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Crónicas Vedadas: Radiografía de una elite impune
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Crónicas Vedadas: Radiografía de una elite impune
Libro electrónico431 páginas7 horas

Crónicas Vedadas: Radiografía de una elite impune

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Este libro rescata seis velados episodios de la historia de Chile ocurridos entre la primera mitad del siglo diecisiete y los últimos años del siglo veinte.

Seis relatos históricos que transcurren en diferentes épocas y lugares, con protagonistas colectivos e individuales, insertos en momentos políticos y sociales que nada parecen tener que ver el uno con el otro. Sin embargo, un hilo conductor los une a todos: la culpa. Una constante que surge y desaparece, se alza y cae, como secuela de crímenes atroces ejecutados a sangre fría, crueles y despiadados. Sus ejecutores parecieran estar poseídos por la malignidad y la perversión, pero a medida que los vamos conociendo y entramos en sus vidas, se transmutan en seres débiles e indefensos que obedecen órdenes de sus superiores; o en idealistas que cometen crímenes en nombre de Dios, de la libertad, de la fraternidad; o son vengadores colectivos de injusticias y maltratos.

La autora llama a estas crónicas “vedadas” porque, a pesar de corresponder a sucesos reales, no aparecen en los textos de historia. Si lo hacen, están truncados, como si no quisiéramos que hubiesen sucedido y fueran manchas nauseabundas que debiéramos ocultar. Pero forman parte de un pasado. Mujeres y hombres de carne y hueso a quienes por causas complejas e inseguridades, hemos transformado en héroes, santos o bestias, sin que exista claridad sobre dónde comienza lo uno y termina lo otro. Crónicas decidoras que se muestran como una radiografía de una sociedad cuyos privilegios parecieran estar más allá del bien y del mal.

ACERCA DE LA AUTORA:

MÓNICA ECHEVERRÍA YÁÑEZ: Profesora de Castellano, dedicó veintidós años de su vida a la docencia. Esta actividad no le impidió desarrollar su vocación por el teatro. Fue fundadora del Teatro ICTUS, donde participó como actriz y autora en diferentes obras. Se destacó especialmente como directora del departamento de teatro infantil, dándole a este género una novedosa y creativa forma. Las obras más exitosas de su dramaturgia fueron Quiquirico, El círculo encantado, Chumingo y el Pirata de Lata, Guatapique, Zambacanuta. Durante los cuatro años de autoexilio en Cambridge, Inglaterra (1974-1978), fue profesora de literatura y gramática en el Technical School. A su regreso a Chile estuvo a cargo del Centro Cultural Mapocho. De esa época son sus tres ensayos dramatizados sobre Simone de Beauvoir, García Lorca y María Luisa Bombal, y de la obra para adultos In vitro. Es autora de numerosos libros donde se mezclan los géneros histórico, biográfico, testimonial y novelístico. Entre estos destacan: Antihistoria de un luchador (biografía de Clotario Blest); Agonía de una irreverente; Difícil envoltorio; El vuelo de la memoria (coautora); Cara y sello de una dinastía; Krassnoff. Arrastrado por su destino; Yo, Violeta; Insaciables (coautora) y; Háganme callar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jul 2017
ISBN9789563244892
Crónicas Vedadas: Radiografía de una elite impune

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    Crónicas Vedadas - Mónica Echeverría

    feliz

    A nosotros, de soñarlo...

    Al transcurrir los años, la memoria del pasado remoto parece aclararse y el presente se torna confuso e inexplicable. Y nosotros —pobres seres humanos— nos vemos implacablemente sometidos a toda clase de dolores que con el tiempo se tornan más frecuentes y agudos. No me refiero aquí a dolores físicos, propios al hombre o al deterioro de la edad, sino a dolores agudos y misteriosos como tenazas al rojo vivo que traspasan nuestras carnes. Algunos teólogos suelen llamar a estos dolores arrepentimiento y a sus causas, culpas.

    Los seis relatos históricos que presento en estas crónicas transcurren en diferentes épocas y lugares, con protagonistas colectivos e individuales, insertos en momentos políticos y sociales que nada parecen tener que ver el uno con el otro. Sin embargo, un hilo conductor los une a todos. Y a medida que avanzamos en el tiempo vemos cómo la Culpa se alza y cae y vuelve a surgir y a desaparecer. ¡Y qué Culpa! Porque no se trata de esas culpas que el confesor estima veniales y el juez, improcedentes, sino de crímenes atroces ejecutados a plena sangre fría, crueles y despiadados. No obstante, estos personajes, que parecen estar poseídos por el Maligno, a medida que los conocemos pasan a ser débiles e indefensos seres que obedecen órdenes de sus superiores, o idealistas que cometen sus crímenes en nombre de Dios, de la libertad, de la fraternidad, o vengadores colectivos de injusticias y maltratos. No obstante, la memoria remota, de que hablaba al comienzo, estará en todos los casos siempre presente, por muchos honores y poder que hayan adquirido los protagonistas asesinos. Y el remordimiento y la culpa afloran, cuestionan y dañan, tanto al idealista como al servil.

    Estas crónicas las hemos llamado vedadas porque, a pesar de corresponder a sucesos reales que pesan en nuestro acontecer histórico, no aparecen en los textos de historia o, si lo hacen, están truncas, como si no quisiéramos que hubiesen sucedido y fueran manchas malolientes que debiéramos ocultar o nunca nos hubiesen pertenecido. Desgraciadamente, son parte nuestra y nos parece que no analizarlas solo indica falta de madurez.

    A muchos profesores de historia y aun investigadores de renombre les hemos preguntado si saben quién es Monteagudo. Nadie lo conoce y los pocos que saben algo de él desean que pase al olvido. Sin embargo, don Bernardo de Monteagudo fue gran prócer de la Independencia, eminencia gris tras el trono, culpable de la muerte de varios de nuestros héroes.

    A otro protagonista, como Silva Renard, solo se lo menciona como el general que ordenó la mayor matanza de obreros indefensos y sus familias. Pero ¿quién o quiénes dieron la orden?, ¿qué fue de él después de este macabro holocausto?, ¿recibió condecoraciones por su acto inhumano?, ¿murió tranquilo?

    La primera crónica, que trata de la actuación del gran comisionado de la Inquisición en el año 1640 en Chile, es totalmente desconocida y hasta hay quienes aseguran que en este país no existió Inquisición.

    En relación con la biografía completa del arzobispo Rencoret, la Iglesia católica hasta hoy prefiere mantenerla en silencio.

    Del episodio sobre el crimen de Chicureo, de tanto revuelo en los años veinte, nadie se acuerda ni menos lo relaciona con la Reforma Agraria.

    La última crónica se refiere a la vida y actuación de un oficial del Ejército, miembro de la DINA (Dirección Nacional de Inteligencia), durante la dictadura. La historia de la DINA es un secreto, y dar algunas versiones sobre sus jefes y su actuación es peligroso. Sin embargo, después de nueve años de democracia, ha llegado el momento de resucitar ciertos tenebrosos hechos y tratar de analizarlos. Aceptar que en nuestro país hombres de nuestra misma sangre y entorno fueron capaces de crímenes horrendos debiera hacernos meditar sobre nuestra ceguera. Y, por qué no también, sobre cuán culpables hemos sido en permitir que criminales de esa especie crezcan y actúen junto a nosotros. La Culpa se extiende y también el lector deberá sentirla como propia.

    Insistimos en que la Culpa es el argumento que sustenta todos los relatos y que la mayoría de los protagonistas, acosados por ella, tratan por cualquier medio de aplacarla. Desgraciadamente, no podemos dejar de mencionar a aquellos que todavía no la asumen y parecen escudarse en la farsa del deber cumplido o se alzan como salvadores de la Patria.

    Cada crónica está basada en hechos históricos reales y en mujeres y hombres de carne y hueso a quienes, por causas complejas e inseguridades, hemos transformado en héroes, santos y bestias, sin que exista claridad dónde comienza lo uno y termina lo otro. A estos mitos les rendimos pleitesía o los mandamos al infierno. Hemos tratado en estas narraciones de devolverle a cada uno de los personajes su esencia de ser humano capaz de grandes caídas y también de redención.

    Una bibliografía acompaña cada uno de los sucesos: textos de historiadores, cartas, entrevistas, novelas de ese tiempo, poetas populares, periódicos y revistas que irán recreando la época y el quehacer social y político que le tocó vivir al protagonista. Solo en la primera de ellas me atreví, con timidez, a usar la ficción. Siguiendo quizás el ejemplo de nuestro famoso historiador Benjamín Vicuña Mackenna, descubridor de esta anécdota, quien para algunos severos académicos —lo sabemos— es un fabulador. Pero ¿qué historiador no lo es de cuando en vez? Además, el hecho se remonta a la época de la Colonia, de la cual tan poco se sabe. Y el protagonista colectivo es la mujer. Mujer de alta alcurnia, pero sin mayor cultura y carente de poder. Sin embargo, esa mujer, en apariencia sometida al padre y al marido, dedicada a la maternidad, ganará la difícil batalla contra la fuerza más poderosa de ese tiempo: la Inquisición.

    Acontecimientos y personajes son chilenos. Posiblemente para nosotros fue más fácil investigar en el propio país sobre estos oscuros y enterrados acontecimientos o sobre estos personajes que, por razones que no nos explicamos, fueron sepultados en el olvido.

    Los entrevistados viven en Chile, y la historia oral que domina muchos de los relatos se habría hecho engorrosa en otros países. El crimen de Chicureo, por ejemplo, sucede en una hacienda y sus protagonistas son, en su mayoría, campesinos que han vivido toda su existencia en esas tierras. Conversar con ellos tomando un mate, o saboreando unas sopaipillas, se habría vuelto imposible en otro lugar.

    Las diversas narraciones siguen un orden cronológico. Podrían no hacerlo, pero creo que es mejor ceñirnos a ese plan. Porque, como la existencia y sus pasos, de la infancia a la edad adulta y a la vejez, vamos caminando, a través de estas historias, de la inocencia a la duda y de esta al escepticismo, y un gran desaliento termina por embargarnos ante tanto equívoco. Los buenos y los malos dejan de pertenecer a especies diferentes y el castigo no siempre es para el pecador ni el cielo y sus bienaventuranzas son concedidos a los justos. A veces, los protagonistas criminales suelen también tornarse débiles palomas que despiertan en nosotros afecto y lástima, mezclados a un repulsivo horror.

    Si la historia sucedió hace siglos, despierta nuestra curiosidad, pero parece ajena a nuestro medio, como en Seis distinguidas damas y un imprudente inquisidor, y solo nos divierte sin involucramos dolorosamente en sus pasiones. Pero a medida que avanzamos en episodios y tiempos, ellos nos parecerán más próximos y las circunstancias que los envuelven se nos tornarán conocidas, y al sentirlos nuestros nos iremos también volviendo incapaces de determinar el límite entre el Bien y el Mal. En fin, la Verdad y la Justicia se tornarán confusas al aplicarse a seres oprimidos y marcados por fuerzas ocultas, dirigidas por seres anónimos y siniestros de los cuales inconscientemente dependemos. Mujeres, hombres y niños manejados como títeres, esclavos de esas fuerzas omnipotentes, poco o nada pueden decir por sí mismos. Sus destinos están trazados y nada queda del libre albedrío, emblema de nuestra civilización judeocristiana. ¿Cómo, entonces, condenar al individuo y dejar libres de pecado a los poderosos?

    La última crónica, Sobrevivir sin raíces, está inconclusa. Es nuestro presente y, sumergidos aún en sus trágicos acontecimientos —que fueron también los nuestros—, no tiene un final. A nosotros, de soñarlo...

    SEIS DISTINGUIDAS DAMAS Y UN IMPRUDENTE INQUISIDOR

    El Santiago de 1640

    Amores prohibidos

    Catástrofe telúrica

    Llega el inquisidor visitante

    Lucha de poderes

    Sospechosa muerte del gobernador

    El animal herido es peligroso

    Epílogo

    El Santiago de 1640

    La ciudad de Santiago había sido fundada en medio de tierras fértiles y hermosas, con su clima templado, de brisas suaves al anochecer, y la imponente cordillera como telón de fondo. Parecía la ciudad ideal para ser la capital de esta señalada provincia llamada Chile, perteneciente al Reino de España. Así lo pensó Pedro de Valdivia en ese febrero de 1541 cuando decidió, desde la cumbre del cerro Huelén, bautizado por el conquistador como Santa Lucía, darle a la ciudad el nombre de Santiago del Nuevo Extremo. Los dos brazos del río Mapocho que circundaban el cerro explicaban la abundancia de las tierras que lo rodeaban. Todo parecía paradisíaco. Sin embargo, no fue así.

    Pedro de Valdivia, cansado por su largo viaje desde Perú y con la idea de asentarse pronto, no se imaginó jamás que fundaba la ciudad en el lecho de un río apacible en verano, pero que se transformaba, con los deshielos de la primavera y en los inviernos lluviosos, en una furiosa masa de agua que inundaba el valle y ahora lo haría con la naciente capital. Tampoco sabía que cada cierto tiempo el suelo se remecía enfurecido, destruyendo casas e iglesias que con dificultad se habían levantado. Y que los dueños primitivos de esas tierras, los indígenas, se unirían a las fuerzas incontrolables de la naturaleza para demostrar su hostilidad ante estos nuevos moradores, usurpadores de unas tierras que les pertenecían.

    El historiador Armando de Ramón, al referirse a las dificultades que tuvo que enfrentar Santiago para lograr ser ciudad, menciona tres: la protección contra los ataques de los indígenas, la sobrevivencia a las crecidas del río Mapocho y las difíciles precauciones que deben ser tomadas por la destrucción tras los terremotos.

    Así se vio desde el primer ataque del cacique Michimalonco en el mismo año 1541 contra un Santiago apenas naciente, que arrasó con gran parte de las viviendas y en que la ciudad solo se salvó de ser completamente destruida por el arrojo de un puñado de españoles. El temerario acto de colocar las cabezas de los indios caídos clavadas en puntas de lanzas encima de la muralla que rodeaba a la ciudad fue una estrategia ideada por doña Inés de Suárez, amante de Valdivia. La espantosa medida produjo tal terror —cuentan las crónicas— que los indígenas emprendieron una rápida huida.

    Este primer ataque marcará la ferocidad de los muchos que se producirían posteriormente. Para los indios rebeldes, Santiago representaba la consolidación del arraigo de los extranjeros en el vasto territorio y era el emblema de su poder. Destruirlo significaba matar su dominio. El toqui Lautaro, al arengar a sus hombres, exclamaba: Hermanos, sabed que cortaremos de raíz el lugar donde nacen estos cristianos, para que no nazcan más. El asesinato de este genial líder, en 1557, marcará el fin del asedio de la capital. Desde entonces, la guerra contra los invasores se replegará al sur.

    Del otro enemigo mortal de Santiago, el río Mapocho, también se supo pronto. La riada más célebre fue la de julio de 1574, cuando las aguas invadieron todo el centro urbano, incluidas la Plaza Mayor y las calles aledañas. Pero la mayor, con pérdidas de vidas y de muchas construcciones, ocurrió en 1609. Tan grave fue esta que provocó un cabildo abierto. Lo único posible, manifestó la asamblea, será construir tajamares y canalizar el río. Pero la escasez de fondos y el olvido en que caían todos después de pasado el peligro prolongaron por largo tiempo la realización de este proyecto.

    Y, en fin, con el tercer enemigo, la historia es elocuente. Desde su fundación, Santiago fue ciudad de temblores. Todos los cronistas comentan estos hechos disimulando apenas el pavor que la sola evocación del fenómeno les produce. Los terremotos determinaron cambios arquitectónicos de la ciudad y enriquecieron las supersticiones del vecindario. Vicuña Mackenna recuerda en La historia de Santiago que en los años más floridos de la Colonia hubo en los patios de la capital el llamado rancho de los temblores, destinado a cobijar a los despavoridos moradores.

    Pero hacia 1641 la ciudad, a un siglo de su creación, parecía gozar de cierta tranquilidad. Desde hacía diez años el Mapocho no se había salido de madre y la tierra permanecía dormida en una larga siesta.

    Tenía Santiago catorce cuadras de largo y seis de ancho, y se contaban en la ciudad 346 casas, de las cuales 285 gozaban de huertas y jardines, mientras las sesenta y una restantes eran simples construcciones con techos de paja. Se calculaba que la población alcanzaba a mil setecientos diecisiete españoles y criollos, a los que habría que añadir ocho mil seiscientos indios y trescientos negros.

    El suelo se organiza en un diámetro de ciento cincuenta varas por cada lado, dividido por calles de doce varas de ancho. Cada una de esas cuadras albergaba a cuatro solares de igual tamaño cuyos primitivos dueños fueron los conquistadores. El cuadrado del centro se reservó para la plaza, donde dos de sus costados, el del norte y el del poniente, los ocupaban la casa del gobernador, grande y rodeada de portales, y la iglesia, respectivamente. Con el tiempo, la plaza, denominada Plaza Mayor, fue el centro de toda la vida social, política y económica. La iglesia construida por Pedro de Valdivia se transformó en 1566 en catedral de tres naves de piedras de sillería y dos capillas de adobe a su costado.

    Frente a la catedral se hallaban los corredores y portales de ladrillo que servían de secretaría de la Audiencia y del Cabildo. En medio de ellos vivían los ministros del rey y estaban las salas de la contaduría y tesorería real. Contigua a ella se encontraba la cárcel. En el lado suroeste se levantaba la casa del obispo, con un curioso jardín y muy alegres piezas, y corredores de ladrillo.

    En el centro de la plaza se construyó también una fuente de la cual brotaba agua que venía de Tobalaba, la que abastecía a los vecinos. Los comerciantes se instalaban en ese lugar, dejando al final del día el suelo de tierra cubierto de desperdicios. Las carretas que venían del campo, cargadas de legumbres, frutas y verduras, se mantenían allí varios días, haciendo sus dueños grandes fogatas y dejando a los animales sueltos comiendo la escasa yerba. En invierno, se formaban grandes barriales que impedían el cruce de los peatones.

    La Plaza Mayor era también el lugar en que se juntaba la gente para celebrar fiestas oficiales, paganas y religiosas. En el verano tenían lugar el carnaval y diversos juegos: corridas de toros, riñas de gallos, cuecas, rayuelas y volantines. En las inmediaciones funcionaban las casas fondas, equivalentes a pequeños hoteles, y los refugium peccatorum u hoteles de paso.

    De tanto en vez, la ciudadanía se aglomeraba para presenciar los suplicios (azotes) y ejecuciones (la horca) a los que eran condenados los transgresores de las leyes españolas.

    Según el investigador Eugenio Pereira Salas: El orden de comida era almuerzo-once-cena. El almuerzo debía ser muy temprano, ojalá al mediodía, y la cena se ordenaba a las seis. Del lapso entre el almuerzo y la comida deriva la tradicional ‘once’, consistente en chocolate o mate y amplia gama de dulces fabricados por manos de monjas.

    Como ningún quehacer le daba prisa / dormía hasta las ocho este magnate / y en su oratorio le decían misa, / y tomaba después su chocolate. / / La comida a las doce era precisa, / y la siesta después, y luego el mate, / y tras esto por vía de recreo, / iba a dar muy calmado su paseo.

    La base de la alimentación eran el charqui y el maíz en sus diferentes variables: choclo, humitas y pilco; este último consistía en maíz asado, previamente cocido en carne. Todo lo relacionado con pastelería estaba a cargo de los conventos de religiosas. Las bebidas alcohólicas eran el chivato (aguardiente mezclado), el chercán y el vino. La especialidad marina era el cochayuyo y el luche. Seis abastos expendían sal, jabón, queso, pan, miel y vino.

    La ciudad empezaba por el norte en las calles Rosas y Esmeralda, flanqueada por el convento de Santo Domingo. Por el sur llegaba hasta la calle de Las Agustinas, donde el límite lo ponían el convento de ese nombre y el monasterio de Santa Clara. Por el oriente alcanzaba hasta la calle Las Claras, hoy Mac-Iver, donde otro convento, La Merced, le ponía fin. Por el poniente era la actual calle Bandera, hasta los muros de la Compañía de Jesús. Junto al río Mapocho y el cerro de Santa Lucía, así como en las proximidades de La Cañada (posterior Alameda de las Delicias), se extendían los arrabales y más allá de ellos los rancheríos donde vivían los indios y también algunos negros que formaban el grupo de los peones y gañanes que hacían los trabajos pesados. Ese era el mundo de la miseria, promiscuidad, borracheras, desórdenes, crímenes. Ellos celebraban sus propias fiestas, fiestas que eran —para los cronistas cultos— verdaderas saturnales. Los indios practicaban la idolatría y los pecados de incesto, estupro, adulterio y sodomía, explica un regidor del Cabildo, encargado de mantener la tranquilidad y castigar a los culpables.

    En su libro Santiago de Chile, Armando de Ramón indica: La periferia de la ciudad estaba marcada por diversos establecimientos de servicio público. Uno de ellos era el Hospital del Socorro, fundado por Pedro de Valdivia. Construido de adobe y techo de paja, contaba con cincuenta camas para enfermos de ambos sexos. Lo atendían los hermanos de la orden del beato Juan de Dios y era un hospital para pobres, tanto españoles como naturales y soldados. Los ricos eran cuidados en sus casas y no pisaban jamás el hospital por temor a contagiarse. Cierta precaria industria artesanal también tenía su lugar, así como las curtiembres que se allegaban junto al río. Los molinos, tan antiguos como la ciudad, emergían en varios sitios aledaños. El más cercano a la capital era el del cerro Santa Lucía. A mediados del siglo XVII había nueve de ellos.

    Las calles de los barrios ricos y pobres eran igualmente polvorientas y sucias. Por ellas circulaban carretas entoldadas, tiradas por bueyes, mulas y caballos. Las cequias (acequias a tajo abierto) corrían en medio de las calles con desperdicios y excrementos, desprendiendo un fuerte hedor. Solo la luz de los candelabros en las casas pudientes o un velón que apenas iluminaba las viviendas pobres permitían al tardío transeúnte de las noches de invierno no tropezar con su sombra. Santiago, después del atardecer y sobre todo cuando la luna no era llena, semejaba una ciudad abandonada. Solo unos pocos habitantes:

    Entre bostezos que eran largos, muy largos, / para que los días se hicieran menos amargos / jugaban al carga burros al calor del brasero.

    Pero los que no jugaban al carga burros, que eran la mayoría, dormían; los insomnes dejaban transcurrir las horas y las mujeres piadosas rezaban silenciosamente el rosario.

    En las escuelas, que las órdenes religiosas, franciscanos, dominicos y jesuitas establecieron, se impartían clases de artesanías y se enseñaban las primeras letras. Los colegios que regían los jesuitas y dominicos educaban al sector social más elevado. Desde 1595 se daban cursos de gramática latina, filosofía y teología. Cuando los hijos de la aristocracia española y criolla pretendían entrar al Ejército o perfeccionar sus conocimientos, eran enviados a España.

    A pesar de la precaria ciudad y de la monotonía del transcurrir diario, la aristocracia se ingenió —entre reuniones en el Palacio de la Gobernación, alguna discusión del Cabildo, misas y rosarios obligatorios y la tradicional tertulia en alguna casa— en transformar la vida social o religiosa en una fiesta llena de encanto y atractivo, como lo señalan varios cronistas. La elegancia y belleza de las damas que lucían vestidos de terciopelo, de tafetán morado, de raso rosa, de seda negra o carmesí, adornados de abalorios con franjas de oro, jubón de tela verde, corpiños con pasamanos bordados, florido faldellín, guarnecido de melindres de plata y el manto de soplillo con que se envolvían, hasta cubrirse la cabeza de tul, encaje o género transparente, les daban un aire suntuoso que era el deleite de los transeúntes. Las mujeres del pueblo usaban faldas coloridas, blusas y un manto negro que les cubría la cabeza y parte del rostro. Los caballeros seguían la moda impuesta por el puritano Felipe II: cuellos altos y blancos en vestiduras negras de tafetán o terciopelo, ceñidas desde los hombros hasta la cintura sin adornos. Las gorgueras que rodeaban el cuello se daban de lienzo plegado, imponiendo Felipe II la prueba más evidente de cubrir lo que se pretendió descotar. Los gañanes y peones solo se ponían un pantalón bombacho, una camisa de lienzo grueso y un poncho para cubrirse en los días fríos. Cuando no andaban a pata pelada, usaban ojotas, especies de sandalias hechas de tiras de cuero. La vida transcurría sobre todo en las iglesias o dentro de las casas. Para las grandes ceremonias religiosas o reales, los juegos y torneos, todos acudían a la Plaza Mayor.

    Al pasar los años y mediar el siglo XVII, cuando otros reyes menos austeros —como Felipe III y Felipe IV— ascendieron al trono, las costumbres se fueron relajando. Las fiestas y saraos se multiplicaron y no pasaba semana sin que un acontecimiento llenara la plaza de bullicio y música. Brotaron los colores y los adornos, y la ostentación de joyas de plata y oro provenientes de otras ricas zonas coloniales no solo fueron parte del vestir de las damas, sino que pasaron a exhibirse en las mansiones y casas de los que pretendían imponerse.

    Pese a sus calles sucias y malolientes, la vida en la ciudad de Santiago —que no podía compararse con la de la Ciudad de los Reyes del Virreinato de Perú— no dejaba de ser agradable, según cuenta Ginés de Toro Mazote.

    Amores prohibidos

    En uno de esos pasatiempos caballerescos, el juego de cañas —para muchos el más lucido que se realizaba en la Plaza Mayor—, fue cuando varias damas jóvenes, hermosas, casadas y respetables, se enamoraron de unos apuestos caballeros que salieron triunfantes de la competencia. Así contó la leyenda y comprobó un historiador que documenta el episodio.

    Esa tarde calurosa de fines de estío, la Plaza Mayor se hallaba repleta. Se habían colocado tribunas para los poderosos y el pueblo se acomodaba en el suelo en chales y pisos. Eugenio Pereira Salas describe el acontecimiento:

    Entran las cuadrillas, montados los caballeros en briosos caballos, cada jinete lleva la rienda y el escudo en la mano derecha y la lanza en la izquierda, apoyada en el muslo. Brillan sus yelmos coronados con plumas de colores. Sobre su coraza collares de oro o de otro metal precioso. Comienza el espectáculo con varios ejercicios de destreza. Aparecen enseguida las mulas que acarrean las lanzas de ciprés de tres o cuatro metros. El deporte consiste en que un primer grupo lanza al aire estas cañas, las que siendo recibidas por los del otro, deben ser desviadas con un golpe de su escudo; de inmediato estos últimos toman otras cañas y las tiran a sus rivales en un vaivén hermoso, lleno de colorido, ritmo y movimiento, que dura hasta que un grupo no logra detener las cañas.

    Los jinetes victoriosos se cuadran entonces frente al gobernador y las autoridades y lanzan sus guantes a las bellas damas presentes. Ellas, entre risas y aplausos, guardan celosamente su trofeo. En ese instante fue cuando —según comentaron las malas lenguas— doña Antonia, doña Lucinda, doña Beatriz, doña Mariana, doña Águeda y doña Juana del Rosario, nieta del gobernador, se prendaron de los capitanes y oficiales de la Guardia Real.

    Pedro de Oña, en el canto noveno de su Arauco domado, recuerda esos alardes:

    Las bandas, los collares, las cadenas, lorigas, yelmos, cotas relucían. / Los visos y las aguas (destellos) que hacían / dejaban las del mar de envidias llenas. // Caballeros ricamente encubertados / con símbolos, empresas y blasones. / Gentiles, fuertes, bravos y galanes / en rostros, armas, cuerpos y ademanes.

    No se sabe cómo el amor entre estos gentiles, fuertes, bravos y galanes y las jóvenes y serias damiselas fue floreciendo. Lo más probable es que los saraos y fiestas o los encuentros en iglesias ayudaran. En un poema de Santiago Antiguo, Sady Zañartu lo describe:

    Con la música y el canto / se va acelerando el pie, / y luego en una querella / están los dos sin saber.

    Lo que se supo con certeza, años después, es que la vieja sirvienta mapuche de doña Juana del Rosario, más de una vez, fue portadora de misivas secretas entre los enamorados. Así lo confesó más adelante la desgraciada, entre apremios y torturas, a los jueces de la Inquisición. Vicuña Mackenna indica: La vieja sirviente mapuche, luego de ser comprobada su salvajada actuación en oposición al cristiano civilizado fue condenada por el Tribunal del Santo Oficio a muerte. Sin embargo, los que nunca en esos días sospecharon de los andares de sus esposas fueron los maridos ni la sociedad pacata en que se movían.

    La dama que sobre el peto / tiene cruz de diamantes / sabe mejor el secreto / que hay en sus ojos brillantes.

    Por lo demás, las fuerzas de la naturaleza, que dentro de unos meses asolarían a toda la población, desviarían la atención hacia tareas más urgentes y apremiantes que unos amoríos intrascendentes, por muy apasionados que fueran.

    Catástrofe telúrica

    En la noche de un lunes 13 de mayo de 1647, a las 10.30 de la noche, cuando Santiago yacía sumergido en el tranquilo letargo del avance de un nuevo invierno, un ruido sordo seguido de un terrible sacudón despertó bruscamente a los cerca de dos mil habitantes de la ciudad.

    Según el cronista Diego de Rosales, sacerdote que sobrevivió a esta catástrofe: Todos juzgábamos que el mundo se acababa y que era ya llegado el Día del Juicio, de manera que actuábamos sin saber unos de otros. Con la oscuridad de la noche, el espanto del temblor, el asombro repentino y terrible ruido, la ceguedad del polvo, y la confusión del inopinado suceso, los unos atropellaban a los otros, y perecían muchos atrapados, encontrándose con la muerte cuando iban a buscar la vida.

    El terremoto, el más violento que ha sacudido a Santiago, demoró, según los cálculos de ese entonces, el tiempo en que se tarda en rezar tres credos.

    La historiadora Ema de Ramón, que ha entregado un acucioso estudio sobre este suceso, comenta: Con la primera sacudida las personas trataron de salir de sus casas. Sin embargo, muchos encontraron las puertas atascadas por los umbrales que comenzaban a ceder. Algunos huyeron por las ventanas siendo aplastados por los marcos que caían; otros, aplastados por las paredes que se derrumbaban hacia el interior de las habitaciones, y los que tuvieron mayor fortuna, solo quebrados las piernas y los brazos y atrapados entre las ruinas, amenazados de morir entre el polvo. Para otros, más afortunados aún, las paredes se desplomaron hacia afuera mientras las vigas del techo sostenían el inmenso peso de las tejas, dándoles tiempo para escapar ilesos. Algunos, a pesar de que el techo se desplomó sobre ellos, pudieron resguardarse en una especie de bóveda que formaron los tijerales al caer, como fue el caso del obispo de Santiago, Gaspar de Villarroel.

    El daño causado por el sismo a la ciudad afectó, principalmente, a aquellos que vivían en casas construidas de materiales sólidos, los que por su peso, aplastaron a muchos de sus habitantes. El común de la población que ocupaba casas de material ligero, es decir los más pobres o los de recursos económicos estrechos, sufrieron escasos daños físicos y materiales.

    Luego de las faenas de socorro, sin duda muy infructuosas dadas la oscuridad y la desesperación, la mayor parte del pueblo acudió a refugiarse en la plaza. De tal manera que esa noche la Plaza Mayor fue el escenario del dolor de los ciudadanos que se expresaba en lágrimas y súplicas a Dios. Entretanto la tierra seguía temblando y aterrorizaba a los fieles allí congregados. Por su parte, los agustinos trajeron en procesión a su Señor de la Agonía, cuya corona de espinas se le bajó de la cabeza al cuello y su semblante acertó a ser tan triste y robados los ojos, hacia el cielo que causaba el mirarle espanto y respeto, tenebrosos y tristísimos. Mientras el obispo Villarroel con su crucifijo entre las manos exhortaba a la penitencia con el fin de aplacar la ira divina, la procesión de sangre recorre la plaza:

    El Cristo de la Colonia, / el que es juez y ejecutor, / avanza entre encapuchado / con siniestro resplandor. // Llevan estos penitentes / largas vestiduras blancas, / una cola y un bonete / que cae sobre la cara. // Los mulatos y los negros / consternados ante el acto / de grandeza incomprensible, / se echan al suelo llorando.

    Tras el pánico, siguieron sucesos inexplicables que se multiplicaron. Uno de ellos ocurrió el 13 de mayo, cuando el pueblo congregado en la plaza solicitó al obispo un sermón. Según su propio testimonio, Villarroel estaba muy débil a causa de sus heridas y cansancio. Sin embargo, su voz se escuchó nítida por toda la ciudad. Otro: Abriose por muchas partes la tierra, brotando gran acopio de agua negra de que quedaron llenos los campos. Pero quizás lo más extraño fue que la Real Audiencia olvidara hasta la tarde del día siguiente a los presos sentenciados, alguno, incluso, a la pena de muerte. Estos permanecieron inmóviles entre las ruinas, quizás con la certeza que de cualquier forma morirían, por mano del hombre o de la naturaleza...

    Producto de este terremoto quedaron completamente destruidos los edificios públicos del Cabildo y las Casas Reales. En cuanto a las construcciones religiosas, solo se salvaron la iglesia y parte del convento de San Francisco y la ermita de San Saturnino.

    Según cálculos del Cabildo, el veinticinco por ciento de la población de Santiago pereció. A ellos se sumaron las muertes a consecuencia de epidemias como la chabalongo (tifus), diarreas y otros males incalificables debidos a la falta de higiene; o sea, más de la mitad de los habitantes murieron, sin contar los que quedaron lisiados.

    Durante meses la población no aceptó moverse de la plaza, prefiriendo dormir a la intemperie o bajo unos toldos improvisados, pese a lluvias copiosas, ese año más fuertes que lo común. Pero poco a poco fueron surgiendo, aunque en forma precaria al comienzo, la catedral, el monasterio de Santa Clara, el de los dominicos, el de los jesuitas y, por último, el de los agustinos. La falta de caudales y materiales que afectó a la Gobernación retardó la reconstrucción de las obras públicas, que solo volvieron a lucir como tales en las últimas décadas del siglo. Santiago, puede decirse, sufrió una refundación.

    Llega el inquisidor visitante

    A fines de marzo de 1648, un Domingo de Cuaresma, cuando el Santiago destruido adquiere poco a poco nuevamente su aspecto normal de ciudad, aparece en el frontis de la catedral un edicto de fe dando cuenta de la próxima llegada del ilustrísimo comisionado del Santo Oficio.

    Los habitantes, que han regresado a sus viviendas, se sobresaltan al leer el anuncio. En general, las visitas del comisario de la Inquisición se debían a alguna acusación grave enviada por un anónimo delator al Tribunal de Lima. ¿Quién sería ahora el señalado por el ojo avizor del temible organismo, más poderoso incluso que la propia Corona española? Las miradas recelosas entre vecinos y familiares indicaron que nadie podía sentirse excluido. El miedo embarga a ricos y pobres, españoles, criollos, mulatos y negros.

    Fue en 1569

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