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La novela de Galvarino y Elena
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Libro electrónico292 páginas4 horas

La novela de Galvarino y Elena

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Novela que constituye una verdadera crónica de la pequeña y de la gran historia del pueblo chileno, a través de la vida de una pareja que lucha por un mundo más justo. Premio Municipal 1997 y Consejo del Libro 1997.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 may 2018
La novela de Galvarino y Elena

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    La novela de Galvarino y Elena - José Miguel Varas

    José Miguel Varas

    La novela de Galvarino

    y Elena

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 1995

    ISBN: 978-956-282-852-9

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 6800

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    I

    Cada uno por su lado

    El diario hablado

    Habla el autor:

    No puedo precisar cuándo nació la idea de este libro. En 1992 comencé a someter a Galvarino a un régimen de entrevistas sistemáticas y algo más tarde entendí que también era indispensable dar la palabra a Elena. El interrogatorio, con largas pausas, diálogos interrumpidos en Coquimbo y en Santiago, envío por correo de listas de preguntas (nunca respondidas del todo) y largas conversaciones telefónicas, duró casi dos años. En realidad, había comenzado unos cuarenta años antes.

    En 1954 me topé por primera vez con Galvarino en el segundo patio de la vieja casa de Catedral 1377, donde funcionaba entonces El Siglo. Yo llegaba a trabajar en aquel diario, después de un par de años en la revista Vistazo. Vi a un hombre delgado y menudo como un jockey –un metro 58, unos 48 kilos– que se precipitaba a estrecharme la mano con expresión dichosa, como si mi llegada fuese la culminación de sus mejores esperanzas. Un rostro fino, de cejas espesas, algo simiesco, plegado y desplegado en múltiples arrugas fraternales, una sonrisa nortina con abundancia de dientes blancos, una mano seca y firme, un discurso de bienvenida algo solemne.

    Me sentí divertido, halagado pese a mi escepticismo ante los elogios, pero no incómodo. Tuve la sensación inmediata del zapato viejo, de la facilidad absoluta con que a veces, raras, se produce una relación humana sin reservas.

    No me pasaba solo a mí. Después de un tiempo pude observar que ciertos personajes de temperamento gélido manifestaban, en contacto con él, un repentino deshielo. El Chico irradiaba calor. Lo irradia todavía. Uso el pretérito porque estoy hablando del pasado; en rigor debería hablar en presente para referirme a ésta y otras cualidades suyas. Si en un ángulo del patio tres periodistas se mostraban sombríos o coléricos mientras trataban una situación ingrata, como la denegación de un suple destinado a financiar en el boliche más cercano una colación de té puro y pan con arrollado, bastaba que Arqueros se aproximara para que en los rostros se produjera una iluminación general, como si en el interior de sus respectivas calaveras se hubiera encendido una ampolleta; todos esbozaban sonrisas o, a lo menos, desfruncían los labios. Un minuto después estallaban risas. Esto no se debía a que Galvarino fuera abundante de retruécanos, bueno para la talla. No. A veces lo que decía era un saludo simple, un quiuuubo, compañeros. Su gesto, su presencia, la cordialidad de su voz, acaso la prolongación de la u bastaban para cambiar el clima. Transmitía un misterioso contentamiento. No se conocían los motivos que pudiera tener para ser feliz o estar siempre alegre, fuera de su transitoria presencia en este mundo. Era casado, tenía muchos hijos, vivía al borde de la miseria, trabajaba como periodista por un sueldo abstracto en un diario expuesto en cualquier momento a procesos, asaltos, multas y clausuras. ­Pertenecía a la cofradía maldita de los comunistas, reducida a mínimas proporciones por los años de represión del gobierno de González Videla. La suya era una vida difícil en tiempos difíciles, aunque no exentos de esperanzas. Abundaban éstas, más que hoy. No tanto las sonrisas, salvo las suyas.

    Cuando regresaba al diario después de recoger noticias en su frente –actividad que se designaba entonces y todavía hoy con el detestable verbo reportear– el trabajo se interrumpía. Los que estábamos en la redacción formábamos círculo para escucharlo. Llegaba con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas de excitación periodística. Lo que contaba sobre la huelga de los profesores, la entrevista de los mineros con el Ministro del Trabajo, la manifestación de las dueñas de casa de San Miguel contra la carestía, la inminencia de la huelga del carbón, el pliego de peticiones de los baldosistas u otros episodios de la santa lucha de clases, estaba siempre lleno de tensión dramática y detalles graciosos. Su relato era puntuado una y otra vez por las risas del auditorio.

    Luego, el jefe de Crónica o en ocasiones el director, Orlando Millas, le daba indicaciones sobre cuántas carillas debía tener su crónica, en qué aspectos poner el acento, cuánto espacio se le daba y en qué página. Se sentaba a escribir con velocidad notable, borrosas sus manitos sobre el teclado de la histórica Underwood. Media hora después, entregaba dos, tres, o cuatro carillas a doble espacio, correctamente tituladas. Su lectura solía ser decepcionante. Estaban, sí, los mismos hechos, expuestos con claridad en el orden adecuado, pero… ¿y las anécdotas, y aquel gracejo? Se habían evaporado. Lo que quedaba era una información de prensa seria. Demasiado seria. Por momentos, doctrinaria. Era como si se revistiera, para escribir, de una casaca rígida y gris de comisario.

    Entre los redactores de El Siglo era conocido este fenómeno. Se hablaba del diario hablado del Chico, en contraste con su diario escrito. Alguien propuso usar una grabadora para registrar lo que decía, sin que él lo supiera, y luego que otro periodista pasara sus palabras al papel. Esta idea nunca se materializó, por dos razones: 1) habría sido ofensiva para él; y 2) éramos muy pobres y no teníamos ninguna posibilidad de disponer de un aparato para registrar la voz, equipo de peso y tamaño considerables que en aquellos años 50 recién hacía su aparición en las radioemisoras más pudientes.

    (Alguna vez Neruda habló de un fenómeno semejante que se producía con dos de los personajes más admirados por él: Federico García Lorca y Acario Cotapos. Sostenía nuestro poeta que jamás, ni en verso ni en prosa, había alcanzado Federico aquella prodigiosa inventiva y capacidad verbal que manifestaba al hablar en la tertulia cotidiana con sus amigos. Nunca nadie pudo reproducir tampoco las descomunales ocurrencias de Acario. Alguien tendría que haberles grabado, decía Neruda en tono quejoso).

    Es probable que el encanto y la animación del diario hablado de Galvarino estuviesen en parte motivados por la presencia de un público. Él poseía –posee, de nuevo el presente– un temperamento histriónico, una capacidad superior a la normal de proyectar de manera dramática (casi siempre cómica) sus experiencias. Así iba desarrollando ante nosotros, día tras día, su propio personaje como, por lo demás, lo hacemos todos. La diferencia era que el suyo resultaba mucho más juguetón, atractivo y original que los nuestros. Cabe dudar, por otra parte, que El Siglo y sus propietarios estuviesen preparados en aquellos tiempos para dar cabida a la soltura irreverente de sus relatos. A lo mejor, él era más realista que nosotros.

    La tertulia que animaba siguió viva largo tiempo. Todavía hoy se retuercen de risa algunos colegas de aquellos años que lo escucharon inventar titulares para conflictos imaginarios. Por ejemplo:

    GREMIO DE BALDOSISTAS

    CUADRADO CON EL PARO

    Era una operación poética en la que no podíamos competir con él, aunque lo intentáramos. Otro ejemplo:

    LOS FERROVIARIOS

    UNIDOS COMO UN RIEL

    O bien:

    APOYO DE MASAS

    A LOS PANIFICADORES

    También era insuperable en el conocimiento –o la invención– de dichos y costumbres atribuidos a los trabajadores de los más diversos oficios, faenas, categorías y organizaciones. Nos hizo saber que a los eléctricos los llamaban los nerviosos; mecánicos y metalúrgicos eran, por tradición, los tiznados; a los carpinteros se les dijo desde siempre los matapalos, y a los obreros del gas (no sin protestas), los hediondos.

    Desplegaba su arte sobre todo al contar pasajes de su vida. El suyo es un talento narrativo natural, perfeccionado por la experiencia y por una cultura vasta e informal adquirida en múltiples fuentes además de los libros. Una combinación de riqueza en los sucesos, memoria precisa, lenguaje exacto y una buena dosis de imaginación. Su tono es la seriedad del humorista. Tengo la esperanza de que parte, a lo menos, de eso permanezca en las páginas que siguen, de manera que el resultado esté más cerca del diario hablado que del escrito.

    Dejé de verlo largos años, desde mucho antes del cataclismo de 1973. Y no lo vi, por cierto, durante los quince años que duró mi exilio. Pero lo recordaba a menudo. De manera vaga pensaba en la posibilidad de recopilar su anecdotario, de intentar una biografía suya basada en sus propias palabras, a la manera del libro sobre Juan Chacón Corona, que publiqué en 1967.

    ¿Para qué? No me planteaba ahora –como en otros tiempos– objetivos extraliterarios, ideológicos, políticos, didácticos o históricos. Imaginaba ante todo el placer de volver a escucharlo, de buscar nuevas precisiones o detalles de maravillosos episodios que recordaba, como los de la comida para el perro, la Bukovina y la Besarabia o la mina del Partido. Y el placer de meterme en la empresa literaria de ponerlas sobre el papel. Después, claro, vienen otras racionalizaciones. Pensar, por ejemplo, que la suya es una vida que cubre una parte considerable del siglo XX, desde 1917 hasta hoy, y que ha vivido desde abajo muchos de los principales acontecimientos de este período. Pero, además y sobre todo, evocaba, al recordarlo, el misterio de su sempiterna alegría, anterior –tal vez genética– a la posesión de las gloriosas certidumbres de los que creían (creíamos) tener todas las respuestas... hasta que nos cambiaron las preguntas, como decía un rayado mural de Montevideo.

    Nos encontramos de nuevo en Santiago, en el sepelio de algún viejo camarada. Conversamos, se dejó convencer y después, ya con mi proyecto en marcha aceptado por él, nos pusimos a trabajar en su casa de la Población San Juan de Coquimbo. Lo que resultó tiene, es cierto, un punto de partida, una base documental. En cierta medida es periodismo, a lo mejor es historia. Pero, también tiene mucho de novela. ¿O no, dicen ustedes?

    Los nombres

    Habla Galvarino:

    Mi nombre es Galvarino, pero mucha gente me conoce por Juanito. Esto se debe al teatro. Algunos se impresionan tanto con lo que ven en el escenario, que lo toman por realidad. Bueno, incluso mi compañera solo me llama así: Juanito que esto, Juanito que lo otro, Juanito que acá que allá. Pero en ella es por otra razón.

    Me tocó hacer de Juanito en el drama en tres actos El lamento de la mina allá por los años 30, en centros mineros de la provincia de Coquimbo. Fue mi mayor éxito en las tablas. También es cierto que fue mi única actuación. El protagonista de la obra era un muchacho de quince años. Valiente y con mucha conciencia de clase, este niño, Juanito, enfrentaba al explotador sin entrañas y levantaba a los mineros a la lucha. Fue el papel que me tocó. A veces, cuando iba caminando por la calle Urmeneta en Andacollo, había gente que me saludaba con respeto y me felicitaba por mi firmeza. Al cabo de poco tiempo, me encontré con que todos me llamaban Juanito. Hasta hoy muchos creen que me llamo así.

    Mi compañera, ya lo dije, también me dice Juanito, pero no es por lo del teatro. Ella encuentra que Galvarino es un nombre demasiado grande para mí.

    En realidad yo debía haberme llamado Julio. Ese fue el nombre que escogió mi padre. Mi mamá fue la encargada de inscribirme en el Registro Civil. Pero en ese trámite la acompañó una vecina con mucha iniciativa. Cuando el funcionario preguntó qué nombre se le iba a dar al niño, mi mamá, que era tímida, se quedó muda y la vecina, con voz fuerte, se adelantó a declarar:

    –Galvarino, como su padre.

    Cuando regresamos a la casa, mi papá se acercó a mi madre, que me traía en sus brazos (ella lo contaba) y tomándome con mucha ternura, dijo:

    –¡Mi Julito!

    –No se llama Julio –dijo mi mamá, con un hilo de voz.

    No sé cómo siguió la conversación. Mi padre tuvo que aceptar el hecho consumado. Debo precisar que me llamo Galvarino Arqueros, Phillippi por parte de madre.

    Mi padre era herrero. Herrar caballos y mulas fue una de sus principales ocupaciones. Herrar humano es, decía riéndose para adentro entremedio del bigote, mientras con la mano izquierda le levantaba sin esfuerzo la pata trasera a un caballo y con la mano derecha martillaba para hundir los clavos y fijar la herradura en el casco. Además tenía otras gracias. En ese tiempo no había ventana de casa principal sin su reja de fierro forjado. Las que él hacía eran artísticas de veras. Era muy curioso con los metales, carruajes, mecanismos y maquinarias de todo tipo. Llegó a ser un mecánico de alta calificación.

    La casa donde nací, el 11 de agosto de 1917, estaba en la calle Amunátegui 1150 de Iquique. Al lado se encontraba el taller que instaló mi padre cuando se fue de la Oficina Salitrera Alianza.

    Su nombre era Galvarino Arqueros Larrondo. Su padre, o sea mi abuelo, a quien no tuve el gusto de conocer, era profesor de la Escuela de Minas de La Serena y se llamaba José Miguel. Mi abuela paterna se llamaba Josefina.

    Un antepasado de mi abuelo, minero, descubrió al interior de La Serena un rico mineral de cobre que fue bautizado con su apellido. Esto siempre se recordó con orgullo en la familia. Todavía existe el pueblo Arqueros y la mina de cobre Arqueros se sigue explotando, aunque ahora da poquito. En uno de sus Recados que tengo a mano por aquí en un libro, Gabriela Mistral escribió sobre ese pueblo y sobre la manía minera de los nortinos, Dice así:

    "Recuerdo unos meses de mi juventud pasada en Arqueros. El mediodía era muy caluroso; pero en cuanto empezaba a soplar el viento, iban subiendo de la quebrada donde está la aldea, hombres y mujeres dispersos, los ‘cateadores’, y caminaban hasta el anochecer como sonámbulos, por los cerros pelados. Recuerdo una cara de verdadero embrujado, de ojos ardientes, un ‘buscador’ ya tomado por la locura.

    –¿A dónde van? –preguntaba yo, porque no se me ocurría que tarde a tarde, durante años, aquellas gentes caminaran así, como poseídos, por las lomas malditas, sin una hierba.

    –¿A dónde han de ir? –me dijeron– Los que no tienen caballos, salen así, a pie, a ‘catear’, hasta donde les alcanza el día. Cuando menos, suelen hallarse una piedra con metal en un rodado.

    Ahora me doy cuenta de que ‘catea’ media población y la otra mitad ‘catea’ también, aunque sea desde su casa, es decir, subrogada por un vagabundo a quien sostiene".

    El enganche

    A mi padre lo agarró, hasta cierto punto, la manía minera. Muy muchacho se fue del Norte Chico al Norte Grande, a la pampa salitrera, hipnotizado por un enganchador que llegó a La Serena. Estos eran hombres rumbosos, buenos para convidar comida y trago, muy bien trajeados, que tenían relojes, cadenas y hasta dientes de oro. Algunos usaban sombrero de copa y fumaban puros. Deslumbraban a la gente. Lo que hacían era reclutar mano de obra para las faenas del salitre por cuenta de las compañías. Buscaban a sus clientes por pueblos y aldeas; eran generalmente los más pobres, jóvenes campesinos o cateadores, pequeños mineros.

    Pero este diablo que llegó a La Serena tenía otra misión: buscaba adolescentes de ciudad con alguna instrucción. Lo hacía, seguramente, por encargo de alguna empresa necesitada de gente que supiera algo más que echar pala, para otro tipo de trabajo. Hoy se diría cuadros. Comenzó a hablar con numerosos muchachos. Sabía convencer. Les decía que si se quedaban, no tenían más futuro que meterse de curas o llegar a ser, como gran cosa, ebanistas, sastres o peluqueros. En el Norte Grande, en cambio, todo era distinto. Hay mucho progreso, se puede hacer fortuna. Todos iban a volver ricos. Y sacaba, para mirar la hora, un enorme reloj Waltham, de oro, con cadena del mismo metal, que encandilaba con su brillo. Eso sí, les advertía que se fueran callados de sus padres porque ellos, sobre todo las madres, nunca quieren que los hijos se alejen por el mundo, se hagan hombres y surjan por su esfuerzo. Pero después, cuando vuelvan con sus buenos pesos, ¿cómo los van a recibir?) ¡Con lágrimas en los ojos! Y escuchándolo, algunos sentían una cierta humedad en la visual y la garganta apretada. Eran como el hijo pródigo antes de partir.

    Se inscribieron para la aventura unos quince. Llegada la hora, solo partieron seis o siete. Entre ellos, mi padre y su hermano Luis. Me imagino que en la casa de mi abuelo José Miguel la cosa apretaba. Se las echaron en uno de los barcos caleteros que recorrían el litoral nortino. La distancia hasta el puerto de Iquique la cubrió el vapor en algo más de un día. Llegaron medio muertos, con sed, mareados y hambrientos, pero ansiosos de hacer fortuna. En Iquique los enganchadores los reunieron y les dieron diversos destinos.

    Entre los que llegaron entonces estaba Elías Lafertte. Pero no enganchado como los otros. Vino de Salamanca acompañado de su madre, maestra primaria. A ella la habían exonerado del magisterio por balmacedista. Por el mismo motivo, su padre estuvo encarcelado en Illapel.

    Mi papá y Elías comenzaron a trabajar en la maestranza del ferrocarril salitrero. Allí existía una organización obrera vinculada a la Mancomunal, la primera federación de los trabajadores del salitre, nacida con el siglo. Asistieron a una asamblea. Al salir, mi padre le preguntó a Lafertte:

    –¿Qué te pareció la reunión?

    –Latosasa. Yo quería salirme, pero tuve que quedarme hasta el final porque nadie se salía.

    Mi padre le rebatió: –No, pues. Hay que ir porque así estamos defendiendo nuestros propios intereses.

    –Así será –respondió tercamente Elías–, pero ¿cómo aguanto la lata?

    Mi padre siguió asistiendo a las reuniones y a veces ayudaba en la distribución de volantes o en otras tareas societarias. Elías se burlaba de él:

    –Mira, mientras tú estabas metido en la lata con los viejos, yo, a la misma hora, estaba en la Filarmónica de la calle Thompson. Había unas niñas tan simpáticas, ¡para qué te digo!

    –Pero es que la reunión... –decía mi papá.

    –¡Cómo se va a comparar una cosa con otra, pues hombre! –decía Elías– Ustedes ahí sentados, lateando, y yo, mientras tanto, bailando. ¿Qué tal?

    No estuvieron mucho tiempo juntos. Mi padre supo que se podían ganar salarios muy superiores en la pampa trabajando como tiznado –calderero, herrero o mecánico– en los talleres o fraguas que existían junto a cada oficina salitrera.

    Se encontraron de nuevo en la gran marcha de 1907, cuando miles de trabajadores del salitre en huelga bajaron a Iquique en demanda de mejores salarios. Se saludaron y mi padre le dijo:

    –Veo que ahora participas en la organización. Me alegro de verte en la marcha.

    –No me palabrís tanto –le contestó Elías–, yo no vine voluntario. Al que no quería participar ni estar en la huelga, le sacaban los pantalones y lo vestían de mujer. Y antes que eso, preferí venir.

    En su libro Vida de un comunista, Lafertte atribuye esta amenaza a una mujer, una de las niñas Oyanedel, propietarias de una casa de comida en la oficina salitrera donde él trabajaba. Por lo que él mismo cuenta, en ese entonces estaba muy enamorado. Así mismo lo dice: Aferrado a Zoila Bazán, yo no sentía en mi interior el deseo ni la necesidad de acompañar a los trabajadores en todos los ajetreos propios de una huelga (...) Pero por la mañana, al ir a desayunar a casa de las niñas Oyanedel, con Ernesto Araya, una de ellas se encaró a nosotros, frunció las cejas y nos dijo con tono violento: -¿No piensan ir al campamento de abajo? Si a las doce del día no les han sacado los pantalones, nosotras nos encargaremos de hacerlo.

    Meses antes, mientras trabajaba en otra oficina, a mi padre le habían encargado arreglar varias victorias destartaladas. Las dejó como nuevas, muy bien calafateadas y pintadas. Se corrió la voz de sus habilidades. Después lo mandaron llamar de Iquique para que hiciera lo propio con los coches de la Intendencia.

    El comando que dirigía la huelga de los mineros en 1907 funcionaba en la Escuela Santa María. El local estaba repleto de trabajadores y otros miles se concentraban en la plaza delante de la Escuela. Mi padre llevaba allí como una hora cuando divisó al mayordomo de la Intendencia, que se abría paso con gran dificultad por entre aquella masa humana. El hombre le hizo señas, muy agitado y, al llegar a su lado, le dijo en susurros:

    –¡Arqueros! ¡Nos vamos al tiro, nos vamos al tiro! –y lo agarró de un brazo.

    Él se resistió un poco: –Pero, ¿por qué? ¿Qué pasa?

    –No me pregunte nada, iñor. Vengo a salvar su vida. ¡Vamos!

    Cuando estuvieron a cierta distancia le dijo al oído: –Los van a matar.

    Minutos después las tropas al mando del coronel Silva Renard abrían fuego contra los huelguistas y se desataba la masacre, la más terrible matanza de obreros de la historia de Chile.

    Mi tío Luis encontró trabajo en la pampa como empleado de administración y mi padre, después de variadas experiencias, terminó por tomar a su cargo, en la oficina Alianza, el herraje de las mulas. Estos animales se usaban en gran número para movilizar las carretas con el caliche desde las faenas, en el interior de la pampa, hasta los molinos donde se molían los costrones de tierra reseca y dura como piedra, cargados de mineral, para separar el salitre.

    Alguna vez le pregunté a

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