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Agonía de una irreverente
Agonía de una irreverente
Agonía de una irreverente
Libro electrónico390 páginas7 horas

Agonía de una irreverente

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Este libro se enmarca en el género de las biografías noveladas, pero el tiempo lo ha consignado entre los más significativos registros de la vida de Inés Echeverría Bello, (1868-1949), escritora, periodista y una de las principales figuras del feminismo chileno, conocida por el seudónimo de Iris. A su muerte la prensa destacó que había sido más escuchada que leída, pues lo mejor de su ingenio no se recogía en sus escritos sino que había quedado diluido en los recuerdos de quienes compartieron sus célebres tertulias.
La autora de este revelador libro, Mónica Echeverría Yáñez, descendiente directa de Iris, recoge el desafío y reconstruye esa memoria perdida, dando carne y hueso a este singular personaje, una de las mujeres más portentosas de su tiempo. Para ello se vale de su propio testimonio y el de quienes la conocieron bien. Con gran maestría va urdiendo la narración conjugando recuerdos, documentos, bibliografía y entrevistas para alcanzar la intimidad de Iris con rigurosa veracidad y distancia comprensiva. Al mismo tiempo el relato nos sumerge seductoramente en la vida cotidiana de una época de Chile atravesada por personajes relevantes de estrecha amistad con Iris, tales como el presidente Arturo Alessandri, Eliodoro Yáñez, la escultora Rebeca Matte o la poetisa Gabriela Mistral.
El trayecto vital de la protagonista está marcado por un mundo de esplendor y privilegios, pero no exento de tragedias personales, como el asesinato de su hija Rebeca por su marido Roberto Barceló, quien finalmente es llevado al patíbulo empujado por el empeño y fuerza de Iris frente a las autoridades de la época.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2018
ISBN9789563245950
Agonía de una irreverente

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    Agonía de una irreverente - Mónica Echeverría

    historia.

    AGRADECIMIENTOS

    A Fernando Castillo Velasco, mi marido, por su positiva crítica en momentos de desaliento. 

    Óscar Ortiz, asesor histórico, y gracias a quien también logré descubrir los libros, documentos, archivos y artículos perdidos. 

    Luz Lagarrigue Castillo, quien con su juicio crítico, ponderado y certero guión mis escritos y calmó mis excesos. 

    Jaime Castillo Velasco, consejero jurídico.

    Philipe La Roche, conocedor de almas y asesor psicológico.

    Gonzalo Figueroa Yáñez, Eduardo Novoa Monreal y Gonzalo Vial Correa, por las opiniones que, como profesores y penalistas, aportaron al juicio Barceló.

    Sonia Pérez Bieti, que como investigadora, profesora y crítica literaria, me entregó su visión de mujer latinoamericana.

    Eduardo Labra Contreras, terapeuta e intérprete de simbologías.

    Francisco Aguirre Flores, abogado ético.

    César Lobos, por haberme aportado libros y documentos.

    Leopoldo Castedo, por haberme facilitado fotografías de su iconografía histórica.

    Todos los entrevistados, aun aquellos que a regañadientes entregaron opiniones, anécdotas y juicios sobre la personalidad y época de Inés Echeverría-Iris. 

    Los Memorialistas sin los cuales la reconstrucción de épocas y costumbres no habría sido posible.

    Los historiadores que, con sus fechas y datos reales, produjeron en este relato la simbiosis necesaria entre recuerdos, sueños y hechos comprobables.

    ENTREVISTAS:

    Isidora Aguirre Tupper

    Joaquín Barceló Larraín

    Rebeca Barceló Larraín

    Tobías Barros Ortiz

    Rosalía Bianchi Gundián

    José Echeverría Yáñez

    Rafael Agustín Gumucio Vives

    Iris Larraín Echeverría

    Hernán Millas

    Miguel Munizaga Iribarren

    Eduardo Novoa Monreal

    Verónica Noguera Larraín

    Oreste Plath 

    Pilar Subercaseaux Morla 

    Isidora Tupper Huneeus

    Clotilde Vicuña Baullon

    Gabriela Yáñez Bianchi

    PRIMERAS PALABRAS

    No sé por qué debo escribir unas primeras palabras cuando creo que a lo largo de este relato lo esencial está dicho. Pero por allí andan murmurando que no tengo derecho de apropiarme con nombre y apellido real de un ser tan controvertido como fue Inés Echeverría Bello, de seudónimo Iris.

    La verdad es que yo no me apropié de Inés, sino que ella con sus sortilegios se fue metiendo dentro de mí y yo, por librarme de tan dominante y entrometido personaje, del cual desde mi niñez me sentía embarazada, tuve que darla a luz.

    Porque la tía Inés, la media hermana de mi padre y veinte años mayor que él, fue parte de mi infancia y juventud. ¡Cómo no recordarla! ¡Tantas anécdotas, imágenes, sonidos y penas compartidas!

    Los largos veraneos en los antiguos y perdidos fundos polvorientos. Lo Herrera, de mis abuelos Yáñez, en que ella solía ser la invitada de honor. La tía Inés sentada en la mecedora bajo las encinas, rodeada de la familia que escuchaba la charla dirigida por mi abuelo Eliodoro con las réplicas únicas y llenas de ingenio de la ilustre visitante. O esos otros fundos en que ella era la castellana: Ocoa, Pahuilmo, Pelvín. Muchos tíos, tías, primos. Nosotros, los niños, subiéndonos a los árboles, recogiendo frutas, cabalgando por los campos. Ella, como siempre, en la mecedora bajo los castaños, cuando no eran encinas, y siempre rodeada y escuchada como si su palabra fuera la de Dios.

    A veces, también, nos encontrábamos en esos lagos del sur que Iris describió tantas veces en sus novelas. Salíamos a caminar por los bosques durante las tardes junto a mis padres y un cura alemán, botánico y sabio, como nos advertían. Ellos, los mayores, abriendo la marcha con sus bastones, nosotros más atrás recolectando hierbas e insectos, empeñados en la búsqueda del más grande de todos: la madre de la culebra, que no era madre de ninguna culebra, pero sí poseedor de fuerzas ocultas curanderas.

    Pero, sobre todo, rememoro sus visitas a casa. ¡Acaba de llegar misia Inés!, anunciaba la sirviente. Se producía un silencio. Los pequeños, mi hermano Alfonso y yo, interrumpíamos bruscamente nuestros juegos y la niñera, presta, nos recluía en el otro extremo de la casa: A misia Inés le irritan los niños y tan importante persona no debe ser molestada. Mi madre, tensa y nerviosa, corría a recibirla. Mi padre irradiaba felicidad. Para él, Inés era la madre perdida cuando solo tenía cuatro años, un ser sobrehumano. La actitud servil y apocada de mi madre parecía incomprensible: ¡Era tanto más joven y bella que mi tía y hablaba perfecto francés! Mucho tiempo después he pensado que su apellido Yáñez, originario de La Chimba, barrio menospreciado por la arrogante aristocracia de principios de siglo, típico de una clase media advenediza y siútica, como decían, debe haber sido la causa inconsciente de esa actitud. Y si agregamos a esto que su padre, Eliodoro Yáñez, estaba encantado con Inés, según las malas lenguas enamorado de ella, se comprenderá que, entre el patriarca de mi abuelo Yáñez y la dominante tía, mi madre apareciera disminuida. Y así lo estuvo. Solo después de la muerte del padre y del deterioro físico de la cuñada logró levantar cabeza y emprender su propio camino, adoptando, ¡oh, cruel ironía!, la misma actitud altanera de la temible Inés.

    Regreso a esos días de visita de la tía: poco antes que ella se retirara, los niños, atildados y compuestos, eran llevados a su presencia. Nosotros la saludábamos y ella, desde su altura, esbozaba una sonrisa. Pero una tarde mi tía Inés dirigió sus impertinentes, que utilizaba para suplir su miopía, hacia mi hermano de cabellos rubios rizados y grandes ojos verdes:

    —¡Cada día este niño se parece más a Eliodoro, sí tiene su misma mirada verde mar! Heredará su talento.

    A mí, de ojos oscuros y mechitas negras, me pasó por alto. Pero algo en mi actitud debe haberla intranquilizado:

    —¿Y tú qué edad tienes? —exclamó como para salir del paso.

    —La edad de la razón, como la suya —respondí de inmediato.

    Consternación de mis padres. Pausa. Mi tía parecía tocada: 

    —¡Ah, ja...! Atrevida la niña... Cuiden sus pasos.

    Yo me retiré airosa del salón. Había enfrentado a esa mujer excepcional, a esa que nadie lograba desafiar.

    No es que mi tía llamara la atención por su hermosura o su imponente figura. Más bien baja de estatura, excesivamente delgada para los gustos de esa época, de nariz alargada y ojos corrientes, quizás lo único rescatable de ese físico fuese su abundante cabello castaño dorado enrollado alrededor de su cabeza. Normalmente habría pasado desapercibida. Sin embargo, algo irradiaba en ella, misterioso y seductor. Nunca fue motejada de fea y su vida transcurrió rodeada de pretendientes y admiradores. Mieux que bélle, la definía la sociedad afrancesada de fines y principios de siglo. Y, con el tiempo, aunque envejecida y encorvada, si entraba a algún sitio nadie dejaba de inclinarse a su paso. Una corriente helada parecía atraer las miradas hacia ella y convertir aun a los intocables en estatuas de sal. Ella, consciente de su fuerza, ejercía su poder, destruyendo mitos, políticos y pacaterías, entregándose por entero a revoluciones en ciernes o causas perdidas e hiriendo, por supuesto, a su paso a inocentes y culpables con pleno desparpajo.

    Esa personalidad avasalladora envolvió mi niñez y parte de mi juventud, influyendo, para bien y para mal, en el destino de mis padres, hermanos y mío.

    Un poco más crecida, debo haber tenido alrededor de once años, sobrevino la tragedia. Esa noche, mis padres habían invitado a cenar a algunos amigos y mi hermano mayor, José, de diecinueve años, comía con ellos. Sonó el teléfono, le avisaban a mi padre de la muerte inesperada de su sobrina Rebeca, la preferida por él. Gran revuelo, se interrumpe la fiesta y mis padres —después de besarnos rápidamente— parten. Nosotros, a pesar de que trataban de ocultarnos la realidad —como a todo niño—, intuíamos que algo horrible había sucedido. Lo que no captamos era cuánto cambiaría la atmósfera alegre de nuestro hogar después de eso.

    Al día siguiente mi padre, acompañado por mi hermano, que cursaba primer año de Derecho en la universidad, se dirigió a la morgue. Le había sido asignada la macabra tarea de reconocer el cadáver: Nunca podré olvidar lo que fue eso, me cuenta mi hermano. Se había cortado la luz y con un velón que sujetaba un guardia recorrimos ese lugar tétrico. Nos iluminaban un cadáver tras otro, hasta que mi padre exclamó: ‘Aquí está, es ella’, y me abrazó llorando.

    Después fueron años en que el único tema era el juicio. Y las entradas intempestivas de mi tía Inés, que había abandonado sus túnicas de colores claros y vestía de negro: medias, guantes, zapatos, sí hasta sus impertinentes estaban sujetos a su cuello por una cinta negra. Parece un pájaro de mal agüero, susurraban las sirvientas: un tordo, una lechuza, un búho. ¡Dios nos ampare! Atisbando a través de la puerta escuchábamos su voz aguda, descargando su encono contra el asesino, su impotencia ante la justicia, su decepción contra los que creía amigos, que preferían no meterse en líos sociales: Los Barceló son una familia honorable, los estimamos, hasta parientes somos... No deseamos quedar mal con ellos. Y así sucesivamente hasta el instante en que quedó sola y todos se negaron a pedir oficialmente la pena de muerte y mi padre fue el único, dentro de esa extensa familia y numerosos amigos, que continuó apoyándola.

    Yo creo que fue un error, me indica mi hermano José. Mi madre, abrumada por cartas anónimas y amenazantes, ella misma, contraria a la pena de muerte, suplicaba: Por favor, Pepe, no te expongas, basta con un castigo menor.... Sin embargo, mi padre: Inés está desesperada, no dejaré de apoyarla....

    Todo sucedió como mi tía Inés lo había planeado. Se dictó sentencia y la pena capital fue aplicada. Nadie volvió a hablar del asunto, era un tema tabú, olvidado. Y volvíamos a encontrarnos en los fundos, primos, primas, tíos, tías, como si nada.

    El último recuerdo de la tía Inés es el del día de su entierro. Miré su rostro rígido a través del vidrio del ataúd, parecía una viejita indefensa. Asistí al funeral del brazo de mi padre, que estaba profundamente conmovido. Creo que de todos los presentes era el más triste: partía su madre, su diosa, la mujer que más influencia había tenido en su personalidad, la adorada, parecía indicar su mano que apretaba la mía. Mi madre apenas contenía un suspiro de alivio, como tantos otros asistentes. Y parecía que definitivamente habíamos enterrado en el profundo pozo del olvido a la tía Inés y su trágica historia.

    Sin embargo, cuando una desgracia inesperada nos tocaba, llevándose al más joven y lleno de vida de alguna rama de la familia, mi madre en voz baja me decía: Se dejó caer la maldición de Barceló. Hasta que, muchos años después, nos tocó a nosotros y Alfonso, el hermano menor, el de los ojos verde mar, también partió. Mi padre había muerto, mi madre me miró desesperada: Le dije tanto a Pepe que no se involucrara, pero no me escuchó. La maldición demoró, pero no podíamos eludirla. Me ha herido en lo más querido.

    Pasó el tiempo. Los fundos polvorientos de mi niñez y adolescencia se acabaron. ¡Tanta Reforma Agraria, tanto modernismo! Sin la presencia de mi padre, los contactos con su familia se distanciaron. Los quehaceres propios, las visiones políticas diferentes y yo creí que para siempre la tía Inés no era más que una tía como cualquiera otra de esa lejana infancia.

    Pero un día, rescatando de un armario fotografías viejas, apareció ella. La encontré imponente, recostada en un diván, que imagino de terciopelo rojo, con un vestido largo de encaje, collares, pulseras y en su mano, como acariciándolos, sus temibles impertinentes: A Pepe, mi hermano más querido, de su Inés, 1905, dice en el extremo bajo, con su letra cursiva y firme. Le mandé a colocar un marco de madera dorado y lo puse en la cómoda de mi dormitorio entre mi padre, mi madre y abuelos. Ellos me acompañaban y alentaban, si era necesario. Sin embargo, desde la primera noche, la tía Inés, en vez de traerme paz, comenzó a molestarme, insistiendo con sus lentes impertinentes en recordarme hechos pasados y no solo eso —hasta cierto punto soportable—, sino exigiéndome que me metiera en su vida: No logro descansar, han tergiversado cuanto hice, quieren sepultarme viva. ¡Haz algo, pronto!. Ante orden tan perentoria me impuse la tarea de escudriñar su pasar por la tierra.

    Comencé por golpear las puertas de sus descendientes. ¡Gran desconcierto! Pero, para qué haces esto, ¡qué absurdo! No recordamos nada, hace tanto tiempo. ¿Libros o cartas o escritos de ella?, no tenemos ninguno. ¿Fotografías? Tampoco. ¿Y su diario, ese que escribió durante toda su vida? Ese, me responde Verónica, una de sus nietas dispuesta a conversar: Creo que mi mamá y sus hermanas lo leyeron después que ella murió y decidieron que era impublicable. Quizás está en algún baúl de Pahuilmo, si no lo quemaron o se lo comieron los ratones. ¿Cómo reconstruir la vida de alguien sin rostro, que parecía no haber existido? Regresaba a casa muy a maltraer, aprontándome a dormir. Y allí estaba de nuevo la tía Inés, ahora encolerizada, pronta a picarme con su aguijón de avispa. Arrimaba su retrato contra la pared y ella daba vuelta la cabeza y asomaba su lengua, emitiendo un silbido de serpiente venenosa. Al otro día emprendía nuevamente mi investigación y, gracias a tanto empeño y al ánima de mi tía Inés, que no me daba tregua, fue surgiendo, poco a poco, este relato.

    Recorrí librerías: ¡Textos de Inés Echeverría, de Iris, se agotaron hace muchos años!. Me fui a la Biblioteca Nacional, supuesta guardadora de toda obra escrita en Chile. Solo encontré tres de los diecisiete libros escritos por Iris. Continué mi investigación y entre bibliotecas universitarias, de conventos o librerías de viejos, logré juntarme con toda su obra. Descubrí entre los periodistas jubilados o en casas de reposo a antiguos amigos de Inés, felices de recordarla; Miguel Munizaga, que la acompañó a bien morir, que fuera de contarme anécdotas picantes poseía cartas, artículos. Y nuevamente visité a los descendientes, que pese a su declarado mutismo —sin querer queriendo— fueron entregando datos, situaciones e historietas.

    Era poco, pero a través de la lectura de sus novelas y de los cientos de artículos aparecidos en periódicos y revistas fue renaciendo Inés-Iris. Porque ella, ¡oh, milagro!, la ególatra, estaba presente, vivita y coleando, en cada uno de sus escritos. A veces, a través de un personaje ficticio totalmente reconocible y otras con su propio nombre; opinando, quejándose o reclamando airada. Por último, los papeles archivados de mi padre me facilitaron cartas y un cuaderno de apuntes, y la lectura de los maravillosos memorialistas completaron la tarea.

    No agarré este personaje y su entorno; más bien, lo acaricié con respeto, curiosidad y amor, para que de ella surgiera el relato y esta historia mezcla de recuerdos y sueños se alejó, a ratos, de lo que denominan historia oficial, para transformarse en novela. Pero ¿dónde está el límite de una u otra?, ¿cuál es la estricta realidad?, ¿existe esta? Lo único que, quizás, pueda decir es que cuando la tía Inés me exigió contar su vida no la conocía bien, y al irla descubriendo su historia se transformó en novela y la novela en historia.

    La trayectoria de Inés-Iris —la irreverente y deslenguada— irá, sin duda, develando secretos familiares, amores y rencores que molestarán a algunos y regocijarán a muchos, pues desde su nacimiento en la casona de tres patios de la época semicolonial hasta su muerte, ochenta años después, sucedieron muchas cosas: guerras, pestes, revoluciones, caídas y subidas de presidentes de la República y las costumbres y vida social que la rodearon también evolucionaron. Desde las faldas con crinolina y los coches tirados por caballos hasta la era de las nuevas tecnologías y edificios de cemento. Desde la mujer sometida y sin voz a la emancipada vociferante. Desde los Gobiernos de los conservadores hasta el Frente Popular.

    Ese transcurrir personal, social e histórico que acompañó a Inés estará siempre presente en esta crónica novelada y se mezclará con su propio crecer. Pero será su visión del acontecer la que entrego, no la mía. ¡Por favor, no confundir! Algunas veces la aplaudo, en otras ocasiones, discrepo. No soy la tía Inés.

    Pero ¿cómo dar un hilo conductor al relato? No puedo entrometerme en primera persona como lo hace ella, si en gran parte de su vida no había nacido. Y me urge, sin embargo, estar a su lado, reconfortándola con una sonrisa cómplice, retándola con voz severa o sosteniendo su cabeza adolorida cuando su pena llega al límite. Ante ese dilema decidí desdoblarme y coloqué a Mónica dentro del relato, que soy yo, pero no soy yo, pues Mónica se traslada, como yo no podría hacerlo, con la libertad de un duende o de un Pepe Grillo a través del tiempo y del espacio y suele presentar el sentir colectivo o, como pariente, le da un fuerte tirón de orejas a la protagonista, que bien se lo merece con su actuar estrafalario o su pasión desatada. No obstante, al fin de la travesía, Mónica permanecerá callada y conmovida, comprendiendo cuán difícil y doloroso fue para Inés la vía elegida.

    Al escribir estas últimas palabras de las primeras palabras descubrí también, pero ahora en primera persona, que por presencia y herencia Inés-Iris era parte mía y también de mis hijas Carmen y Consuelo y de mis nietas Camila y Elisa, en quienes, asombrada, descubro muchos de sus rasgos, rebeldías e irreverencias. ¡Bienvenida seas, tía Inés! Nosotras te queremos. Y yo espero que con esta publicación se produzca un gran rito de saneamiento para que todos los desmemoriados que nada quieran saber de ti también se enorgullezcan de ser tus descendientes.

    Fragmento de una carta de Inés-Iris.

    LA MUERTE DE MISIA INÉS

    Acaban de colocar en el ataúd un cuerpo pequeño, viejo y flaco. Inés Echeverría de Larraín, Iris, murió a la una de la madrugada de un jueves 13 de enero de 1949. Tenía poco más de ochenta años.

    ¡Era una mujer única!

    ¡Estaba en los huesos!

    ¡No caminaba!

    ¡No hablaba! Solo emitía unos susurros que nadie lograba descifrar.

    La monja de la caridad, con su hermosa toca blanca almidonada, se inclina sobre la muerta y junta con suavidad sobre su pecho, una encima de otra, las manos arrugadas como las patas de un pajarito. Las manos despojadas minutos antes de sus valiosos anillos y que por fin habían dejado de temblar. Ella ha sido la encargada de cuidar por meses ese despojo humano. Cumple con sencillez su deber, no puede opinar, no debe criticar, su orden religiosa se lo impide.

    Misia Inés, distinguida, orgullosa e implacable cuando dirigía sus impertinentes contra algún prójimo, que se paralizaba de terror, esperando la frase lapidaria que lo hundiría en la vergüenza.

    Iris, periodista y escritora, única mujer incorporada como miembro de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

    Prende los cirios el yerno, marido de la hija mayor, que la vieja dama había menospreciado:

    ¡Tan beato, tan aburrido... ¡Pobre hija mía, casada con ese sacristán siempre vestido de negro!... Ella, la más inteligente y la más culta de mis hijas, obligada a vivir para siempre con ese hombre tan latero...

    El yerno evoca con su estampa a un enterrador y también, quizás, a esos inquisidores o caballeros españoles de caras alargadas y mirada fija de los cuadros del Greco; él, Fernán Luis, ofendido públicamente por su suegra, inicia en voz alta sus oraciones. Ruega al Todopoderoso que perdone a la pecadora y le conceda —después de un tiempo largo en el purgatorio, del que ella no se librará— la gracia omnipotente de su compañía en el cielo.

    Comienzan las letanías de los muertos, a las que seguirán los rosarios y la misa privada. En el gran salón, de gruesas cortinas de raso e imponentes muebles de caoba, no hay más de treinta personas, sin contar a la servidumbre que entra y sale.

    Junto al féretro, dos amigos escritores, de edad y sexo indefinidos, que para la mayoría de los aristócratas parientes de la vieja dama no son más que dos maricones, provincianos, venidos a menos, siúticos, se agitan alrededor de la muerta, ordenando y colocando los ramos de flores que llegan.

    Tan fieles amigos, hasta el final la acompañaron, la asistieron, la halagaron...

    Carlitos, tan servicial con mi mamá. Ella lo celebraba y sin duda se entendía con él más que con nosotras...

    Miguel, tan fino. No se ha movido desde que comenzó su agonía. Anoche fue el último que se quedó a su lado, inmóvil hasta el amanecer...

    —¡Qué rara mi mamá para elegir a sus amistades! No sé cómo podía soportar a gente así...

    Miguel Munizaga y Carlos Vattier prosiguen su tarea como si nada.

    La tía Felícitas frunce el ceño; los garbosos latifundistas, maridos de las dos hijas menores, mueven la cabeza con resignación. Para todos ellos —hijas, nietos, hermanos— Carlitos y Miguel forman parte, son aceptados, aunque sus modales traicionen sus inclinaciones. Y los chascarros en voz baja y los malos y buenos pensamientos continúan:

    —En otras épocas fueron muchos los elegidos, todo político que quisiera trepar y necesitara un empujoncito para llegar al poder...

    —Y ella les daba ese empujón, y de manera desmedida, escandalosa, aunque las ideas liberales de sus protegidos fueran contrarias a las de su marido, a las de su clase...

    —Bueno, no solo era eso, mucho más era lo otorgado...

    —¡Dios tenga misericordia de ella!

    —Estos intelectuales y artistas son todos raros...

    —La Inés no se ha rodeado más que de bicharracos, que no sé de dónde los saca.

    —A la granmamá no le gusta la gente como nosotros...

    José Rafael, el hermano menor de la difunta, agradece a Miguel y a Carlos con una venia las molestias que se dan.

    —Este Carlitos tan bromista me cae simpático. Es inteligente, vivo. Miguel no tiene la picardía ni la mala lengua de su amigo, pero realmente es de una gran lealtad. Cuando todos nos fuimos a descansar por un rato y a tomar un refrigerio, él no quiso despegarse del lado de mi hermana. Tampoco ese joven prendido y amanerado que está junto a la ventana, Mario Garcés, mi Dulce de Membrillo lo apodaba, con cariño, la Inés...

    José Rafael, Pepe, está conmovido; su vida ha estado muy ligada a esa medio hermana que él admira como a una diosa. Cuando tenía dos años murió su madre, Virginia Larraín, y los cuatro hermanos menores, con un padre que no se preocupó nunca de ellos, se criaron internos en el colegio de los Sagrados Corazones. Inés no reemplazó a la madre ausente, no los acarició nunca, no colocó su mano sobre sus frentes cuando ardían de fiebre; pero, lejana e imponente, fue amada por todos ellos.

    —Yo era su preferido; Pepito, tú sí que me entiendes. —Hasta le rompieron la nariz, cuando salió en su defensa contra un contrincante que la injuriaba.

    —Fue el único que se atrevió a pedir la pena de muerte.

    —No dudé un segundo, contra la opinión de mi mujer, de mi hermano, de la mayoría...

    La hermana de la caridad termina de peinar el escaso cabello blanco de la difunta. Su tarea, por fin, concluye.

    Hasta la mortaja le coloca ella a la señora, se persigna.

    ¡Como si no hubiera tenido hijas! Cuatro había procreado. Claro que una de ellas ya no era de esta tierra. ¡Pobre Rebeca, tan desgraciada!... Las hijas presentes se limitan a discutir sobre qué le pondrán. La mayor, la señora Inesita, ponderada y seria:

    —Debiera ser el vestido de seda natural morado, con que recibió el premio de la Academia de la Lengua.

    —No, sería mejor el vestido de novia —replica Luz, la más bella y romántica.

    —¡Qué ridiculez, como si ella no hubiera despotricado contra el matrimonio toda su vida y ridiculizado a mi papá! —exclama la menor, Iris, la graciosa y pícara.

    —Pongámosle mejor ese otro con que recibía en sus tertulias —decidieron por último las tres.

    Y con ese vestido gris oscuro, con lentejuelas en el escote y larga falda plisada, la amortajaron. Pero ni las hijas ni la nieta, Rebequita —que vivió su infancia con ella, que se suponía que la señora, fuera de ser su abuela, era también su madre desde los cuatro años, desde la tragedia—, tocaron a la muerta.

    Rebequita, la hija nieta de la gran señora, la hermana menor de Roberto-Tito-Joaquín, que dormía profundamente cuando todo sucedió.

    Rebequita, el retrato de su madre en lo físico y en lo espiritual: alta, desgarbada, como si el cuerpo le pesara, tan tímida que nunca eleva la voz ni expresa ideas propias.

    —¡Que Dios no permita que acabe igual!...

    —Tiene un pretendiente, se lo presentó a la abuela poco antes que empeorara...

    —Es católico, trabajador, serio, y de nuestra clase. ¡Ojalá la relación se formalice! Su madre debe estar protegiéndola desde el más allá...

    Poco la recuerdan ambos hijos; ninguna fotografía de ella en sus veladores, ni el hermoso cuadro en que aparece de quince años lo conservaron...

    La hermana de la caridad, entre letanías y rezos, prosigue su monólogo interior:

    —Yo sola la vestí, con la cooperación de don Miguel, antes que se pusiera rígida y no pudiéramos moverla. Las hijas y la nieta observaron en silencio. He asistido a numerosos muertos, pero nunca en toda mi larga experiencia de enfermera y religiosa había visto una familia tan fría, como que no quisieran ensuciarse las manos tocando el cadáver. ¡Pobre misia Inés, qué sacó con todas sus riquezas y poder! ¡Ánimas del Purgatorio, rogad por su alma!

    Con gran suavidad Miguel alza uno y otro brazo de la difunta. Él, por primera vez toca la piel de su protectora y maestra, y se siente cometiendo un sacrilegio.

    —Había que quererla como uno quiere a una porcelana, sin analizarla. Era una estrella en un cielo sombrío. Estaba convencida de que era infalible, como el papa, como la Corte Suprema. Era única, no habrá jamás otra Inés Echeverría, única, porque tenía condiciones positivas muy difíciles de tener y condiciones negativas también muy difíciles de soportar... Terriblemente apasionada, esa pasión la vertió en ella misma. Era tan cruel. ¡Cómo destruía seres y también los construía!... Yo fui de los favorecidos. Cuando tenía veinte años y ella vivía en la calle Salvador, fui a pedirle una recomendación, era un día muy frío. Tomamos el té, se oscureció, y al irme, ella me dijo en francés pronto va a caer la lluvia, tome esto. Era el paraguas más hermoso que he visto; es uno de los tantos paraguas de mi marido, que le encantaban y los perdía a cada rato. ¡Lléveselo, lléveselo! Yo, un don nadie, de provincia...

    En la antesala, contigua al salón, dos mujeres maduras, delgadas, de rasgos finos y enormes ojos claros, con las manos extendidas evocan:

    —Inés, tú que estás de tránsito, comunícate con nosotros.

    —¿Estás en paz ?, dinos algo.

    —¿Todavía no logras desprenderte de la materia?, avísanos, estamos aquí para ayudarte...

    Ximena y Carmen Morla, las amigas espiritistas de Inés, las depositarias de sus cartas de amor, las intermediarias entre ella y sus muertos del más allá, están preocupadas; el ánima de doña Inés no golpea los vidrios de la ventana dándoles señales de su bienestar o de algún mensaje para los que permanecen atados a la tierra. Pero no tienen prisa y se quedarán todo el tiempo necesario, junto a la ventana, esperando...

    —¿No debiéramos invitar a las Morla para que asistan a la misa? —expresa en voz alta don Leoncio, primo de la difunta.

    —Ellas están en trance, no las molesten... —susurra su hija Mercedes.

    Continúan llegando flores, telegramas de dentro y fuera del país. Se llena la casa. La familia es larga. Allí están los latifundistas, Ramón y Guillermo Noguera, los Larraín Alcalde, los Larraín Gandarillas, los Bello Codesido, los Echeverría Cazotte, los medio hermanos de la difunta, Vicente con su estatuaria mujer, Clemencia, y José Rafael con la bella Flora, hija de Eliodoro Yáñez, uno de los admiradores de misia Inés, que le abrió las páginas de su influyente matutino La Nación, para que la incipiente escritora se diera a conocer como periodista.

    Los escritores se mantienen agrupados en una esquina próxima al gran salón en que se vela a la muerta:

    —Prolífera, Iris, escribió más de quince libros.

    —Escribía tan bien en español como en francés.

    —Dispareja, algunos de sus escritos habrá que tirarlos a la basura.

    —Yo la encuentro interesante, en especial sus crónicas.

    —Pero ese libro sobre su hija, perdóname, es de una impudicia.

    —Pasó su éxito, la juventud no la lee.

    —Sin embargo, como periodista, ahí sí, nadie puede negar su talento.

    En ese instante, hace su entrada a la casa Hernán Díaz, Alone, el crítico literario más importante de esos años. Los escritores están desconcertados:

    —Ahora que Iris murió se atreve a enfrentarla. ¡Se portó pésimo con ella y le debía tanto!

    —Fue excesivamente duro, quiso destruirla como escritora. 

    Alone se aproxima al grupo:

    —¿Ustedes admiraron a Iris? Era deslumbrante, había que oírla y presenciarla. Nadie dominaba como ella el arte de narrar... Como escritora no deseo volver a pronunciarme.

    El deceso de doña Inés Echeverría Bello, viuda de Larraín, ligada

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