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La patria insospechada. Episodios ignorados de la historia de Chile
La patria insospechada. Episodios ignorados de la historia de Chile
La patria insospechada. Episodios ignorados de la historia de Chile
Libro electrónico210 páginas4 horas

La patria insospechada. Episodios ignorados de la historia de Chile

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La historia de un país se torna sorprendente cuando hallamos en sus páginas aquellos episodios que la rutina historiográfica suele dejar de lado, olvidar o desconocer. Son hechos que podrían ser considerados de tono menor pero que, sin embargo, al revelarse, adquieren una vitalidad tan distinta a la de la historia acartonada que aprendemos habitualmente. En la de este libro convergen los datos desconocidos, los entresijos desde donde se puede observar y saborear alguna intriga o la escaramuza de una batalla en la que nadie se fijó aunque resultara decisiva. Entramos en la historia patria, pero de una manera exquisitamente indisciplinada, entretenidísima. Una historia cuyos escenarios son tan variados como señeros son muchos de sus protagonistas; incluso algunos héroes muy conocidos, que aquí se despojan de su habitual rigidez sin que Rodrigo Lara deba recurrir a la ficción. Simplemente él descubre y nos cuenta. Ha encontrado el tono coloquial que La patria insospechada precisa: el que no desdeña la oralidad. Así, la voz narrativa que se escucha en cada capítulo consigue el ambiente de intimidad para que nos acerquemos a lo que no sabíamos. Y lo reconozcamos como algo nuestro, y que -aun ignorado- hacía parte de nuestra experiencia colectiva.

ACERCA DEL AUTOR
Rodrigo Lara Serrano es chileno, periodista de la Universidad de Chile, escritor y dibujante. Participó en el taller de novela del escritor José Donoso. Fue uno de los ganadores del Concurso de Cuentos Revista Paula 2014 de Chile con Dos niños fantasmas. Ha publicado Antes de la ventura de Editorial Beatriz Viterbo en Argentina y Diario íntimo del correcaminos de Ediciones B en Chile. Es uno de los editores ejecutivos de la revista América Economía, ediciones Chile e Internacional. Fue corresponsal estable del diario chileno El Mercurio en Argentina por 17 años en las áreas de política, economía y sociedad. Vive actualmente entre Buenos Aires y Santiago de Chile.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 dic 2015
ISBN9789563243925
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    Realmente asombroso! recomiendo leerlo,pasajes ignorados de ciertos personajes de la historia de Chile.

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La patria insospechada. Episodios ignorados de la historia de Chile - Serrano

Rodrigo Lara Serrano

La patria insospechada

Episodios ignorados de la historia de Chile

LARA SERRANO, RODRIGO

La patria insospechada. Episodios ignorados de la historia de Chile/ Rodrigo Lara Serrano

Santiago de Chile: Catalonia, 2017

ISBN: 978-956-324-392-5

ISBN Digital: 978-956-324-419-9

HISTORIA DE CHILE

983 

Arte y fotografía de portada: Carla Mckay

Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M.

Edición de textos: Cristine Molina

Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: noviembre 2015

ISBN: 978-956-324-392-5

ISBN Digital: 978-956-324-419-9

Registro de Propiedad Intelectual N° 260.377 

© Rodrigo Lara, 2017

© Catalonia Ltda., 2017

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl – @catalonialibros

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

La patria insospechada Episodios ignorados de la historia de Chile

Prólogo

Capítulo 1 El abajista: o el patriota que leía novelas

Capítulo 2 Los espías asombrados

Capítulo 3 La extraña historia del carbón, el fuego contra Valparaíso y la pelirroja

Capítulo 4 Al mal tiempo, terror y seducción

Capítulo 5 José Miguel Carrera, el bromista de Nueva York

Capítulo 6 Una burbuja vence a los corsarios

Capítulo 7 Desayunos con carne y chocolate

Capítulo 8 Días de Poetalandia

Capítulo 9 El Apocalipsis de los mariscos terrestres

Capítulo 10 El enigma de las sopaipillas

Capítulo 11 El hombre de la marraqueta maldita

Capítulo 12 El Tío de la Patria

Capítulo 13 Fuegos y trapecio en nuestro Hoyo Negro

Capítulo 14 Hombres pequeños, ideas grandes

Capítulo 15 Los días del Chilean Volunteer

Capítulo 16 Ucronistas entusiastas, urgente: se buscan

Capítulo 17 Las manzanas sísmicas de Darwin

Capítulo 18 El largo hechizo de Felipe II

Capítulo 19 Los brujos que no querían ir a la guerra

Capítulo 20 Los dos alephs de Chile

Capítulo 21 Los Estados Unidos de Buenos Aires y Chile

Capítulo 22 Los más fuertes, los más débiles

Capítulo 23 Patria: se buscan donantes

Capítulo 24 Vacaciones fantásticas

Capítulo 25 Esta, la tierra de los distintos Adanes

Capítulo 26 La revolución de Angata

Bibliografía

Prólogo

Una vez leí que los mapuches usaban un hongo para pescar. ¿Cómo? Lo secaban, molían y lanzaban a los pequeños riachuelos que corren por esos bosques como nubes verdes estacionadas para siempre sobre sus tierras. A poco de hacerlo, aguas abajo, los peces envenenados con aquel polvo misterioso emergían flotando guata para arriba. La toxina del hongo no afectaba a las personas, así que los animales eran perfectamente comestibles. Recuerdo la sensación de asombro frente al dato: aquello era fabuloso. Y también la extrañeza: ¿cómo no se enseñaba en los colegios o, por lo menos, no era un dato, por lo singular, conocido? 

Años después, disfrutando de unas crónicas tan juguetonas como vitales del escritor guatemalteco Augusto Monterroso, apareció una poma lúcida escondida dentro de La Araucana. Una que en el aire por sí se sostenía, con la forma de bola trasparente, donde vi dentro un mundo fabricado tan grande como el nuestro y tan patente como en redondo espejo relevado. Sí, aquella esfera flotante en medio del salón secreto del mago mapuche Fitón compostura es del mundo el gran término abreviado. Versión apenas un poco más modesta del Aleph, de Jorge Luis Borges: si no todo el Universo, al menos todo el planeta —cual desde un satélite de alta definición y múltiples cámaras— resulta accesible desde allí. Tan cierto (y extraño) como esto fue descubrir que Alonso de Ercilla inventó tal aleph como excusa para describir con lujo de detalles la Batalla de Lepanto. Y, peor, que con aquello se dedicó a hacerle promoción a su rey Felipe II de manera tan escandalosa y chupamedias que resultaba evidente que buscaba una recompensa o el aprecio del hombre a quien, de niño, había servido como paje. No lo obtuvo. El monarca lo despreciaba por tímido. Sí lo quiso, en cambio, su amigo Cervantes, quien, en El Quijote, salva del fuego La Araucana. Aunque aquello pudo ser un chiste encubierto: el cura quema las obras que excitan la imaginación y enloquecen.

Como sea, el primer poema occidental escrito en Chile era, y es, un largo recitado de propaganda política monárquica.

¿A qué asombrarse? Luego de cierta edad en la vida uno se da cuenta de que el pasado se encuentra tan abierto como el futuro. No porque los hechos ocurridos puedan ser cambiados, como sí pueden serlo los que nos podrían suceder mañana (aunque menos de lo que creemos), sino porque el tiempo opera al modo de esos detergentes casi perfectos que tanto nos aconsejan adquirir en la televisión: no deja casi nada en pie. Primero, borra las memorias vivas sobre quienes hicieron y dejaron de hacer. Y, más tarde, destruye cartas, actas, libros, filmes y grabaciones de todo tipo (y cuando no puede acabar con ellas las esconde en bibliotecas, archivos y museos que nadie visita). Finalmente, con los cambios mentales que traen las épocas que se suceden, simplemente elimina del campo de lo imaginable la noción misma de que algunas cosas pudieron haber ocurrido. ¿Qué mejor ejemplo de esto es saber que donde hoy se asienta Santiago antes hubo una ciudad inca llamada Mapochó? El descubrimiento reciente resulta tan increíble que la mayor parte de los santiaguinos y chilenos ha preferido volver a olvidarlo vía considerarlo irrelevante, aunque explica por qué Pedro de Valdivia se instaló a orillas del Mapocho y no en el más favorable, fértil y comunicado valle del río Aconcagua (cosa que siempre lamentamos los sufrientes del esmog santiaguino). 

Así, nuestro Santiago no comenzó de cero, sino que desde algo que preferimos convertir en cero. Tales elecciones no son inocentes. Opere a nivel de una familia, de un país o de una civilización, la Sra. Amnesia en realidad suele ser una dama interesada en mejorarle el pelo al pasado. O cortar los que no se consideran acordes al peinado de moda del presente. En nuestro caso, desvaneció de esa manera, tapándolo con su estela, el que los desayunos chilenos alguna vez fueron de mate y chocolate y, en no pocas ocasiones, acompañados de un buen pedazo de carne y un copón de vino (1822); y que antes de ser admiradores demasiado incondicionales de EE.UU. fuimos vistos como un competidor intolerable, lo que llevó a que estuviéramos al borde de una guerra con ellos (1892). También el que José Miguel Carrera fuera un bromista cruel, además de inventor de los golpes de Estado latinoamericanos, y que nuestro proverbial antagonismo con Perú partiese por algo tan patético como no saber qué hacer con un gran préstamo de dinero (y desear que los peruanos fueran los medios pollos en el pago de los intereses). 

¿Por qué no ser mansos y aceptar tales extravíos? ¿Acaso la sanidad mental y el perdón real de ofensas y dolores no dependen muchas veces de ello? Una razón es la curiosidad por conocer algo de todas esas personas que hicieron posible que nosotros estemos aquí. La verdad es que muchas de ellas, de tratarlas de cuerpo presente, nos resultarían verdaderos villanos. De otras, igualmente extrañas —y por tanto inquietantes, si no desagradables—, descubriríamos que intentando ser decentes y justas fueron las constructoras de lo mejor que tenemos; de aquello que nos parece tan natural y obvio (como que vender gente es una canallada, cosa que sabía aquel soldado español honrado que murió de los bastonazos que le dieron por negarse a mentir para justificar el secuestro y venta de una india). Existe otra razón: ver que somos el presente realizado de varios presentes posibles nos entrega la conciencia de que nuestras vidas no son totalmente fútiles, a los chilenos del futuro no les será indiferente lo que hagamos o dejemos de hacer.

Capítulo 1

El abajista: o el patriota que leía novelas

Esperando juicio tras enredarse en un intento de golpe de Estado, el guerrillero más famoso de la historia chilena intuye que la dictadura del Rey será reemplazada por otras nuevas dictaduras que no por cercanas serán menos duras.

Tirado en la cama de su celda, Manuel Rodríguez lee una novela. Hace unos días lo han detenido varios soldados por órdenes directas del hombre que manda en Chile. Ese hombre cree que el lector de novelas es parte de un complot que cocina un golpe de Estado en su contra por ser él lo que todos saben que es: un dictador. Si alguien cree que el dictador en cuestión es uno de pelo rojo y de antepasados irlandeses, se equivoca. Se trata de José Miguel Carrera. Corre enero de 1813 y el sumario —previo al juicio— que se le instruye al futuro guerrillero, a sus dos hermanos y un puñado de personas más, establece que se llegó a la conclusión de que existía conspiración, la que habría consistido en la toma de los tres cuarteles (de Santiago) y la muerte de los Carrera, escribe Ricardo Latcham en Vida de Manuel Rodríguez.

¿Manuel Rodríguez dispuesto a asesinar a José Miguel Carrera? Vamos por partes. Sucede que en ese país que todavía sigue siendo más Reyno que Chile todos andan saltones. El poder del Rey se ha esfumado en el aire. No hay partidos políticos. Ni siquiera hay políticos. Lo que hay son grupos de intereses particulares. Así, los Sarracenos (los hermanos Carrera y compañía) temen y desconfían de los Otomanos (la familia Larraín, también llamados Los Ochocientos). Estos, a su vez, tienen sentimientos ambivalentes frente a los Godos (las familias partidarias acérrimas de la monarquía) y los últimos miran con desprecio a los Rozinos (seguidores del exiliado Juan Martínez de Rozas, un moderado que llegó a ser titular de la primera Junta de Gobierno), los que —a su vez— menean la cabeza al ver cómo la audacia de los hermanos Carrera les ha dado el poder total. Entre todos ellos camina, pero en zancos, el lector de novelas. Su opinión sobre la alta sociedad en la que emergen estos grupos como burbujas es lapidaria: Los chilenos no tienen amor propio ni la delicada decencia de los libres. La envidia, la emulación baja y una soberbia absolutamente vana y vaga son sus únicos valores y virtudes nacionales. Los ve a todos rápidos parar la pluma, pero en proponiéndoles un plan o remedio, en presentándoles un hombre, que lo desea, en publicando el enemigo alguna providencia, o tocándole un ministro de la vigilancia, o del gobierno; tiemblan, le besan los pies, dan la poltrona y no perdonan humillación, ni bajeza. Así, el pueblo medio es infidente y codicioso. De todo quiere sacar lucro pronto, en todo meterse y criticarlo. Pero torpemente con borrachera, con desbarato y ruin utilidad.

¿Qué se puede hacer, entonces, si no leer novelas? El registro del proceso indica que Rodríguez lee La nueva Clarisa, de Jeanne Marie Le Prince de Beaumont. Publicada originalmente en 1767, el abogado patriota se entretiene leyendo la traducción al español hecha 30 años después (1797). Le Prince de Beaumont es una feminista muy adelantada a su tiempo. Francesa, divorciada al segundo año de matrimonio, se muda a Londres para convertirse en escritora. Lo logra, escribiendo unos 70 libros. Hija de su tiempo, es una pechoña convencida, pero defiende con ardor el derecho de las mujeres a la educación y reprueba los abusos y vanidades aristocráticas. 

Está convencida de que la educación puede cambiar cualquier inclinación o naturaleza.

Lo interesante es que su libro es un homenaje y una contestación crítica a un bestseller de aquellos tiempos, Clarissa: o la historia de una mujer joven, en el cual, en más o menos 1.500 páginas, Samuel Richardson hace que la protagonista descubra cómo sus intenciones de hacer el bien y no someterse a los designios (estúpidos) de su familia arribista ni a los (malvados) de un pretendiente juerguero y libertino, fracasan miserablemente y la única opción es la muerte. 

A la escritora francesa este final le parece deprimente. En su novela, entonces, la nueva Clarisa (como su autora en la vida real) logra salirse con la suya, casarse con quien quiere (un hombre activo, bueno y cariñoso) y consigue hasta ¡una suegra utopista! En efecto, la madre de su marido ha creado una especie de comuna agrícola, reorganizando la vida de los trabajadores del campo. Clarisa, inspirada, decide diseñar su propia visión de la sociedad ideal. Luego, intercambia ideas con su propia madre y una amiga, las que, entusiasmadas, comienzan a preparar sus propios planes de reforma social en propiedades y orfanatos.

El mensaje utopista moderado de La nueva Clarisa, según Alessa Johns, experta en la novela, es muy similar al que subyace entre los ecologistas (y empresarios) actuales: piensa globalmente, actúa localmente. Y no solo eso, señala también que no porque las mujeres no tengan derechos políticos en ninguna nación del mundo en ese momento, como arguye la madre de la heroína, no pueden declararse reformadoras de todo. Al contrario: Siento que soy una ciudadana del universo, y todos los seres humanos, estén donde estén, son mis hermanos. Se trata de una idea muy cristiana, pero también antepasada directa del utopismo comunista en que los proletarios, precisamente por su marginación e impotencia, pueden encarnar a la totalidad de la humanidad.

Que Manuel Rodríguez se entretiene leyendo tales debates bienpensantes, es conocido porque una anotación de su puño y letra, en un borde de la novela, se convierte de pronto en una prueba del juicio por el cual está preso. El patriota escribe allí: Negar es el único medio. La acusación dirá que la frase confirma su estrategia de mentir para salvar el pellejo, a contrapelo de lo evidente de su complicidad.

Puede haber ironía en que Rodríguez lea especialmente esa novela que elogia la felicidad conyugal, conocido como es por ser un galán que picaflorea, un enamorado de aires libertinos, más bien como Robert Lovelace, el coprotagonista-villano de la primera Clarissa. Sin embargo, quizá la idea le atrae. La idea del amor exclusivo, pasional, que va contra las normas sociales levanta cada día más olas en Europa. Y es parte de lo que predica otra novela: Julia, o la nueva Eloísa, obra nada menos que de Juan Jacobo Rousseau, uno de los filósofos que ha dado origen al impulso revolucionario en Europa y América. También es una novela epistolar como las dos Clarisa, lo que quiere decir que todos los personajes están escribiéndose entre sí, contándose lo que hacen, y el lector junta las piezas en su cabeza. 

Al comenzar a crearla, Rousseau también ha dicho que lo hace admirando y usando como modelo la novela de Richardson. Aunque la trama es distinta, el mensaje es parecido: la fidelidad a uno mismo vale mucho más que la lealtad a lo que la sociedad nos impone (en el caso de La nueva Eloísa, el amor mutuo cotiza más que las diferencias de clase social). Donde Rousseau va más lejos que Le Prince de Beaumont es al promover el que en la vida hay que actuar con el tejo pasado si de amor se trata: no hacer lo razonable, sino lo auténtico. Para la alta sociedad del Santiago del 1810, que atrasa un siglo y medio, estas ideas de Rousseau equivalen a proponer la sensibilidad punk en un convento de las monjas Claras, pero quizá a Manuel Rodríguez no le suenan mal. Amigo de rotos y campesinos, mirado en menos por su plebeyismo, con bastante certeza es el primer abajista laico de la historia nacional. Primero que nada, le gustan los artesanos. Y mucho. Son la gente de mejor razón y de más esperanzas, dice. Luego, donde sus amigos e iguales ven el orden natural de las cosas (o los destinos merecidos de una maldición racial) él ve una miseria que avergüenza: La última plebe tiene cualidades muy convenientes. Pero anonadada por constitución de su rebajadísima educación y degradada por el sistema general que los agobia con una dependencia feudataria demasiado oprimente, se hace incapaz de todo, si no es mandada con el brillo despótico de una autoridad reconocida. El clamor general de los campos, su pobreza y su desesperación no tienen primeras.

Se sabe que en prisión Rodríguez leyó otro libro más. Y uno de lo más singular: El evangelio del triunfo, o historia de

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