tienen en común estos jugadores, además de la genialidad, es su tozudez, su voluntad de triunfar, su casi siempre bien llevada ambición, su capacidad de entender escenarios adversos, en un mundo donde jugar fuera de Chile era el resultado de una trayectoria y no la consecuencia inmediata y apresurada de un par de buenas actuaciones o de la labia de sus representantes. En su mayoría fueron, en primer lugar, profetas en su tierra, y algunos, los que triunfaron fuera de Chile, consumaron la trayectoria arquetípica del héroe: dejar el lugar de origen, vivir innumerables y grandiosas aventuras, para luego volver a sus comunidades a entregar la sabiduría adquirida en el camino. Casi todos fueron, también, como se dice, buenos ejemplos para la juventud y todo eso, con la triste excepción del Cóndor Rojas, responsable de uno de los momentos más oscuros del deporte chileno y de algunas de las mayores alegrías deportivas que vio mi generación. Pienso en esa alegría antinatural que nos proporcionan los arqueros que admiramos. Aprendimos desde chicos a alegrarnos con el gol, pero los grandes arqueros nos enseñaron a maravillarnos con la ausencia de gol. La historia de Roberto Rojas desestabiliza a las demás, porque mientras avanzamos por las páginas de este libro vamos sumando sensaciones similares, acumulando recurrencias, detalles deleitosos, pero al llegar al perfil de Roberto Rojas y repasar con pormenores esa historia que conocemos pero que nunca comprenderemos cabalmente, sobreviene la amargura, sobre todo para quienes lo vimos jugar y lo admiramos. Y está bien, el fútbol es también eso, a veces es únicamente eso: talentos derrochados, destinos clausurados por la soberbia, la impericia o, de algún modo, la inocencia. 

    Me pregunto quiénes pasarían a la banca si, dentro de diez años, se editara una versión actualizada de este libro. No arriesgo una respuesta, pero es evidente que Alexis Sánchez o Arturo Vidal, de no mediar grandes imprevistos, merecerían un sitio. ¿También Gary Medel, David Pizarro? Jorge Valdivia no, claro que no. ¡Por supuesto que no! ¿Por qué? Soy colocolino, pero sostengo que Jorge Valdivia nunca fue un colocolino verdadero. ¿Por qué? No tengo que justificarlo. No soy periodista deportivo. Lo que me devuelve al comienzo. Seguramente lo peor de ser periodista deportivo es la convención de mantenerse neutral, el karma de no poder mostrar la camiseta. Imagino un sufrimiento constante si hubiera seguido los deseos de mi padre. Qué cosa más terrible, alabar al rival cuando corresponde, estar obligado a justificar los juicios, a ponderarse. 

    A todo esto, ¿de qué equipo son Diego Figueroa e Ignacio Morgan? La abrumadora presencia de colocolinos en esta nómina podría acercarnos a una respuesta, pero los jugadores que aquí comparecen representan, como ya dije, elecciones incuestionables. Y si los autores de este libro no son colocolinos —entiendo que hay gente que no lo es— supongo que les molestará que yo termine este prólogo de forma tan subjetiva. Pero no podrán decirlo: son periodistas. Grandes periodistas.

    Nota de los autores

    Debe ser una de las fantasías más recurrentes entre los niños futboleros. Y probablemente entre algunos adultos: imaginar cómo jugaría un equipo que pudiera juntar en una cancha a los ídolos recientes con las glorias del pasado. A nosotros nos pasó. Pensábamos cómo sería gritar un gol de cabeza de Iván Zamorano tras un centro de Leonel Sánchez. O discutíamos si es que Marcelo Salas —goleador histórico de la Selección— hubiese marcado más veces con habilitadores como Cua-Cuá Hormazábal, Chamaco Valdés o Jorge Toro. Nos entusiasmábamos pensando en el nivel de la defensa chilena si en el arco alternaran Sergio Livingstone con el Cóndor Rojas y el central fuese Elías Figueroa. O en la cantidad de goles que pudo haber marcado la dupla Carlos Caszely y Jorge Robledo si hubiesen jugado juntos.

    Y es esa la fantasía que busca satisfacer Los 11. Ver «en simultáneo» y en su mejor momento a los mejores futbolistas —a nuestro juicio— pasaron por la Selección chilena.

    Como ocurre siempre con las nóminas, sabemos que esta propuesta no dejará a todos conformes. Ni por los nombres elegidos ni por los criterios empleados. Nos consuela saber que ese problema es recurrente y lo tiene cada fin de semana la mayoría de los técnicos del mundo. Pero elegimos a 11. 

    A nuestros 11. No esperamos que todos coincidan. Menos contar «la verdad» del fútbol chileno. Más bien, nuestra idea es enriquecer el debate antes que zanjarlo. ¿No gustó alguno de los nombres? Pues bien, puede ser una buena instancia para que otros destaquen a sus favoritos.

    Para elegir a los protagonistas de estas páginas partimos con dos pies forzados. El primero era que cada uno de Los 11 debía tener su carrera terminada. Así nos alejábamos del fervor de la contingencia y evitábamos proponer desde las expectativas, por sobre el talento y la trayectoria. Sabíamos desde el comienzo que esto traería un riesgo importante: que quedarían afuera valores como Arturo Vidal o Alexis Sánchez, que probablemente en el futuro tendrán su espacio asegurado entre las grandes glorias del fútbol chileno. Y que quizá superarán a algunos de nuestro elegidos.

    Aún así, entendimos que no estábamos tan perdidos cuando Radio Cooperativa hizo una encuesta, en noviembre de 2013, para elegir al mejor futbolista chileno de la historia. Los auditores de la radio podían votar por un jugador entre nueve opciones propuestas. Y aunque la Roja de Jorge Sampaoli venía de ganar 2-0 a Inglaterra en Wembley —con todo el triunfalismo que eso implica—, no aparecía ninguno de los seleccionados de ese proceso en la lista. Además, de los nueve candidatos de la emisora, ocho están perfilados en este libro: Roberto Rojas, Leonel Sánchez, Elías Figueroa, Enrique Hormazábal, Francisco Valdés, Carlos Caszely, Iván Zamorano y Marcelo Salas. El único que incluyó Cooperativa y que no aparece en este texto es el exdelantero de Universidad Católica, Alberto Fouillioux. 

    El segundo pie forzado fue que no quisimos completar la nómina a partir de un esquema táctico determinado. Ahí sí que el debate hubiese sido eterno, y habría demorado demasiado la elección. Si ya era difícil dejar a algunos afuera, sumar variables como «¿tres o cuatro en el fondo?», habría complejizado aun más los criterios de selección. Nos preguntamos: ¿y si la elección de un dibujo implica dejar afuera a un gran jugador por uno de menor talento para priorizar lo posicional? Decidimos omitir esa dificultad. Esa es la ventaja de ser técnico desde las páginas de un libro y no desde un banco. Con tal de elegir a los mejores, optamos por salir a la cancha con dos arqueros, un defensa, tres volantes y cinco delanteros. 

    ¿Cómo elegimos a Los 11? Nos basamos en tres criterios: 1) Los indiscutibles. Nadie podría cuestionar —por ejemplo— la presencia de Elías Figueroa, tres veces mejor jugador del continente. O de la dupla Sa-Zá, que conquistó Italia en tiempos en que Salas y Zamorano competían con centrodelanteros como el brasileño Ronaldo y el argentino Gabriel Batistuta. 2) La opinión de la prensa de las décadas pasadas. La consulta a los archivos impresos se convirtió en un símil de la revisión de videos que suelen hacer los técnicos actuales para decidir a quiénes convocar. 

    3) La opinión de los propios protagonistas de este libro. El ejemplo más elocuente es que Leonel Sánchez dice en estas páginas que el mejor futbolista chileno que vio jugar fue Enrique Cua-Cuá Hormazábal. Opiniones en esa línea fueron determinantes en algunos casos.

    * * *

    Esta historia comenzó a escribirse en 2009, en plena era de Marcelo Bielsa en la Roja. Los autores de este libro junto a otro compañero de Universidad, Javier Canales, trabajábamos en el proyecto para obtener el título de periodistas en la Universidad Diego Portales (UDP). Y una de las opciones era realizar una investigación periodística de largo aliento sobre un tema libre. El periodista Javier Fuica, nuestro profesor guía en ese proceso, ofreció cedernos una idea que había tenido junto a un amigo, el también periodista Rodrigo Cea: escribir perfiles de los mejores futbolistas de la historia de la Roja, aprovechando la proximidad del Bicentenario nacional. Eso, además del buen momento de la Selección —que terminó clasificando segunda en Sudamérica al Mundial de Sudáfrica 2010—, nos pareció que era el contexto ideal para comenzar a trabajar.

    Para construir estos relatos entrevistamos a sesenta y cinco personas. Con muchos de ellos, como Alberto Fouillioux o el exjugador de la Roja y de Colo Colo Bernardo Bello, lo hicimos en más de una oportunidad, pues compartieron camarín con varios de Los 11. Hablamos con casi todos los perfilados en estas páginas. Valoramos especialmente la conversación que tuvimos en su oficina de TVN con Sergio Livingstone, tiempo antes de su muerte, ocurrida en septiembre de 2012. Lamentamos que Marcelo Salas no haya querido participar. Si bien Iván Zamorano se mostró interesado, pese a los intentos por concretar un encuentro, razones de agenda lo impideron. Sí hablaron para este libro amigos y miembros de su familia.

    Rescatamos también la disposición de aquellos que pese a no estar «convocados», nos regalaron su tiempo para recordar anécdotas y episodios de quienes fueron sus compañeros de equipo. 

    La documentación tuvo un rol clave en la elaboración de los textos. La colección de las revistas Estadio y Gol y Gol, disponibles en la Biblioteca Nacional, fueron esenciales para reconstruir episodios y orientar el reporteo. Lo mismo que las ediciones del diario español Mundo Deportivo, de la década del 70, a las que se puede acceder a través de la hemeroteca en su página web. También fue importante el libro Se lo merecen, de Felipe Risco (LOM, 2006). En esta obra el periodista entrevista a gran parte de nuestros perfilados, lo que también nos sirvió como referencia y guía para llegar a nuevos datos sobre varios episodios acá narrados. Los grandes, del periodista y académico UDP Danilo Díaz (Ediciones B, 2012), también nos ayudó bastante. Gravitantes fueron además De David a Chamaco, de Edgardo Marín y Julio Salviat (1975), y los dos tomos de Historias secretas del fútbol chileno, de Juan Cristóbal Guarello y Luis Urrutia O’Nell (Ediciones B, 2007 y 2008). En total consultamos al menos dieciocho libros, más de ciento cincuenta publicaciones de prensa y dos revistas escolares del colegio San Ignacio, el plantel donde estudió Sergio Livingstone en la década del 30. Además, para el perfil de Roberto Rojas consultamos la tesis de licenciatura de los periodistas Claudio Bravo, Guido Ramírez y Daniel Silva en 2001 en la UDP, titulada «Caso Rojas: ¿Se dijo toda la verdad?». 

    Cada una de estas fuentes bibliográficas está debidamente citada al final del correspondiente capítulo. 

    * * * 

    Escribimos nuestro proyecto de título. Nos titulamos. La idea quedó en stand by. Una vez egresados y con nuestras primeras experiencias laborales dejamos por mucho tiempo el texto de lado, pese a que la intención era publicarlo en algún momento. El entusiasmo revivió cuando Editorial Catalonia y la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP nos dieron la oportunidad de pulir y transformar esta idea en un libro. Por ello hay un especial agradecimiento para sus autoridades y para las de la Escuela de Periodismo UDP. 

    Pero no son los únicos que apoyaron este trabajo. Parte del reporteo de algunos perfiles los consiguió Javier Canales —el tercer integrante del grupo universitario original—, quien generosamente nos cedió su parte de la investigación cuando se dio cuenta de que no podía seguir en el proyecto del libro. Pilar fundamental de Los 11 es también Javier Fuica. No solo por facilitarnos la idea y guiarnos en una primera etapa. En este segundo período fue el editor del texto y supo pulir de gran forma la investigación que habíamos realizado. Aportó con datos y mejoró considerablemente el producto que hoy el lector tiene en sus manos. Javier Ortega, académico de Periodismo UDP, tuvo un rol clave en la relación con la universidad y en la asesoría de los temas administrativos de la publicación. Fue uno de los que más apoyó para que este proyecto no quedara olvidado.

    Los autores, marzo de 2014

    Sergio Livingstone 

    El primer ídolo

    El día en que Chile y Colombia jugaban por las eliminatorias para el Mundial de Brasil 2014, Sergio Roberto Livingstone Pohlhammer se sintió mal. El exportero de la Selección Nacional y veterano comentarista deportivo llevaba un mes con licencia médica, sin asistir a su programa diario en Radio Agricultura ni a sus reuniones de pauta en TVN. No era primera vez que Livingstone se enfermaba. Después de todo, ya tenía noventa y dos años. Pero al parecer esta vez presintió lo que venía, pues le dijo a una enfermera «hasta aquí nomás llegamos». Minutos después había muerto.

    Era el 11 de septiembre de 2012. En las redes digitales la noticia se esparció rápidamente y la televisión interrumpió sus transmisiones para hacer el anuncio. Ese día se jugaron cuatro partidos por la eliminatoria sudamericana, y en los cuatro hubo un minuto de silencio para recordar al arquero cuyos peculiares saltos le valieron el apodo de Sapo.

    Livingstone nació el 26 de marzo de 1920, cinco años antes que Colo Colo y siete antes que el club Universidad de Chile. Estuvo en la cancha el día en que Universidad Católica debutó en Primera División. Su vida se había extendido desde la primera Copa del Mundo en Uruguay (1930) hasta la de Sudáfrica (2010). Había quienes le hablaban del Mundial próximo, el de Brasil 2014, porque iba a ser en el país donde él había jugado una Copa del Mundo más de medio siglo antes. Pero él prefería no hacer planes sobre el futuro; le bastaba con aprovechar el día a día en las cosas que más le gustaban. La mañana en que murió había estado viendo la repetición de un partido entre Universidad Católica y Unión Española. Hasta en las últimas horas su vida estuvo consagrada al fútbol.

    Tiene que haber sido un asunto de genes. El padre de Livingstone, John Henry, hijo de inmigrantes escoceses, había sido wing izquierdo del desaparecido club capitalino Santiago National y siempre estuvo ligado a actividades deportivas, ya sea como dirigente, árbitro o periodista. Trabajó en El Diario Ilustrado, fue corresponsal en los Juegos Olímpicos de Amsterdam en 1928 y estuvo entre los fundadores de la primera asociación referil de Chile. Que su segundo hijo tuviera una vida signada por las mismas pasiones no podía ser casualidad. De hecho, el propio Sapo diría en una entrevista que, sin darse cuenta, había seguido las huellas de su padre: ambos fueron deportistas, ambos abandonaron la universidad y ambos se dedicaron al periodismo.

    Eso sí, no fue Jota Hache (seudónimo periodístico de su padre) quien lo acercó a las canchas, pues padre e hijo no tuvieron una relación estrecha. En 1925 el matrimonio se separó, y la madre, Ana Pohlhammer, partió con los pequeños Mario y Sergio a Quilpué, donde las visitas paternas se hicieron esporádicas. Tres años más tarde, John Henry hizo gestiones para que sus hijos ingresaran como internos al Colegio San Ignacio, en el tradicional edificio de Alonso Ovalle, a pasos de la Alameda. El regreso a Santiago era una ocasión propicia para recomponer lazos, pero simplemente no ocurrió. El niño armó una vida en el colegio jesuita y el padre, sumido en sus tareas y además bohemio, siguió con la suya. El muchachito iba a descubrir la pasión por la pelota sin ayuda, en el patio escolar.

    Salvadas pichis

    Las primeras atajadas de Sergio Livingstone fueron en los recreos. «Cuando entré al colegio jugué al arco. Es algo increíble porque a los niños les gusta correr detrás de la pelota, pero a mí siempre me gustó estar debajo de los tres palos», dijo en 2009 en una entrevista para el semanario The Clinic. Su hijo mayor, Sergio Livingstone Vivanco, tiene una versión diferente: «Él era gordo, le decían el Guatón Livingstone desde chico. Yo creo que por esa falta de aptitud física para el desplazamiento comenzó a jugar al arco».

    Pese al sobrepeso, el incipiente portero tenía una agilidad y unos reflejos poco comunes. En los años siguientes esas cualidades lo convertirían en el arquero de la selección colegial, como consigna la Revista Mensual Ilustrada, una publicación del San Ignacio elaborada por alumnos. El ejemplar de julio de 1935, por ejemplo, incluye una crónica sobre un empate sin goles frente al colegio San Agustín. «Vimos a Livingstone hacer un gran partido. Hizo salvadas pichis», relata¹.

    Eran los primeros halagos en letras de molde para una carrera que iba a coleccionar cientos de ellos. Una carrera que dejó huella incluso en esos años colegiales. Es lo que cuenta Germán Becker, compañero de Livingstone en el San Ignacio y quien luego sería conocido por su rol como organizador de los espectáculos que abrían los clásicos universitarios de los años 60. En sus memorias, Becker dice que en esa época el poco apetecible puesto de portero comenzó a ser visto con otros ojos por los alumnos del colegio, al punto que se formó «una legión de arqueros ignacianos». Dos de ellos, Paulo Garcés y Carlos Sánchez, llegarían a ser reservas del propio Livingstone en Universidad Católica².

    Al final las salvadas pichis no solo inspiraron a otros: fueron además su boleto al profesionalismo. Ocurrió tras un partido con el Instituto Inglés, cuyo técnico era Luis Tirado, también entrenador de Unión Española. Los ignacianos perdieron el encuentro, pero el ojo experto de Tirado rápidamente identificó el potencial del joven golero. A los pocos días llegó al colegio a preguntar por él, y se lo llevó como tercer arquero a Unión sin importar su edad —dieciséis años— ni el hecho de que entonces en el equipo de colonia solo había jugadores de ascendencia hispana.

    Aunque nunca llegó a debutar en el primer equipo³, entrar en la dinámica de los entrenamientos en un club hecho y derecho le hizo pensar en su futuro. En aquellos años no era muy sencillo ser jugador profesional; casi todos debían complementar el fútbol con otra actividad para tener una vida relativamente cómoda. Sumido en esa confusión, e impresionado por el padre Alberto Hurtado, que le había hecho clases de Teología en el colegio, en algún momento consideró la opción de ordenarse sacerdote. «Piénselo, estudie y cuando termine hablamos», le dijo Hurtado al conocer la idea. «A los tres partidos ya se me había olvidado», confesaría el Sapo muchos años después. 

    El fundador

    Cuando cumplió dieciocho años, Livingstone entró a estudiar Derecho a la Universidad Católica, carrera que alcanzaría a cursar durante un año completo, antes de abandonarla al año siguiente. El club de fútbol de esa casa de estudios se había creado un año antes⁴ y no tuvo que pasar mucho tiempo para que el arquero de Unión fuera invitado a unirse a los cruzados. A él la idea le gustó mucho, pero había que ver qué decían los hispanos. En un principio parecía que estos no iban dejar escapar a uno de sus valores jóvenes, pero desde la UC hicieron una oferta insuperable. Como sabían que Unión no tenía un gimnasio para entrenar los días de lluvia, los universitarios le cedieron el suyo dos veces a la semana, durante un año, a cambio del pase del golero⁵.

    Este acuerdo permitió a Livingstone debutar en un amistoso ante Universidad de Chile, el 8 de octubre de 1938, en el Estadio Santa Laura. Ese día la UC ganó 3-2 y la prensa tomó nota de su nuevo arquero. «De continuar jugando como lo ha hecho hasta ahora, será un crack a corto plazo», escribió un medio⁶. Hasta entonces el equipo cruzado jugaba en la Serie B, una liga en la que participaban clubes amateurs y la reserva de algunos cuadros de Primera División. Pero a comienzos de 1939 la naciente Asociación Central de Fútbol (ACF) invitó a cuatro clubes, entre ellos la UC, a la máxima categoría.

    Según cuenta Fernando Emmerich en su libro Por la Patria, Dios y la Universidad, el debut de los cruzados en el fútbol profesional fue un completo desastre. Ese 16 de abril de 1939 cayeron por 2-8 ante Santiago Morning y la ACF les envió una carta con una advertencia: otra goleada y quedarían eliminados del torneo. «Raúl Toro, que era uno de los mejores jugadores del fútbol chileno, me hizo tres goles esa vez. Los tres fueron muy parecidos, de cabeza, lo que habla muy mal de cómo entendía yo el fútbol en esos momentos», diría Livingstone al recordar ese episodio.

    Al término del torneo, sin embargo, la UC había sido el mejor de los novatos. Remató en el cuarto puesto, dos lugares más arriba que Universidad de Chile, a la que venció dos veces ese año y cuyo plantel tenía más experiencia en el profesionalismo. Pese a su juventud, Livingstone se había convertido en uno de los puntales del equipo. Tras un duelo contra la U, El Mercurio lo describió así: «El atlético y juvenil arquero se constituyó en uno de los jugadores más espectaculares (...) y sus intervenciones alcanzaron, a veces, contornos verdaderamente excepcionales»⁷.

    La temporada de 1940 iba a tener un buen comienzo para los cruzados. En el campeonato de apertura de ese año avanzaron hasta las semifinales, instancia en la que cayeron ante Universidad de Chile. Pero en el torneo oficial, que sería el primer título para la U, los de la franja anduvieron a los tumbos: octavos entre diez equipos.

    Debut con la Roja

    Para Livingstone 1940 no sería un año perdido. El técnico de la UC en aquel entonces era el húngaro Máximo Garay, a quien se le pidió dirigir a la Selección chilena para el Sudamericano que se realizaría en Santiago durante el verano siguiente⁸. Garay había visto de cerca las cualidades del golero cruzado y no dudó en nominarlo. Se trataba de un desafío mayor. La última presentación chilena, en el Sudamericano de Lima de 1939, había sido tan mala que la Selección no había tenido partidos desde entonces. Muchos se conformaban con hacer un papel digno y perder por poco.

    La Roja, sin embargo, partió como una tromba y derrotó por 5-0 a Ecuador. Ese 2 de febrero de 1941 marcó un debut soñado para Livingstone, que entonces tenía veinte años y no esperaba entregar su valla invicta tras el pitazo final. Tampoco esperaba hacerlo al partido siguiente, pues el rival era Perú, campeón del Sudamericano anterior. Chile ganó 1-0. En su libro La Roja de todos, Edgardo Marín subraya que esa fue la primera vez que en la prensa deportiva el nombre de Sergio Livingstone se citó como artífice de una victoria. «Luego seguiría apareciendo, ya fuera para explicar derrotas estrechas o goleadas que pudieron ser aún más bochornosas», escribe Marín.

    En efecto, la actuación de Livingstone y su defensa —conformada por Luis Vidal y Humberto Roa— explicarían la estrecha caída siguiente, por 0-2, ante el poderoso Uruguay. Con esos resultados Chile podía permitirse el sueño de ganar el torneo si vencía en el último duelo. El problema es que al frente estaba Argentina, equipo al que Chile nunca le había ganado⁹. Y esa vez los transandinos tampoco iban a perdonar, aunque vencieron por la cuenta mínima, de nuevo con actuaciones notables del arquero y sus defensas. 

    Cuando concluyó el torneo había dos figuras destacables en la Selección chilena. Por un lado, Sergio Livingstone, elegido el mejor arquero del campeonato. Por otro, Raúl Toro, el insigne delantero de Santiago Morning que un año antes le había «regalado» tres goles al guardameta cruzado en su debut profesional.

    Para Livingstone sería el comienzo de una etapa que lo mantendría ligado por trece años al arco de la Roja, desde la victoria ante Ecuador en febrero de 1941 hasta una derrota ante Perú (2-4) en septiembre de 1954. En ese lapso la Selección jugó 63 partidos, y el arquero tuvo presencia en 52 de ellos (51 completos). Su hegemonía fue tal que otros buenos porteros de esos años, como Hernán Fernández¹⁰ y René Quitral, apenas tuvieron opciones de jugar. Incluso en las postrimerías de su carrera como seleccionado, el Sapo seguía siendo respetado hasta por quienes pretendían sucederlo. Misael Escuti, cuyo nombre emergió con fuerza a partir de los 50 y que más tarde sería el arquero chileno en la Copa del Mundo de 1962, no tenía problemas en asumir esta supremacía. «Mientras Livingstone esté en actividad, es difícil que otro pueda ocupar su puesto. Yo, al menos, no tengo apuro. Espero seguir su huella algún día», dijo a la revista Estadio en febrero de 1954¹¹.

    En avión a Montevideo

    Luego de su notable actuación en el Sudamericano de 1941, Livingstone volvió a vestir la camiseta de Universidad Católica. Los cruzados iban ganando cada vez mayor experiencia en el profesionalismo, pero no lograban superar la mitad de la tabla en los campeonatos nacionales. Tras rematar sexto con la UC en el torneo de ese año, el portero se disponía a incorporarse nuevamente a la Selección chilena para viajar a Montevideo, al Sudamericano de 1942.

    Pocos días antes de viajar, sin embargo, fue marginado por el dirigente Alfredo Vargas, que estaba a cargo de la delegación. Vargas había citado a todo el plantel para resolver el trámite de los pasaportes y el arquero llegó tarde, lo que provocó una discusión. «Me amenazó con no llevarme y yo le dije déjeme acá, poh», recordó Livingstone en el libro Se lo merecen, de Felipe Risco. Y eso fue exactamente lo que hizo Vargas, con consecuencias funestas para el equipo nacional¹².

    En los dos primeros partidos, ante Uruguay y Brasil, Chile recibió doce goles. Sería injusto decir que todo ello fue culpa de los porteros que habían viajado, Hernán Fernández y Mario Ibáñez. Parte de la responsabilidad era del técnico, el húngaro Francisco Platko, que también era entrenador de Colo Colo. En el cuadro popular había aplicado con bastante éxito un sistema táctico muy en boga en Europa¹³ y pensó que se podía hacer lo mismo en la Roja, pero tuvo muy poco tiempo para ponerlo en práctica. Los únicos que realmente entendían el asunto eran los jugadores albos. Y con eso no alcanzaba. Había que hacer algo y ese algo fue convencer a Livingstone para que se subiera a un avión y se integrara al equipo lo más pronto posible.

    Con el recién llegado en cancha, Chile cayó por 0-2 ante Paraguay, empató sin goles con Argentina, ganó a Ecuador por 2-1 y finalizó con otro empate a 0 ante Perú. Eso sí, en el partido con Argentina los chilenos decidieron abandonar el encuentro al finalizar el primer tiempo, en protesta por los cobros del árbitro peruano Enrique Cuenca, quien había dejado pasar dos penales cometidos por los jugadores argentinos. Tal manifestación no tuvo eco en los organizadores del campeonato, que entregaron los puntos a los trasandinos. Al final, Chile terminó su expedición con apenas tres puntos y ocupando el penúltimo puesto. Por el lado de Livingstone el asunto no se veía tan mal. En cuatro partidos le habían hecho solo tres goles. Su actuación llevaría a que la revista argentina El Gráfico lo pusiera en su portada, reservada a los jugadores más destacados¹⁴. Además, su nombre comenzó a interesar a clubes de prestigio, como Boca Juniors.

    Once meses en la Academia

    El destino del portero chileno, sin embargo, no iba a estar en Boca. Tras finalizar el torneo de 1942 nuevamente con resultados mediocres junto a la UC¹⁵, a principios de 1943 fue nominado para la Selección Universitaria, un combinado con jugadores cruzados y azules que enfrentó a los argentinos de Racing Club de Avellaneda. «Yo jugué muy bien ese día, y como ellos no tenían portero hablaron conmigo», recordaría Livingstone a los autores de este libro.

    En efecto, los dirigentes de Racing se habían peleado recientemente con el guardametas Cilenio Cuello, quien había dejado el club, y se encontraban buscando un reemplazante. El solo hecho de que mostraran interés en sus servicios llenó de orgullo a Livingstone. En esos tiempos no era habitual que un equipo argentino se fijara en un jugador del medio chileno, al punto que muy pocos habían cruzado la cordillera¹⁶. El golero ya había impresionado a los veedores argentinos cuando llegó de emergencia al torneo sudamericano del año anterior, en Montevideo, ocasión en que tuvo ofrecimientos de Boca Juniors y Banfield. «Yo en ese momento estaba muy enamorado de una niña, así que no quise dejar Santiago, simplemente no me interesó. Claro que después la niña me chuteó», diría Livingstone.

    Afortunadamente para la Academia su oferta encontró a un Livingstone mejor dispuesto. Desde Buenos Aires llegó uno emisario del club, Casildo Ossés, quien tuvo que negociar cinco días con los representantes del equipo universitario. Al final la operación se cerró por 33 mil pesos chilenos, unos 24 mil dólares de la época, dinero que le vino muy bien a los cruzados para continuar las obras de su estadio en Avenida Recoleta.

    Se trataba de una transacción considerable para los estándares de la época, y la noticia repercutió a ambos lados de la cordillera. La Nación de Buenos Aires consignó en estos términos el traspaso, en su edición del 19 de marzo de 1943: «El Racing Club se ha asegurado así los servicios de uno de los guardavallas de mejor calidad del continente. Obtuvo una transferencia que casi todos los clubes denominados grandes de Buenos Aires gestionaron en los últimos tres años. Livingstone es con mucho la mejor expresión del fútbol chileno, y a no dudar, el jugador de mayor calidad de sus equipos internacionales, razón por la cual el club Universidad Católica resistió durante años la tentación de transferirlo»¹⁷. Algo parecido decía la edición de El Gráfico, que tildó al chileno de «notable y caballeresco».

    Su debut tuvo lugar el 11 de abril de 1943, apenas unos días después de haber cumplido los veintitrés años. Livingstone estaba ansioso; se daba cuenta que ahí podía empezar la etapa más importante de su carrera. El partido había generado tanta expectación que representantes de la embajada chilena asistieron a la cancha de San Lorenzo, donde se jugó. Pero esta vez iba a ser un estreno más complicado que con la Selección. El rival era Boca Juniors, que ese día ganó 4-2. Uno de los goles fue olímpico, aunque Livingstone siempre afirmaba que alcanzó a tocar esa pelota. «Fue una tremenda plancha, porque estaba el embajador en el palco y jugué como la mona. Estaba nervioso y no pude sobreponerme», diría.

    La prensa deportiva local, curiosamente, fue bastante comprensiva. El Gráfico escribió: «Fácil es comprender la escasa fortuna del arquero Livingstone. Ante los cuatro goles que le marcaron, nada pudo hacer. No nos apresuremos sobre su futuro. Creemos que estuvo un poco nervioso al comienzo y que eso debe haber influido en cierta inseguridad en el juego. Así y todo dio la impresión de ser un buen goalkeeper y ratificar los conceptos con que viene precedido de Chile».

    Con el correr de las semanas el portero chileno se fue afianzando e incluso le cedieron la capitanía del equipo, pese a que era de los más nuevos. Lo que ocurrió fue que el capitán en ese momento, José Salomón, tuvo un entredicho con la dirigencia. El rumor decía que este defensor y seleccionado argentino había jugado «para atrás» en un partido contra Banfield. El chileno tomó la jineta por algunos meses, pero se encargó personalmente de convencer a los dirigentes de que estaban equivocados. Al poco tiempo Salomón recuperó su sitial.

    Gracias a actitudes como esta y a su rendimiento en la cancha, el portero fue ganándose a la hinchada y también a sus compañeros. Enrique García, wing izquierdo de la Academia, declaró a Revista Estadio que «el chileno es el mejor arquero del fútbol argentino, el primero en un grupo selecto de arqueros de calidad que están actuando en Buenos Aires»¹⁸. El técnico José Della Torre le tomó cariño y se quedaba con él al final de las prácticas para corregir algunos errores de juego. Cuando concluyó la temporada Racing remató sexto, y Livingstone fue elegido el segundo mejor guardavallas del torneo, tras Gabriel Ogando, de Estudiantes de La Plata. La alternativa más lógica era renovar el contrato por un año

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