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Goles y autogoles: Historia política del fútbol chileno
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Goles y autogoles: Historia política del fútbol chileno
Libro electrónico380 páginas8 horas

Goles y autogoles: Historia política del fútbol chileno

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¿Es verdad que Augusto Pinochet le regaló el Estadio Monumental a Colo-Colo? ¿Es cierto que Elías Figueroa fue el símbolo de la dictadura en el deporte? ¿Fue vetado Carlos Caszely de la Selección por ser opositor al régimen? ¿Con qué fines ideológicos fueron intervenidos la “U” y Colo-Colo?

En 2001, el libro Goles y Autogoles derribó mitos, contó verdades ocultas y arrojó luz, por primera vez, sobre la utilización política del fútbol en Chile.

14 años después, esta reedición se hace cargo de una nueva época, en que el fútbol es una herramienta formidable de poder: los clubes caen en manos de conglomerados político-empresariales; y los protagonistas de grandes escándalos como Carlos Délano, José Yuraszeck y Pablo Wagner se convierten en los “dueños de la pelota”. Mientras, la “Roja” levanta y hunde la popularidad de presidentes y gobiernos enteros.

La trama oculta de la imposición de las sociedades anónimas, el control del grupo Penta y la UDI sobre clubes de fútbol, el auge de Sebastián Piñera gracias a Colo-Colo, la caída de Marcelo Bielsa que arrastra al Presidente-empresario y los goles políticos de Michelle Bachelet son parte del material inédito que Daniel Matamala despliega en esta investigación.

¿Cuál es la identificación política de Vidal, Alexis, Sampaoli y los héroes de la Copa América? ¿Cuánto ayudó a Bachelet su cercanía con esos ídolos? ¿Cuál es el futuro de la intrincada relación entre fútbol, grupos económicos y poder político? Son sólo algunos de los nuevos Goles y Autogoles que esta investigación devela.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ago 2015
ISBN9789568992897
Goles y autogoles: Historia política del fútbol chileno

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Goles y autogoles - Daniel Matamala

Goles y Autogoles

© Daniel Matamala

c/o Puentes Agency

www.puentesagency.com

© Viral Ediciones, julio 2015

Viral Ediciones es un sello editorial del Grupo Ebooks Patagonia.

www.ebookspatagonia.com

info@ebookspatagonia.com

Rafael Cañas 16, Of. D, Providencia

Santiago de Chile

ISBN Versión digital: ISBN 978-956-8992-88-0

ISBN Versión en papel: ISBN 978-956-8992-89-7

Edición: María Paz Rodríguez

Arte de portada: Nicolás Montenegro

Diagramación: Denisse Leveke

Desarrollado en Chile/ Developed in Chile

Le agradecemos que haya comprado una edición original de este libro. Al hacerlo, apoya al autor y al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos y que estén al alcance de un público mayor. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización por escrito de los titulares de los derechos.

GOLES Y AUTOGOLES

Daniel Matamala

ÍNDICE

PRÓLOGO Las pelotas fuera de la cancha

CAPÍTULO CERO Días de fútbol

CAPÍTULO UNO El cruce de caminos

CAPÍTULO DOS Panem et circenses

CAPÍTULO TRES El Mundial que Alessandri no quería

CAPÍTULO CUARTO Fútbol y propaganda

CAPÍTULO CINCO El golpe del almirante

CAPÍTULO SEIS Un general a la central

CAPÍTULO SIETE Goles y pesos

CAPÍTULO OCHO La intervención

CAPÍTULO NUEVE El Mundial juvenil

CAPÍTULO DIEZ Marcados a fuego

CAPÍTULO ONCE La U o los frutos de la contestación

CAPÍTULO DOCE Golpe blanco

CAPÍTULO TRECE El estadio de Pinochet

CAPÍTULO CATORCE Caszely, el chico malo

CAPÍTULO QUINCE Elías, el chico bueno

CAPÍTULO DIECISÉIS La Patria en juego

CAPÍTULO DIECISIETE El Mundial del Bicentenario

CAPÍTULO DIECIOCHO Los nuevos dueños de la pelota

CAPÍTULO DIECINUEVE Sociedades anónimas, dueños públicos

CAPÍTULO VEINTE Unión Demócrata Independiente Fútbol Club

CAPÍTULO VEINTIUNO ¿Quién es Chile? ¡Piñera!

CAPÍTULO VEINTIDÓS La tía Bachelet

CAPÍTULO VEINTITRÉS La Roja de algunos

EPÍLOGO Cifras al cierre

PRÓLOGO

Las pelotas fuera de la cancha

Basados, fundamentalmente, en la descarada intervención de Mussolini en los años 30, los intelectuales de la década de los 60, influidos de manera directa por la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, intentaron describir la relación entre el fútbol y la política, como una herramienta desarrollada desde el poder para mantener al pueblo alejado de sus derechos y reivindicaciones. Desde ese punto de vista, el fútbol fue el nuevo opio del pueblo, a partir de un «supuesto» oscuro interés de siniestros gobernantes, para lograr sus objetivos a costa de una ciudadanía futbolera/ignorante, sin conciencia de clase ni preocupaciones políticas importantes, salvo las que emanan de su propia subsistencia tales como: pan y circo.

Con el tiempo, sin embargo, esas ideas fueron desplazadas por una comprensión más integral del fenómeno. Aparte de la intervención y el aprovechamiento político buscado por todo tipo de dictaduras, sobre todo a la hora del éxito deportivo, los estudios actuales sostienen que existe una relación natural entre el fútbol y la política. Lo anormal sería que el poder descartara el fútbol de sus ámbitos de influencia, teniendo en cuenta la convocatoria de este entre las multitudes. Desde esa lógica, el gobernante y otras entidades involucradas en el equilibrio del poder (nacional o multinacional) naturalmente están interesadas en participar del fenómeno y generar contenidos en ese cruce con el fútbol, asumiendo, en todo caso, que hoy es más difícil evitar el escrutinio de la opinión pública en todos estos ámbitos. Es decir: los métodos de participación necesariamente deben ser democráticos, o al menos parecerlo, bajo ciertas condiciones éticas y legales que descartan o hacen inviable el antiguo camino del intervencionismo.

En Fútbol y cultura (2001), a través de una aproximación a los contenidos que este deporte le entrega a América Latina, en dicho sentido, los antropólogos brasileños Ruben G. Oliven y Arlei S. Damo desestiman la sospecha que pesó sobre el fútbol durante buena parte del siglo veinte y recomiendan entenderlo «como una práctica que moviliza la energía y los sentimientos de millones de personas que, al vibrar con él, están no solamente movilizando la energía física, sino afectos y pasiones que hablan acerca de grupos que van de lo local a lo nacional». El fútbol, hoy, está tan presente en la biografía individual y colectiva de las personas que ha llegado a convertirse en una instancia de legítimo intercambio de influencias, las que no sólo se remiten a la politización del fútbol. Sino que también, se dan experiencias en el sentido contrario: la futbolización de la política.

Ese mismo año apareció en Chile Goles y autogoles de Daniel Matamala, el primer texto que abordó, a través de una investigación seria, el controvertido nexo entre el fútbol y la política en Chile, con una exposición de historias del ámbito local que requerían de una urgente separación en su dualidad intrínseca: verdad/mito. En el mismo sentido expuesto aquí, Matamala ya definía su ingreso al campo de juego en las primeras páginas de aquella primera edición: «¿Podría entenderse que ante esta acumulación de evidencia ese otro mundo, el mundo de los cigarros y la sobremesa, se excluyera voluntariamente, en un gesto gracioso, de influir de alguna forma en este poderosísimo caudal de interés y atracción? No. No podría. No debería, incluso, aplicando categorías a lo Maquiavelo, quien por lo demás era un entusiasta practicante del primitivo calcio italian». Por supuesto, no hay sólo una manera de enfrentarse a este partido, pero la indignación o la ingenuidad suelen aparecer, en cada paso, como mecanismos que favorecen la confusión y la falta de rigor histórico.

Cuando muchos estaban dispuestos a aceptar, por ejemplo, que el dictador Augusto Pinochet participó activamente en la construcción del Estadio Monumental de Colo-Colo, Goles y autogoles presentó una detallada refutación con reportes y entrevistas que echaron por tierra aquella elaboración que el periodismo tardó demasiados años en enfrentar. A propósito, hay un trasfondo sociocultural que explica muy bien por qué tanta gente estuvo dispuesta a aceptar como verdad, que Pinochet quisiera utilizar a Colo-Colo como trampolín para sus maniobras previas al plebiscito de 1988. En primer lugar, porque también hay evidencias de que la dictadura sí utilizó diversos mecanismos para intervenir el fútbol chileno, entre 1973 y 1984, partiendo por la Selección Nacional, Colo-Colo y Universidad de Chile como objeto de sus preferencias ideológicas. Ese trasfondo a menudo se soslaya: si Pinochet obtuvo un 44% de los votos en octubre de 1988, es razonable pensar que, en ese momento de la historia de Chile, el 44%de los hinchas del fútbol chileno, de todos los clubes, estaba dispuesto a aceptar de muy buena gana lo que hoy se rechaza con tanta molestia. El fútbol no fue inmune a la pinochetización de la sociedad chilena en los años ochenta: si Elías Figueroa, el mejor futbolista chileno del siglo veinte, estaba dispuesto a creer en la figura superficialmente desideologizada del Capitán General, y tan dispuesto estuvo que incluso apareció en la propaganda del «Sí», cualquier otro pudo haber caído en la tentación de defender lo que con el tiempo sería indefendible.

Aunque la intromisión del poder en las canchas locales tuvo un origen muy claro: la fotografía de Carlos Ibáñez del Campo con los jugadores de Colo-Colo recién llegados a Chile, tras la gira europea en que David Arellano perdió la vida. El fenómeno tuvo su auténtico puntapié inicial en la definición del título del Campeonato Nacional de 1970, disputada ante 71.335 espectadores entre Unión Española y Colo-Colo el 27 de enero de 1971. Ese fue el primer partido del torneo local que la televisión chilena transmitió en directo y era tal el entusiasmo, y la falta de experiencia, que los televidentes no alcanzaron a ver el gol decisivo del colocolino Elson Beyruth en el alargue, porque la espalda del diputado Mario Palestro se atravesó en el momento menos oportuno. Ese día concurrió Salvador Allende al Estadio Nacional, por primera vez, en su condición de Presidente de la República.

Aunque a los 15 años se inscribió como socio de Éverton y, posteriormente, reconoció su simpatía por el Club Deportivo de la Universidad de Chile, Allende comenzó a ser descrito en la prensa de izquierda, como un Presidente del pueblo y colocolino al mismo tiempo. Luego, en 1973, le tocó enfrentar, simultáneamente, la división política interna que, de hecho, anuló el anhelo reformista de la Unidad Popular y la unidad nacional, en torno a la triunfal campaña de Chamaco Valdés, Carlos Caszely y el Zorro Álamos en la Copa Libertadores de América. ¿Colo-Colo 73 retrasó el golpe? La verdad es que no hay testimonios ni documentos que permitan sostener dicha afirmación, pero es más o menos claro que el equipo del té más dulce y la marraqueta crujiente (¿pan y circo?) influyó de alguna manera en los estados de ánimo, mientras los poderes fácticos preparaban su brutal dentellada contra la democracia.

A partir de este quiebre institucional es cuando la obra de Daniel Matamala cobra especial importancia, al develar las permanentes intromisiones de la dictadura —a veces siniestras pero a menudo ridículas— en la pedestre realidad del fútbol chileno. De entrada, los mismos jugadores que sirvieron para fomentar el totalitarismo de izquierda del gobierno de Allende, fueron reutilizados para fomentar el totalitarismo fascista de la nueva junta de gobierno: esa fue la reconversión de Colo-Colo 73 en la Selección Nacional de Fútbol que venció al imperialismo soviético en las eliminatorias para el Mundial de Alemania 74. En cosa de meses, los mismos futbolistas fueron capaces de representar a dos países opuestos que seguirían odiándose, al menos, durante los siguientes diecisiete años: la etapa que Goles y autogoles desnuda con méritos suficientes para ser considerado bibliografía obligatoria en la historia del fútbol chileno.

La dictadura tomó nota de la importancia del fútbol en su relato de lo nacional, con todas esas construcciones narrativas que acabarían abruptamente con el Maracanazo del Cóndor Rojas en 1989. Todo ese proceso, desde los primeros días, está muy bien documentado por el libro original de Matamala, pero de forma paralela, se fue gestando otro partido que también puede considerarse como una herencia de la dictadura: la transformación económica del fútbol chileno, que tuvo sus primeros brotes en el frustrado experimento de los Chicago Boys en Colo-Colo durante la segunda mitad de los años setenta, y que en su momento más significativo, llegó a enfrentar directamente a las dos visiones hegemónicas que convivían, a duras penas, en el gobierno: el neoliberalismo que intentó sin éxito convertir a Colo-Colo en un ejemplo de fútbol-empresa y el nacionalismo pinochetista que se instaló en Universidad de Chile, en los mandatos sucesivos de Rolando Molina y Ambrosio Rodríguez. No es casualidad que los partidos entre Colo-Colo y la U fueran reconocidos, desde entonces, como los clásicos de Chile.

Hoy es evidente que, a partir de 1973, el balompié local empezó a transitar de a poco —al comienzo con muchas dudas y retrocesos— hacia una revisión de su modelo administrativo que determinaría, finalmente, el advenimiento de las sociedades anónimas que cambiaron la gestión, la composición de la propiedad e incluso, el enfoque ideológico de los clubes en su relación con la sociedad. El fútbol, en este sentido, cerró el círculo de la era de las privatizaciones.

A fines del gobierno de Ricardo Lagos, con la promulgación de la ley de sociedades anónimas deportivas, moción original del empresario y futuro presidente, Sebastián Piñera, los grupos económicos y la banca aprovecharon las oportunas quiebras de Colo-Colo y Universidad de Chile para dar el puntapié inicial al sistema. Ligados a la derecha económica, los recién llegados alientan una nueva lógica dirigencial, en la que priman el valor del dinero y el consumo. Los medios de comunicación, y especialmente el periodismo deportivo, acompañaron de cerca, e incluso apoyaron estos cambios, con la convicción de que los expertos en producir ganancias serán capaces de sacarle trote al deporte, identificando erróneamente en el discurso, los problemas del deporte en su globalidad con necesidades que, además, aún no han probado su validez en el deporte profesional o de alto rendimiento. La era de las privatizaciones iniciada por Pinochet completó su ciclo en el fútbol. La Selección Nacional, que usa el nombre de Chile para todos los efectos, dejó de ser administrada por las corporaciones de derecho privado sin fines de lucro y ahora está en manos de los accionistas que integran la Asociación Nacional de Fútbol Profesional, la que, de hecho, facilitó la salida de Marcelo Bielsa de la «Roja de Todos», que ahora, transa sus valores en la Bolsa de Comercio.

Goles y autogoles, en ese sentido, ahora se completa como trabajo de investigación con los nuevos capítulos que arroja el actual esquema ideológico del fútbol chileno, donde la política sigue más pendiente que nunca de la línea del offside, el pelotazo al vacío y el pase a tres dedos, que a uno le permiten imaginarse a Daniel Matamala y a sus contrincantes, correr detrás del balón con el mismo entusiasmo de sus años mozos en Valdivia, donde hacía revistas para él mismo que, de algún modo, le impusieron la obligación de llegar lejos en este proyecto futbolero. Esas revistas eran una representación de sus sueños y trataban de hechos imaginarios: Roberto Rojas, por ejemplo, ahí salió campeón de Italia con la Sampdoria y Paraguay perdió ante Holanda la final del Mundial Extraordinario de 1989. Este libro es la representación de otro sueño, pero ahora se trata de la realidad y la pelota sale disparada hacia el ángulo.

Esteban Abarzúa

CAPÍTULO CERO

Días de fútbol

De pronto, los titulares de los periódicos se tapizaron de siglas extrañas. Era 1983 y los diarios de Valdivia —el vetusto 24 Horas y el novel Diario Austral— empezaron a hablar en grandes caracteres del MUN y el CDV, la UDI y el MDP. Para mí, toda esa simbología no era, en el primer momento, más que un jeroglífico; un lenguaje impenetrable y, por lo mismo, fascinante. Claro que pronto logré hacer una salvedad fundamental: la única sigla que debía retener era la del CDV, el recién fundado Club Deportivo Valdivia. El equipo de fútbol de mi ciudad. Fútbol: el mismo mundo del que hablaban mi querida Deporte Total y los imperdibles resúmenes de goles de las noticias domingueras.

Las demás siglas no importaban. Pertenecían al otro mundo. Al de mi padre leyendo las páginas centrales del diario e intercalando algunos comentarios sarcásticos sobre vocablos tan incomprensibles como «transición», «jornada de protesta», «diálogo político» o «ruta institucional». Todo eso olía a bocanadas de humo de tabaco, a sobremesas aburridas entre grandes mientras que yo, hacía mucho estaba en el patio marcando goles imaginarios para luego rescatar el balón entre las ortigas.

Mi mundo era mi mundo, y el año siguiente al de las siglas comencé a escribir mi propia revista, manuscrita a lápiz de mina e ilustrada con los colores que el azar pusiera a mi disposición. Por diez años escribí y escribí sobre hechos casi siempre imaginarios, porque nunca es fácil resignarse a lo vulgar de la realidad. Escribí sobre Cobreloa siendo campeón de la Copa Libertadores de 1987 —y derrotando luego al Real Madrid por la Intercontinental—. Vi a mi gran ídolo, Roberto Rojas, siendo campeón de Italia con la Sampdoria. A Eliseo Salazar teniendo una larga trayectoria en la Fórmula 1. A Pedro Rebolledo y Juan Antonio Queirolo encumbrados en el Grupo Mundial de la Copa Davis. A Chile siendo bicampeón de la Copa América. Por alguna razón inexplicable, Naval fue mi campeón del torneo de 1986. Tampoco sé por qué habré organizado un Mundial extraordinario en el año 89, donde Paraguay fue finalista y perdió contra Holanda. Mis razones habré tenido.

Esas revistas hablaban siempre de mi mundo; hablaban de cosas transparentes. De goles que se hacían, se contaban y se anotaban en una tabla. De carreras ganadas porque un auto llegó antes que el otro, de peleas perdidas por un limpio knock-out. Esas revistas estaban llenas de tablas de posiciones, de estadísticas y números, que al final, concretaban la gran ilusión de creer que todo eso era verdad.

No recuerdo haber hablado nunca de política allí. Por más que con el tiempo esas siglas, antes inescrutables, se habían vuelto familiares y comprensibles para mí, mis revistas no hablaban de eso. Sino de deporte. De fútbol. No hablaban (¿por qué habrían de hacerlo?) de ese otro mundo de humo de cigarrillos y sobremesas animadas con un vino Gato Negro.

Entonces, Matamala, ¿por qué diablos escribe ahora un libro sobre la relación entre fútbol y política? Bueno, supongo que porque en algún momento las tablas de goles marcados y recibidos, de partidos ganados y perdidos, empezaron a perder su sentido. En algún momento, empecé a darme cuenta de que las explicaciones no iban por ahí. Debe haber sido más o menos cuando escribí la última entrega de mi revista —a esas alturas, mecanografiadas y con fotos recortadas de los periódicos—, cuando inicié ese difícil trance de reemplazar lo ideal por lo real, que es de lo que se trata, a fin de cuentas, ser un periodista.

Supongo que todos hacen esa transición, pero por algún motivo el deporte —y el fútbol— queda fuera de ella. Ya que en la mente de muchos, sigue representando ese espacio imaginario en que los ideales son posibles, sin estar contaminados por la realidad, porque tienen una verdad autónoma y externa, propia.

Para mí no. Sea porque el fútbol me es demasiado querido como para engañarme sobre él, o porque soy demasiado cínico para darme el lujo de creer, intento ver a este deporte con los mismos ojos que el resto de la realidad. Y cuando se ve así, vaya que se descubren cosas.

Se percata uno, por ejemplo, de que el negocio del fútbol se ha convertido en la mayor multinacional del planeta, que en 1994 facturó 225 mil millones de dólares anuales, casi el doble de la General Motors. Observa, también, que un Mundial de fútbol es el evento más visto a nivel global, comparable, sólo, con otro acontecimiento deportivo —los Juegos Olímpicos— y superando en proporciones vergonzosas, la atención sobre cualquier otro acontecimiento, desde la llegada del hombre a la Luna, hasta los viajes del Papa o la entrega de los premios Óscar.

O que la mayor manifestación popular de la posguerra en Francia no fue causada por la revuelta de mayo del 68, ni por la poderosa reacción siguiente de la sociedad gaullista, sino por un hecho tan pedestre como los dos cabezazos de Zinedine Zidane, que le dieron a ese país el título Mundial del 98 y que reunieron a un millón y medio de franceses en los Campos Elíseos.

¿Podría pretenderse que, ante esta acumulación de evidencia, ese otro mundo, el de los cigarros y la sobremesa, se excluyera voluntariamente, en un gesto gracioso, de influir, de alguna forma, en este poderosísimo caudal de interés y atracción? No. No podría. No debería, incluso, aplicando categorías a lo Maquiavelo, quien por lo demás era un entusiasta practicante del primitivo calcio italiano.

Sería estúpido, casi irresponsable de su parte hacerlo. Y, para no pasar por lo uno o lo otro, han intervenido de las maneras más diversas que la imaginación permite: desde sembrar ideologías que influirán al mundo del fútbol, hasta entrar por la fuerza en él.

O de la seducción a la violación, si se quiere. De eso, y de todos los tonos intermedios, hablan las siguientes páginas.

CAPÍTULO UNO

El cruce de caminos

El Mayor Férenc Puskas hizo historia en el ejército de Hungría, como uno de los oficiales de ese rango más jóvenes que haya tenido la institución.

Su vertiginoso ascenso en la jerarquía militar del ejército comunista húngaro tuvo que ver, por cierto, con sangre fría, valentía y don de mando exhibida en el combate en defensa del Honor de la Patria. Pero no en guerras o polígonos de tiro, sino en verdes rectángulos en los que Puskas lideró al equipo de fútbol de Hungría hasta convertirlo en la sensación del balompié mundial y en uno de los conjuntos más grandes del fútbol de todos los tiempos¹.

No era Puskas el único militar de ese equipo. Zoltan Czibor, Sandor Koscis, Hidegkuti, Groscis y compañía, también eran oficiales del Ejército Húngaro, como parte de un plan diseñado por el gobierno magiar para identificar, en un solo cuerpo, a la Selección Nacional y al ejército popular, a la Patria y al nuevo régimen comunista, a los goles y las estatizaciones, las copas y las purgas²…

Así, no resultan tan disparatados los argumentos de los dirigentes brasileños que, tras ser aplastado su equipo por la máquina húngara en la mítica «Batalla de la Berna»³, elevaron una queja formal ante la FIFA. Sus argumentos: que el árbitro del partido actuó «al servicio del comunismo internacional, contra la Civilización Occidental y Cristiana».

Es la marca de una época, en que la función principal del deporte, en todo el mundo, estaba vinculada a la defensa y al engrandecimiento de la Patria y —de paso— a la demostración de la superioridad de la ideología que sustente el gobierno nacional en cuestión. Una concepción fuertemente militarista, que ve al fútbol y a los demás deportes, como instrumentos de mejoramiento de la raza, en un tiempo en que esta palabra tenía un significado políticamente muy incorrecto.

La Hungría comunista es un ejemplo; la Alemania nazi, otro. La relación entre actividad deportiva y poder militar nacional se puede encontrar en los escritos de Adolf Hitler, y fue llevada a la práctica con gran decisión por el régimen nazi. Para el dictador alemán, las bases de la fortaleza nacional debían ser cimentadas a través del deporte, mediante el cual se podía, no sólo mejorar el estado físico y la salud de la población, sino introducir nociones de disciplina y trabajo en equipo en la juventud, especialmente en el caso de un deporte colectivo como es el fútbol.

En Mein Kampf (Mi Lucha), Hitler especifica que los colegios, bajo un régimen nacionalsocialista, deben priorizar la práctica de actividades deportivas, especialmente aquellas colectivas, por sobre las asignaturas intelectuales. Hitler, además de conseguir la realización de sus famosos Juegos Olímpicos de Berlín (1936), también buscó con ahínco obtener la sede del Mundial de fútbol.

Algo que sí consiguió su mentor y colega, Benito Mussolini, quien comisionó especialmente a uno de sus hombres de mayor confianza, el general Giorgio Vaccaro, con el único objetivo de lograr la sede: después de hacer campaña en ocho Congresos de la FIFA, Vaccaro lo logró. Pero el esfuerzo valió la pena cuando Italia ganó el torneo en una final en que «brazo en alto, los jugadores le saludaron a él (Mussolini) y a su Gobierno en pleno. Había camisas negras, gritos y toda la parafernalia del fascio envalentonado y engrandecido. ¿Aquello era un partido de fútbol o un mitin político? Ambas cosas, seguramente»⁴.

Y para Mussolini, el éxito deportivo no era algo menor. En el Mundial siguiente, el de Francia 1938, los italianos nuevamente llegan a la final. Y el día anterior al partido decisivo ante Hungría, reciben un escueto telegrama del duce. Sólo tres palabras: «vencer o morir».

Prefirieron vencer. Y en su vuelta a Italia, visten uniformes militares para ser felicitados por Mussolini, mientras La Gazzetta dello Sport exalta «la apoteosis del deporte fascista en esta victoria de la raza». Italia, eternamente derrotada en los campos de batalla, había encontrado a sus héroes.

Goebbels en la Plaza de la Constitución

Claro, ¿qué más se podía esperar de los regímenes totalitarios? Pero no nos lavemos las manos tan rápido, porque Chile siguió el mismo camino de identificación entre raza, Patria y deporte.

Veamos al respecto una escena de 1949, que parece calcada de un manual de Joseph Goebbels, el maestro de la propaganda nazi: en la noche profunda de Santiago, en la Plaza de la Constitución, surgen cuatro antorchas, portadas por jóvenes atletas venidos desde los cuatro rincones de la república. De los jóvenes a los maestros: el maratonista Manuel Plaza y el ciclista Exequiel Ramírez reciben las postas y se acercan a un hombre vestido con uniforme de aviador, para fundir los cuatro fuegos en uno. El hombre toma la antorcha resultante y con ella enciende una gran hoguera. El público rompe en una ovación, y los flashes de los fotógrafos iluminan a la estrella de la noche: al director del Departamento de Deportes del Estado, general del aire Osvaldo Puccio.

Pero éste es sólo el primer acto. El segundo se desarrolla a la luz del mediodía siguiente, el domingo 22 de octubre de 1949, frente al Palacio de La Moneda. En el balcón, el Presidente de la República, Gabriel González Videla, Puccio y el gabinete en pleno. Bajo él, por tres horas, un interminable desfile de deportistas avanza por calle Moneda, flanqueado por miles de entusiastas y curiosos: marchan esgrimistas en tenida de combate, esquiadores de punta en blanco, remeros levantando en vilo sus botes... todos saludan marcialmente al gobierno en pleno y reciben el aplauso sonriente de Su Excelencia. De tanto en tanto, jóvenes de físico escultural avanzan portando un mar de banderas chilenas. Demostrando, como comentaría la prensa con palabras dignas de Vicente Huidobro, que el deporte «es la aorta del país, que se alimenta de sangre nueva, pura y fresca; la savia mágica, que puede llevar a los pueblos hacia un destino superior»⁵. Y esa sangre nueva, pura y fresca rendía honores al gobierno, convocada por el director de Deportes en un acto minuciosamente organizado por él.

Después de la marcialidad, sólo sonrisas. Del Presidente: «El espectáculo ha sobrepasado todo lo imaginable. El deporte merece mi mayor preocupación y arbitraré todos los medios posibles para darle un financiamiento apropiado»⁶. Y del deporte: «Los gobernantes de nuestra tierra, que muchas veces ignoraron las fuerzas del deporte, se mostraron asombrados ante tamaña demostración. Ahora saben ellos que el deporte existe y que es grande»⁷.

Pero esa historia ya tenía algunos capítulos escritos.

La teoría de la raza

El fútbol arribó a nuestro país a fines del siglo XIX, traído por marineros y comerciantes ingleses, en primer lugar, al puerto de Valparaíso. De hecho, el primer club de importancia que aún sobrevive, el Santiago Wanderers, es fundado en la ciudad porteña en 1892.

En una primera fase, el foot-ball es cosa de gringos. De manera similar a lo ocurrido en otros países sudamericanos, como Uruguay y Argentina, los primeros años del fútbol chileno se circunscriben a la actividad de grupos de ingleses residentes, a los que se suman ocasionalmente otros europeos.

El deporte se va organizando progresivamente: el 19 de junio de 1895 se funda la Federación de Foot-Ball de Chile, compuesta por los siguientes equipos: Valparaíso Foot-Ball Club, Mackay and Sutherland, Chilean, Victoria Rangers, Santiago Athletic, Santiago Rangers, National Foot-Ball Club y Valparaíso Wanderers.

La directiva fundadora quedó formada por R.W. Bailey, D.N. Scott, Andrew Gemell y Reid. Los nombres de clubes y directivos ahorran mayores comentarios.

Sin embargo, la expansión de este deporte es relativamente rápida. Desde la elite europea, el foot-ball va permeando a las clases medias y bajas criollas, debido a sus conocidas ventajas que lo han convertido en el deporte más popular del mundo: sus reglas lógicas y fáciles de entender, la falta de requisitos onerosos como equipamiento especial y la posibilidad de jugarlo en cualquier superficie, por irregular que ésta sea.

De Valparaíso, el deporte del balón se extiende a Santiago, Talcahuano, Concepción, Coquimbo, Antofagasta... En un primer momento, los chilenos son sólo observadores: en 1894, por primera vez, un partido de fútbol reúne a una pequeña multitud: 500 personas que presencian el encuentro entre los marineros de un barco escocés anclado en el puerto y marinos ingleses. Escenas similares se repiten en Laguna Verde y Cerro Alegre, en Valparaíso, y en el Parque Cousiño de Santiago.

Poco a poco, los curiosos se convierten en protagonistas, y de los equipos de ingleses se va pasando a los cuadros mixtos. Es así como para 1912, año en que se disputa el primer campeonato nacional de fútbol aficionado, el equipo campeón (Antofagasta), integra a seis chilenos junto a cinco ingleses⁸.

Esta tímida expansión del fútbol es seguida sin mayor preocupación por el Estado, para quien esta disciplina no se diferencia, por el momento, de las otras. Tampoco había motivos para hacer distinciones: en la primera década del siglo XX, el fútbol aún distaba de ser un fenómeno masivo, e incluso era superado en popularidad por el boxeo.

De todos modos el Estado alienta la práctica del fútbol, con el ya mencionado objetivo de «mejoramiento de la raza». Es así como en 1929 una circular firmada por el director general de Carabineros habla de «el interés del gobierno

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