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Joyitas: Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile
Joyitas: Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile
Joyitas: Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile
Libro electrónico256 páginas4 horas

Joyitas: Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile

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A partir de un vendaval de casos de corrupción conocidos desde la segunda década del presente siglo, Chile dejó de ser considerado un ejemplo de probidad y transparencia en la región, y se vio navegando en aguas turbias. El país modelo ya no se diferenciaba de sus vecinos del barrio, pues acá –como allá– campeaba la corrupción política, empresarial y militar. De eso, precisamente, trata este libro de perfiles. Del clientelismo y el acomodo en cargos públicos, como ocurrió con el exsenador Jaime Orpis, condenado por fraude al fisco y cohecho; y de la contraparte, de quien engrasa el sistema, como lo ha hecho Julio Ponce Lerou, a través de esa máquina pagadora de favores políticos en que se convirtió SQM.
Este volumen habla también de esa tradición de los uniformados por echar mano al erario público, representada por el exgeneral Flavio Echeverría, cabecilla del "Pacogate"; de ese mundo endogámico y de claroscuros que es el Poder Judicial, que permitió el progreso de un juez como Emilio Elgueta, expulsado de su puesto por tráfico de influencias y faltas a la probidad; de ese muchacho ambicioso y de pueblo como Sergio Jadue, que participó en el mayor escándalo de la FIFA; y de ese pobre diablo que siempre paga los costos de los superiores, como ocurrió con Álex Smith, el experto informático del caso Huracán, que ilustra la degradación moral de Carabineros.

A través de seis perfiles que exploran la faceta íntima y pública de quienes protagonizaron emblemáticos casos de corrupción, estas páginas permiten apreciar el devenir de un país que perdió la inocencia y al que es necesario observar en sus pliegues o dobleces, en lo oscuro, allí donde justamente aparece el rostro menos edificante –venal– de nuestra sociedad.
IdiomaEspañol
EditorialHueders
Fecha de lanzamiento1 abr 2021
ISBN9789563652260
Joyitas: Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile
Autor

Varios autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</em> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>. <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <is>La estrella roja</is> (1910) y <is>El ingeniero Menni</is> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Excelente libro, lo leí completo en dos dias. Cada una de las historias te atrapa y te sumerge en la vida de sus protagonistas, de sus victorias y desventuras hasta llegar a la derrota; bueno, solo los que antes fueron pobres o no le deben favores al yerno del tata Augusto.

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Joyitas - Varios autores

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Joyitas

Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile

juan cristóbal peña (editor)

Joyitas. Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile

Juan Cristóbal Peña (editor)

© Editorial Hueders

© 2021, cada autor por su texto

Friedrich Ebert Stiftung / @fescomunica

Departamento de Periodismo / Universidad Alberto Hurtado

Primera edición: enero 2021

ISBN 978-956-365-226-0

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

Diseño: Constanza Diez

www.hueders.cl | contacto@hueders.cl

santiago de chile

Joyitas

Los protagonistas de los mayores escándalos de corrupción en Chile

juan cristóbal peña (editor)

Este libro contó con el apoyo de la Friedrich Ebert Stiftung.

Prólogo

Juan Cristóbal Peña

La idea de este libro surgió de una disputa absurda ocurrida una noche de primavera de 2017, durante una sobremesa en un restaurante de Santiago. Periodistas de varios países de Latinoamérica que habíamos coincidido en un encuentro sobre libertad de expresión, nos vimos polemizando sobre la pertenencia de los mayores escándalos de corrupción en el último tiempo en la región. La competencia era reñida. En esa mesa había argentinos, brasileños y, creo, mexicanos, representantes de grandes potencias mundiales en la materia, a quienes procuré ilustrar sobre los casos Penta y SQM, que hacía no mucho habían salido a la luz pública en Chile, dando cuenta de pagos sistemáticos y solapados ocurridos durante años a políticos de casi todos los partidos con representación parlamentaria. Pero claro, en Argentina, por ejemplo, tenían los bolsos con fajos de millones de dólares enterrados en un monasterio de monjas. Y al lado, en Brasil, se lamentaban de Odebrecht, la empresa constructora que había contaminado a casi toda la región con generosos sobornos y coimas.

En medio de este debate de tintes tragicómicos, el periodista colombiano Omar Rincón propuso zanjar la discusión con una Copa Sudamericana de la Corrupción. Esto es, un libro que reuniera y ponderara en su conjunto los casos más sonados del continente.

–Ustedes los chilenos ya están clasificados –juzgó.

De pronto, después de haber sido una aparente isla de aguas calmas y transparentes, ejemplo de probidad en la región, estábamos clasificados para jugar en las ligas mayores.

Pero claro, antes de salir a disputar un torneo internacional había que tener una liga local para determinar a los seleccionados de cada país. Un libro que fuese una suerte de Campeonato Nacional de la Corrupción, volvió a decir el periodista colombiano, tomándose en serio la idea de una serie clasificatoria por países. No sonaba mal. A esas alturas, había bastante donde elegir en Chile.

***

El primer escándalo de corrupción en un servicio público tras el fin de la dictadura en Chile ocurrió en 1991, en la Oficina Nacional de Emergencia. Su encargado, militante democratacristiano de bajo perfil, del que jamás se volvió a hablar, había montado un pequeño emprendimiento de reventa de mercaderías almacenadas en las bodegas del servicio. A fin de cuentas, con la perspectiva del tiempo, ese militante fue apenas un minorista y en cierto modo una excepción para la década, porque desde entonces, y hasta entrado el nuevo siglo, no hubo noticias de grandes desfalcos sistemáticos protagonizados por civiles, sino más bien casos aislados y aventuras solitarias, como la del encargado de las operaciones a futuro de Codelco, Juan Pablo Dávila, que dejó pérdidas por cerca de 200 millones de dólares de aquella época.

Definitivamente, en los años 90, en las grandes malversaciones al erario público participaron principalmente altos funcionarios de las Fuerzas Armadas, en especial del Ejército, que dispusieron a su antojo de un presupuesto de casi nulo control civil y al que desde los tiempos de la dictadura se acostumbraron a echar mano a voluntad. De hecho, el caso de los Pinocheques, que se conoció a fines de 1990 e involucró al primogénito del general Augusto Pinochet, había tenido origen en la década anterior, cuando Augustito recibió cheques por un total de cerca de tres millones de dólares, girados por la Comandancia en Jefe del Ejército en 1989, para la compra supuesta de una empresa de armamento que estaba en bancarrota. Después de fuertes presiones del jefe del Ejército, que amenazó con un golpe de Estado si el gobierno democrático perseveraba en llevar a su hijo a tribunales, el caso fue cerrado sin culpables.

Esa cultura de impunidad, abusos y privilegios explica también las millonarias cuentas del Banco Riggs que Pinochet había abierto y abultado de manera solapada desde los años 80, apelando a identidades falsas y testaferros. El caso recién fue conocido en 2005 –no gracias a autoridades chilenas, por cierto, sino por una investigación del Congreso de Estados Unidos que perseguía inversiones bancarias realizadas en ese país por grupos terroristas– y vino a derribar un mito: Pinochet hasta entonces podía ser un criminal, pero no un ratero. Pues bien, resultó ser las dos cosas, y por ninguna rindió cuentas ante la justicia.

La impunidad, otra vez, se imponía en este paraíso que era Chile para el resto del mundo desde los años 90. Un paraíso que, para ser tal, privilegiaba razones de Estado antes que la aplicación pareja de la ley.

Esto último también explica otro mito que permanecía tanto o más arraigado que el primero: en Chile, los políticos eran en su enorme mayoría gente honesta. Los políticos y los grandes empresarios. En parte, esa creencia tenía asidero en el bajo número de casos de corrupción, lo que era respaldado por el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, que desde mediados de los 90 situaba a Chile entre los países más probos de la región y del mundo. Pero ocurre que esa creencia comenzó a derrumbarse en 2014, cuando un gerente de las empresas Penta que fue despedido sin la indemnización que creía merecer, acudió al Ministerio Público y contó que, por años, había firmado cheques de la empresa para financiar a políticos de derecha. Como en Las crónicas de Narnia, el caso abrió la puerta a un mundo desconocido y fantástico, habitado por fuerzas oscuras y poderosas que vestían de cuello y corbata y acostumbraban a dictar patrones de buena conducta; un mundo que, además, señaló otros portales desconocidos de corrupción: la puerta de Penta permitió conectar al mundo de SQM, y este al de Corpesca, y así...

Todos los casos tenían un patrón común: financiamiento solapado a la política por medio de boletas que justificaban servicios inexistentes (ideológicamente falsas, fue la definición que recibieron). Aunque en rigor no es tan así, porque como ha quedado en evidencia, los servicios consistían en beneficiar con favores políticos y leyes a las empresas financistas.

De esta forma, después de que por años creímos navegar por aguas relativamente calmas y límpidas, al menos en lo que se refiere al poder civil, después de una borrachera de autocomplacencia y arrogancia que duró dos décadas y media, de pronto caímos en la cuenta de que debajo de la superficie había corrientes de aguas turbias y pestilentes. Entre tanto, lejos de amainar, la corrupción entre los uniformados seguía galopante. Y en paralelo se sucedían noticias sobre casos de colusión empresarial, uso de información privilegiada y elusión de impuestos.

Fue un despertar, un mal despertar, que nos devolvió a una realidad que gran parte de la élite empresarial y política se empeñó en negar y que contribuyó a incrementar un clima de desconfianza y permanente abuso que podría explicar el estallido social de octubre de 2019. El oasis en medio de una América Latina convulsionada –como definió el presidente Piñera al país, muy poco antes de que se desataran las mayores protestas desde la dictadura– en rigor era un terreno de extensiones tan yermas como las de nuestros vecinos en la región, en las cuales, acá como allá, campea el pillaje y la impunidad.

De eso justamente habla este libro, de algo que conocemos de sobra pero que no deja de sorprender, de esa tradición de los uniformados de echar mano a las platas fiscales para beneficio personal, como hizo el general de Carabineros Flavio Echeverría, cabecilla del mayor fraude a los dineros del Estado en la historia del país. De eso y del fin del mito, algo que supimos hace no mucho pero es más antiguo de lo que puede suponerse, como es el pago de coimas a los políticos; de esa idiosincrasia oportunista y ambiciosa que, en definitiva, no nos hace muy distintos a nuestros vecinos, pero que nos lleva a absurdos formalistas y burocráticos como entregar boletas para el pago de una coima.

Este libro habla de los vicios a los que conduce el acomodo en cargos públicos, del clientelismo y de ese desenfreno ciego y compulsivo por el poder de funcionarios como el exsenador Jaime Orpis, quien está acusado de defraudar al fisco y recibir coimas de una empresa pesquera que tenía intereses en un proyecto de ley en curso en ese entonces. Y habla, por cierto, de la contraparte, de quien ofrece dinero a cambio de favores políticos, de quien engrasa el sistema, en este caso, de ese gran corruptor de la política chilena que ha sido Julio Ponce Lerou, cuyo origen de su fortuna no se explica de otro modo que no sea por el hecho de haber estado casado con una de las hijas del general Pinochet.

Pero este volumen también habla de la ambición de ese muchacho de pueblo que toma un atajo y se inventa una oportunidad, como lo hizo Sergio Jadue, protagonista del mayor escándalo de corrupción de la FIFA. Y habla, de paso, de algo de lo que se conoce más bien poco, como es el sistema judicial chileno, quizás el más sensible de todos los poderes del Estado. Un poder que, aparentemente, parece el menos degradado de los tres grandes poderes, pero que a la vez sigue siendo un mundo endogámico que favorece las condiciones para el progreso de un juez como Emilio Elgueta, quien, antes de ser removido del Poder Judicial y ser acusado por la Fiscalía de enriquecimiento ilícito y prevaricación, se comportaba como esos antiguos magistrados de pueblo –campechano, clientelista y dadivoso–, siempre dispuesto a dar un favor a cambio de recibir otro.

Quizás la excepción en este recorrido la constituya el perfil de Alex Smith, ese profesor de informática autodidacta a quien la inteligencia de Carabineros recurrió para montar pruebas falsas que inculparan a líderes mapuches. En este caso, con su inclusión, hemos querido representar los alcances de la degradación moral de la policía uniformada, como también mostrar que en estos casos el hilo se suele cortar por lo más delgado: siempre habrá un pobre diablo a quien cargarle las culpas de los de más arriba. De paso, el retrato del Profesor Smith, como lo apodaron sus superiores, da cuenta de que muchas veces la corrupción es protagonizada y alentada por gente torpe y negligente, pero con poder e iniciativa. De ahí también su peligrosidad.

Sin duda esta selección nacional es insuficiente y parcial, si es que no también arbitraria, como lo es también la selección reunida en el libro ya publicado a instancias del mismo Omar Rincón, que contiene una selección de los casos más gravosos en Latinoamérica bajo el título Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la Corrupción? (2019). En nuestro caso, hay varios otros personajes e instituciones que merecerían un lugar en el podio. Es un campeonato corto, sin duda. Corto y desigual: no es lo mismo el que corrompe que el que se deja corromper. Sin embargo, en su conjunto, este libro procura ser una muestra representativa, a la vez que una voz de alerta y también un espejo. A fin de cuentas, los grandes casos de corrupción son en parte el reflejo de una sociedad habituada a pequeñas corruptelas, trampas y atajos, como saltarse la fila, ahorrar impuestos de manera mañosa o recurrir a algún amigo en la burocracia del Estado, porque qué se le va a hacer, si todos lo hacen, porque hay que sobrevivir, porque así funcionan las cosas en este país que, ya sabemos, no es ningún oasis.

Emilio Elgueta

el juez de los favores

Alberto Arellano

Aunque había amanecido despejado, la mañana del 26 de abril de 2019 estaba fría en Rancagua. La audiencia de formalización estaba programada para las nueve de la mañana. Poco después de esa hora ya se habían agolpado en las puertas del Juzgado de Garantía de esa ciudad más de una veintena de personas, todas atentas a la salida del imputado que, en esos minutos, era notificado de una serie de cargos en su contra.

Quienes lo esperaban afuera no eran familiares ni amigos. Era la muchedumbre de siempre, aquella que con la devoción de una misa dominical concurre a ese tribunal cada vez que estalla un caso de alta connotación pública en la ciudad. Van a descargar su rabia y a entregar su propio veredicto, a su modo, como si fuesen los miembros de un tribunal paralelo. Uno popular.

Es larga la lista de imputados que ha desfilado en los últimos años por el Juzgado de Garantía de Rancagua por cohecho, tráfico de influencias, obtención de ventajas indebidas y enriquecimiento ilícito. De eso es testigo el maestro albañil Bernardo Córdova, conocido como El Hombre del Cartel, residente de Requínoa y un emblema ya entre quienes esperan afuera de ese juzgado. Ahí estuvo sosteniendo su pancarta de ocasión –Natalia undistes a tu suegra (sic)– cuando formalizaron, en enero de 2016, a Natalia Compagnon y a Sebastián Dávalos –la nuera y el hijo de la expresidenta Michelle Bachelet– por el caso Caval.

Córdova no se achica. Hace no mucho también viajaba a Santiago a pasar sus mensajes. En 2007, hizo parar el vehículo en que se desplazaban miembros de la familia Pinochet, acusados entonces de malversación de fondos públicos, y les enrostró el siguiente cartel: Pinochet y su mafia de hijos ladrones. Y en 2017 siguió de cerca por el Centro de Justicia a los excontroladores de Penta, Carlos Délano y Carlos Eugenio Lavín, con este: Pentagate: cárcel a los corruptos.

Esa fría mañana de abril de 2019, y pese al cáncer que lo aqueja, Córdova fue uno de los primeros en llegar. Llevaba puesta una gruesa bufanda rosada y un casco de faena pintado con los colores patrios. Con su mano derecha sostenía en alto una nueva consigna:

Justicia terrena corrupta.

Jueces-Fiscales es lo último.

¿Cuántos serán?

Claro, el formalizado no era cualquiera y la pregunta del cartel de Córdova –escrita con su dedo índice mojado en pintura– daba en el blanco, medio a medio. Quien comparecía en la silla de los acusados ante tribunales ese día era nada menos que el aún ministro y poco antes presidente de la Corte de Apelaciones de Rancagua, Emilio Elgueta Torres (65 años). El mismo que durante casi una década fue una de las máximas autoridades responsables de impartir justicia en la Región del Libertador General Bernardo O’Higgins.

A contrapelo de los pronósticos de Córdova, la audiencia se alargó. Dentro del tribunal, los delitos que la Fiscalía local le imputaba al ministro Elgueta se acumulaban, así como las evidencias en su contra. El maestro albañil, de 78 años, estuvo haciendo guardia un par de horas, pero tuvo que irse antes –y a regañadientes– por trabajo.

Pasado el mediodía, apenas puso un pie en la calle, el ministro Elgueta fue engullido por una vorágine de flashes, cámaras y micrófonos. Vestía terno azul y corbata a rayas. La multitud de siempre, que sí esperó hasta el final de la audiencia, no lo perdonó.

Viejo corrupto, viejo ladrón, sinvergüenza, le gritaron a pocos metros en las puertas del tribunal de la misma jurisdicción que por largos años estuvo bajo su dominio. Como el coro teatral de una tragedia griega desnudando a un rey ya sin poder, en desgracia, convertido en una sombra inocua y pestilente de lo que alguna vez fue.

***

En 2019, Emilio Elgueta –quien llegó en 2011 a la Corte de Apelaciones de Rancagua proveniente de la de Santiago– enfrentó dos procesos investigativos en su contra. Uno administrativo, a cargo de la Corte Suprema, y que concluyó con su expulsión del Poder Judicial, tras más de 40 años de ejercicio en esa institución. El otro penal, y aún en curso, donde el Ministerio Público lo formalizó por varios delitos: enriquecimiento ilícito, prevaricación, tráfico de influencias, cohecho y nombramiento ilegal.

Removido de sus labores como ministro del tribunal de alzada de Rancagua el 26 de agosto de 2019, Emilio Elgueta es el principal protagonista de uno de los mayores escándalos ocurridos en democracia en el Poder Judicial. Un golpe fuerte desde el punto de vista moral, dijeron desde la judicatura, en medio del control de daños y cuando recién digerían la magnitud de la crisis que causó en la institución el caso del ahora exministro. Porque el fondo de la pregunta inscrita en el cartel de Bernardo Córdova cuando formalizaron a Elgueta es de sentido común y se la hizo todo el mundo: ¿en cuántos otros tribunales del país sucede lo mismo? ¿Qué tan extendido está el tráfico de influencias en el Poder Judicial?

En la investigación administrativa que siguió la Corte Suprema contra Elgueta figuraban, también con cargos, otros dos ministros de la Corte de Apelaciones de Rancagua. A uno de ellos, Marcelo Albornoz Troncoso, lo encontraron muerto en su casa el 3 de julio de 2019. Se quitó la vida con un disparo solo horas después de que el pleno de la Suprema decidiera suspenderlo momentáneamente de su cargo para estudiar su remoción. El otro ministro, Marcelo Vásquez Fernández, corrió la misma suerte que Elgueta –con quien mantenía una íntima amistad– y fue expulsado del Poder Judicial a fines de agosto de 2019. Dos meses después, a mediados de noviembre, la Fiscalía también formalizó a Marcelo Vásquez imputándole tráfico de influencias, incremento patrimonial injustificado y negociación incompatible.

El Ministerio Público investiga el origen de 25 millones de pesos repartidos en cinco cuentas de Emilio Elgueta y que, se sospecha, no tienen fundamento legal. Sí, no es mucho dinero, no se hizo rico. El tema es otro: de acuerdo con la Fiscalía son más de 20 depósitos en cuatro bancos distintos y en efectivo, realizados por él mismo justo antes o después de dictaminar fallos –a lo menos– polémicos.

Elgueta no maneja autos caros ni viste ropa exclusiva. Conduce un Chevrolet Sail avaluado en seis millones –le compró el mismo vehículo a su exesposa en 24 cuotas–, ha vivido largos períodos en viviendas fiscales del Poder Judicial y no figura con un patrimonio inmobiliario relevante. No cumple con el perfil de un tipo ávido de lujos. Al contrario, es descrito como una persona de gustos sencillos. Pero tiene cinco hijos –con tres parejas distintas– y carga con un tren de gastos que le costaba solventar con el dinero que recibía como ministro y profesor universitario. Andaba corto de plata, dice un funcionario de tribunales que pidió reserva de identidad; también que le gusta la vida nocturna, la buena mesa: otro ítem de gasto importante.

Una cronología similar a la de los depósitos bancarios bajo sospecha sigue más de un centenar de conversaciones telefónicas que Elgueta sostuvo con abogados el mismo día, en días previos o inmediatamente posteriores al dictamen de los fallos que hoy se le cuestionan. Sus interlocutores –uno en particular– litigaban en causas que el ahora exministro debía revisar y que terminó resolviendo a favor de estos.

Se investiga si Elgueta recibía dinero por esas resoluciones. En sus manos estuvieron imputados por narcotráfico, homicidio, tenencia ilegal de armas, manejo en estado de ebriedad, perjurio, falso testimonio y más. A todos, o casi todos, el ministro les suavizó las medidas cautelares o derechamente les redujo su condena.

Bajo su decisión estuvo también el destino judicial de Sebastián Dávalos, hijo de la expresidenta Michelle Bachelet, a quien sobreseyó de cargos en el bullado caso Caval. Para el exministro Elgueta –quien ha dicho públicamente que su destitución fue motivada, entre otras cosas, por su posición política de izquierda y algunos fallos emblemáticos marcados por la defensa de

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