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Goles son historias: El cruel destino
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Goles son historias: El cruel destino
Libro electrónico401 páginas5 horas

Goles son historias: El cruel destino

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El gol.

No hay otra pasión humana que cristalice de modo tan fugaz las esperanzas de gloria, o que derrumbe de manera tan efímera los sueños de años. No hay otros apetitos que se sacien con semejante paroxismo, o anhelos que implosionen como respuesta a tal frenesí.

Los fanáticos del tenis pueden celebrar unas 30 veces por set. Los incondicionales del básquetbol de la NBA, 55 por partido. Las hinchadas del último mundial de rugby, 7,3 por encuentro. Pero los feligreses de Wembley o del Maracaná solo pueden liberar sus gritos contenidos 1,3 ocasiones por match. Exiguas 1,3 exaltaciones por cada noventa minutos de dientes apretados y uñas desgastadas. La escasez vuelve al gol la gema suprema de la experiencia deportiva, el diamante esquivo, la cúspide de las epopeyas de los tiempos de paz.

Goles son historias se adentra en el gran mausoleo del deporte rey en busca de las joyas más fulgurantes de esa corona. Son alrededor de 60 goles de lo más granado de la cosecha histórica, pasando por el balazo de Cleiton contra Colo-Colo, el tanto de Rincón que llevó a un locutor a gritar “¡Dios es colombiano!”, o el “milagro de San Palermo”. Y dieciocho goles que no fueron, como la inmortal maniobra fantasma de Pelé ante el portero uruguayo días antes del tricampeonato del ’70, o el cabezazo del propio O Rei que todavía nadie se explica cómo Gordon Banks pudo contener. Para el caso de las dianas más recientes, Juan Moya y Sebastián Ubilla recurren a sus tres décadas de efervescencias bien vividas. Para el resto, al auxilio de una revisión exhaustiva de la memoria colectiva. Y en todas, le sacan brillo a lo mejor de los mejores momentos del balompié chileno y mundial.

¡Que lo disfrute!

Joaquín Barañao

Septiembre de 2016
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2016
Goles son historias: El cruel destino

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    Goles son historias - Juan Moya

    GOLES SON HISTORIAS

    El cruel destino

    Autores: Juan Moya Vilches y Sebastián Ubilla Bravo

    Editorial Forja

    General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera edición: octubre de 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 270 632

    ISBN: Nº 978-956-338-287-7

    A mi viejo.

    La tocaba diestramente con ambos pies, con la cabeza, con los hombros, con el pecho, con las rodillas; en un gesto técnico exquisito le daba de taco, de empeine, de revés; se la llevaba a la cabeza, la dejaba quieta en la frente, se acuclillaba con ella, se la pasaba a la nuca, se tiraba de bruces al suelo; en un movimiento de cuncuna la hacía bajar por la espalda, la volvía a la nuca con un corcoveo cortito y después se incorporaba equilibrándola en la frente como si se tratara de una paloma dormida.

    (Hernán Rivera Letelier en El fantasista)

    "El tipo puede cambiar de todo.

    De cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios…

    Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín…

    No puede cambiar de pasión".

    (Guillermo Francella, personificando a Pablo Sandoval en

    El secreto de sus ojos, película argentina ganadora del Óscar

    a mejor cinta extranjera)

    PRÓLOGO

    El 27 de julio de 2012, 900 millones de individuos a lo largo del globo se apernaron a sus sillones para telepresenciar la ceremonia inaugural de los trigésimos Juegos Olímpicos de la era moderna. Se daba inicio al mayor esfuerzo de coordinación deportiva de la historia de la humanidad: 10 768 atletas disputando 302 eventos en 26 disciplinas.

    Cuatro años después, fue el turno de Río de Janeiro. La población había crecido en 310 millones de almas, la televisión sumó casi 1500 días de consolidación planetaria, y la parrilla añadía el rugby y el golf al ya superabundante menú programático. Pese a ello, no se igualó la audiencia de Londres. La explicación natural parecía ser el horario brasileño, desfavorable para los grandes centros urbanos de Europa y Asia.

    Esa interpretación, sin embargo, colisionaba con la evidencia. Solo 754 días antes, 1030 millones de individuos habían posado sus ojos sobre la pantalla para presenciar una gesta deportiva que tomaba lugar exactamente en la misma ciudad. Ese titán del rating, desde luego, era la vigésima Copa del Mundo de fútbol.

    Los olímpicos ofrecen un pliego copioso de emociones. La belleza de la gimnasia, la coordinación exquisita del nado sincronizado, la potencia eléctrica del atletismo. Pero el fútbol es un fenómeno aparte, más parecido a una expresión ritual que a un pasatiempo de fin de semana o un recurso para la quema de calorías sobrantes. Tan popular, de hecho, que se ha resuelto impedir que el firmamento completo de estrellas de la talla de Messi o Ibrahimovic tome parte de la cita de los cinco anillos. En la práctica, ello configuraría un nuevo mundial, capaz de eclipsar a los otros 27 deportes juntos.

    ¿Cómo se explica esta condición de primus inter pares del balompié, cuya única medalla en disputa es capaz de opacar a las otras 306?

    Las razones más comúnmente esgrimidas saltan a la vista.

    La primera de ellas es la frugalidad de la infraestructura requerida. Disponga de una superficie medianamente plana y sin demasiados árboles entre medio y ya casi estamos. Añada cuatro ladrillos en desuso para hacer las veces de arco y solo falta la bola. Para seres con genuina sed de jugar, la pelota puede ser suplida esencialmente por cualquier objeto no cortopunzante, como todo profesor de enseñanza básica podrá atestiguar. Esta sencillez franciscana permite a los patipelados del África subsahariana emular a Neymar cuando sea que arda la sed de gol, mientras los potenciales incondicionales de Simone Biles deben hacerse de caballetes antes de empezar a conversar. Maradona decía: crecí en un barrio privado… privado de luz, de agua, de teléfono, y la casa de infancia de Cristiano Ronaldo era tan minúscula que la lavadora pasaba sus días en el techo para no desperdiciar espacio vital.

    La segunda es la emoción que provee la impredecibilidad de los resultados. Es hermoso contemplar a Usain Bolt destrozar a sus adversarios y cruzar la meta con sonrisa de cumpleaños, pero en el mismo sentido que es hermoso admirar al Circo Imperial de China o una ejecución impecable de las mazurcas de Chopin: una exhibición fabulosa de lo que el cuerpo humano es capaz de hacer, pero cuyo desenlace, por bello que sea, esperamos de antemano. En el fútbol, en cambio, la posibilidad de que los Davides derroten a los Goliats está siempre al acecho. Considere, por ejemplo, la Eurocopa de 1992. Dinamarca no logró superar la etapa clasificatoria, y a días del puntapié inicial sus seleccionados vacacionaban de guata al sol, mientras su técnico redecoraba la cocina. Entonces, estalló la guerra civil en los Balcanes, y los daneses fueron invitados a tomar el cupo que Yugoslavia dejaba vacante. Michael Laudrup ni siquiera se dignó a aceptar, pues estimó que, con una pretemporada más cargada a la piña colada que a las sentadillas, arriesgaban una vergüenza para la cual no se justificaba interrumpir su bronceado. Pese a todo, Dinamarca doblegó en semifinales a la Naranja Mecánica de Van Basten, y en la final a Alemania, el único equipo que ha sido más que campeón del mundo, pues a la oncena de la RFA que levantara la copa en Italia 90 se sumaban los refuerzos de la RDA que proveía la unificación.

    Más aún, los marcadores suelen ser tan ajustados que la suerte rara vez está echada. O, como repiten los cantagoles, esto no se acaba hasta que se acaba. En julio de 2005, Mark Houghton no pudo soportar la derrota parcial del su amado Liverpool por 3-0 ante el AC Milan. Colgó su cinturón de cuero de un gancho de la cocina, ciñó su cuello a él y dejó caer el peso de su cuerpo. Minutos más tarde, los rojos igualaron a tres, triunfaron en penales y cimentaron el denominado Milagro de Estambul. El cuerpo ya sin vida de Houghton fue mudo testigo de la euforia que sacudió las calles de Liverpool.

    El tercer elemento que subyace a la primacía del fútbol es la sincronía de su desarrollo con el del proceso de la globalización. Durante los últimos cinco milenios, un desfile de imperios experimentó el ciclo clásico de ascenso, luego detentor del rol de pináculo de la civilización humana, y finalmente declive o conquista por parte de una fuerza superior. Lo vivieron asirios, persas, macedonios, romanos y muchos otros. Sin embargo, esas potencias operaban a escala regional. Incluso el imperio mongol, con un tamaño equivalente a 2,8 veces Brasil, nunca puso un pie fuera de Eurasia. Los imperios español y portugués tuvieron alcance transcontinental, pero la comunicación era tan lenta y engorrosa que emplear el concepto de globalización para referirse a ellos sería tan prematuro como afirmar que la carrera espacial comenzó con los globos de los hermanos Montgolfier.

    Al Imperio británico, en cambio, le tocó en suerte encaramarse a lo más alto del poder político en el preciso momento de la historia humana en que el desarrollo del transporte y las telecomunicaciones hicieron por primera vez posible la exportación de cultura a nivel planetario. Y resultó que los británicos mataban sus domingos, entre otras cosas, al ritmo del balón. Si el telégrafo y el ferrocarril se hubiesen retrasado un siglo, bien podríamos celebrar en Plaza Italia los triunfos de nuestros beisbolistas.

    Pero todo eso no basta para explicar el delirio por veintidós tipos detrás de una esfera. Falta un elemento esencial. Respecto a la frugalidad de infraestructura, el fútbol comparte el espacio con las carreras de fondo y las de velocidad, o con el lanzamiento de objetos, por ejemplo. En lo que a impredecibilidad se refiere, ocurren cosas semejantes con el hockey y el balonmano. Y en lo referido al influjo unificador del Imperio británico en ese momento clave de la historia, faltaría explicar por qué el fútbol se impuso por sobre el críquet o el hockey.

    Ese ingrediente clave, ese comodín en la baraja, es lo que Galeano llamaba el orgasmo del fútbol:

    El gol.

    No hay otra pasión humana que cristalice de modo tan fugaz las esperanzas de gloria, o que derrumbe de manera tan efímera los sueños de años. No hay otros apetitos que se sacien con semejante paroxismo, o anhelos que implosionen como respuesta a tal frenesí.

    Los fanáticos del tenis pueden celebrar unas 30 veces por set. Los incondicionales del básquetbol de la NBA, 55 por partido. Las hinchadas del último mundial de rugby, 7,3 por encuentro. Pero los feligreses de Wembley o del Maracaná solo pueden liberar sus gritos contenidos 1,3 ocasiones por match. Exiguas 1,3 exaltaciones por cada noventa minutos de dientes apretados y uñas desgastadas. La escasez vuelve al gol la gema suprema de la experiencia deportiva, el diamante esquivo, la cúspide de las epopeyas de los tiempos de paz. Los británicos convergieron a un arco de 17,86 m², pero de forma arbitraria. Bien pudo ser el doble, o el triple, dimensiones que hubieran hecho del fútbol algo muy distinto. Galeano posiblemente concordaría, como buen hombre y tres veces esposo que era, que orgasmos a esa tasa se diluirían al punto de dejar de ser orgasmos.

    Goles son historias se adentra en el gran mausoleo del deporte rey en busca de las joyas más fulgurantes de esa corona. Son alrededor de 60 goles de lo más granado de la cosecha histórica, pasando por el balazo de Cleiton contra Colo-Colo, el tanto de Rincón que llevó a un locutor a gritar ¡Dios es colombiano!, o el milagro de San Palermo. Y dieciocho goles que no fueron, como la inmortal maniobra fantasma de Pelé ante el portero uruguayo días antes del tricampeonato del 70, o el cabezazo del propio O Rei que todavía nadie se explica cómo Gordon Banks pudo contener. Para el caso de las dianas más recientes, Juan Moya y Sebastián Ubilla recurren a sus tres décadas de efervescencias bien vividas. Para el resto, al auxilio de una revisión exhaustiva de la memoria colectiva. Y en todas, le sacan brillo a lo mejor de los mejores momentos del balompié chileno y mundial.

    ¡Que lo disfrute!

    Joaquín Barañao

    Septiembre de 2016

    INTRODUCCIÓN

    Habiendo visto fútbol por más de veinte años, es posible enlazar los hitos de mi vida a equipos o instantes memorables en el deporte rey. Mis primeros recuerdos son de aquel mítico Colo Colo 91, con el genial Rubén Martínez picándola sobre la salida del Mono Navarro Montoya y la batalla posterior al pitazo final. Siempre quise ser Rubén Martínez: zurdo, no muy grande ni particularmente amenazante, pero capaz de anotarle a cualquiera con una inteligencia futbolística admirable. La infancia juega su rol, pero por mucho tiempo creí que pudo haber llegado más arriba. Con el correr de los años, otros equipos y jugadores fueron haciéndose lugar tanto en mi Olimpo futbolístico como en el de mis amigos y compañeros de escuela, teniendo un sitial de honor quienes representaban al país. Para quienes nacimos en esta tierra, el surgimiento de la dupla Za-Sa significó un punto de inflexión tras años de decepciones –tanto dentro como fuera de la cancha–, por lo que no hay muchos jóvenes de aquella época que no hayan admirado o idolatrado a alguno de estos próceres del deporte. Siempre había alguno que, tras enviar la pelota de turno entre los pilares del patio central, estiraba su camisa hacia abajo o colocaba una rodilla en el cemento y apuntaba hacia el cielo, como queriendo sentir lo mismo que ellos por un instante… Y así era.

    Rememorando esos días, no creo haberme esmerado mucho en la elección de mis héroes. Entre ellos, puedo contar a Marcelo Espina, Marcelo Tobi Vega, Beto Acosta y Coke Contreras, a nivel nacional; y Ronaldo, Gheorghe Hagi y Dennis Bergkamp, como referentes globales. No hay mayor dificultad en entender que me deslumbraba el talento, la capacidad de hacer de lo espectacular algo cotidiano, ya fuera mediante un remate de distancia, un pase milimétrico o un gol. Fantasía puuuuura, diría el Bambino Veira. Sin embargo, algunos compañeros hablaban más de los Mario Lepe, Raúl Ormeño o Lucho Musrri con legítima admiración, apreciando lo que ofrecían a sus equipos y viéndose validados cuando a alguno le correspondía ser el protagonista de la jornada. Cada uno de ellos podía ser considerado el héroe de la historia; todo dependía de cómo esta era relatada.

    Al igual que nosotros, quienes crecimos admirándolos, muchos de los grandes referentes de este deporte dieron sus primeros pasos en el barrio, con árboles (o montoncitos de ropa) como portería; tierra o cemento, en vez de césped; y lo más parecido a un balón que se tuviera a la mano, siendo el querido envase de yogur un salvavidas en más de una ocasión. Fue en medio de esas circunstancias informales y caóticas que desarrollaron sus habilidades, esquivando tanto a rivales como a quienes compartían cancha a falta de más opciones, despejando balones de encuentros que no eran los propios, o atajando proyectiles con las trayectorias más inverosímiles. En varias ocasiones, el partido se convertía en una batalla de ribetes colosales, una epopeya de quince o veinte por lado, donde ya no existían las posiciones claras dentro del campo, sino que lo único verdadero era el hambre de triunfo frente al adversario.

    Como si no bastara, siempre se jugaba algo: la colación, la plata para las bebidas, el honor de la villa, una semana sin andarse escondiendo o aguantando burlas. ¿Qué saben de presión si nunca han jugado una final de liga en su barrio? Alexis ante Argentina sintió algo que debe ser difícil de describir, pero que probablemente ha experimentado más de algún vecino en una definición local. Hay que ser valiente para meterse en esto del fútbol.

    Mucho antes de forjar sus carreras en el ámbito profesional, nuestros ídolos futbolísticos escribieron historias tan espectaculares como las que aparecen en los medios. Ya fuera en una pichanga entre amigos o en un campeonato infantil, ellos ya habían sido los responsables de una victoria agónica o habían deslumbrado a todos los presentes con algo de magia, o tal vez sufrieron una derrota que dolió por varios días y que les enseñó que debían seguir mejorando para no volver a sufrir semejante pesar. Del mismo modo, miles –o quizás millones– de hombres y mujeres viven sus propias aventuras con una pelota en los pies; en su mayoría, sin patrocinadores ni equipamiento de primera línea, pero con la misma pasión que un profesional, con el deseo de ganar el partido que se está jugando y escribir (aunque sea con un lápiz prestado) una página dorada en la historia del deporte. Probablemente nadie la leerá jamás, pero en aquellos casos en que suceda, el protagonista de turno será tan inmortal como las grandes leyendas del balompié, aunque sea solo por algún tiempo. Durante mi infancia, uno de esos inmortales fue el Popeye Leiva.

    Se contaba en ese entonces que el Popeye Leiva era un emblema de las canchas de Lo Blanco, entre la Gran Avenida y la otrora Avenida Los Morros, en el límite entre las comunas de El Bosque y San Bernardo. Nadie tenía muy claro dónde vivía, pero cada fin de semana estaba ahí. Partía su derrotero desde bien temprano, mirando a los juveniles que desplegaban sus primeras armas en la jornada matutina; y permanecía hasta bien entrada la tarde, cuando llegaba el momento de vestirse de corto junto a los viejos cracks. Cuando terminaba el último encuentro de la jornada, el Popeye salía de la cancha, se ponía su buzo verde y se marchaba; nadie sabía de él hasta el fin de semana siguiente.

    Si hay algo que retrata por completo el misterio –o indiferencia– que rodeaba al protagonista de esta historia, es el hecho de que ni los tatitas que se reunían a mirar los partidos sabían de qué jugaba. Portero o defensor central no era, eso seguro, pero siempre había alguno que lo había visto ubicarse como lateral, de seis o como centrodelantero. ¿Diestro o zurdo? Tampoco había acuerdo; su manejo con ambos pies era suficiente para engañar a quienes miraban desde fuera de la cancha. En lo que todos coincidían, aparentemente, era en que tenía una habilidad sobrenatural para meter golazos, especialmente al final de los partidos.

    ¿Los pasó a todos?. La primera vez que escuché el relato, no di crédito; después de todo, no era más que el cuento de un niño de diez años que seguramente quería llamar la atención. Sin embargo, los veteranos que iban a mirar los partidos ratificaban en gran parte el mito, que iba más o menos así... En la última fecha de un Torneo de Clausura, hacia fines de los ochenta, el equipo de Popeye –rojos para unos, anaranjados para otros– se jugaba su pase a semifinales ante el puntero de la competencia, que solo había perdido un encuentro (de un total de diecisiete). Ya clasificados a la ronda final, los mencionados punteros –con enseña de color verde– no se jugaban nada en el campeonato mismo, pero estas cosas no funcionaban así nada más. Entre apuestas, deudas antiguas y una que otra patada bien puesta en la primera rueda, los ánimos no estaban para favores, y el partido se jugó con todo. Si bien de manera legal –para el criterio del árbitro–, ambos equipos se pegaron cuanto pudieron, y el uno a uno con que llegaron al minuto 87 parecía justo, pero insuficiente para Popeye y los suyos. Para no depender de nadie, necesitaban el triunfo, y a esa altura solo se podría conseguir mediante un milagro o una genialidad.

    Tras un rechazo del portero rival y una serie de cabezazos más altos que largos, el balón le quedó a nuestro héroe, que en aquel punto del cotejo se ubicaba como doble seis cargado hacia la derecha. Desde ahí, cabeza en alto, empezó a avanzar sin mayor prisa, como saboreando el momento. Tras superar la presión del nueve y del diez, se cargó hacia la derecha y buscó al volante de ese costado, quien la devolvió rápido, tal vez por la marca o quizás por el cansancio acumulado y la tensión de esos minutos finales. Con la redonda en sus pies, Leiva se centralizó, amagó un remate y dejó acostados a dos, tocó atrás y la pidió de inmediato; otro rival quedó detrás en el proceso.

    Debido a la fama que le precedía como goleador de minutos finales, no resultó tan extraño que el volante derecho y el defensor central del mismo sector se lanzaran a presionar a Popeye, descuidando su zona. Este, con la calma del que ha estado ahí antes, la echó a correr a la espalda del externo, donde la recibió un compañero. En lugar de enviar un clásico ollazo de último minuto, el jugador rojo –o tal vez anaranjado– vio a Leiva avanzando y se la pasó: en cosa de segundos, Popeye se había movido desde el centro a la derecha, y luego a la izquierda; desde detrás de mitad de cancha, hasta el interior del área grande. Y no había terminado.

    Sin una posición clara para el disparo, Popeye dio un par de pasos en dirección al arco y preparó el remate, pero con esto dio tiempo al cierre del líbero. Con la ventaja del que juega mirando hacia el frente, nuestro héroe amagó una vez, luego otra más, y quedó frente a frente con el portero, quien se había adelantado para quitarle ángulo; otros dos rivales habían mordido el polvo casi literalmente, pues el pasto era cada vez más escaso a esa altura del campeonato. Al ver al arquero rival agazapado y con los brazos estirados hacia los costados, Popeye sabía que su opción era una sola, así que echó el cuerpo hacia atrás, metió el pie suavemente bajo el balón… y tocó hacia el costado, enviando el balón en trayectoria de encuentro con un compañero que venía a toda velocidad. El arquero ya había saltado, anticipando el globo, la vaselina, así que estaba fuera de la jugada. La genialidad ya había aparecido; no hacía falta el milagro…

    En los casi ocho años que escuché ese relato, el final nunca fue exactamente igual, aunque siempre hubo una constante: no fue gol. La jugada más grande de Popeye Leiva no pudo darle el triunfo y la clasificación a su equipo, los rojo-anaranjados sin nombre. Algunos señalan que el delantero trastabilló y le pegó pifiado, dando tiempo a un defensa para despejar; otros indican que un jugador de los verdes llegó antes al balón y la envió al córner. En la historia futbolística de algún jugador que no conocemos, aparece la salvada milagrosa de lo que debió ser un gol épico, salvada que le dio la inyección anímica a su equipo para lograr el título del Clausura a finales de los ochenta, el que a la larga ganaron en buena ley.

    Con el pasar de los años y varios partidos más en el cuerpo –o en los ojos, quizás–, se me hace difícil no relacionar esta historia con otras que han sucedido. Porque la alegría de ese defensor anónimo no debió ser muy distinta a la que sintió Luis Suárez cuando Ghana erró el penal que él cometió, evitando un gol agónico que los eliminaba de la Copa Mundial en Sudáfrica. O bien, porque lo que Popeye vivió en ese preciso momento debió parecerse bastante a lo que los uruguayos sintieron cuando el Chengue Morales desvió, inexplicablemente, un cabezazo solo frente a la portería, sellando la eliminación de la Celeste en tierras coreanas. Los folcloristas del fútbol siempre hablan del carácter cíclico de este deporte, como si un árbitro invisible decidiera que es hora de cobrarnos un penal a favor, pues ya nos ha pitado muchos en contra. Del mismo modo en que Uruguay vivió las dos caras de la moneda en apenas ocho años, Popeye, el hombre de los golazos al final de los partidos, vio la jugada de su vida desperdiciarse, haciendo que el mayor recuerdo que se tiene de él –por sobre cualquiera de sus anotaciones– sea aquel que no fue.

    En todas partes del mundo, futbolistas de los niveles más dispares juegan año a año sus propios mundiales, sus propias finales. Semana a semana se convierten y se pierden miles de goles; algunos más bellos o inverosímiles que otros, pero cada uno con una historia que contar. Muchos de estos momentos solo viven en el recuerdo de quienes tuvieron la oportunidad de verlos; otros perduran gracias a los avances de la tecnología. Algunos significan más para unos pocos; otros son universales. Son estos últimos los que nos convocan, pues son el lenguaje común que tenemos como hinchas, desde la jugada maradoniana o una volea a lo Zidane, hasta el ya mítico Estamos en la B.

    En las siguientes líneas se encontrarán con algo más que goles (o no goles), porque no son solo eso. Los goles son emociones, son la diferencia entre la gloria eterna o la infamia ineludible… O incluso pueden ser ambas, como nos enseñó el bueno de Eyre Sealy. Cada anotación tiene una historia, y muchas de ellas son épicas y trágicas a la vez; hay goles que son más hermosos, pero no muchos son tan dramáticos. Si algo aprendió Popeye años después de esa tarde de diciembre, fue que son estas las historias que más perduran en el tiempo…

    Sebastián Ubilla Bravo

    CAPÍTULO 1

    DE PELÍCULA

    "La corre Rojas... ¡solo Cuevas, solo Cuevas! ¡Va la pelota para Cuevas! ¡Hacelo!

    ¡Por Dios, hacelo, Cuevas! ¡Hacelo, Cuevas, tiró... gooooooooooooooool!

    ¡Gol de River... de Cuevitas!"

    ¡Estábamos en el horno! ¡Lo habían echado por una irresponsabilidad a Comizzo, el tiro libre que dio en la barrera y el valiente de Rojas se jugó la vida! ¡Sacó la pelota para Cuevitas, corrió desde el campo de River, Racing estaba en pleno ataque, escapó a Campagnuolo, definió el partido en el descuento... Cuevitas!

    "Estaba en el freezer el paraguayo... ¡Tomó viagra en el final Cuevas, para definir el partido! ¡River, en un domingo de locos, le gana a Racing!"

    (Atilio Costa Febre, relator de famosa simpatía por River, cantando el golazo de Nelson Pipino Cuevas frente a Racing en 2002)

    Goles de última hora

    Los últimos segundos de un encuentro de fútbol, segundos que bien podrían ser instantes fugaces dentro de otros escenarios de la vida, tienen la capacidad de volverse eternos si en su corta existencia se oculta la posteridad de un gol decisivo. Cuando el desenlace de un partido se halla rodeado de incertidumbre, el epílogo del duelo puede llegar a constituir una historia aparte, cuyo delicado equilibrio puede romperse en forma feroz si el balón encuentra la red. El gol de último minuto cuenta con la extraordinaria facultad de construir o destruir un sueño, jugando con las ambiciones de miles, con esperanzas albergadas por años o incluso por décadas. Puede encender la llama de la ilusión cuando el viento inclemente parece haberla extinguido, o apagarla para siempre en un soplo repentino y voraz; así de espeluznante es su poder.

    De naturaleza camaleónica, un gol postrero puede acabar con dilemas tan variados como trascendentes: una final de campeonato, una clasificación al Mundial, un paso a la siguiente ronda, una victoria llena de mística sobre el clásico rival... En cualquiera de estas circunstancias, toda anotación de última hora capaz de inundar la memoria del hincha conserva algún matiz significativo para quien la ha padecido. El postonazo de Ivica Vastić al ángulo no solo derrumbó los corazones de Tapia, Zamorano y sus camaradas de la Roja, sino que destrozó los anhelos de los millones de chilenos que seguían el partido por televisión. Circunstancia diametralmente opuesta a la vivida por miles de fanáticos ingleses en 2001, cuando un tiro libre perfecto de David Beckham en el arco de Grecia les devolvió el derecho a soñar con la Copa del Mundo, después de haber caminado por una cornisa interminable.

    A veces, su lugar en la historia puede ser sospechosamente cíclico, como en el caso de Argentina y sus angustiosos triunfos de último minuto sobre Perú en clasificatorias, separados por veintiocho años de diferencia. En otras ocasiones, puede llegar a ensañarse con sus víctimas, como le ha sucedido a Colo Colo una y otra vez en sus duelos de Copa Libertadores, repitiendo de forma incesante la misma cinta de horror que parece no tener final. Sufrimiento y goce conviven por igual entre sus secuelas, como parte de un péndulo que se mueve con enervante veleidad, danzando de un lado al otro, sin detenerse.

    El gol agónico tiene el potencial incomparable de desatar pasiones reprimidas y acumuladas durante noventa minutos o más, dando a luz explosiones de alegría, colores y cantos. Es capaz de regalar un momento de desahogo a los pueblos, embebidos en un instante de liberación casi orgásmica. Del mismo modo, genera sensaciones opuestas en la vereda del derrotado, que ve caer derrumbados sus muros, mientras toma conciencia de su propia fragilidad.

    En la escena final, los arbitrios del tiempo pueden definir la suerte de los veintidós combatientes, entregando sin contemplación su cruel veredicto. Las once sombras de los caídos estarán condenadas a sufrir lo indecible, sumergidas en la pesadumbre de una gloria fugaz. En cambio, once almas rescatadas del abismo dejarán atrás sus fantasmas, para retornar al añorado cuerpo y renacer encarnadas en la victoria.

    Denle un título a ese hombre

    David Beckham (Inglaterra) a Grecia, 93’

    06 de octubre de 2001¹

    David Beckham la había visto difícil en los años previos a 2001. Los medios ingleses no dudaron en sindicarlo como el principal responsable de la eliminación de su equipo en la Copa Mundial de 1998, cuando los británicos sucumbieron ante Argentina en octavos de final (en la tanda de penales, tras haber igualado 2-2). Beckham había caído redondito ante una provocación de Diego Simeone, el volante de quite trasandino, respondiendo con furia ante la trampita del Cholo. Consecuencia: ambos se fueron expulsados, Inglaterra perdió poder ofensivo y el resultado fue el mencionado –los inventores del fútbol apeados en la ronda de dieciséis. El golpe fue duro para el hincha que, como suele ocurrir, buscó un chivo expiatorio de las culpas colectivas, y eligió a David para descargar su frustración ante lo que veían como un fracaso mayúsculo (otro más, entre varios de Inglaterra en Copas del Mundo). El número siete aguantó el chaparrón calladito, pensando que en algún momento llegaría la oportunidad de redimirse. Becks había perseguido la revancha con ansias.

    Aquel día de octubre de 2001, Inglaterra jugaba en Wembley la última fecha clasificatoria para el Mundial de Corea-Japón 2002, con la responsabilidad de asegurar el cupo en tierras asiáticas. Llegaban a la última instancia como punteros del Grupo 9 europeo, un punto por encima de los alemanes, a quienes habían humillado 5-1 en un encuentro anterior de la serie. Sin embargo, debían ganar de forma obligatoria su duelo ante Grecia; de lo contrario, los teutones serían primeros y los ingleses terminarían en la repesca –una instancia siempre difícil, dado que en los playoffs un mal partido puede ser fatal para las pretensiones de cualquier equipo. Los griegos estaban lejos de ser comparsa, pero eran un contrincante abordable para un cuadro fuerte como el inglés.

    Contra todo pronóstico, el decisivo partido se complicó de manera impensada. Nikos Charisteas adelantó a los helénicos al minuto 36, y los locales mostraban un desempeño paupérrimo, presos de una suerte de pánico escénico que los inmovilizaba y les impedía desplegar su fútbol. El único que parecía poner cojones, al contrario de lo que pudiera pensarse, era Beckham. Por momentos aparentaba jugar solo frente al cerrojo griego, enfrentando de forma estoica la ciudadela impenetrable que era la defensa rival. Ya entrado el segundo tiempo, Teddy Sheringham dijo presente y pareció poner las cosas en su lugar con el empate a los 68’ (1-1), pero Demis Nikolaidis volvió a poner en ventaja a Grecia apenas un minuto después, tras un contragolpe a la griega que pilló mal parada a la retaguarda inglesa. Lo que vino posteriormente fue de terror: Inglaterra no encontraba armas suficientes para doblegar el cerco visitante, y la noche se venía encima en Londres. Quedar eliminados en la fase previa de un Mundial era un nivel de desgracia muy superior a lo vivido cuatro años antes en Francia. Era escalar del fracaso a la humillación, con todas sus letras e implicancias.

    Cuando cursaba el tercer minuto de descuento, Sheringham emprendió una última embestida, fabricándose un tiro libre cerca del área griega, frontal, a unos veinticinco metros del arco. Era la última oportunidad, en una ubicación pintada para la diestra de Beckham. Con una sangre fría impresionante, David acomodó la pelota, tomó distancia y aire, y enfiló hacia el lugar donde aguardaba tranquilamente el balón, como esperando ser acariciado. David sacó un truco desde lo más profundo de su botín derecho, para ponerla en el ángulo de Nikopolidis, el excelente portero griego, que solo hizo vista frente a la brillantez del remate. La explosión del público inglés –tan flemático siempre– tras el tanto bien puede ser una de las imágenes más apoteósicas dentro de la galería de desenlaces del fútbol moderno. Inglaterra lograba la igualdad

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