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Narrativa completa. Novelas I
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Libro electrónico1004 páginas15 horas

Narrativa completa. Novelas I

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Esta primera entrega de la Narrativa completa de José Miguel Varas reúne la totalidad de sus novelas, escritas y publicadas entre 1950 y 2007. La única excepción la constituye El viaje, texto creado alrededor de 1970 y que había permanecido inédito hasta hoy. La ubicación de obras como Chacón, La novela de Galvarino y Elena, Neruda clandestino y Los sueños del pintor bajo el rótulo de "novelas" puede parecer discutible, pues son textos que se encuentran a medio camino entre la ficción y el testimonio, entre la biografía y el reportaje, entre la literatura y el periodismo. Sin embargo, el propio autor consideraba artificial la separación entre estos géneros, estilos o formas de escritura, más allá de que los personajes fueran fruto de la imaginación o se tratara de personas reales cuyas identidades retrató y reinventó a la vez. Esta fusión de géneros, precisamente, constituye uno de los rasgos distintivos y el aporte más original de José Miguel Varas a las letras chilenas e hispanoamericanas.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 may 2018
Narrativa completa. Novelas I

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    Narrativa completa. Novelas I - José Miguel Varas

    José Miguel Varas

    Narrativa completa

    Novelas I

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2013

    ISBN: 978-956-00-0473-4

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Esta primera entrega de la Narrativa completa de José Miguel Varas reúne la totalidad de sus novelas, escritas y publicadas entre 1950 y 2007. La única excepción la constituye El viaje, texto creado alrededor de 1970 y que había permanecido inédito hasta hoy. La ubicación de obras como Chacón, La novela de Galvarino y Elena, Neruda clandestino y Los sueños del pintor bajo el rótulo de «novelas» puede parecer discutible, pues son textos que se encuentran a medio camino entre la ficción y el testimonio, entre la biografía y el reportaje, entre la literatura y el periodismo. Sin embargo, el propio autor consideraba artificial la separación entre estos géneros, estilos o formas de escritura, más allá de que los personajes fueran fruto de la imaginación o se tratara de personas reales cuyas identidades retrató y reinventó a la vez. Esta fusión de géneros, precisamente, constituye uno de los rasgos distintivos y el aporte más original de José Miguel Varas a las letras chilenas e hispanoamericanas.

    Prólogo

    La desaparición de José Miguel Varas en 2011 significó, y sigue significando, la pérdida de una gran presencia cultural en nuestro país. Escritor sobresaliente, que con toda justicia recibió el Premio Nacional de Literatura años antes de morir, fue además un testigo y observador agudo de más de medio siglo de vida nacional, en los mejores y peores momentos de nuestro acontecer. Si su trabajo inicial como locutor y programador radial lo mantuvo al pie de la noticia y al calor de la actualidad (la radio cumplía entonces un rol esencial en la formación del ciudadano), su actividad posterior como periodista y como director de El Siglo, uno de los principales órganos de la izquierda chilena, le permitió ampliar y profundizar el arte de informar, orientando y educando políticamente a gran número de lectores. En años del gobierno de Allende llegará a ser jefe del departamento de prensa de Televisión Nacional. Dentro de su país y fuera de él, sobre todo en el largo período de exilio que le tocó vivir, estuvo siempre pendiente de la represión que arreciaba en su patria y de los embriones mínimos de organización que surgían para combatirla. Como director de «Escucha Chile» en Radio Moscú y fundador y colaborador constante de Araucaria de Chile, quizá la publicación

    político-cultural más difundida del exilio, su lealtad y su servicio al país continuaron sin interrupción. Parco, sobrio (en el buen sentido de la palabra), renuente en general a las luces de la publicidad —algo «quitado de bulla», como a él le gustaba decir— se supo ganar el respeto y afecto de colegas y compañeros de lucha, e incluso de gente situada al otro lado del mapa ideológico. Su ausencia, hoy, es parte de toda una generación, una generación que por su edad y por sus valores retuvo en vilo la herida abierta por la guerra civil española, siguió de cerca las vicisitudes del conflicto mundial, sufrió y criticó los efectos de la guerra fría en el continente, vio alzarse en Cuba un horizonte de libertad, para asistir muy pronto a las catástrofes políticas y humanas del Cono Sur y a la lucha de liberación en Centroamérica. Al despuntar el nuevo milenio, en el momento en que Varas fallece, las cosas fluctuaban entre el color rosa del crecimiento económico y una honda desigualdad social que teñía todo de un amargo «color de hormiga»

    —expresión que emplea y le es cara en su Chacón.

    Termino estas líneas introductorias recomendando la lectura del prólogo a la reedición de Chacón (LOM ediciones, 1998), que ofrece lo que es a mi modo de ver el mejor retrato personal y profesional de Varas. Lo firma su colega, compañero y amigo, el periodista Luis Alberto Mansilla.

    En su trayecto de novelista, Varas cruza de punta a cabo la cronología de nuestra narrativa contemporánea tocándose a veces, en momentos particulares, con expresiones, movimientos y líneas estéticas que emergían en el orbe hispanoamericano e ibérico. Su obra, que se despliega tempranamente a partir de 1946, coincide y es prácticamente simultánea a la llamada Generación del 50. A esta se la ha visto con razón como un factor de renovación en la prosa y en las concepciones narrativas del siglo pasado. Con ella, una novela como Sucede, de 1950, presenta una relación paralela y divergente a la vez: paralela, porque también se da allí una fuerte voluntad de innovación en la forma novelesca; divergente, por cuanto el proyecto crítico e ideológico que la anima va en un sentido del todo contrapuesto. En Lafourcade, líder reconocido del grupo, y en Edwards, incluso en Giaconi (a todas luces el más original y genuino de la nueva pléyade), el foco reside en el individuo y en sus ritos de paso, en la familia, en los círculos estrechos de amistad y sociabilidad, y en temas de preocupación religiosa o espiritual; en Varas, por el contrario, ya en este momento inicial de su novelística la mirada se dirige al país, a la situación política nacional o internacional, a la desproporción candente entre dueños y desposeídos. Son dos Chile muy diversos, diametralmente opuestos, los que están representados en estas líneas narrativas: un Chile que pronto orbitará, políticamente hablando, hacia el campo democratacristiano, y un Chile popular, abscóndito, cuyos grupos y dirigentes principales son objeto de persecución y de cárcel en esos mismos años. De esto último, y de sus experiencias juveniles en esa época, Varas da un vibrante testimonio en el epílogo a su libro Los sueños del pintor.

    Durante el decenio siguiente, el de los sesenta, en que tal vez haya que situar el real punto de partida de la obra literaria, Varas va a ahondar —en sus relatos, en sus cuentos— la exploración del mundo popular y marginal. Ahora, un tratamiento cuidadoso y sensible de la oralidad adquiere relieve prominente. El habla chilena, el habla campesina, las variedades de la jerga urbana, etc., enriquecen la gama dialectal de sus personajes, que se retratan en dichos, en sus dejos lingüísticos, en el diálogo y, más que nada, en el arte de la pausa y de elocuentes silencios. Ellos darán origen, a menudo, a historias de risas y de lágrimas, que muestran por un lado su deuda con una gran tradición de realismo social proveniente de Manuel Rojas, González Vera y Alberto Romero, y por otro, su afinidad con autores coetáneos como Alfonso Alcalde, Sergio Villegas, Poli Délano y acaso con los ejercicios cuentísticos a que se entregó ocasionalmente Enrique Lihn (recuérdese su impactante Agua de arroz). Por otra parte, en aspectos de la modalidad constructiva del relato y en la manera de plasmar la relación entre ambiente y personajes, hay más de una convergencia con expresiones que surgían simultáneamente en México, en Colombia o en el Perú. A pesar de la inmensa diferencia con el universo humano y con los tics literarios del primer Vargas Llosa, hay ciertos detalles significativos que los conectan y emparientan. No hay que olvidar que uno de los cuentos de Los jefes (1959) —la colección inicial de relatos del peruano— se publica en el suplemento literario de El Siglo, probablemente cuando Varas era director del suplemento dominical (Varas empieza a trabajar en El Siglo en 1954 y asume como director en 1962). Estos cruces hispanoamericanos no eran insólitos en la época. Un caso resonante y de mayor envergadura lo constituirá el dúo La muerte de Artemio Cruz y el Alejandro Cruz de El lugar sin límites, textos que se suceden entre 1962 y 1967. No se trata de influencias mutuas ni aun menos de sentido único en una u otra dirección. Es que, en el contexto del decenio, se da una mirada o perspectiva común, compartida, en la mayor parte de los escritores latinoamericanos. Intelectuales por excelencia, les interesa conocer, estudiar, explorar la realidad que los rodea y de la cual forman parte. Unos intentan escribir la novela total de su país, sea México o el Perú, y en ella caben ciudades, instituciones, regiones periféricas —las tierras bajas del Golfo o la Amazonia y las aldeas andinas—; otro explora la gente que existe en el campo, en caletas de pescadores aisladas de la mano de Dios o en el mundo suburbano y de los barrios pobres. Así, en este momento de la obra de Varas, se establece una triple conexión con la mejor tradición realista, con la eclosión de una nueva temática subproletaria y, transversalmente, con proyectos que animan en común el área continental. Este ingreso del escritor en el campo hegemónico de las ciencias sociales es lo que, con brillo y solidez, en un libro de veras excepcional, mostró José Alberto Portugal en relación con el caso Arguedas (Las novelas de José María Arguedas. Una incursión en lo inarticulado [Lima, 2007]. Es, sin duda, uno de los aportes más significativos hecho por los estudios literarios de Hispanoamérica en lo que va del siglo).

    Cuando vuelve el escritor al país, en 1988, su narrativa dará un fuerte giro de timón. Aparte las narraciones «eslavas» del exilio —rusas, checas—, que se concretan más bien en cuentos y formas breves, su gran tríptico de las últimas décadas compartirá temas y preocupaciones que se ofrecen también, y se dan, sobre todo, en la narrativa española. La literatura posfranquista y las letras nacionales no guardan desde luego el paralelismo que suele señalarse en el plano político, como vías similares para entrar en democracia; pero, en lo que toca a Varas, es visible la afinidad que novelas como El correo de Bagdad o Milico exhiben con, por ejemplo, El dueño del secreto, de Antonio Muñoz Molina, o con Galíndez, la notable narración de Vásquez Montalbán. Idéntico rastreo de las huellas de una juventud bajo la dictadura en un caso, reflexión político-moral de igual profundidad en el otro. Esto significa que el intelectual que vio instalarse la dictadura, que pudo sobrevivirla, que vuelve al país a contemplar sus desechos, se inclina ante la sociedad con el mismo recogimiento, con la misma actitud ética y con igual mezcla de certeza e incertidumbres. Es el momento de sacar las cuentas, del gran balance humano y colectivo, la utopía de una justicia que nunca sobrevendrá. (Véase ahora el magistral libro de Luis Martín Cabrera, Radical Justice, 2012, que habla «justamente» de esto). Con todas sus evidentes diferencias, hay entre estos tres autores un temple común, una maduración que es producto de una madurez en vivo, es decir, al filo de lo mortal. Dicho pleonásticamente, crecimiento concreto —pues concreto viene de cum crescere—. Demás está decir que este sincronismo se produce independientemente en cada uno de ellos; no creo que se hayan leído entre sí, aunque es posible que Varas —lector ávido como era— haya dado en algún momento con uno que otro texto de Vásquez Montalbán. A este último le mencioné a Varas en 1997 cuando pasó por San Diego; no lo conocía. Personalmente tampoco recuerdo que en nuestras conversaciones

    —escasas, es cierto— Varas haya hecho referencia a su colega castellano-catalán.

    La genealogía del corpus literario de Varas es compleja y diversificada. En apariencia, es fácil poner etiquetas a sus obras: Sucede es un relato vanguardista o experimental; La novela de Galvarino y Elena es novela política; El correo de Bagdad es claramente un texto de clave internacional. Lo cierto es que esta aparente simplicidad resulta más bien engañosa. Si uno observa más de cerca, resalta la nervadura múltiple de cada una de esas obras, la variedad de sus fuentes, los géneros y formas narrativas que se imbrican y entrelazan. Todos ellos son textos híbridos, sui géneris si se quiere, mostrándose a la postre inclasificables. Sin mencionar Chacón y Los sueños del pintor, pertenecientes a registros y categorías distintos, los demás textos exhiben, sin ocultarlos, los subgéneros y entidades narrativas que los sustentan y que conforman su estratigrafía. Proyecto vanguardista y estrategia a lo Dos Passos se acoplan en Sucede, en una rara combinación que anticipa asombrosamente los collages que pondrá en práctica Cortázar veintitantos años después en Libro de Manuel; el paradigma folclórico, a través de una conseja o parábola campesina se instala en el corazón picaresco de Porái; el relato de viajes se une la novela ideológica y la experiencia socialista del mundo en El correo de Bagdad, a la vez que la novela de arte o de artista, casi siempre ambientada en la bohemia del siglo antepasado, se enmarca ahora en un paisaje de política internacional y de brutal dictadura. En este sentido, toda la producción de Varas —formas amplias y menores, inclusive su cuentística— representa un incesante laboratorio de invención, sobriamente original, calladamente original, en que formatos comunes y habituales dejan entrever a contraluz una armazón multifacética, ajustada con precisión para producir un efecto estético y emocional unitario. Sin excesos, parcamente, este escritor crea una singular artesanía narrativa que constituye hoy por hoy un capítulo esencial de nuestras letras contemporáneas. Más aún, en su oleaje final, ella alcanza a sumarse a lo que autores de la valía de Carlos Cerda (fallecido), Patricio Manns, Germán Marín y muy especialmente Carlos Franz están haciendo hoy en el formidable salto cualitativo que ha dado la narrativa nacional. El último, con la honda rabia de Santiago cero (1989), la vasta y admirable elegía de El desierto (2005) y el extraordinario «octaedro» que constituye La prisionera (2007), y pese a visibles disimilitudes estéticas, muestra una afinidad de fondo con el propósito central de Varas: la confrontación con la tragedia del país, el réquiem por el fracaso de una nación (dicho sea de paso, en su casa de Miguel Claro, Varas me estimuló una vez a leer a Franz. «Es de lo mejor que se está escribiendo», recuerdo que me dijo. Tenía plena razón. Creo que por la fecha aún no se había publicado la segunda novela del autor, El lugar donde estuvo el paraíso, 1996, que es la que prefiero. Y mi admiración incondicional va para La prisionera, una de las más notables colecciones de cuentos que ha producido la literatura chilena en el transcurso de su historia). En este aspecto señero de su dimensión cultural, Varas no perdía contacto con lo nuevo, con lo reciente, manifestando atención y simpatía generosa por las contribuciones que venían a iluminar el horizonte. Prueba de ello —entre varios ejemplos posibles— es la presentación que hizo del opus 1 de Eduardo Trabucco, Rutas circulares (Catalonia, 2009), valorando con perspicacia el interés de la obra como retrato y testimonio de toda una generación juvenil. Concluía sus palabras con este juicio positivo, buen espaldarazo al novel escritor: «En síntesis: una novela viva, juvenil, amena, llena de acción. Una ópera prima de sorprendente calidad». De seguro, a Varas le habría encantado saber que el autor presentado por él anuncia ya, este mismo año, su opus 3.

    Entre las sorpresas que trae esta Narrativa Completa, hay una, la de El viaje, consistente en la publicación de un texto inédito de Varas. Al parecer, y aunque se la feche en 1970, es una obra que el autor estuvo retrabajando hasta sus últimos días. Respetando el puesto cronológico que se le asigna en la bibliografía, quizá sea útil tomarlo como punto de inflexión en su trayectoria narrativa.

    El viaje describe el retorno de un muchacho pobre al lugar de su infancia, debido a la muerte de su padre. Para eso se desplaza desde Santiago hasta San Rosendo, la legendaria estación donde se hacían los transbordos en la red ferroviaria del sur. Todo ocurre tren adentro, en medio de monólogos y recuerdos de Justo, junto al grupo de gente del pueblo que viaja en los vagones: un vendedor ambulante, un ciego que canta valses y canciones de moda, etc. Los estímulos actuales remueven el tiempo y la conciencia del personaje, reconduciéndolo al mundo de una niñez triste, desamparada, semejante a la que el autor describirá en muchos de sus cuentos. Hay un esfuerzo del escritor por sumergirse en las experiencias y en la sensibilidad, tan difíciles de captar, de un niño marginal, primero campesino, luego suburbano. Hijo de una madre trabajadora y de un marinero que vuelve enfermo al pueblo, Justo no es parte de ningún triángulo edípico, pues este se resuelve en circunstancias bien concretas de miseria y humillación. Su vida es apenas un sobrevivir, casi siempre un subvivir. Según su costumbre, Varas narra todo esto sin falsa compasión, con ternura que fluye envuelta en una mezcla risueña y dolorosa: «Justo empieza a hipar de risa, mientras lo mira y deja de llorar. Riendo y llorando se queda dormido de súbito, como una piedra» ( p. 304).

    En esto, en su visión y defensa de la infancia desvalida, Varas se une a un alto grupo de escritores que propalaron idéntico mensaje de denuncia: se une a Lillo, a Mistral, a Rojas y a muchos más. Contra Gide y su dictum esteticista, la mejor literatura y las buenas intenciones van aquí de la mano, apoyándose mutuamente. Tratan ambas de desempedrar uno de los peores rincones del infierno social. Anarquismo de cuño cristiano o anarquismo a secas, jesucristismo tenaz en la mujer, moral comunista en nuestro autor, estas diversas posiciones éticas se hacen unánimes para condenar —más allá de cualquier ingenuidad moral— el trato que una economía, una sociedad, el Estado supuestamente «nacional» dan a la porción más débil de sus hijos.

    En otro párrafo, ya es posible contemplar enterizo el universo del autor. Observando a un vendedor que hace piruetas para atraer a sus clientes, piensa el joven protagonista: «Trescientos al bolsillo calcula Justo. Han de ganar bueno en esto, pensar que uno trabaja y trabaja por las puras arvejas. Pero este también trabaja, si es que la labia es trabajo. Bueno, pero aliviado: unos pases por allá, una mariguancia por estos lados, palabreo, palabreo, y ya está el pollo en la olla»

    (p. 275).

    Frase, párrafo, saber proverbial, dejo expresivo, gesto y sintaxis de la enunciación, todo está ya aquí. Es el Varas de los años sesenta, que prolonga y continúa lo que había iniciado magistralmente en Porái.

    Una observación final sobre el nuevo texto de Varas que nos es dable conocer por primera vez. Se refiere al título. Sucede, la novela pionera de mediados de siglo, lleva un título de significación temporal. Ahora bien, tanto Porái como El viaje recalcan sobre todo las fuerzas de espacialización que se hacen cada vez más relevantes. El primero es casi un deíctico, el segundo remite al doble espacio del tren y del medio exterior. El cambio quizá condense un proceso psicológico, harto comprensible, en que el sujeto traspasa el ámbito de su conciencia interna en que se reflejaba el curso del mundo para abrirse a un territorio real, propio, el de su país —un país que aunque presente y a menudo mencionado en la narración inaugural, le era aún ajeno, distante, inaprensible—. Porái es ahora una designación de rincones, de comarcas y parajes aledaños de Chile; como El viaje, es un recorrido concreto entre la capital y una estación del sur. Si hubiera alguna duda de que el real Varas comienza efectivamente con estos nuevos textos, este podría ser un indicio de verificación adicional. Un ambiente que en adelante le será (y nos será) familiar, una nueva geografía, emergen ahora para constituir el terreno de elección de la mayoría de sus cuentos y de algunas novelas posteriores. En ese par de novelas breves, situadas al inicio y al fin de la década, descansará como en dos firmes y finos pilares la construcción novelesca del autor (alguien me alerta que el término técnico nouvelle resulta ya afectado, incluso pedante; habrá que evitarlo como a la urticaria).

    Es bastante claro, entonces, que 1970 fija una línea divisoria en la producción narrativa de Varas —en su novelística, no en la serie numerosa de sus cuentos, cuya distribución es más entrecruzada—. Hay, por lo tanto, un antes de esa fecha, en que predomina el tipo de relato breve que acabo de describir; y hay sobre todo un después que, junto con una obra miscelánea no menos significativa, da origen a un trío de textos mayores, que ha extendido de modo decisivo la reputación del autor. Se trata, como es sabido, de El correo de Bagdad (1994), que mereció una pronta reedición en 2002; La novela de Galvarino y Elena (1995) y Milico, de 2007. El asunto de estas obras cubre por lo menos medio siglo de historia política y social de Chile, concentrándose en acontecimientos y fenómenos determinantes de la vida nacional más reciente. En su cronología objetiva, la primera —novela política y social por excelencia— destaca la participación de una pareja de militantes de base desde los años veinte en adelante, culminando durante el período de la Unidad Popular y sus secuelas de dictadura y seudodemocracia. La segunda, mucho más ambiciosa y de estructura complejísima, es la biografía ficticia de un pintor mapuche que conoce la dictadura iraquí en los sesenta, la Checoslovaquia socialista coetánea y que termina sumándose a la lucha de liberación que emprendía el pueblo kurdo. Finalmente, Milico, a través del retrato de un oficial del Ejército y de su contradictoria situación dentro de la institución, elabora un sondeo a fondo de la casta militar, tanto desde el interior de su conciencia de grupo como desde la gravitación externa que ha tenido en la vida del país. La represión en que se ve involucrado el militar no es la feroz que todos hemos conocido, sino la anterior, un poco menos feroz, que otros también conocieron.

    La novela de Galvarino y Elena es una obra que, por alguna razón, no ha provocado una reacción adecuada de parte del público. Yo mismo, cuando la leí por primera vez (había salido a luz poco antes), no la supe apreciar suficientemente. Es, de hecho, uno de los textos con mayor sentido de chilenidad que se han escrito en los últimos años. «Chilenidad»: «Palabra a mi entender famosa/ si no fuera tan infame», a la que siempre se debe tomar con pinzas. Pese a ello, en la novela de Varas adquiere una significación real, no externa, sino auténtica y esencial. En su retrato del hombre del norte, hijo de herrero y de mineros, y de una mujer intensamente dedicada a tareas de organización social; en la vida errante de ambos a través de la patria, hay no solo la encarnación viviente de luchadores sociales desde abajo (la expresión es de Varas, él mismo la subraya), sino la reconstrucción de todo un ethos laboral, político y humano, que Varas describe comunicándonos sus voces, con seriedad y con alegría, nunca con ironía, y con la «gran tristeza» que invade el final de la novela, cuando la parte del mundo en que ellos creían se ve derrumbada. Quedan proyectos para la mujer, más concretos y delimitados, menos universales sin duda: centros de madres, juntas de vecinos… Lo local se impone a mares hacia el fin de siglo. Si El correo de Bagdad termina en un clima de destrucción de las ilusiones e ideales colectivos, este relato un año posterior recompone un poco el ánimo y equilibra, digamos, «la moral».

    Es cosa de cortesía no hablar en un prólogo de todo o de mucho. Para evitarlo, sugiero al lector que dé un vistazo a las páginas iniciales de El correo de Bagdad y luego mire el capítulo final. Ojalá haya leído la novela previamente. Hallará, en todo caso, en las primeras una broma digna de provocar una carcajada homérica, ya que no borgeana. En la curiosa mazamorra idiomática con que se comunica el profesor judío-checo —un sefardí bien dosificado, con entreveros romances— se puede leer: «Vida es perra y nosotros estamos sus cachorros, va diciendo proverbio de checas tierras». La paremiología, axila viva de la narrativa universal, reducida aquí a esta dicción absurda, se enriquece más allá de la sapiencia y la ignorancia, desencadenando el simple y precioso estallido de lo cómico. Al final, cuando retorna el narrador al país en 1990, abraza a su madre, casi enteramente desdentada, y se pregunta si podrá entregarle el turrón de Alicante que le ha traído de regalo. El capítulo acumula las ruinas de un proyecto colectivo en que se ha creído y que está deshecho: restos del muro de Berlín, raudamente comercializados por la Bundesrepublik; gruesa literatura del Partido que yace en rincones polvorientos, etc. La mínima comunicación humana con la humilde compañera que cuida la sede se presenta a una luz ambigua, en mi opinión adrede, y la misma odisea del protagonista mapuche luchando entre los kurdos toma un aire de irrealidad, de pura ficción (obviamente, no sé si mi lectura es correcta o es que ha pasado demasiado tiempo entre 1994 y 2013). Vale la pena, sí, señalar que este extraño nexo mapuche-kurdo es de invención simultánea al quinto centenario, cuya única virtud fue quizá poner en el tapete la situación de los pueblos indígenas y de las minorías nacionales. El año preciso en que sale a luz El correo de Bagdad ocurre el levantamiento de Chiapas, cuyos efectos de irradiación tocan lo regional (la frontera sur de México), lo nacional (la lucha por la democracia en el país), alcanzando lo continental (el movimiento de los pueblos originarios) e incluso lo global (la resistencia a las políticas neoliberales). Hablando de otros tiempos y de otros mundos, la novela engrana perfectamente con el presente histórico ya cerca del 2000.

    En realidad, en esta obra decididamente excepcional, Varas parece entregarse al mayor tour de force narrativo de toda su carrera de escritor. Las variables que maneja son complejas y numerosas, de modo que la ecuación literaria que las integra adquiere ese perfil que solo llegan a poseer los textos clásicos. Estos, más allá de hechos y palabras que pronto se desvanecen en la mayoría de las novelas, fijan un territorio, captan una época, ahondan en personajes y situaciones que se graban para no olvidarse. Su misma cohesión determina una dilatación de sentido que les da vigencia y resonancia. Comprimido, concentrado en extremo, alcanza un maximum de apertura y proyección: tal es su pulsación formal y temática. Lo étnico (mapuche, judío, checo, iraquí), lo geográfico (Chile, Checoslovaquia, Viena, Mesopotamia), lo ideológico en sus varios registros, el extraordinario juego lingüístico que le significó al autor estudiar modalidades diversas del sefardí, lo artístico (pintura en su traducción verbal), etc., todos ellos son factores que se modulan con rara persuasión, con inmenso poder imaginativo. El lector ríe, sonríe, se entristece, juzga, aprende (la literatura es también conocimiento, aunque a veces se lo olvide). Novela epistolar en gran medida —por las cartas que escribe Huerqueo desde Iraq a su pariente en Checoslovaquia, y por la correspondencia de este a El Siglo— ella enriquece la gran tradición del género, cruza tiempos y épocas diferentes, creando un friso vivo de situaciones y acontecimientos que han marcado nuestra historia. La carta de amor, la carta discipular dan lugar a la carta crítica del viajero en tierras extrañas, tan representativa del momento de la Ilustración. Huerqueo no es el persa de Montesquieu o el chino de Goldsmith, pero puede ser un mapuche que observa con asombro lo que ocurre en Checoslovaquia y con horror lo que ve en Iraq. «Llevan el nombre de cartas —había escrito Cadalso en la introducción a las suyas— que suponen escritas en este o en aquel país por viageros naturales de reynos no solo distantes, sino opuestos en religión, clima y gobierno». ¡Nunca mejor dicho!

    Al ir terminando esta presentación, noto que habría sido necesario dedicar algunos párrafos a los textos heterogéneos incluidos en esta Narrativa. Me refiero por supuesto a Chacón, Neruda clandestino y Los sueños del pintor. De los dos primeros he hablado varias veces, y sobre el segundo he escrito con bastante extensión, así que no quiero repetirme. Baste indicar que ellos representan dos valiosos testimonios complementarios, uno sobre un gran dirigente de los trabajadores chilenos, otro sobre la génesis y formación del libro mayor de las letras latinoamericanas del siglo xx, el Canto General de Neruda.

    Los sueños del pintor es algo distinto. Surgido de una idea inicial de Alfonso Alcalde (Varas lo reconoce en el epílogo), consiste en una serie de conversaciones y entrevistas a Julio Escámez durante su exilio en Costa Rica. El pintor, célebre por su talento como narrador oral (a Neruda le encantaba hacerlo contar historias «a la manera del siglo xix»), habla de sus sueños y sus cuadros, en una suerte de biografía personal, de zonas del país y de su obsesión por los viajes. En ella, Varas vuelve a experimentar el difícil arte de reunir dos artes, pintura y narración, creando puentes de «traducción» entre una y otra, comentando «paisajes extraños, como de sueños», dándonos una increíble visión interior de la vida del sur y de las pellejerías del estudiante en la capital. Es, en cada una de sus páginas, un surtidor inagotable de historias. En otro respecto, las formidables páginas relativas a la Araucanía son, hoy día, de plena actualidad y tienen más vigencia que nunca. El libro, naturalmente, está a la espera de una consideración más detenida que haga justicia a sus muchos e indudables méritos.

    Conocí a Varas en casa de Joaquín Gutiérrez, que nos invitó a cenar, en compañía de Volodia Teitelboim, una tarde de mediados del 73. Había salido ya Historias de risas y de lágrimas, antología de «Quimantú para todos» que recoge algunos de sus cuentos y que selecciona también otros de Alfonso Alcalde, Nicolás Ferraro y Franklin Quevedo. Aunque el prólogo era mío, la nota introductoria a lo que correspondía a Varas la escribió el mismo Gutiérrez. Si mal no recuerdo, no se habló mucho de literatura en esa ocasión. El asunto principal fue la intentona de golpe que se había producido en junio de ese año, y que Carlos Prats, general en jefe del Ejército o ministro de Defensa, había podido desarticular con eficacia. Más cerca — uno o dos días atrás — se había producido un incidente que tal vez pocos recuerden hoy. Una mujer de la clase alta había seguido el vehículo en que se desplazaba Prats por la costanera, haciéndole gestos obscenos y dirigiéndole gritos aún más obscenos. Prats hizo detener su vehículo y con gran calma conminó a su agresora a cesar en sus ofensas. Al día siguiente, en primera plana o en un lugar destacado de El Mercurio, aparecía una instantánea de la escena, con un titular que decía más o menos esto:

    «El general Prats insulta públicamente a una dama». La operación había sido perfectamente montada. El golpe de Estado en femenino, la elección precisa como blanco de una de las pocas autoridades militares que podían oponerse al golpe en marcha (había que eliminar su prestigio, como lo eliminarían después, físicamente, a él y a su esposa en el cobarde atentado de Buenos Aires), la participación siempre «objetiva» a que la prensa nos tiene acostumbrados, todo engranaba a la perfección. La vieja clase alta —en este caso, una vieja de la clase alta, de las tantas que vimos vociferando para preservar la civilización cristiana en nuestro país— estaba otra vez allí, cual «señora de su querencia» o Quintrala fantasmal volviendo del pasado para aferrarse al rancio fundo colonial de la patria. Creo que todos captamos la significación del hecho, aunque no el alcance que adquiriría meses después.

    Cuando se produjo el golpe militar, una persona que me es cercana y que aún vive tuvo que estar junto a Varas en un punto de Santiago. Ella me contó —y confío en su testimonio, porque la conozco bien— que estaban allí Rodrigo Rojas, dirigente del Partido; Carlos Toro, subdirector de Investigaciones, y el propio Varas (más tarde se sumaría Bernardo Araya, dirigente sindical que sigue desaparecido). Estuvieron clandestinos un par de días, quizá una o dos noches. Cada uno de ellos tenía un viejo pistolón, con que pretendían defenderse si es que fuerzas militares o policiales identificaban el refugio. Sabían lo que les esperaba en el caso de ser detenidos. Por fortuna, pudieron asilarse pronto, Varas en la Embajada de la República Federal de Alemania, salvándose así del cerco a que estaban sometidos.

    Tiempo después, ya en democracia, le toqué el tema a Varas. Desvió la conversación imperceptiblemente, con discreción y cortesía, aunque creí entrever una leve sonrisa mental. Calló. No era su estilo ponerse charreteras de víctima ni laureles de heroísmo.

    Jaime Concha

    San Diego, agosto de 2013

    Novelas I

    1950-1995

    Sucede

    1950

    Prólogo a la primera edición de 1950

    Terminé este libro hace dos años. Si aparece recién ahora, no es culpa mía.

    La culpa es de los editores, a quienes no interesó, y de mi crónica carencia de dinero, derivada de mi ubicación social.

    Al cabo de estos dos años, he descubierto un editor excepcional: PAX, que ahora me presenta.

    SUCEDE se edita por fin, aunque demasiado tarde. No me interesa tanto como antes presentarla ante el público, puesto que creo haber logrado algo mejor en mis creaciones posteriores (inéditas a la fecha, naturalmente). Creo haberme superado técnicamente y estoy seguro de haber adquirido una seguridad ideológica de que carecía.

    SUCEDE es un día de la vida de un adolescente pequeñoburgués, descrito desde un punto de vista pequeñoburgués, con algunas incrustaciones de otra índole. Esto implica serias limitaciones. Sin embargo, insisto en publicar SUCEDE. Lo hago porque representa en mi formación una etapa importante y porque —a pesar de su orientación fundamentalmente destructiva— los elementos de crítica que contiene son susceptibles de una elaboración positiva.

    Espero, además, que produzca una cierta cantidad de benéfico escándalo.

    El Autor

    No hay olvido

    Pablo Neruda

    Si me preguntáis en dónde he estado

    debo decir «Sucede»

    debo hablar del suelo que oscurecen las piedras,

    del río que durando se destruye:

    no sé sino las cosas que los pájaros pierden,

    el mar dejado atrás, o mi hermana llorando.

    ¿Por qué tantas regiones, por qué un día

    se junta con un día? ¿Por qué una negra noche

    se acumula en la boca? ¿Por qué muertos?

    Si me preguntáis de dónde vengo, tengo que conversar con cosas rotas,

    con utensilios demasiado amargos,

    con grandes bestias a menudo podridas

    y con mi acongojado corazón.

    No son recuerdos los que se han cruzado

    ni es la paloma amarillenta que duerme en el olvido,

    sino caras con lágrimas,

    dedos en la garganta,

    y lo que se desploma de las hojas,

    la oscuridad de un día transcurrido:

    de un día alimentado con nuestra triste sangre.

    He aquí violetas, golondrinas,

    todo cuanto nos gusta y aparece

    en las dulces tarjetas de larga cola

    por donde se pasean el tiempo y la dulzura.

    Pero no penetremos más allá de esos dientes,

    no mordamos las cáscaras que el silencio acumula,

    porque no sé qué contestar:

    hay tantos muertos,

    y tantos malecones que el sol rojo partía,

    y tantas cabezas que golpean los buques,

    y tantas manos que han encerrado besos,

    y tantas cosas que quiero olvidar.

    Utensilios demasiados amargos

    El ropero era del porte de un buque. Serpientes oscuras lo recorrían. Tres espejos descomunales —capaces de reflejar cualquier cosa sin vacilaciones— cubrían el frente de sus tres cuerpos.

    Despeinado y alto, Juanito Chamorro se contempló en el espejo del medio.

    Gesto de harina sobre atril azul. Azul arrugado. Ningún traje jamás bien. Arrugan hombros espalda. Cerebro siempre arruga, pero no azul. Si lo es, lo niegan. Peculiaridad inverosímil, ¿producida por el huevo de la gallina araucana? Confrontar el folclor con la biología. El cromosoma araucano. Si el cerebro fuera liso. ¿Los chinos? Bolas de billar, con efecto contrario. Oriente y Occidente. Accidente evidente.

    Juanito Chamorro abrió la puerta central del ropero. Miró las ropas que colgaban de lo alto. Telones, cordajes entre bastidores. Cabría preguntarse («cabría preguntarse»: ensayística frase, perdón querido Ortega. ¿Y Gasset cómo est?) cabría preguntarse hacia dónde la embocadura, el escenario: pared del fondo (secreta, oscura, jamás visitada, arañas) o la puerta (espejo un lado; el otro, telón de corbatas). La puerta: el público va a los teatros a mirarse al espejo.

    —Horrible frase, estimado Juan.

    —Perdón, Juan.

    —Está bien, Juan.

    —¿Podría tenerme unas cinco frases —usted sabe, lo acostumbrado, 8 (ocho) o 9 (nueve) palabras— para el viernes sin falta? Sí, sí. Para decirlas en clase. Good good good.

    That’s you, that’s you?

    Yes.

    Juanito Chamorro caminó hacia el centro de la pieza. Se saludó en el espejo y se envió una mueca. Horrorosa.

    Salió.

    Lánguidos ojos fijos en el suelo, el Futre movía suavemente el labio inferior. ¿Rezaba?

    Artemio terminó de escobillarle la grupa. Con sus dedos inconclusos tocó la herida que tenía en la cruz. Se estremeció el caballo y Artemio le habló paternalmente.

    —¿Qué le pasa, Futre amigo? Le duele, ¿no? Aguante un poco. Hágase hombre. Lo vamos a ensillar, joven, y así con el peso y el movimiento, eso revienta y se limpia. Después, a la vuelta, una buena curación con agua calentita.

    Lleno de sospechas, el caballo movió las orejas y lo miró de reojo.

    El hombre cruzó el patio. Las ojotas mojadas iban dejando un rastro baboso sobre los cariados adoquines del suelo.

    El Futre movía la cola a intervalos, sin gran convencimiento, para espantar las moscas. Su labio inferior colgaba.

    Artemio volvió con sigilo y echó de pronto los pellones sobre el lomo. El caballo retrocedió con la cabeza alzada, rojas las narices. En sus costillas súbitamente destacadas, el dolor guitarreando escalas agudas.

    El hombre le hablaba con cariño, le palmeaba el cuello. Con la otra mano arreglaba traidoramente los pellones.

    El caballo se resignó. Palpitó cuando Artemio apretó la cincha y cuando le echó encima las árguenas repletas de cochayuyo.

    El viejo se rascó la cabeza. Apurarse para vender la carga antes de las seis.

    Tirando al Futre de la brida, cruzó el portón (todavía no han sacado el gato muerto ese que tiraron los de al lado) y salió a la calle.

    Salió a la calle. Caminó lentamente. Había una piedrecita en el suelo. La pateó con fuerza.

    Por el lado de las populares. Alto y fuera del field. Fulano: 1; Zutano: 0. Quince minutos de cualquier tiempo. Pasado fue mejor.

    La piedra se elevó con zumbido amenazante, chocó en la arista de la acera y golpeó en la puerta de una casa de enfrente. Juanito siguió caminando; indiferencia perfecta.

    La puerta aludida se abrió. Una empleada diminuta miró en todas direcciones. Segura, segura que golpearon. ¿Penando? Golpe fuerte como cuando murió la señora Juanita. Avisan martillazo en el techo, ¿en la puerta?

    Juanito Chamorro llegó hasta la esquina y se volvió a mirar con disimulo. La empleada había desaparecido y la puerta estaba cerrada de nuevo. Observó un instante las baldosas que, junto a él, las raíces de un árbol habían ondulado.

    Raíces vitales. Prometeo. ¿Prometido? Sí, tía. ¿Almorzar dónde? ¿Pickles? No, gracias. No otra cosa en domingos. Y domingo siete. Siete visto nomea cuerdo.

    Una góndola torcida, inflada de pasajeros, se fue acercando. A fin de cuentas qué tanta historia, aburrimiento dominical, inevitable. Lágrimas derramar, aburrimiento. ¿Lágrimas derramas? Domingo derramo. ¿De Ramos? Nay (negación shakesperiana, ridículas solteronas victorianas, ratón en el lecho, gato en la falda, nada en el pecho —posiblemente pelos— nicht). Alternativa: casa (padres, hermanito idiota) o tía amable horrible: «Sí, pues, te has perdido, tanto tiempo». Sonrisa, sonrisa, mostrar los dientes. Jamás nunca la verdad. «Mire, señora. Lo que pasa es que usted me parece asquerosa, y su familia me parece asquerosa, la comida de su casa tiene mucha pimienta. No quiero pickles. ¿Entiende? NO QUIERO. Virtual representación de la familia burguesa de la peor especie, la suya es. Como la mía. He dicho». Ella, ella muy dulce, sonriente, lunar con pelos: «Las cosas que dice este chiquillo. Pero, ven, ven cuando quieras, no te pierdas». Carajo, carajo, lo dice en serio uno, opinan muy joven, medio bohemio, muy natural a su edad, ya tranquilito, tranquilito. Demostrar superioridad, superior edad. Sociable ser. Acostumbrarse roce. Ejercicio sacrificio, beneficio, escapatoria del hospicio.

    La góndola se detuvo rechinando diabólicamente. Insecto ciego asaltado por las hormigas. Escarabajo. ¿O no es? Garage-insectario. Bichos ensartados postes alumbrado. Desinfección bolas naftalina de tamaño natural. Fin de año: presentar al Supremo Gobierno (Suprimo Gobierno, implanto adelanto). Un siete en tarifa, un cuatro en conducta. Orden y aseo bueno. Firmado por el apoderado.

    Juanito Chamorro saltó a la pisadera. A la casa de mi tía, monsieur, le conductor. ¿Le gustan los pickles?

    Artemio miró hacia atrás. Una herradura suelta chancleteando hace rato.

    El nivel del cochayuyo había bajado en las árguenas. El Futre resopló teatralmente para demostrar su cansancio. El viejo se lijó la cara con las yemas leñosas de sus dedos. Tomar un trago, cosa poca. Seguir vender lo que queda. La herradura.

    La iglesia de la esquina produjo campanadas.

    Llamando misa de once. Artemio se decidió: amarró a un árbol la brida del Futre y se encaró con él:

    —Usted me espera aquí. Tranquilo. A la tarde arreglamos la herradura. Si quiere va a misa, pero vuelve luego. No vaya a meter la pata no más.

    El caballo asintió. El viejo se ajustó la faja. De detrás de la oreja sacó un cigarrillo casi entero que había encontrado poco más acá de la fábrica nueva, ahí donde trabajaba el Pedro, que les daban esas máscaras para que no tragaran pintura.

    Empezó a fumarlo. Aspiraba el humo, lo retorcía, lo metía más y más adentro, hasta licuar los gordos dedos de los pies, y luego lo iba acumulando quién sabe dónde. ¿Por eso estaría tan arrugado?

    Cruzó la calle y entró a la Bodega de Frutos del País que había en la vereda de enfrente.

    El Futre pensó en dar una patada contra el suelo. Alcanzó a tener alzada una pata trasera, pero cambió de opinión. No vale la pena, él no tiene la culpa.

    Forcejeando, Juanito Chamorro logró entrar en la góndola.

    Reses pálidas al matadero, sin la nobleza del espanto. Frase. Fábricas siderales: techos de góndolas colgando de cuatro grúas ubicadas en los vértices de un rectángulo imaginario. Hacia abajo del techo, los almácigos: manillas de cuero. Riego cuidadoso, caucho líquido, pipí y algo más. Germinación pronta, producción de hombres. De la manilla la palma primero, los dedos pétalos. Flor mano completa (Deshojar mano: me quiere mucho poquito nada: mentiras de las articulaciones). Empuñada: fruto. Pero degenera, provecta, proyecta brazo, cuerpo, cabeza, pies. ¡Pies! ¡Pasajeros listos! ¡Veinte minutos para almorzar en Rancagua! Transbordo Las Vegas. Pasajeros listos, completos colgando del techo. Emparejar el nivel de las piernas. Cortar algunas, estirar otras. Si demasiado largas, sacar al hombre entero, lanzarlo a caminar por la vereda: esa gente que da vuelta los vasos «sin querer» y que se golpea la cabeza en el marco de la puerta, perdón. Algunas mujeres colgadas de sus manillas, los pies a rebrotarles comienzan. Raspárselos a tiempo. En la de no, otra mujer duplica réplica hacia abajo, igual pero despeinada, con los muslos al aire, calzones amarillitos.

    Juanito Chamorro estornudó fuertemente. Quedó por un instante vacío de ideas.

    El llanto, inerte y débil, estaba a su lado desde hacía rato. Había una mujer y, sobre sus rodillas, una guagua de cara transparente. Juanito Chamorro sintió angustia.

    Mueca sin huesos. Ganas de pisarla. Cara de viejo malo. Llora que te llora. Las manos, garras sin huesos. Linfático no sanguinis. Hemoglo. Debajo los pañales no forma humana, sin piernas, ni nada: otra mano chiquitita achuñuscada. Llora y llora molestar hostil. Pálido horrendo. ¿Lacras? «Condiciones económico-sociales desfavorables, señor, agravadas por falta de higiene, gente cochina y floja, señor». Madre espesa descolora. ¿Molusco en hembra humana? Pulpo.

    La mujer sacudió a la cosa pálida con brusca ternura. El llanto se quebró en trocitos simétricos.

    Una lavandera se dejó caer en un asiento recién desocupado. Sobre las rodillas, una bolsa blanca. Bolsa de ropa sobre bolsa de ropa. Senos guateros.

    1 toalla vagamente ensangrentada

    2 camisas manchadas de rouge

    8 pañuelos de sopa

    7 pañuelos de postre

    3 pañuelos de café

    2 velos blancos ¿o negros?

    adentro de sus senos.

    Artemio se zambulló en el vino con los ojos místicamente entrecerrados.

    —Hasta verte, Cristo mío —dijo el del mesón.

    Don Bruno lanzó una cuidadosa carcajada dientes de oro y siguió leyendo su diario, los ojos fruncidos y los labios articulando cada palabra trabajosamente.

    Artemio regresó. Suspiró al dejar el vaso sobre la mesa.

    —Buen vino. Su poco aguado no más.

    El del mesón protestó vagamente.

    Don Bruno carraspeó.

    —Hay que ver eso de la bomba atómica. Si estos individuos no hay duda que constituyen eficacia, pues.

    Artemio arrugó la frente:

    —¿Qué es eso de la atómica? Algo me han dicho, pero poco es lo que uno entiende.

    Don Bruno dobló el diario y tosió exactamente.

    El del mesón se acercó a escuchar, con las manos escondidas bajo el mandil.

    Cristóbal limpiaba innecesariamente la mesa vecina. De qué hablaban los viejos.

    —Los átomos son unas cosas chiquititas —don Bruno indicó el tamaño aproximado entre el pulgar y el índice—. Apenas se ven, pero tienen una fuerza tremenda, sobre todo cuando revientan. Usted sabe, como las pulgas. Hay que ver los saltos, con lo chicas que son. Dice mi compadre García, él es muy fijado, que le echa un kilo de pulgas a una yunta de bueyes y que le gana. Lo único, que a ver cómo lo hace para enyugar un kilo de pulgas...

    Meditabundo, Artemio se comía las uñas. Don Bruno dijo:

    —Cada persona tiene su átomo. Yo tengo mi átomo, usted tiene su átomo. Todos.

    Cristóbal se mordía los labios. Por eso que el padre dijo en la misa que esa bomba es pecado. Mortal. Que se van a ir al infierno todos los gringos que la hicieron. Por eso y porque se divorciaban y porque se besaban en las películas y que en España esas cosas no pasan. Los que hablan de la bomba, ¿también? Ya lo veo a don Bruno todo acalorado arrancando un diablo pinchándole el poto.

    Artemio sacudió la cabeza. Sabe don Bruno. Ha ido a la escuela y todo. Ahora claro no tiene que trabajar ni nada. Jubilado y tranquilito. ¡Uno fregado todo el día!

    Golpeó sobre la mesa.

    —A ver, a ver... Un traguito para los amigos.

    La Marta: Mira, Artemio, no te vayas a tomar la plata.

    Artemio: (Airado) No, mujer. Te digo que no. Si pareces culebra de desconfiada.

    El hombre del cochayuyo se había quedado un momento pensativo. Golpeó más fuerte que antes.

    —¡Trago para todos, qué mierda!

    Explicó ansiosamente:

    —Lo tomado, lo bailado y lo gozado, no se lo quita nadie a uno. Nadie.

    Don Bruno lanzó una cuidadosa carcajada de oro.

    La góndola dio un barquinazo.

    Una mujer de rojo se afirmó contra Juanito Chamorro. Estaba parada con el cuerpo torcido, quebrado en la cintura y se veía asimétrica, provista de una sola gran cadera al lado derecho.

    Mujer con sidecar. Llevar tres mocosos llorones o un faquir con las piernas cruzadas con turbante blanco pañales de guagua sujetos alfiler de gancho. Oiga, gancho, ¿usted es el que toca la flautita?

    La mujer tenía labios gruesos, partidos al medio. ¿Con huellas de dientes? Despedía un olor así, apenas, fruta puesta a madurar ropa blanca.

    Juanito Chamorro levantó el brazo derecho y colocó la mano, napoleónicamente, entre los botones de la camisa. Hundió los nudillos en el seno de la mujer.

    Ella se agachó un poco (en qué calle iban) y se apretó más contra él. Juanito pellizcó suavemente la impellizcable superficie.

    Espesas como ulpo. Amaestradas, tranquilas, tendidas de espaldas, mansitas se agachan, cierran los ojos. Despertarlas, tocar pezón... tilín.

    En el centro del pasillo, entre mucha gente apretada, el Filudo sonrió desvaídamente con la actitud, casi con los hombros. Su mano derecha (él, nada que ver con ella) entró en el bolsillo del caballero gordo. El caballero transpiraba ruidosamente, vestido de negro. La mano buscaba. El Filudo estaba resignado: esta mano me va a matar a disgustos.

    El caballero giró de pronto la cabeza y descubrió el brazo metido en su bolsillo.

    Lamentable perro invernal, el Filudo sonrió con la actitud, con los hombros, y movió la cola. La mano cogió la cartera y retrocedió.

    —Drlabroglob —hizo el caballero. Luego, con esfuerzo—: ¡Ladrón!

    Ya el Filudo comenzaba a escurrirse por entre la gente. El gordo señor apenas alcanzó a cogerlo de la chaqueta. Lo sujetó gritando mucho y tironeando la correa de la campanilla, para que la góndola se detuviera.

    El chofer hizo un gesto de furia. Como tontos. Tocar tocar. Llevarse la campanilla para la casa. Van a ver. ¿Tocan? No paro.

    Aceleró. Había confusión, preguntas, miradas de reojo. Colgado de la histérica campanilla, un zapatito de guagua, mascota, bailoteaba inocentemente.

    Al primer grito, Juanito Chamorro escondió la mano derecha, cóncava y sudorosa. La mujer lo miró de un modo ambiguo y bajó la cabeza.

    El Filudo quiso escapar, pero lo tenían agarrado muy firme.

    —Guarde, señor. No me rompa la chaqueta —murmuró. Y lanzó de pronto la cartera por la ventana. Que se joda por idiota. Alguien la agarrará afuera.

    El caballero gordo aullaba y tocaba la campanilla. Ahora, con método.

    En la cara del chofer, un gesto terco. La góndola corría velozmente. Voces confusas: por qué no para, un carabinero, pare pare, robándole la cartera, ese caballero guatón que... pare hombre, no.

    Juanito Chamorro volvió a colocar la mano ostentosamente entre los botones de la camisa e inició un movimiento de aproximación hacia la mujer de rojo. Ella endureció la cara y, rechazándolo de súbito, murmuró:

    —¿Qué le pasa joven? ¿Está nervioso?

    Aunque Juanito trató de lograr una expresión cínica, lo estaba. Se arregló la corbata. Miró por la ventanilla: sobresalto. Ya se había pasado varias cuadras.

    ¿Bajarme caminar tía? No muchas ganas. Seguí de largo; ergo, no ambiente. Góndola no para. Seguir final del recorrido ver cómo es. Volver después almorzar casa normal.

    Artemio llevaba al Futre de la brida. El aliento del caballo le cosquilleaba la oreja. Cuchicheaba.

    Tembleque tengo las piernas tembleque tengolá temblequetén golá gola. Don Bruno sírvasepuesporfavornoseacorto otra caña mo.

    (cantando) cañamito mote

    toquel pito

    y cobre rebote. (Enojado) ¡Pero si el cabro no sirve nunca!

    Artemio se detuvo. El Futre lo topó y lo hizo tambalearse. Siguió caminando, callado y pensativo.

    Vino tinto. Vino tonto. Vinolio tintolio. En tiempo de los apostóles los hombres eran muy... muy ¿muy qué? algo óles. Se subían a los arbóles y se comían los pajaróles. Oles. ¿Oles como hede? Agua echarle. Agua pura, no vino. ¿Por qué no vino? Se quedó en la casa.

    La Marta: (Ya no enojada, con esa cara que a uno le da más rabia) Te dije, Artemio. ¿Viste? Vender cochayuyo y tomar vino. Curado como trapo.

    Artemio: (Gritando) ¡No! Si yo nunca.

    Se detuvo otra vez. El Futre lo imitó. Una góndola torcida, inflada de pasajeros se venía acercando. El hombre la miró con furia.

    Cochinos. Árguena con ruedas. Cochinuyos. Vendo cochinuyos baratos. Para leña invierno. ¿Y las astillas? Las sillas pues. Las de la cocina son buenas p’astillas. Pastillas para la tos invierno, abríguese comadre que no la agarre un aire. Tos tis tu.

    Ya la góndola estaba encima. Algo saltó por una ventanilla y cayó en el árguena del lado izquierdo. El hombre quedó perplejo. Reaccionó cuando ya el vehículo se alejaba.

    —¡Desgraciados! Tirando cosas para afuera. Como niños chicos. Menos mal no escupieron. Muy re cochinos.

    El Futre meditaba. Artemio dio la vuelta por detrás de él (no crea, si no patea nunca) y se inclinó dentro del gran canasto. Entre el cochayuyo estaba lo que habían tirado.

    Artemio escondió la cartera con rapidez instintiva. ¿Habrán visto? Sus buenos pesos, gordita. Como la Marta. No tan fofa.

    Doña Rosalba: ¿Y todavía no llega?

    La Marta: Si es como animal. Como si no tuviera mujer cuando toma.

    Doña Rosalba: ¿Y no le muerde la conciencia?

    La Marta: De morderle, claro. Pero entonces más toma, para que no le muerda. Mejor fuera que no tuviera conciencia.

    Allá en la esquina, un carabinero miraba fijamente. El estómago de Artemio dio una vuelta de carnero. ¿Por qué tanto mira? ¿Habrá visto? Tres años y un día como al Juan. La Marta llevando la vianda. «¿A dónde va, linda? ¿A quién va a alimentar? (¿Creís ques alimento?). Está de comérsela... No, pues: la vianda». Sigue mirando pájaro verde paco puesto en la esquina.

    Bostezó el carabinero Verdugo. Se sacó la gorra para rascarse la cabeza. Observó la lenta aproximación de Artemio. Medio curado el amigo. Darle un buen susto.

    Detrás de Artemio, el Futre venía muy serio. El hombre estaba asustado. ¿Para qué mira? ¿Habrá visto? Si pregunta le digo. No fui, yo. Cayó no más y la recogí.

    El carabinero empezó a fruncir el ceño. Darle un buen susto. Fijo no me va a creer. Estos son izquierdos de malos. Ponen electricidad para que digan todo. Les pegan harto con la radio bien fuerte, la ponen para que afuera no se oigan los gritos. Matan de a poquito por los pies primero. Electricidad en las bolas les ponen. Pegan en los riñones.

    El carabinero Verdugo dio un estirón a su muy corta blusa. Avanzó. Ahuecó la voz.

    —¿Qué le pasa al amigo? Su par de tragos adentro, ¿no?

    Artemio casi lloraba.

    —No fui yo. Iba pasando no más y la tiraron por la ventanilla. La recogí, claro, pero no sabía que estaba prohibido.

    El Verdugo cogió al viejo por los hombros y lo sacudió.

    —¿De qué estás hablando, idiota?

    El hombre del cochayuyo lloraba francamente. Sabía yo. Siempre pasa algo. Mi tata viejo decía siempre: Artemio te pusimos cosa que nunca te dé por tomar. Lo mismo que nada inútil.

    El carabinero lo soltó. Ya está bueno. Vacilante, el viejo se tocó el cuello.

    —Disculpe, señor carabinero. Le juro que fue sin dolo. —Forcejeó entre la camisa gris y la faja. Sacó la cartera—. Tome. Se la doy no más para que vea que no había nada de intención, le juro. Cayó no más y la recogí. Ahí estuvo todo. Pero de robar... nunca. No. Eso sí que no.

    El carabinero Verdugo cerró la boca con esfuerzo. Recibió la cartera. La palpó antes de guardarla.

    —Está bien. No digo nada.

    Giró y se alejó majestuosamente. La blusa le quedaba ancha y corta. El cin- turón, muy apretado, le formaba grandes arrugas y la levantaba como una cola de pájaro. Artemio lo miró. Buena gente al fin y al cabo. Ni supo cómo. Medio lesa la autoridad.

    Miró maliciosamente los tres rugosos billetes que había escamoteado un momento antes de la cartera. Ni nada que alegar la Marta. Treinta pesos enteritos. Quizás si no fuera un mucho. Tomar un tragullo: una poquedad. Después a la casa. Cuestión que no toque un muchachón alelado como el otro, sirva luego y parejo.

    Juanito Chamorro pagó el boleto.

    —¿Aquí da la vuelta?

    —Sí, joven.

    La calle tenía amarillentas casas de un piso con ropa colgada y chiquillos; en la otra vereda, potreros musgosos: canchas de fútbol innumerables. Había árboles sucios y un cequión bordeado de zarzamora.

    Juanito Chamorro miró el interior de la góndola, casi vacío ahora. Un conscripto tosía acompasadamente. Tan flaco, carne retirada hacia los huesos, por eso los pelos largos. Marcha forzada, fusil al hombro, zapatos duros, tierra, el ciego sol, la sed y la fatiga. Olor a infantería. Señores oficiales limpiecitos, cuello lavadito, botas lustradas ordenanza de rodillas, convendría cortar piernas ordenanzas nunca falten lustrar botas, de punto fijo, capaz que echen raíces. Falta de disciplina, calabozo, desertor. Arrestado por toser: sí, señor: su tos no tiene compás confunde al tambor: grave falta disciplina.

    Una mujer gorda, toda de café, (¿manda? Virgen del Carmen, perpetuo socorro, SOS, prácticas primitivas, disciplinas, cilicio, milicia, Sicilia, la dorada sílice, sífilis, sílfide, s’il y avait) leía un misal. Apoyado con negligencia en el marco de la puerta, el cobrador conversaba con el chofer. Los faldones de la cotona aleteaban.

    Gente aburrida. «Se prohíbe hablar con». Absurdo, mismo riesgo, chofer siempre borracho, el mismo riesgo. Terrenos de riesgo o de rulo. Mandas para acabar sequías, incendio sementera, cementerio de semen era, gran campo masturbación. Feto subterráneo, mi tierra natal. Allons enfants de la patrie.

    Había un zapatito de guagua, de lana celeste, colgado de la campanilla.

    Mascota. Guaguas descuidadas: zapatos por todas partes. Guaguas de riego (quién con niños) y de rulo. Rubiecito rulo enroscado cuidadosamente alicate maternal, exposición de niños bonitos, premio a la eyaculación más feliz. Guaguas olvidadizas, zapatos diseminan. Sabios distraídos lampiños. Foto de guagua con anteojos, tontas películas yanquis. Divisas escasean indispensables para. ¿Divisas solución?

    Viva yo.

    No seas egoísta, Juan.

    Viva el yo.

    No seas egocéntrico.

    Viva Marx y yo.

    Eres rojo. Que te linchen, pero con i griega. Lynchen.

    Juanito miró por la ventanilla. Ahora había edificios grandes y unos autos muy serios parados frente a ellos. En la esquina, una mujer con los tobillos mugrientos daba de mamar a una guagua y le despiojaba la cabeza. Moscas.Juanito Chamorro rechazó su angustia. No nunca reaccionar sentimentalmente. Fenómeno social siglo xx. Monos gibones África central, ecuatorial, septentrional. No conciencia ellos mismos de sí mismos, no mismos. No es lo mismo. Nunca lavados agua tibia. Jaboncito espumo. Mujer limpia. Personas más limpias que otras. Limpias de adentro, sonrisa brillante, norteamericana, secretaria rica recién bañadita. ¿Limpieza de sentimientos? No necesariamente. Nekesaria. Y gran número de adverbios terminado en mente. Et kétera. Lucía siempre recién lavada lucía. Huequito ahí detrás de la oreja. Pelito. Besar succión o casi mascar apenas. Repugnante fetichismo que.

    Perdón. Usted no conoce a Lucía.

    No.

    Alors, shut up. Lucía: pretérito del verbo que te dije. Futuro dar de mamar como la otra, pero limpia. Presente: besar besar seno búsqueda pezón pequeñas pecas. ¿Pecas? No peques para librarte de ir a *. Ediciones inglesas nunca «infierno», es feo. ¿Asterisco? Pero entonces novela francesa antigua. «En el año de milochocientostrespuntos suspensivos volvía yo de astericó (sur Rhóne) cuando el duque de trespuntosuspensivos me aseguró que x le había contado una historia muy escabrosa». Senos lucían relucían. Con un poquito de sal, aconsejables antes del desayuno. Repugnante fetichismo. No, si ya le he dicho que no.

    Un niño pasó corriendo delante de la góndola para rescatar la pelota de trapo. Juanito Chamorro miró hacia afuera. La próxima esquina bajarse. Se levantó y se instaló en la pisadera. El viento por el cuello, un poco helado. Capitán de navío. Goleta sobre el mar embravecido. «Goletito» por aquí.

    Otro chiste comme ça, y mueres.

    ¿Muero?

    A mis manos.

    Será un honor.

    Gracias.

    Para tus manos. Wilde. Traducción literal liceo: salvaje, e. Lingvistik. Ja vol., Vossler.

    Se bajó de un salto. Cruzó la calle y se detuvo poco más allá de la esquina, en su casa. Blanco-amarilla. Amarilla abajo, de perros primero, después de azufre alejar los perros. ¿O a la tía María? Cosa infernal. Dios me libre. Ave María purísima, sin pecado pero con cebida.

    Habían podado los árboles muy tarde y con demasiado entusiasmo. Los troncos cortados simétricamente brotaban recién, a seis días de fin de mes. Escenografía absurda, inaceptables estilizaciones. ¿Inaceptables? Sí, pues. Jamás punto de partida concreto esquematizationibus así. Pero pero, estos son árboles reales. Bueno, basta.

    Grandes bestias a menudo podridas

    El Juvenal lanza la piedra. Vuela zumbando y llega a la parte donde el río hace curva, antes del raudal hondo donde venían al baño los de las casas. Choca en una roca grande —la que tiene una cruz negra de cuando vinieron esos jóvenes con anteojos que andaban en camioneta, tenían unas carpas harto buenas, el Chuma les robó un pedazo de lona, eso sí que lo pillaron— salta y rebota en otra, en otra, hasta caer cerca de la orilla, clop.

    El Juvenal se mira la mano. Vuelve la cara para ver si el Daniel ha visto. Sentado en el suelo, el Daniel se estudia la planta del pie derecho, leñoso y romo.

    Le habla con enojo:

    —¿Qué tanto mirarte los cascos?

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