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Las Pantuflas de Stalin y otras historias
Las Pantuflas de Stalin y otras historias
Las Pantuflas de Stalin y otras historias
Libro electrónico148 páginas3 horas

Las Pantuflas de Stalin y otras historias

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A través de los tres relatos que componen "Las pantuflas de Stalin y otras historias", el autor nos permite leer una versión heterodoxa de ese monumental proceso histórico que es la revolución soviética. Dos grandes protagonistas (Lenin y Stalin) son retratados por dos actores secundarios. La veterana bolchevique Margarita Vasílievna Fofánova (una sobreviviente) cuenta en 1970 episodios desconocidos de la víspera de la Revolución rusa, cuando dio cobijo clandestino a Lenin en su departamento, en el texto "Lenin conspirando sin pera ni bigote". En "Formación de un académico", a través de una novelesca biografía, Varas nos presenta a José Griguliévich, un heterodoxo intelectual militante que mediante un humor sagaz, punzante y medido, relata una serie de anécdotas, chistes, rumores, parábolas y sucesos de su experiencia como agitador, funcionario, agente secreto, diplomático, escritor y académico, retratando desde diversas aristas el comunismo soviético. Fue Griguliévich quien relató a Varas la "anécdota" que da origen al cuento "Las pantuflas de Stalin", que inicia el volumen.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento21 mar 2017
ISBN9789560007865
Las Pantuflas de Stalin y otras historias

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    Las Pantuflas de Stalin y otras historias - José Miguel Varas

    José Miguel Varas

    Las pantuflas de Stalin

    y otras historias

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2015

    ISBN Impreso: 978-956-00-0786-5

    ISBN Digital: 978-956-00-0915-9

    A cargo de esta colección: Jorge Fondebrider

    Diseño de portada: Estelí Slachevsky.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Las pantuflas de Stalin

    La mujer encargada de atender las necesidades domésticas de Stalin (la llamaremos Viera Pávlovna y la podemos imaginar –nunca hemos visto un retrato suyo– con una cara ancha de campesina, el pelo recogido en un moño, diente de oro y traje-sastre negro, recortando en rectas severas sus vastas curvas) hizo la cama del Supremo y dejó, como siempre, las pantuflas bajo el velador.

    Eran de color verde, con filigranas doradas y bordados en espiral de color azul y rojo. Terminaban en punta. Babuchas orientales de refinada artesanía que él había traído, seguramente, de su tierra natal georgiana años atrás.

    Viera Pávlovna notó que las pantuflas estaban muy gastadas. Las tomó nuevamente y al darlas vuelta y mirarlas de cerca observó con asombro, con cierta inquietud, con franca preocupación, con angustia, que la derecha tenía en la suela un agujero, por donde cabía holgadamente su dedo índice.

    Frunció los labios y los pequeños ojos azules en un gesto que el personal de la dacha¹ conocía y temía: Él no podía seguir usando semejantes pantuflas.

    Pero, ¿dónde encontrar unas nuevas e iguales?

    ***

    Desde que regresé a Chile, en septiembre de 1988, después de 14 años, 8 meses y 19 días de exilio en Moscú, no pocas personas me conminaron a escribir un libro, un artículo, una crónica; a dar una conferencia, una charla, un informe, una clase sobre la Unión Soviética; a compartir mis experiencias, mis conocimientos, mis luces (¿cuáles?) sobre la perestroika, la Revolución, las contradicciones, Stalin.

    No me las doy de sovietólogo. No sé ni pretendo saber más que otros sobre la Unión Soviética, aunque haya pasado allí más tiempo que otros. Parece que a algunos les cuesta creerme, pero es verdad: durante aquel prolongado exilio, tuve mi atención concentrada de manera permanente y obsesiva en Chile. Hasta tal punto que Moscú, el inmenso país, el mundo real del socialismo real, fue en aquel tiempo un entorno que percibí de manera algo distraída, en un état second, como dice Eduardo Labarca (y los franceses).

    Por lo tanto, mi percepción del último decenio de Brezhnev, de los períodos absurdamente breves de Andropov y Chernenko y de los primeros tres años de Gorbachov, fue cualquier cosa, menos científica. No estuvo acompañada de un esfuerzo de información e interpretación. Pero existió de algún modo. Están los largos años vividos, aquellos rostros, la cola del vodka y la cola de las botellas vacías; los lentos crepúsculos del verano y las ráfagas atroces del invierno esperando el autobús; la bábushka² sentada a la puerta en un banco verde de palo con botas de fieltro y el pañuelo de color cáscara de papa amarrado a la cabeza; el curadito del edificio a quien le regalé mi abrigo viejo; el olor a repollo hervido de la escalera y el olor de los pepinos salados (que me hace llorar a gritos).

    Entonces, siento que debo ceder a la exigencia, que es también mía, una picazón de conciencia. Escribo sobre lo que he visto y oído. No me voy de tesis, no teorizo. Intentaré contar simplemente cómo sentí la presencia de Stalin y del stalinismo en el recuerdo de la gente soviética con la que tuve una relación cercana.

    Cuando llegamos a Moscú en 1974, mi familia y yo, a 20 años del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética y de las revelaciones posteriores, que no escasearon durante el «deshielo» de Nikita Jruschov, eran pocos los que recordaban o los que querían recordar aquellos crímenes horrendos. Predominaba más bien un recuerdo admirativo y nostálgico de Stalin, a veces no exento de un escalofrío de temor.

    En los cines, la gente aplaudía cuando aparecía Stalin, y aparecía con frecuencia en los numerosos filmes dedicados al período de la guerra. Lo personificaba, generalmente, un actor georgiano que se esmeraba en cultivar su parecido con él, en imitar sus movimientos, sus gestos, su voz. Lo veíamos paseándose y fumando su pipa con extrema lentitud, vistiendo su guerrera blanca de mariscal y diciendo con pesado acento georgiano: «Yo no cambio a un mariscal por un soldado». Según la crónica histórica, o la leyenda, esa fue su respuesta cuando un emisario le transmitió la proposición de los alemanes de canjear al mariscal von Paulus, prisionero de los soviéticos desde Stalingrado, por el hijo menor de Stalin, prisionero en un campo de concentración nazi. El episodio aparece, si mal no recuerdo, en la película Liberación de Serguei Bondarchuk.

    Los jóvenes choferes de los autobuses solían tener el retrato del «Bigote» en un lugar prominente de la cabina. En algunos mercados se vendían, un poco bajo cuerda y sumamente caras, fotografías suyas muy retocadas, reproducciones de reproducciones de viejas revistas.

    Había viejos y viejas que sostenían que «en tiempos de Stalin había de todo», incluso caviar a granel en los comedores de las fábricas... «en las tiendas se podía comprar buenos abrigos de piel... y las colas eran más cortas». En general, eran recuerdos de los años 30, de poco antes de la guerra. Y mezclados con ellos los eternos temas del todo-tiempo-pasado-fue-mejor: «el aire era más puro», «el agua era más pura», «los jóvenes eran más respetuosos», «las mujeres no usaban pantalones ni se pintaban», «los hongos del bosque eran más grandes», etc.

    Gradualmente, me fui formando una imagen de Stalin y su época. Sobre todo me ayudaron a construirla mis largas conversaciones con José Griguliévich y con Liubov, una bella y alta rusa de rostro oval muy blanco y ojos sonrientes color humo, que alguna vez nos hizo clases de ruso a mi esposa y a mí y que se convirtió, más que en amiga, en parte de nuestra familia.

    Liubov, para mis hijas «la tía Liuba», tiene eso que en Chile llaman «porte aristocrático». Proviene de una familia campesina, nació en una aldea, pasó descalza buena parte de los veranos de su infancia y antes que a leer aprendió a ordeñar las vacas y a cortar el pasto con guadaña. Cuando llegó a Moscú en 1932, con 15 años de edad, los autos le producían pavor.

    –Es que en nuestra aldea prácticamente no se conocían. Tampoco conocíamos el té, ni el queso. Cuando los probé por primera vez, los encontré horribles. En cambio, me deleitaban los helados, que en aquel tiempo comenzaron a venderse por primera vez masivamente en Moscú y que nuestra propaganda presentaba como prueba de nuestra superioridad sobre el capitalismo. En la aldea sólo bebíamos leche y, a veces, infusiones de hierbas. En el verano tomábamos kvas³. Los hombres bebían vodka destilada en casa o vino de miel, que es una vieja bebida de la vieja Rusia. La base de la alimentación eran los productos lácteos, el kefir, el requesón, la crema ácida. Y algunos vegetales: repollo, betarraga, zanahoria, papas, pepinos. De vez en cuando, carne.

    Liubov piensa que la Revolución llegó hasta las profundidades de la tierra rusa como cambio social, dramáticamente, pero en los primeros tiempos las costumbres cambiaron poco. La modernización de la vida sólo llegó con la industrialización, a partir de 1928.

    –Para mí, llegar a Moscú no fue sólo un deslumbramiento, sino una sucesión de muchos deslumbramientos imposibles de describir. Sentí, y lo mismo sentían al mismo tiempo millones de personas, que se me abrían de golpe mil ojos, fantásticas perspectivas, nuevas experiencias, nuevos sabores, la posibilidad de una vida plena, embriagadora, burbujeante como la champaña, que en aquel tiempo bebieron por primera vez nuestros obreros y campesinos. Un solo día estaba más cargado de acontecimientos que años enteros. Era el tiempo de los primeros planes quinquenales, de las noticias maravillosas –me comentaba Liubov.

    Tal vez no ha ocurrido muchas veces en la historia de la Humanidad que tantos millones de seres humanos vivieran simultáneamente la experiencia histórica de una liberación social e individual y de compartir una inmensa tarea colectiva. «El futuro luminoso» del comunismo, del que hablaban todos los discursos, se sentía como una realidad a corto plazo.

    Cuenta Liubov que por las noches los jóvenes no querían dormir:

    –Sentíamos que era perder el tiempo. Queríamos estar en todos los mítines, en todas las reuniones, en todos los conciertos. Estábamos enamorados de la estadística, de las cifras prodigiosas que aparecían todos los días en la primera página de Pravda (diario del Partido Comunista) marcando los récords de producción que caían, los pasos de gigante hacia el progreso. La primera ampolleta eléctrica en la aldea, el primer automóvil, el primer avión... nos hacían llorar. En Occidente se reían o se ríen de la historia del muchacho enamorado del tractor, una caricatura de algunos filmes de aquel tiempo. No entienden lo que fueron esos años 30, que vivimos como la experiencia más bella de nuestras vidas y que nunca se borrarán del recuerdo, aunque hoy sabemos que al mismo tiempo se cometían crímenes atroces e íbamos corriendo ciegamente hacia la guerra más terrible.

    Liubov señala que aquello era la juventud personal de cada cual, unida a la juventud del país entero, que en su torrente rejuvenecía también a los viejos. «El comunismo, la juventud del mundo» era una consigna de los años 30. Los martillos y las máquinas entonando el gran himno colectivo de la vida nueva y de las grandes esperanzas. «El mañana que canta», escribió el francés Gabriel Péri. El entusiasmo. Esta sensación, este impulso del alma, no era algo exclusivo de los jóvenes, ni de los comunistas. En aquel decenio, 1928 a 1938, el período de los primeros planes quinquenales, en el que la Unión Soviética realizó la proeza de la industrialización –un proceso que tomó un siglo o más en Inglaterra, Alemania o Francia–, decenas de millones de soviéticos se incorporaron a la actividad productiva moderna y a la vida política y social. Tal vez no a la política en el sentido de un conocimiento crítico y de la participación en debates nacionales. Sí en cuanto a tomar contacto por primera vez con las majestuosas y nobles ideas del socialismo; en cuanto a la sensación de ser parte de un grandioso movimiento que estaba transformando la sociedad en el ancho país y en el mundo entero.

    Y todo eso se resumía, se simbolizaba, se personificaba en Stalin, capitán, conductor, suma de toda la sabiduría, padre del pueblo.

    ***

    ¿Dónde encontrar unas pantuflas nuevas iguales a las viejas?

    Viera Pávlovna se puso en campaña con la determinación que la caracterizaba. Habló primero con el secretario de Stalin, después con el mayordomo de la dacha y con un compañero funcionario del Comité Central que atendía los asuntos administrativos. Como ninguno le dio la respuesta vivaz que esperaba, se atrevió a plantearle la cuestión a Beria⁵.

    Éste sí que la tomó

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