La Huachita
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La Huachita - José Miguel Varas
José Miguel Varas
La Huachita
Cuentos
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2009
ISBN: 978-956-00-0113-9
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88
www.lom.cl
lom@lom.cl
Estos trece cuentos
son de muy diferentes cosechas. El más antiguo, Venidos a menos
, data probablemente de 1946, mi segundo y último año de vagos estudios en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Me había olvidado de su existencia, pero un día se hizo presente en una vieja carpeta donde había principalmente recortes y copias a máquina de intentos remotos. Lo leí con curiosidad y con cierta sorpresa. Es un cuento con ínfulas de novela. Me hizo gracia el tono pretencioso del autor, su imitación de un estilo maduro de comienzos de siglo. Me divierte incluirlo en este libro.
Otras antigüedades de esta serie son El Frente Femenino
, de 1949, que refleja algo de la represión de González Videla, y El músico
, de 1950. Los demás son mucho más recientes.
La costumbre de registrar el año de la escritura al final de cada cuento fue producto de un consejo de mi padre literato. Un antiguo condiscípulo, que tiene el hábito de aportillarme el ego cada vez que nos encontramos, afirma que es el colmo de la vanidad literaria, porque presupone que alguna vez, en tiempos futuros, un crítico atento, sin algo mejor que hacer, se dedicará a analizar y clasificar mis escritos, para cuyos efectos la fecha pasa a ser un elemento decisivo. No había pensado en eso.
El autor
La Huachita
Para mi sobrina Xiomara
en Copiapó
Caminando un día, como todos los días, por estas calles tierrosas de Calama, me topo con algo que parece un animalito muerto. Es un sector apartado, una especie de peladero adonde llegan los mineros a botar esos mansos autos yanquis que los enloquecen cuando se echan a perder, cuando pasan de moda o, a lo mejor, cuando se les acaba la bencina. Entremedio de esos armatostes de lata tapizados de tierra veo en el suelo, al lado de un cierre de concreto, un cuerpecito oscuro, ¿un gato o un perrito muerto?, acurrucado en posición fetal, con las patas encima de la cabeza, tapando los ojos y las orejas, la postura del que no quiere saber, ver ni oír más de este mundo. Me agacho, lo recojo y veo que es una perrita mora, muy fina ella, con su cabecita triangular y a los dos lados unos ojos enormes, cerrados. Vive, está tibia, el corazón le late, los ojos le palpitan detrás de los párpados, como si quisiera abrirlos y no se atreviera. La acurruco contra el pecho y deja escapar un quejido muy débil. Me doy cuenta de que está maltratada, sangra de un desgarrón de la oreja derecha. Levanto la vista y veo que estoy a pocos pasos de la casa de la tía Aurelia. No podía tener mejor destino. Es como para creer que alguien dirige las cosas que deben pasar. A veces lo creo. Raras veces.
Para que nos vayamos conociendo: mi nombre es Benito Huanca Lama. Me desempeño como veterinario en jefe del área sur de esta ciudad. Suena bien, ¿no cierto? Yo mismo me inventé ese título. La verdad es que no soy médico de animales, soy paramédico paragente, egresado del INACAP pero, desde que me jubilé y me vine a vivir a Calama, como era mi destino, le hago de veterinario, con mucho estudio y cariño pero sin título de la especialidad. Hoy por hoy más me interesan los animales que los humanos: menos ingratitud. Jubilé con 25 años de servicio en el Hospital Roy Glover de Chuquicamata, hospital modelo en su tiempo, el más moderno de Sudamérica, como les gustaba decir. Ahora está sepultado debajo de mil toneladas de material y la caravana de los malditos camiones sigue echando más tierra y más tierra hora por hora y así crece y crece el cerro que ya cubre toda la ciudad condenada donde me casé y tuve mis tres hijos y donde dejé sepultados a mi padre y a mi negra, ahora doblemente sepultados. Mi papá era ariqueño, mi mamá de Mamiña y yo, que nací en Iquique, tenía fatalmente que venir a dar acá, porque así mis apellidos lo señalan: Huanca Lama. O sea, como si dijéramos, Huan Calama.
Disculpar la variación. No difareo, eso creo, pero se me divagan los pavos, son cosas. Bueno pues, entonces voy y toco la campanita a la puerta de la tía Aurelia, así le dicen todos y hasta yo le digo tía, aunque no viene al caso. Llega como siempre caminando apuradita pero con cuidado porque en la mano trae el vaso de agua fresca que me va a ofertar; es que me reconoce por el toquido y ella bien sabe lo que al cristiano le apetece a esta hora, las once más o menos, con este bruto sol calamitoso de Calama, pero yo le digo: deje el vaso por ahí porque le traigo una perrita huacha encontrada en la calle. Huachita, dice con su voz de azúcar, alargando la i: Huachiiita y es como si la bautizara, pero pase, pase por aquí. Me lleva a la pieza chica que yo llamo el consultorio, al lado del patio de la higuera, y me pongo a examinar a la pequeña. La tía Aurelia mira, se tapa la boca y de lástima sacude su cabeza de oveja con esa masa de canas que parece lana. Ella es una señora boliviana, muy morena, con anteojos, como una oveja. Es de veras que lo digo. Aunque, ¿cuándo se ha visto oveja con anteojos? No sé, bah, me, cuestiones que a uno se le escurren: sin los anteojos no parecería tan oveja como con.
Ella ama a los perritos y recibe a muchos de pensionistas. Aquí no faltan, por algo dicen que ésta es la ciudad de las tres P: putas, pacos y perros. La casa es sólida y tiene mucho terreno con árboles. ¿Árboles en Calama? Sí, señor. Lo que pasa es que tiene un pozo muy noble, de 75 metros o más de hondura, que le da agua pura y fresca desde hace bien sus treinta años. Herencia que le dejó el difunto marido: el pozo y la casa. Ese hombre le tuvo negocios mineros, camiones, propiedades varias y una botillería que daba más que la mejor mina de oro, decía él. Ya viuda, la tía Aurelia la vendió porque le causaba demasiados dolores de cabeza. Las dos hijas enviudaron de golpe el mismo día. Adivine qué día sería. Sí, pues, ese día que más viudas y huérfanos le ha dado a Chile. En fin, ellas se fueron a vivir a Quilpué con sus niños. Ahora ya han de ser pailones.
Examino a la perrita en la mesita enlozada que tengo para mi trabajo en el consultorio y le voy mostrando paso a paso a la doña todo el daño que le hicieron, vamos contando hematomas, costurones, señales de golpes con palo y de quemaduras de cigarro. ¡Puta madre! Al que hizo todo eso habría que matarlo a pausa. Mire, mire, le muestro la pata trasera izquierda con una fractura mal soldada, formando casi un ángulo recto del codo para abajo, seguro que fue un pisotón de bestia, ha de serle muy difícil caminar. Lo primero que hago es curarle el desgarrón de la oreja, se queja y se revuelve cuando lavo y desinfecto la herida. Después le pongo un vendaje muy apretado para acomodar las dos costillas rotas, seguramente de una patada. Mientras la examino, gruñe, aúlla, se retuerce, dos veces me muerde una mano con esos dientecitos de agujas que tiene y está todo el tiempo vibrando, titilando, es un motorcito eléctrico. Esos ojos que tiene me miran con rabia, son redondos y negros como uvas negras, como bolitas de cristal negro, le sobresalen para los lados de la cabeza y a lo mejor me miran también con la tonta esperanza, la que nunca muere. La dopo con una inyección y hágase el silencio. Duerme tranquila, niña inocente. Levanto con una mano ese cuerpito blando y tibio, que apenas pesa y cabe casi todo en mi mano, y se lo entrego a la tía Aurelia.
Es un milagro que esté viva, le digo a la doña, pero va a vivir. Le quedan energías y ganas. ¿Vio cómo me mordió? Cuídela mucho. Dele de a poco lechecita tibia un poco aguada, porque de seguro hace tiempo que no come nada. No trate de hacerla comer muy rápido, se nos puede arrebatar. Hay que ir a pasitos. Bueno, usted sabe mejor que yo. Lo primero es que llegue a convencerse que aquí nadie le va a pegar. Eso es lo más difícil porque va en contra de su propia experiencia. ¡Esos ojos que tiene! Son enormes, igual que los ojos de la jirafa, el animal que tiene los ojos más lindos del mundo.
La tía me dice que sí pues, va a hacer todo lo que le digo pues. Como siempre pues. Y ya está acomodándole una camita en una caja de zapatos, con vellones y un trapo verde como sábana. Voy a hacer que duerma al lado de mi cama hasta que esté más alentadita. No sabe, don Benito, cuánto le agradezco. ¿Qué? Pues que me la haya traído. Tan terrible como la han tratado, ¿cómo en el mundo puede haber gente tan mala?, tal vez el dueño se pasaría bebidito, no sabía, pues, lo que hacía; con el vino a algunos les brota lo más malo del alma. Me pongo serio: por favor doña Aurelia, no sea tan demasiado franciscana, el que trató así a esta Huachita sabía muy bien lo que hacía, ése era malo de adentro, no empiece a perdonármelo, que sea curado no es disculpa, yo antes me curaba hasta las patas para las Fiestas Patrias y el Año Nuevo y no por eso, pus. Ni curado se me ocurrió jamás pegarle a un animal o a un niño. Ella sacude la cabeza, con la mano en la cara afligida. Me despido: vuelvo a verla pasado mañana o el viernes, pero si algo le pasa, me manda avisar con el Juanito, él sabe dónde encontrarme. Bueno pues, muchas gracias, don Benito, a ver si un día se viene a tomar un tecito con unos dulcecitos caseros. Le digo con mucho gusto, le extiendo la mano y ella me da su manito con timidez. Ya voy saliendo cuando en la puerta ella me dice: y dígame, ¿qué edad tendrá más o menos? Bueno, yo diría que es una doncella de un año y medio, o dos. Al oír la palabra doncella, mi oveja con anteojos se pone colorada. Llego a reírme solo mientras camino haciendo mi recorrido de todos los días, porque ha de saberse que soy el veterinario en jefe del área sur de Calama, no oficial, porque nadie me nombró. Hay un sol de fuego, el sol del desierto nortino, y la boca reseca ya se está imaginando un shop con el amigo Renán Valdés.
La tía Aurelia trae su vieja sillita de la cocina, patas chuecas, la paja del asiento hecha huilas, se sienta al lado de la Huachita y la mira dormir. Más de una hora duerme, como muerta, en su camita. Mientras la mira, a la doña le corren las lágrimas por la cara. Así me lo cuenta cuando vengo a los tres días; la perrita duerme así mucho tiempo, pero luego empieza a ponerse inquieta, afligidita, aunque sin despertar completamente, se queja y sacude la cabeza con desesperación. Seguramente soñando con el verdugo. Ella le dice, sh sh