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Esta historia es mi historia
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Esta historia es mi historia

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Al leer estas páginas nadie dudará que su autor ha tenido una singular vida y su historia, en buena medida, forma parte de la nuestra. Su sello gravita decididamente en los asuntos públicos y los finos e invisibles vericuetos del poder. En aquellos requerimientos de la gobernabilidad que deben ser realizados con prontitud, sigilo, anticipación y competencia a toda prueba, pues sus errores desatan costos políticos inexcusables.

A sus 18 años, al joven Belisario le encomiendan su primera misión, secreta y encubierta: el propio presidente Ibáñez lo solicita para una sorprendente tarea de soberanía. Luego, cual destino manifiesto, vendrán muchas otras: el canciller Gabriel Valdés lo envía a la China de Mao a una misión secreta para el Estado. El éxito de esto lo lleva a la Cuba de 1968 con la delicada misión de abrir el comercio para Chile con cierta transgresión al bloqueo decretado por EE.UU.

La historia será larga: la UP, dictadura, el Grupo de los Trece, la resistencia, radio Balmaceda, las duras relegaciones, el plebiscito. El destino lo pondrá en el privilegiado lugar histórico de ser el primer funcionario de la democracia con la misión de articular el desenganche con la derrotada dictadura. Desde el Ministerio del Interior, se cruzará con las situaciones más extremas, desde las presiones de Pinochet hasta la desarticulación del terrorismo, pasando por el asesinato de un senador y la lucha contra el narcotráfico.

En esta trayectoria de vida, se recorre parte importante de la historia de Chile del siglo XX, desde la mirada del protagonista o testigo de los hechos, develando pormenores claves para nuestra memoria histórica. Una esperada autobiografía, sin concesiones y con el mérito de la lealtad con los hechos, razón suficiente para ser un libro medular en la comprensión de las virtudes y fragilidades de nuestra historia reciente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
ISBN9789563246896
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    Esta historia es mi historia - Belisario Velasco

    Felipe.

    PREÁMBULO

    El destartalado taxi que habíamos tomado en Alameda con Lastarria, en la entrada del comando presidencial de Patricio Aylwin, nos llevó hasta la puerta principal del palacio de La Moneda. Iban a dar las tres de la tarde del 8 de marzo de 1990, acudíamos a una reunión con el subsecretario del Interior del aún gobierno del general Pinochet, Gonzalo García Balmaceda. Me acompañaban el abogado Héctor Muñoz, quien sería mi jefe de Gabinete, y la periodista Ximena Gattas, futura jefa de Prensa.

    Al bajarnos, al taxi se le detuvo el motor. En sus esfuerzos por arrancar, el fuerte y bullicioso ronquido que emitía parecía anunciar un estallido. Con este ruido de fondo nos encaminábamos a la entrada por calle Moneda. Además de los dos guardias de carabineros de rigor, había al menos tres carabineros que miraban con desconfianza los esfuerzos del taxista y, con mayor preocupación aún, nuestro intento de ingresar. Fuimos detenidos en el umbral de la puerta.

    —¿Adónde van? —me preguntó secamente un cabo de guardia.

    —Vamos a la oficina del subsecretario del Interior —contesté amablemente—. Tenemos una reunión con él.

    —Nombres y cédula de identidad —inquirió nuevamente el carabinero.

    Le di nuestros nombres y le hice entrega de los tres documentos solicitados.

    Entró a la oficina y salió a los pocos minutos. Miré hacia la calle: el taxi seguía rugiendo, sin arrancar.

    —No están registrados. Así que, retírense. No pueden entrar —dijo el carabinero.

    —Por favor —respondí, conservando un tono amable, pero firme—, debemos entrar y tener esa reunión con el señor Gonzalo García: a contar de mañana yo seré el subsecretario del Interior.

    El uniformado emitió una exclamación de duda e incertidumbre y al ver que no nos movíamos y se mantenía nuestra disposición a entrar, llamó a un oficial.

    Se repitieron más o menos las mismas preguntas y respuestas y el oficial entró nuevamente a la oficina. A los cinco minutos estaba en la puerta el propio Gonzalo García invitándonos a pasar a la Moneda. Miré hacia la calle: finalmente el taxi se había ido.

    Habíamos esperado diecisiete años para retornar a La Moneda, demorarnos quince minutos más carecía de importancia.

    En el patio de Los Cañones se apostaban tres o cuatro grupos de posibles funcionarios de gobierno. Nos miraron con visible curiosidad y no era para menos: asistían al comienzo del mismo cambio que yo vislumbraba, aunque en el caso de ellos lo hacían desde un cristal diferente, desde la otra vereda.

    Durante los últimos días había tenido largas conversaciones con el presidente electo Patricio Aylwin y con Enrique Krauss, futuro ministro del Interior. Don Patricio me instruyó y aconsejó largamente, porque consideraba que la misión que yo debía cumplir era de vital importancia política. Mi gestión de coordinación en el traspaso de mando era la avanzada de los sueños, anhelos y desvelos de millones de chilenos. Era el inicio de un momento cumbre que se producía gracias a la voluntad y el arrojo de miles de compatriotas, muchos muertos, torturados, desaparecidos, presos aún, exiliados, relegados, ofendidos en su dignidad y destrozadas sus familias. Eran ellos los que ingresaban a La Moneda.

    La instrucción era comportarse como un demócrata, con la serenidad, el respeto y la firmeza que la situación requería. Sentí una responsabilidad que no había tenido jamás en mi vida y pienso que no volveré a tener. Debía responder a la altura de la misión encomendada por el presidente Aylwin, quien representaba al país y la democracia. Estaba en La Moneda, sede de la dictadura militar, y luego estaría con la persona que encarnaba todo aquello que no nos gustaba y contra lo cual había luchado. Sin embargo, me controlé, no surgió en mí ninguna violencia interior: iba preparado para representar al pueblo. Soy cristiano e invoqué a Dios. Entonces me sentí más relajado y tranquilo, porque sabía de dónde provenía y hacia dónde tenía que ir. Conocía el camino y eso me dio seguridad.

    La misión que se me había encomendado era iniciar esa tarde la coordinación del traspaso de mando, de acuerdo con los protocolos que dicta la Constitución. Como nuevo subsecretario, debía confirmar la renuncia de todos los ministros y subsecretarios anteriores y, después, preparar el juramento a todos los ministros, comenzando por Enrique Krauss. Con este objetivo tuve una larga reunión con Gonzalo García, al cual conocía socialmente desde hacía muchos años. Primero fuimos a saludar al ministro del Interior, Carlos Cáceres, con quien había coincidido en almuerzos en algunas embajadas y al cual yo debería reemplazar por algunas horas, desde su renuncia hasta el juramento de Krauss.

    Carlos Cáceres y Gonzalo García fueron, en todo momento, amables y deferentes. Cáceres me informó que al día siguiente yo asumiría mi cargo de subsecretario a las ocho de la mañana, en su oficina, y que Gonzalo García me haría entrega esa tarde de los documentos e informaciones necesarias para cumplir mis nuevas funciones.

    Agregó que en media hora más deberíamos subir a la oficina del presidente Pinochet —título que yo no discutiría, por cierto—, ya que debía conocer al nuevo subsecretario del Interior. Si bien es cierto yo lo sería de don Patricio Aylwin, por efectos legales y administrativos el decreto estaba firmado desde el 13 de febrero, día en que don Patricio resolvió que sería yo quien asumiría el 9 de marzo. Por lo tanto, me dijo riendo Carlos Cáceres, el presidente Augusto Pinochet será tu jefe por dos días y algunas horas. Gonzalo García también celebró el comentario del ministro y yo, abandonando la cara inescrutable que trataba de mantener, también reí junto a ellos. Sin embargo, pensaba que el nombramiento se hacía por decisión del presidente electo Patricio Aylwin y que yo era el primer funcionario de la democracia, después de 17 años de draconiana dictadura. Esto último, por supuesto, me lo callé.

    Subimos a la sala de reuniones. No la conocía. Tampoco el resto del remodelado palacio, víctima del bombardeo de los aviones caza Hawker Hunter de la FACh el 11 de septiembre de 1973, con el presidente Allende en su interior.

    Entramos.

    Y ahí estaba él, vestido de general comandante en jefe, con las cinco estrellas en cada hombro de su chaqueta blanca y sentado en un sillón azul. Se puso de pie para saludarme. Se veía tranquilo. Nos sonreímos moderadamente. Estoy seguro de que ambos teníamos razones y emociones muy diferentes para sonreír aquella tarde.

    Carlos Cáceres me presentó, aun cuando sabía que nos conocíamos por la relación que yo tuve con su hija mayor, Lucía, quien fue mi secretaria ejecutiva durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, cuando yo era el gerente de Operaciones de la Empresa de Comercio Agrícola.

    —Mire, yo a usted lo conocía —me señaló Pinochet— y mi hija Lucía me ha hablado mucho de usted y muy bien.

    —Efectivamente —le contesté—: trabajé con ella un tiempo largo en la ECA y siempre hemos tenido muy buenas relaciones.

    —Por eso sería que tuve que mandarlo un par de veces de vacaciones al norte —replicó, con cierta ironía. Se refería a mis dos relegaciones, Putre y Parinacota, en los años más duros de su gobierno—. Pero es bonito el norte —agregó—: a mí me gusta mucho, aunque ahora tengamos problemas. La Lucía se preocupó mucho por usted.

    —Siempre he sido un agradecido de Lucía —repliqué—. En cuanto al altiplano, a mí también me seduce, pero no para vivir tanto tiempo. Además, hubo otros lugares que habría preferido no conocer.

    —Pero conoció el altiplano y mi hija Lucía estuvo muy pendiente. Esas fueron como unas vacaciones... Ella también se preocupó por usted en otras oportunidades. —reiteró. 

    El diálogo era bastante suelto, sin que existiera en ninguno de los dos alguna animadversión. En todo caso, yo prefería no continuarlo. En ese momento, Pinochet puso término a la reunión: se acercó a Gonzalo García y lo saludó con mucho afecto, agradeciéndole sus excelentes servicios y desvelos y deseándole éxito en su futuro.

    Luego, dirigiéndose a Carlos Cáceres y a mí dijo:

    —Hace varios días que firmé su decreto de nombramiento. Venga mañana a mediodía, como subsecretario del Interior, para conversar algunas cosas. Mi edecán se lo confirmará.

    Cáceres permaneció en la sala y García y yo bajamos a su oficina.

    Fue una larga reunión y, tal como supuso Enrique Krauss, de mucha formalidad. Revisamos una primera carpeta que contenía las atribuciones y obligaciones que debía encarar —porque el primer jefe y responsable del servicio es el Subsecretario—, las divisiones y secciones que lo componían y las direcciones de organismos nacionales relacionados con el Ministerio, como el Servicio Electoral y la Onemi, por ejemplo.

    La segunda carpeta contenía el nombre y la función de cada funcionario de la planta, incluidos su jefe de Gabinete, personal de secretaría y de prensa. La tercera carpeta era muy exigua: incluía una lista de los archivadores que adornaban el bonito mueble de buena madera apostado tras su escritorio: intendencias, gobernaciones, organigrama con departamentos y secciones del Ministerio, organigrama del Gobierno, Comisión Narcotráfico, seguridad, inventarios y otros.

    Un año después pude constatar que en el rubro Inventario Gonzalo García había omitido los micrófonos que estaban instalados en la oficina del Presidente, del ministro del Interior y en la suya propia, que yo ocuparía. ¿Sabría o no de su existencia? Siempre creí que no, y más aún por lo que ocurriría más adelante con otros micrófonos descubiertos luego de la primera revisión que efectuaron peritos de la inteligencia española, cuyo único costo para nosotros fue que se llevaran como trofeo los micrófonos que encontraran, que luego de revisados me dijeron que eran los que habitualmente usaba la CIA.

    Los dos últimos archivadores —Comisión Narcotráfico y Seguridad— estaban absolutamente vacíos. Pregunté por los antecedentes que allí debían figurar y Gonzalo respondió que pertenecían al pasado y que no tuviera duda de que en un mes los llenaría con informes al día. No daba pie para discutir: sabía que no me entregaría ningún antecedente reservado o clasificado. Y así fue. Las informaciones debía obtenerlas yo de las policías, requerimientos que en los primeros meses de gobierno tendrían respuestas bastante parecidas a la nada. Y así me vi obligado a procurarlas.

    Conversamos largamente, mientras Héctor y Ximena lo hacían con sus pares. Los temas eran muchos y diversos, porque, como se verá en las páginas de este libro, la Subsecretaría del Interior es una especie de caleidoscopio de múltiples piezas y en movimiento permanente: sus figuras de todos colores se confunden entre sí.

    Además de la inexistencia de información clasificada, otro inconveniente era la planta del personal: estaba absolutamente llena, copada, no existía ningún cargo disponible. Yo requería de un jefe de Gabinete, de Prensa y de una secretaria de inmediato. Se lo hice saber y le dije que yo dispondría de los cargos de confianza del Ministerio, de los directores de divisiones, de secciones y jefes de servicio, resolución que tomaría a partir de mañana, día en que asumía. Mi idea era dejar a los funcionarios eficientes que quisieran trabajar con las nuevas políticas, respetando íntegramente sus derechos. Trasladé a otras dependencias a aquellos cuyas oficinas y cargos requería de inmediato: jefe de Gabinete y jefa de Prensa.

    Nos despedimos tarde y nos deseamos éxito.

    Afuera tenían a mi disposición un auto con chofer para mi servicio, como correspondía al cargo: un Chevrolet de aproximadamente siete años. Gonzalo García me explicó que los vehículos modernos que ellos usaban habían sido adquiridos a través de un leasing y no eran propiedad del ministerio. Cuando subí, saludé al chofer asignado, un sargento de Carabineros en retiro. Me dijo su nombre: Manuel Contreras. Disimulé mi sorpresa inicial y solo me reí interiormente: se iban del Gobierno, cosa que no les hacía ninguna gracia, pero al menos lo dejaban aplicando un negro sentido del humor.

    Empecé a echar de menos el vetusto taxi en el que llegamos a La Moneda. Los automóviles que heredábamos no eran precisamente una maravilla: el día 11, cuando íbamos con Christiane, mi señora, al Congreso de Valparaíso para la transmisión del mando, a la altura de Casablanca nuestro vehículo tuvo una falla que nos obligó a continuar el viaje con uno de los escoltas. Antes de quince días me vi en la obligación de cambiar el auto por uno nuevo, pues había sufrido dos fallas más. También debí sustituir el del ministro Krauss por la misma razón. Los Mercedes Benz blindados de la presidencia resultaron propiedad del Ejército y para allá partieron. Tuve que disponer otros ajustes en los garajes y choferes. Al parecer estos percances en la ruta a Valparaíso, donde Pinochet instaló, convenientemente para él, lejos el Ejecutivo del Congreso, son más comunes. En 2018, cuando la presidenta Bachelet viajaba a Valparaíso a rendir su última cuenta al país —en el antiguo e histórico Ford Galaxie convertible—, tuvo un desperfecto y debió seguir hasta el Congreso en un jeep del Ejército.

    Dejé citado al personal de la Secretaría un cuarto para las ocho de la mañana del viernes 9. Igual cosa hicieron Héctor Muñoz y Ximena Gattas con los funcionarios ya notificados por Gonzalo García y por mí que serían reemplazados desde ese momento. De regreso a mi casa, pasé a informar a Enrique Krauss de las gestiones de aquella agitada tarde.

    El día siguiente en la mañana fue muy atareado. A las ocho en punto, en la oficina del ministro del Interior Carlos Cáceres, se realizó el traspaso de mando de la Subsecretaría de Interior y asumí oficialmente el cargo. De allí me dirigí a la que sería mi oficina por nueve años consecutivos, pues al terminar el gobierno de Patricio Aylwin, Eduardo Frei me pidió que lo acompañara en el mismo cargo. Estuve ahí hasta 1999, cuando fui designado embajador en Portugal. Lo curioso es que hasta ese momento fui subsecretario por disposición del mismo decreto firmado en su oportunidad por Pinochet.

    En ese primer día, lo prioritario era confirmar cómo se procedía con las renuncias del gabinete anterior con la Contraloría General de la República y su forma de operar. No podía permitirme ninguna omisión ni error ni que quedara algo pendiente. Debimos preparar los decretos de nombramientos de las nuevas autoridades ministeriales, coordinar la operación de traspaso del mando, la ubicación de los nuevos ministros en el Congreso Nacional y otros menesteres propios de un movimiento de transición inédito en nuestro país.

    Para ayudarme, tomé contacto con Gabriel Valdés, que se suponía sería el próximo presidente del Senado. Su visión y su experiencia me interesaban, así como la colaboración de algunos funcionarios de Protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores. De esta manera tomaría en propiedad las medidas pertinentes para la toma de juramentos en la transmisión del mando, ocasión en que me jugaba la primera actuación pública como subsecretario. En realidad, nadie sabía mucho de estos asuntos, porque hacía veinte años que no sucedía un acontecimiento de estas características.

    A las once en punto de ese viernes llegó a mi flamante oficina un edecán del general Pinochet diciéndome que me esperaba. Estaba adelantado una hora, pero no había problema. Subí de inmediato.

    El edecán me abrió la puerta y entré. Cerró y se fue. El General vestía de uniforme, igual que el día anterior, aun cuando su rostro y su mirada eran diferentes. Ello no impidió que se pusiera de pie y me saludara con un Buenos días, señor subsecretario. Su voz sonó pastosa. Noté algo raro. Respondí: Buenos días, señor presidente. Usé el apelativo de presidente recordando las palabras de don Patricio Aylwin: estaba respetando el acuerdo y la Constitución, la que, pese a las varias modificaciones ya hechas, y nos gustase o no, estaba en vigencia. Por lo demás, él me había llamado señor subsecretario y yo debía retribuir ese tratamiento.

    Estábamos solos. Me invitó a sentarme y se cambió del sofá en que se encontraba cuando ingresé al salón, a un sillón a mi lado. No le muestro las oficinas, me dijo, porque ya vendrá muchas veces. A los pocos minutos me di cuenta de que su cambio respecto del día anterior podía deberse a que estaría con tranquilizantes: su voz, sus movimientos y su mirada así lo indicaban. Yo debía tener el máximo cuidado. Conversamos un poco más de media hora, aunque se trató más bien de un soliloquio: casi únicamente habló él y se refirió a asuntos domésticos del Gobierno, a temas cotidianos, la mayoría intrascendentes.

    Minutos antes de las doce entró rápidamente Carlos Cáceres, quien me miró inquisitivamente. Me pareció que le preocupaba el que yo estuviera ahí sin él. Lo saludé y tomó asiento. Al parecer, también había asumido que la cita del mediodía era a las doce, y se veía preocupado por lo que habría sucedido durante el rato que duró su atraso.

    Estuvimos unos quince minutos más, hasta que el ministro Cáceres advirtió: El Presidente debe estar un poco cansado, vamos a mi oficina. El general Pinochet no agregó nada más. No se levantó de su asiento y quedó sumido, supuse, en sus pensamientos, los que al parecer no eran de particular regocijo. Se veía muy demacrado. No volví a verlo hasta el cambio de mando presidencial en el Salón de Honor del Congreso en Valparaíso. Supe que a los pocos minutos de ese viernes se retiró de La Moneda, imagino que a su casa.

    En su oficina, Carlos Cáceres se notaba preocupado. Le expliqué que en mi encuentro a solas con Pinochet no había sucedido nada especial y que la conversación antes de su llegada era referida a asuntos triviales sin mayor importancia. Me pareció que se tranquilizaba. A continuación, me dijo:

    —Bueno, yo también estaré renunciado y, por lo tanto, tú serás el único funcionario político del país.

    Ya era 10 de marzo. Al día siguiente asumiría don Patricio Aylwin Azócar como presidente de Chile, primer mandatario de la naciente democracia. En ese instante se produciría el gran cambio.

    El día 10 fui a Valparaíso con dos funcionarios de protocolo para inspeccionar el local del Congreso y adoptar las medidas que correspondían. También me reuní en la tarde con Gabriel Valdés y Enrique Krauss, para resolver sobre cuestiones de orden político. Finalmente, mi última reunión de ese agotador día fue con Carabineros e Investigaciones. Podía después estar atareado en otros problemas, pero el de seguridad era una preocupación permanente. Había muchos grupos armados de diferente origen e intenciones que yo debía prever. Era parte de mi responsabilidad minuto a minuto.

    Esa noche me costó conciliar el sueño. Con los ojos abiertos o cerrados pasaban por mi mente las últimas horas, plenas de una especie de preocupación y alegría responsable que no sabría de qué otra forma definir. Hubo mucha mística en los últimos años, la que nos ayudó a enfrentar el miedo, la rabia y la violencia. Fue la época de una epopeya compartida por millones de chilenos, víctimas de la crueldad y la impudicia. Pasaban por mí los recuerdos y las horas, remontándome, al principio lentamente, a épocas pasadas, a los mil días de Allende, al golpe militar y la zafia dictadura, a la radio Balmaceda, el Grupo Límite, la revista Análisis, las detenciones y las relegaciones, la campaña del NO...

    Todo estaba impreso en mi recuerdo y yo quería, inconscientemente, ir más y más atrás para luego avanzar hasta lo que hoy escribo.

    Era como una película que seguía proyectándose y reflejaba un entorno de maravillosos colores. Luego aumentaba su velocidad con sus irisados reflejos y me hacía participar de su juego nocturno que yo sentía y quería atesorar. Se iluminaban las miles de noches de viajes, hacia atrás, hasta llegar al sol del campo y a las luces vírgenes, donde uno nace, el lugar en que se aprende a distinguir la luz de la oscuridad, allá donde me enseñaron las primeras letras, donde conocí los caballos, el río, las alamedas y los sauces.

    Entonces los párpados se cerraron y llegó el sueño, que me llevó a compartir nuevamente la naturaleza y mi niñez, retrocediendo casi un siglo en la historia de mi vida.

    PRIMERA PARTE

    · Mesa Directiva de PDC 1971 mayo 1973

    · Con mi hermana Isabel en una parva de paja del campo

    · Con mi padre en el fundo San Miguel.

    · Con dirigentes alumnos Universidad de Pekín.

    CAPÍTULO 1

     La infancia y los años de libertad

    Si la infancia es el período que nos marca con huellas indelebles hasta nuestra muerte, la mía, vivida en el fundo San Miguel, situado en el Chile profundo junto al camino que sube desde Romeral hacia la cordillera —poco antes de Curicó—, fue determinante en el rumbo de mi existencia y en las capacidades y las acciones que he desarrollado. Aunque entonces, obviamente, no lo sabía. Hoy, a los 82 años, cuando me acerco hacia el insondable e inevitable final, tengo esa certeza: soy quien soy —alguien que se define como humanista— entre otras razones porque cuando niño disfruté de un inigualable entorno de libertad en el campo.

    Aquellos años lejanos me infundieron una enorme confianza en mis medios; me concedieron la sensación de que podía gobernar las circunstancias y no estas a mí, así como la facultad de reconocer rápidamente las cualidades y defectos de los demás. Igualmente, ese periodo clave de mi vida me entregó valores, fortaleza física, resiliencia y, sobre todo, un apego entrañable al libre albedrío, el que muchos años después me llevaría a oponerme frontalmente a la dictadura de Pinochet desde el mismo día del golpe de Estado.

    ¿Cómo no amar la libertad si, siendo niño, al despertar, desde la ventana de mi pieza veía el imponente macizo cordillerano, oía el roce de las hojas de los cerezos mecidos por el viento, el cloquear de las gallinas, los relinchos de los caballos, el mugir de las vacas cuando eran arreadas al establo, los ladridos de los perros y el rumor del martillo en la herrería? Al amanecer, desde lejos me llegaban los efluvios que mezclaban el aroma de las tortillas y el pan amasado mañanero, con el de las cenizas de la cocina a leña, el vaho del estiércol del ganado y la fragancia de la ilimitada tierra húmeda y fértil que se podía desgranar con las manos como si fuera arena.

    Muchas de esas mañanas, sin siquiera beber un sorbo de la leche recién ordeñada, aromática y tibia que siempre estaba preparada desde muy temprano en la lechería contigua a nuestra casa, corría de inmediato en busca de El Mosquito, mi primer caballo, de color blanco. Cuando yo todavía era muy pequeño, en las madrugadas un encargado lo ensillaba con sus aperos y lo dejaba listo para salir a galopar.

    En aquellos años lejanos yo vivía en lo que entonces percibía como un vasto universo, y que en cierto sentido lo era, aunque hoy advierto que se trataba de un área geográficamente bastante estrecha: el entorno de Curicó, el epicentro más huaso del país —junto con Colchagua—, un lugar donde los adultos, salvo los más pobres, tenían sus mantas, espuelas, chupallas y animales. El campo fue para mí algo muy especial, quizá porque no conocía otra realidad, como el ciego de nacimiento es incapaz de imaginarse la luz. Mi inmenso mundo infantil estaba compuesto por el fundo familiar y las tierras cercanas. Prácticamente no cruzaba más allá de esas fronteras, salvo para acudir ocasionalmente a ver el rodeo a Romeral, a alguna consulta médica o ir de compras a Curicó.

    El fundo San Miguel —distante a no más de doscientos kilómetros de Santiago— pertenecía a mi abuela paterna y era administrado por mi padre desde comienzos de la década de los treinta. Estaba ubicado junto al camino que trepa desde el pueblo de Romeral hacia el este, en dirección a Los Queñes y El Planchón. Era pequeño para los cánones de esa época, tenía solo cerca de 220 hectáreas, mientras que varios fundos vecinos alcanzaban las 1.500. Aproximadamente 190 hectáreas eran de riego y unas treinta de secano, que solo eran regadas por las lluvias. Esa zona era conocida como Isla del Río. Ahí crecían espinos y litres que se extendían entre la ribera sur del río Teno y hasta el camino que sube desde Romeral hacia la cordillera de Los Andes. Abundaban las liebres, los conejos y las perdices que junto a mis primos acostumbraba a cazar.

    Montando un caballo, a Romeral se tardaba casi dos horas en llegar. En ese entonces la distancia por el camino era de catorce kilómetros y no de siete, como hoy, ya que al pavimentarlo trazaron la recta evitando sus antiguas curvas y recovecos. Aunque Curicó estaba solo a 21 kilómetros en dirección al sur desde la carretera Panamericana, llegar hasta esa ciudad era toda una aventura: un desvencijado autobús llamado góndola transitaba lentamente por ásperos caminos de ripio, polvorientos en verano y convertidos en lodazales en invierno, para arribar más de tres horas después a su destino. Durante el viaje se detenía en innumerables y pequeñas estaciones. En el techo, los pasajeros instalaban cestas, jaulas con gallinas, mercaderías y maletas.

    Hacia el norte, el límite del fundo eran las aguas del río Teno, que rugía con los deshielos en verano y en invierno ofrecía un respetable caudal, lejos del riachuelo en que hoy está transformado. Para viajar más lejos, el principal transporte eran los trenes de Ferrocarriles del Estado.

    Si hago estos y otros recuerdos en este capítulo es para rescatar un mundo que desaparece, o que desapareció por completo, y que en su momento constituía la esencia de un Chile rural y campesino que en aquella época era nuestra principal huella de identidad como nación.

    Primer hogar: las Casas de San Miguel

    Nací el 5 de febrero de 1936 en la casa de mi abuela paterna situada en calle Compañía, casi esquina con la Plaza Brasil, en la zona poniente de Santiago. Fue un parto natural. Un médico y una matrona asistieron a mi madre, Constanza Baraona Ortúzar. Fui el segundo hijo de cuatro que ella tuvo con Belisario Velasco Moreno, mi padre. A los pocos meses me trasladaron hasta el fundo San Miguel, donde ellos vivían. En ese entonces se hablaba de cuadras, y no de hectáreas, para dimensionar los terrenos. La periferia del fundo estaba señalada por filas interminables de álamos mecidos por el viento de las tardes veraniegas, por zarzamoras, esteros y acequias, y en algunas zonas por cercos alambrados.

    El fundo tenía una lechería mediana para la producción de quesos. Estaba apotrerado, esto es, dividido en numerosos potreros que se usaban alternativamente mientras crecía el pasto para el ganado. Las tierras restantes se destinaban a la siembra de trigo, maravilla, papas, maíz y hortalizas.

    Nuestro hogar era conocido como las Casas de San Miguel, pero en realidad era una sola, de un piso, y ni siquiera muy grande, al menos como se entiende hoy una vivienda campestre de gran tamaño, aun cuando tenía salas y bodegas agregadas. Probablemente por la escala de mi estatura infantil, el lugar me parecía enorme. Era de un estilo colonial español, con tejas y amplios corredores enmarcados en muros blancos y ventanas con postigos. Había un salón que se abría únicamente cuando llegaban visitas de importancia y al cual los niños no teníamos acceso. Estaba amoblado con sillones altos y mesitas de madera antigua. El comedor sí era destacable, casi de lujo, con una gran mesa donde cabían cómodamente veinte comensales. Su tamaño reflejaba que la actividad familiar más importante era almorzar juntos, aunque los menores, los primos, en el verano lo hacíamos afuera, en un corredor aledaño.

    Con mis doce primos hermanos pasamos los veranos de nuestra niñez y parte de la juventud en ese fundo, aunque nosotros, los Velasco Baraona, vivíamos todo el año ahí. Hoy, Las Casas están transformadas en un packing y el fundo está plantado de cerezos y frutales, producto de la reversión del proceso de Reforma Agraria durante la dictadura, cuando la agricultura pasó a ser un negocio para los nuevos dueños de la tierra y para el país.

    Junto a la casa había una pieza muy amplia llamada La Llavería —donde, lógicamente, se guardaban la innumerable cantidad de llaves, de todos tipos y tamaños, propias de un lugar como ese y todo tipo de artefactos— y pocos metros más afuera dos bodegas grandes: el cuarto de las monturas y aperos, y otra donde se almacenaban las herramientas de trabajo de los inquilinos. Quizá la existencia de tantos espacios construidos haya provocado la nominación de Las Casas, aun cuando en la mayoría de los fundos y haciendas se le llamaba de esta manera al lugar donde vivía el patrón y su familia.

    Unos pocos metros más allá estaba la herrería y después el espacio techado donde permanecían los caballos mientras almorzábamos. En el acceso estaba el patio al que habitualmente llegábamos a todo galope, de regreso desde las pozas del río Teno o de otro paseo. Era frecuente que, al entrar, alguno de nosotros siguiera de largo y aterrizara en la acequia que bordeaba el camino, y el caballo volviera sin jinete al área de desensille. Pero nadie se preocupaba mucho por estos tropiezos. Más que desaprensión o indiferencia de los adultos —como podría ser hoy interpretado—, sucedía que ese modo de vida y los riesgos que acarreaba eran distintos. Caerse de un caballo era parte del aprendizaje cotidiano. No existía la cultura de la preocupación obsesiva y, en cierto modo, de miedo y sobreprotección que hoy prevalece. Los caballos que montábamos, al atardecer eran llevados a algún potrero a pastar y descansar.

    En una bodega detrás del parrón estaba nuestro orgullo familiar: uno de los pocos automóviles de la zona, un Ford de 1934 que mi padre usaba solo en ocasiones extraordinarias. Entre Las Casas y el camino se prolongaba un jardín que yo encontraba enorme. Visto muchos años después me di cuenta de que era bastante pequeño, aunque cumplía el objetivo de descansar la vista y separar de la calle pública la intimidad de la casa. Era el espacio adecuado para que los mayores se sentaran por las tardes en los bancos de sus corredores o a tomar el aperitivo del mediodía.

    Junto a Las Casas de San Miguel había una extensión de tres hectáreas donde se plantaban todo tipo de hortalizas, entre ellas cebollas, papas, porotos, choclos, tomates, lechugas, alcachofas, zanahorias, zapallos y una variedad de árboles frutales que permitían alimentar a los más de veinte comensales que concurrían todos los veranos.

    El fundo y la vida cotidiana

    Como conté, el trabajo de mi padre era administrar el fundo; es decir, llevar adelante su correcto funcionamiento y producción, tanto lechera como agrícola, de tal manera que rindiera los frutos suficientes que ingresaran a las arcas familiares. A su cargo estaba toda la cadena productiva de un terreno de esta naturaleza: preparación de los cultivos, siembra, mantención de lo plantado, cosecha, ensacado y comercialización. Los artículos fundamentales que se vendían en los remates en Curicó eran el trigo a los molinos, y la maravilla. Además, en el fundo se elaboraban unos quesos de buena calidad que eran colocados en el mercado curicano.

    Lo más probable es que mi padre no tuviera un sueldo formal por su labor, sino que él tomaba los productos necesarios para la mantención familiar y se asignaba una pequeña cantidad de dinero para comprar ropa, medicamentos y otros artículos que se adquirían principalmente en los esporádicos viajes a Curicó. Por lo demás, y a diferencia de hoy, la oferta de este tipo de productos, y mucho más en provincia, era escasa. Recuerdo que, al igual que tantas otras familias, las ropas se heredaban desde el hijo mayor al menor.

    En aquellos años, los fundos eran inmensos, verdaderas haciendas. Sin embargo, sus dueños no trabajaban la totalidad, ya que aún no había llegado la modernidad y la tecnología al sistema de producción agrícola. Sus familias vivían austeramente, casi espartanos. Pero morían ricos, porque la plusvalía del terreno era enorme.

    En San Miguel operaba el mismo sistema utilizado en terrenos de parecidas características en Chile, y que hoy consideraríamos de naturaleza casi feudal. Consistía en que unas diez o doce familias de trabajadores vivían en casas en distintos puntos del terreno, sin pagar por ocuparlas. Además, se les entregaba media hectárea para la plantación de frutas y verduras del consumo familiar. Su obligación era que al menos un miembro de ella trabajara en el fundo, recibiendo una paga que, por cierto, no era muy elevada. Estas personas eran los llamados inquilinos. En total, en San Miguel vivía, aproximadamente, medio centenar de campesinos, incluyendo sus familias.

    En nuestras tierras el trato con los inquilinos era muy igualitario y ecuánime, pero constituía una excepción, en medio de una realidad generalizada de injusticia. En aquellos años, la modalidad habitual en el campo era de una verdadera servidumbre al estilo medioeval. Es una situación que olvidan o ignoran quienes han criticado la Reforma Agraria por sus episodios de deficiencia, desorganización, violencia y revanchismo. Sin duda que ellos existieron, como muchos otros errores de los gobiernos de entonces. Sin embargo, se debe reconocer que ese proceso devolvió a los campesinos la dignidad, a través de iniciativas como la sindicalización, la promoción popular, los centros de madres y otras que posibilitaron la modernización del campo chileno, así como el surgimiento del capitalismo exportador en el agro.

    Un personaje sobresaliente en esta antigua modalidad de trabajo era el llavero: una persona de confianza del patrón, quien tenía a su cargo las llaves de las distintas dependencias del fundo, de las bodegas donde se guardaban las herramientas y todo tipo de artefactos, de las oficinas y los portones.

    La vida cotidiana en el campo comenzaba a las siete y media de la mañana, cuando llegaban los trabajadores hasta el acceso de entrada de la casa. Esa hora se llamaba la destiná: el momento en que se asignaban las tareas del día para cada uno y se les entregaba una galleta, que en realidad era una gruesa tortilla de pan para acompañar la colación del día. Habitualmente este ritual lo hacía mi padre acompañado del llavero y el capataz.

    Las raíces familiares

    Esas tierras en que se asentaron tenían un origen antiguo, que se remontaba hasta el siglo XVIII. Ello puede entenderse al conocer el tronco de la familia Velasco, que tiene numerosas ramas y que proviene básicamente de la zona central de España, de Castilla la Vieja y sus alrededores.

    En 1737 fue nombrado gobernador de Chile don José Antonio Manso de Velasco, cuando Chile era una Capitanía General dependiente del entonces Virreinato del Perú, designaciones que ocupó hasta 1744. Junto con él llegaron varios parientes suyos que lo quisieron acompañar en esta misión a un lugar tan remoto. Esos parientes vinieron bien provistos de recursos, incursionaron en la agricultura y se incorporaron rápidamente a la sociedad chilena. Cuando el Gobernador dejó su cargo para irse a Cuba de regreso a España, sus familiares se quedaron aquí, perfectamente insertos en el mundo chileno.

    Los Velasco se afincaron en tierras agrícolas, ubicadas entre Curicó y Chillán. Al parecer, durante el proceso de Independencia simpatizaron con los realistas, pero ya a fines del siglo XIX y comienzos del XX sus nietos y bisnietos eran liberales y demócratas.

    Mi abuelo paterno, Belisario Velasco y Velasco —quien falleció de un infarto antes de que yo lo conociera— estaba casado con Virginia Moreno Bisquertt. Era un hombre alto, de ojos verdes y muy apuesto, según me contaron mis padres. En las fotografías familiares se le aprecia con el característico aspecto que tenían los caballeros a principios del siglo XX. Como fenómeno común entre las familias antiguas, mi abuelo y sus tres hermanos se casaron con tres mujeres que a su vez eran hermanas, convirtiéndose así en un amplio clan, muy fuerte y unido.

    A la viuda de mi abuelo Belisario, la llamábamos cariñosamente Memé Virginia. Ella vivía con nosotros en el fundo San Miguel todo el periodo de vacaciones y era la encargada de la administración doméstica y de cautelar que se respetaran los derechos de los menores. Diariamente disponía qué comer y a qué hora. Nos llamaba con un grito que esperábamos con ansias: ¡Está listo el almuerzo!. Las variaciones culinarias eran escasas: cada día nos servían cazuela, un segundo plato que casi siempre incluía algún tipo de carne, y un tercero en las ocasiones especiales. Siempre había agua y vino en la mesa —entonces no existían los refrescos ni gaseosas—, postre y café o algo parecido como el café de higo.

    La Memé no se complicaba con platos demasiado complejos. Le colaboraba una buena cocinera con dos ayudantes más jóvenes que también servían la mesa. En verano, cada familia tenía su asistente para hacer los dormitorios, lavar y planchar la ropa. Sin contar dos jardineros permanentes, había diez personas de servicio que vivían en Las Casas. La Memé tenía las llaves de la despensa y a veces, cuando estábamos muy hambrientos antes de comer, se las sacábamos sin que se percatara y nos íbamos a saciar a escondidas. Ella lo sabía, pero no nos reprendía. Nadie, ni siquiera sus hijas y menos mi madre le discutía a la abuela su liderazgo en la familia y la propiedad del fundo después de quedar viuda.

    Por el lado materno, mi abuelo Luis Baraona Fornés, el mayor de los hermanos, fue presidente del Partido Conservador y de 1926 a 1930 diputado por Caupolicán, San Vicente y San Fernando. Era un hacendado acaudalado. Esa rama de los Baraona estaba afincada en Colchagua, donde poseía varios fundos-haciendas. El de mi abuelo estaba en Pichilemu y se llamaba Alto Colorado. Los conocí muchos años despúes. Era muy bello y con extensos kilómetros de hermosas playas, pero lo perdió completamente después de invertir desastrosamente en la minería.

    Mi abuelo Luis realizó una acción impensada y altamente censurable para cualquier época: abandonó a mi abuela Constanza Ortúzar Fornés por otra mujer, dejándola sola con la enorme tarea de criar y educar a once hijos. En esos años le había ido sistemáticamente mal en los negocios y ya estaba en bancarrota cuando partió a Lima junto a una bella peruana hija de alemanes. Él no hizo aquello que podía resultar quizá habitual en esa época: mantener un hogar y una amante de forma paralela. Simplemente huyó, abandonando su hacienda con cientos de cabezas de ganado. Mi abuela Constanza esperó infructuosamente el regreso de su marido, pero ello nunca ocurrió. Con el tiempo, sus esperanzas de rehacer el matrimonio se marchitaron.

    Varias veces le pregunté a mi madre sobre esta historia de mi abuelo Luis y siempre me respondía lo mismo: No me haga sufrir, hijo. Y no le lograba sacar palabra. Ella, que era la mayor, tenía solo 16 años cuando su padre se fue y desde ese momento debió apoyar a su madre y asumir tareas más propias de la adultez que de la adolescencia. Aunque mi abuela tenía algunas tierras cerca de Rancagua, de donde provenía su familia, y que le permitían sostenerse económicamente con dificultades, fue igualmente muy duro superar la ausencia de su marido.

    Quizá porque mi madre quería dejar atrás esos difíciles años, cuando ya estaba instalada en el fundo San Miguel le gustaba leer historias románticas para acceder a argumentos que tuvieran un final feliz. Sus favoritos eran el autor alicantino Rafael Pérez y Pérez, que escribió más de 160 novelas rosas, un autor best seller de esa época del que muy pocos se acuerdan hoy y la también famosa escritora de ese estilo Corín Tellado. No obstante, también le gustaba la historia y mantenerse al día en materias políticas nacionales e internacionales. Ella era profundamente católica, de rezo diario. Sin embargo, íbamos muy poco a misa porque no había capilla en el fundo. A veces, un sacerdote iba al fundo de los Lazcano, el Huaico Tres, que quedaba en frente de San Miguel, para hacer una misa. Ahí llegábamos casi todos los que vivíamos en las cercanías, pero en cuanto terminaba el oficio religioso nuestra familia debía marcharse rápidamente porque estaba enemistada con los dueños de ese lugar. Mi madre me enseñó de memoria todas las oraciones y cánticos del Mes de María, que todavía recuerdo y puedo repetir de punta a cabo. Mi padre, en cambio, era un creyente sencillo, muy poco enfático en lo relativo al catolicismo.

    Cuando mi madre tenía diecisiete años fue de visita a la casa de sus primos Vergara Ortúzar y ahí conoció a quien sería mi padre, Belisario Velasco Moreno. Él tenía 23 años en ese momento. Era políticamente liberal, algo poco frecuente entre los agricultores, que eran preferentemente conservadores. Probablemente quien influyó en sus inclinaciones ideológicas fue la familia Alessandri. Doña Rosa Ester Rodríguez Velasco, que fue esposa del dos veces presidente de la República, Arturo Alessandri Palma (1920-1925 y 1932-1936), se crió en la casa de mi abuelo paterno cuando era niña; es decir, tenía una fuerte relación con mi padre. Y si bien don Arturo era bastante mayor, igualmente existió contacto en medio de los avatares de las primeras décadas del siglo pasado. Incluso después, varias personas le propusieron en distintas oportunidades que fuera candidato a diputado o a alcalde por Romeral, pero a él nunca le gustó tanto la política como para llegar a postularse a un cargo público. Prefería estar en el campo, donde se sentía más cómodo y se desempeñaba con más propiedad.

    Se levantaba muy temprano para organizar el trabajo en la destiná, juntarse con los inquilinos y después, junto al capataz, supervisar recorriendo el fundo a caballo que las cosas marcharan bien. Todo el día permanecía trabajando en terreno. No lo culpo, pero creo que en la infancia me hizo falta una mayor presencia de la figura paterna. Incluso, entre mis doce y quince años, él vivió en el campo y nosotros, sus hijos, en Santiago. Como mi madre pasaba mucho tiempo acompañándolo, con mis hermanos nos criamos muy autónomos desde la adolescencia.

    Fui bautizado con tres nombres en homenaje a mis antepasados: Luis Antonio Belisario, aunque es el tercero el que he usado siempre, ya que así me llamaron desde niño, quizá porque veían en mí a un continuador de mi padre. En mi adolescencia mi nombre no me gustaba nada: lo encontraba extraño, curioso, inusual, y es que efectivamente lo era (excepto en la zona cordillerana de Curicó, donde hay varios). A pesar de que en mi juventud iba poco a fiestas, cuando lo hacía y sacaba a bailar a una joven, ella inexorablemente me preguntaba mi nombre.

    —Belisario —respondía yo.

    —¿Beli cuánto? —me volvía a interrogar.

    —Belisario.

    —Ya.

    Sin embargo, después de los dieciocho años cambié de criterio y decidí que mi nombre sería una especie de marca, un sello de identidad que nunca modificaría. Además de recordar a mis antepasados, casi nadie olvida a alguien que se llama Belisario.

    Mis padres tuvieron cuatro hijos. Hasta hoy hemos sido cercanos, aunque cada uno ha tomado distintos rumbos en la vida. Tres hemos sobrevivido hasta el momento en que escribo estas páginas. Las relaciones con nuestros padres fueron buenas, aun cuando mi padre tenía claras preferencias por mi hermana mayor, María Isabel, lo que quizá se debió a que era la primera hija y la única mujer de cuatro. En cambio, mis hermanos dicen que mi madre me prefería a mí y que siempre me defendía cuando era acusado de algo: Él es un santo, no puede ser cierto lo que dicen, justificaba. Lógicamente se equivocaba. Su preferencia venía del hecho de que fui el primer varón. Pero estas afinidades, que siempre ocurren en todas las familias, en nosotros no tuvieron mayor importancia. No recuerdo conflictos por este motivo ni celos con algún hermano.

    Éramos una familia cariñosa y unida, aunque las circunstancias forzaban a que no estuviéramos juntos mucho tiempo durante el año. Mi padre debía trabajar en el campo durante las cosechas —de febrero a abril—, después dedicarse a preparar la tierra en junio y julio para, finalmente, sembrar entre agosto, septiembre y octubre, todo dependiendo de las lluvias y el clima.

    María Isabel (Mayía, como la llamamos), mi hermana, un año mayor, hoy viuda y sin hijos, se dedicó a las letras y ha publicado seis libros de poesía, dos novelas, un libro de cuentos y un ensayo autobiográfico. En su momento, la periodista Gloria Urgelles la calificó de poetisa trágica en el suplemento femenino de El Mercurio. Fue la primera mujer presidenta de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1993. Entre sus mentores estuvo la escritora María Luisa Bombal, autora de las novelas La última niebla y La amortajada.

    Me siento muy cercano a ella, probablemente porque en mi juventud también escribí poemas, algunos de los cuales todavía conservo, y también porque a ambos nos gusta mucho el campo, que compartimos cotidianamente en nuestra infancia. En 1975, María Isabel confesó esto en un revelador perfil suyo: Todo lo tomo a lo trágico, no puedo superarme, no tengo remedio. El poema es un gran amigo a quien puedo contar —sin detenerme a imaginar— todo mi sentir, angustias y soledades. Quizá por eso siempre me ha impresionado la profunda desolación que expresa en su poema Cardos: Muerte/ te espero en mi casa / porque vivo sola. / Te convido a mi mesa / porque como sola. / Te alojo en mi cama / porque duermo sola.

    Me seguía Ismael, dos años menor, mi compinche y ayudante en la infancia —aunque se habría enojado si hubiera sabido que hablaría de él en estas memorias—, compañero de tantas travesuras típicas de dos hermanos que disfrutan de libertad en el campo. Falleció víctima de un infarto al corazón una noche de septiembre de 2016, mientras yo empezaba a escribir estas páginas. Ismael me acompañaba en todas las iniciativas, sin vacilar, como un camarada y amigo fraternal. De los cuatro hermanos era el más parecido a mi abuelo Belisario, por su porte y sus grandes ojos verdes. Cuando niño decía que tenía "ojitos de bristal". Lo apodábamos El Mono, porque se subía hasta las ramas más delgadas de los árboles sin caerse, bajando después cuando se doblaban por su peso. Era un gran jinete, muy bueno para los puñetazos, arriesgado y corajudo. Compartíamos la habitación en el fundo San Miguel. Más tarde siguió la carrera bancaria y después se dedicó al corretaje de propiedades. Se casó con Angélica Luco Morandé y tuvieron dos hijos y cinco nietos.

    El menor de los cuatro es Patricio. Hasta hoy, cuando los Velasco nos reunimos, recordamos su portentosa capacidad para memorizar durante la niñez, a la que después sacó partido en sus estudios en la universidad. Es de esas historias que, aunque se repitan, deleitan una y otra vez las sobremesas. No superaba los tres años cuando fue entrevistado por un diario y dos radios de Antofagasta —donde vivimos unos siete meses— en carácter de niño prodigio, por su excepcional capacidad para saber de memoria las capitales de los países que participaron en la Segunda Guerra Mundial, incluidas algunas poco conocidas en Chile, como Riga. Patricio fue memorizando estos nombres a medida que escuchaba relatos sobre la guerra. Se le quedaba grabado todo lo que oía. Con esas capacidades, como es obvio, estudió la carrera de Leyes, en la que se recibió con honores. Hasta hoy sigue trabajando como abogado. Su esposa es Patricia León Walker, quien aportó al matrimonio su aura de distinción, encanto natural y dos estupendas hijas de su primer matrimonio, que para Patricio son como propias.

    Cuando yo tenía 28 años, en 1964, mi padre falleció de un infarto cardiaco, poco después de que Eduardo Frei Montalva fuera elegido presidente de la República, por quien votó, al igual que mi madre, ambos un poco convencidos por mí. (Influí directamente en que casi toda mi familia se inclinara hacia posiciones democratacristianas, salvo mi hermano Patricio, que resultó más proclive desde joven hacia la centroderecha). Al momento de su muerte, a los 57 años, mi padre administraba un fundo en Santa Cruz. Había atravesado una etapa laboral difícil desde su quiebra en 1952, después de la cual estuvo a cargo de una hacienda en Colchagua perteneciente a Borja García Huidobro. Una tarde sintió un dolor que creyó era solo de estómago, fue a comprar un remedio en una farmacia céntrica de Santa Cruz y al llegar ahí sufrió un infarto y cayó muerto en forma instantánea.

    Lo sepultamos en Santiago, en el Cementerio Católico, y años después lo trasladamos al Parque del Recuerdo a una tumba familiar, junto a mi madre, que falleció mucho después, en 2006, cuando tenía 94 años. Hasta el final de sus días, ella tuvo su mente lúcida: cada mañana leía detenidamente las secciones políticas de El Mercurio y La Tercera. Durante casi toda su vida estuvo muy vinculada familiarmente a personas interesadas en la política. Durante su vejez la iba a ver una vez a la semana para conversar de lo que sucedía en Chile y el mundo. Su fuerte presencia en mi vida hará que reaparezca nuevamente en estas páginas.

    Veranos, castigos y caballos

    Para quien ha residido siempre en la ciudad, la vida campesina le puede parecer rutinaria, carente de contenidos y de profundidad, hasta opaca y gris, marcada por el clima y la disponibilidad de agua y de tierras fértiles: una especie de limbo donde no ocurren muchos acontecimientos memorables. Pero no es así, al menos cuando uno se interesa. Allí no hay un día igual al otro, nunca falta la comida, incluso si alguien es pobre. Además, siempre ocurren sucesos inesperados y, como hay mucho menos densidad de población, las relaciones se focalizan en pocas personas y normalmente adquieren mayor intensidad. Ahí se utiliza una comunicación directa y franca, incluso ruda, si se quiere, aunque sin tantos dobleces, engaños ni melindres como es frecuente en las ciudades. Al menos así ocurría durante mi niñez y adolescencia.

    Lo primero que aprendí junto con hablar y caminar fue a montar a caballo y a pelear a puñetazos con los hijos del llavero, quienes iban diariamente a Las Casas de San Miguel. El primero, Carlucho, como lo llamaban, era dos años mayor que yo y el segundo, Sergio, un año menor. Nos pegábamos combos con rudeza, tratando de imponernos al otro. No existía enojo en esos pugilatos: nunca quedábamos con ánimo de venganza, sino más amigos que antes. Aunque hoy parezca una práctica bárbara, era una manera de aprender a defenderse. A veces yo los acompañaba hasta su casa: los tres nos íbamos caminando, porque quedaba solo a trescientos metros. Su madre me servía pan amasado con un té de mate caliente —la infusión más popular en esa época— y nos ponía cáscaras de papa en los moretones que nos habíamos causado mutuamente. Ella sabía que eran juegos duros y enérgicos, pero juegos, al fin y al cabo.

    A veces, con Carlucho veíamos a alguien pasar por el camino y lo desafiábamos a pelear, aunque no lo conociéramos. Más de una vez nos aceptaron el reto. Y como siempre ocurre, a veces ganábamos y otras veces perdíamos. Con ellos aprendí a jugar a las bolitas y hacer hondas usando la madera más firme de un robledal cercano para arrojar piedras a lo que volara o tuviera cuatro patas. A menudo nos acompañaba mi hermana. En varias oportunidades ella quiso participar en las peleas, pero no la dejábamos.

    Capturábamos todo tipo de aves con un harnero que se usa para separar el grano de la maleza y cernir la tierra. Lo colocábamos en diagonal sobre el suelo, sostenido en ese ángulo con un palo de unos treinta centímetros. En el suelo del jardín, bajo el

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