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Bella del Señor
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Libro electrónico1170 páginas22 horas

Bella del Señor

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«Una de las grandes novelas del siglo» (Rafael Conte, El País)

Bella del Señor es una de las cumbres novelísticas de nuestro siglo, obra de Albert Cohen, un autor inclasificable y desconcertante que ha sido comparado con Shakespeare, Proust, Musil, Céline y Charlie Chaplin. Situada en Ginebra y en Francia, en 1936, en una época en que el antisemitismo alcanza en Alemania su paroxismo, Bella del Señor relata, con lirismo romántico unido a una ironía feroz, la relación exasperada entre Solal, judío, alto funcionario de la Sociedad de las Naciones, y Ariane, la aristócrata aria casada con un subordinado de Solal, desde su encuentro hasta la agonía final, pasando por la conquista, la pasión y la implacable degradación de los sentimientos. Para combatir la saciedad, los amantes recurren a todos los medios: celos retrospectivos, humillaciones morales y todas las recetas eróticas: este libro de amor es también un retrato de los horrores de la carne. Tanto por el análisis de los celos como por el relato de la seducción o por su pesimismo radical, casi metafísico, respecto al mito del amor puro, Albert Cohen, en esta búsqueda del Absoluto a través del amor, nos ha dejado páginas que pertenecen ya a la leyenda y que durante largo tiempo continuarán forjando la sensibilidad de lectores y lectoras. «Un monumento, una milagrosa y prodigiosa obra maestra que lo iguala a los más grandes novelistas de la literatura universal... Se impone con la misma necesidad clásica que Shakespeare, Proust, Rebelais, Joyce o los grande profetas del Antiguo Testamento» (Claude Lanzman). «Sin discusión, Bella del Señor es la obra maestra de la literatura amorosa de nuestra época» (Bernard Pivot, Lire). «Amor, humor, lo lírico y lo cómico: los dos resortes sabiamente entremezclados de la obra maestra de Albert Cohen desencadenan una inimitable danza de la vida y de la muerte... Poeta y clown, Albert Cohen nos ofrece un trampolín desde el cual saltar hasta las estrellas, pero no tiende la red para recibir al acróbata: así, el salto del ángel concluye en salto de la muerte» (Claude Roy).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 1987
ISBN9788433932938
Bella del Señor
Autor

Albert Cohen

Albert Cohen (1895-1981), nacido en Corfú, fue hijo único de una familia judía. En 1914 se trasladó a Ginebra, donde estudió derecho. En 1926 ingresó como funcionario internacional en la división diplomática del Bureau internacional du travail, en Ginebra, un observatorio privilegiado para la descripción de los medios diplomáticos y de los avatares personales en las grandes organizaciones internacionales; en dicho Bureau trabajó, con intermitencias, hasta 1951, fecha a partir de la cual se dedicó exclusivamente a su actividad literaria. Fue activo militante sionista, en especial desde 1939 hasta fines de los años 40. A lo largo de más de 30 años fue gestando una extraordinaria saga, épica y cómica. A partir de la publicación de Bella del Señor, galardonada en 1968 con el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, el prestigio de Alberto Cohen se ha ido agigantando. Actualmente está considerado uno de los nombres imprescindibles de la narrativa del siglo XX.

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    A world of romantic love, perhaps obsession, that carries the reader forward through the machinations of the heart:"And that was not all, for she had other weapons in her armoury which the poor devil knew only too well: reprisals for the morning after. These included headaches, sit-down strikes in her room, swollen eyes offered as evidence of tears shed in solitude, a whole battery of ailments, stubborn sulks, an embattled loss of appetite, fatigue, forgetfulness, dejected airs--the complete, fearsome panoply of the helpless but quite invincible female."

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Bella del Señor - Javier Albiñana Serraín

Índice

Portada

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Quinta parte

Sexta parte

Séptima parte

Créditos

Notas

A mi mujer

Primera parte

I

Se había apeado del caballo y caminaba por entre avellanos y agavanzos, seguido de los dos caballos que el mozo de cuadra sujetaba por las riendas, caminaba en medio de los crujidos del silencio, desnudo el busto al sol de mediodía, caminaba y sonreía, extraño y principesco, seguro de una victoria. En dos ocasiones, ayer y anteayer, se había mostrado cobarde y no se había atrevido. Hoy, primer día de mayo, se atrevería y ella le amaría.

En el bosque iluminado por los desperdigados destellos del sol, inmóvil bosque de remoto espanto, caminaba por entre las marañas de arbustos, hermoso y no menos noble que su antepasado Aarón, hermano de Moisés, caminaba, riendo de pronto, y era el más loco de los hijos del hombre, riendo de insigne juventud y amor, de pronto arrancando una flor y mordiéndola, de pronto bailando, ilustre señor de largas botas, bailando y riendo al sol cegador que se filtraba a través de las ramas, con donaire bailando, seguido de las dos razonables bestias, de amor y victoria bailando en tanto que sus súbditos y criaturas del bosque se afanaban irresponsablemente: simpáticas lagartijas viviendo sus vidas bajo las sombrillas laminadas de las grandes setas, moscas doradas trazando figuras geométricas, arañas surgidas de las matas de brezo rosa vigilando a los gorgojos de prehistóricas trompas, hormigas palpándose recíprocamente, intercambiando contraseñas y regresando a sus solitarias actividades, pájaros carpinteros ambulantes auscultando, sapos abandonados clamando su nostalgia, tímidos grillos salmodiando, alborotadoras lechuzas de peregrinos despertares.

Se detuvo y, tras besar al mozo en el hombro, le cogió la maleta de la gesta, le ordenó que atara las riendas a la rama y le aguardase, que le aguardase cuanto fuera menester, hasta la noche o más, que le aguardase hasta el silbido. Y nada más oír el silbido, me traes los caballos, y todo el dinero que quieras lo tendrás, ¡por mi nombre! ¡Pues sabrás que lo que voy a intentar, jamás lo intentó hombre alguno, desde que el mundo es mundo! ¡Sí, hermano, todo el dinero que quieras! Así habló, y de alegría azotó su bota con la fusta, y se dirigió hacia su destino y hacia la casa donde vivía aquella mujer.

Ante la opulenta casa tipo chalé suizo, tan pulida que parecía de caoba, examinó las cazoletas del anemómetro que giraban lentamente sobre las pizarras del tejado, se decidió. Sin soltar la maleta, empujó con precaución la verja del jardín, entró. En el abedul que inclinaba su inflamada cabeza, unos pajarillos armaban su necio bullicio en homenaje a aquel mundo encantador. Para evitar la ruidosa grava, dio un salto hasta los arriates de hortensias protegidos por rocallas. Al llegar al amplio ventanal, miró, semioculto entre la yedra. En el salón de rojos terciopelos y maderas doradas, sentada al piano, ella tocaba. Toca, preciosa, no sabes lo que te espera, murmuró.

Trepando al ciruelo, se encaramó al balcón del primer piso, apoyó el pie en la moldura de la esquina, la mano en un saliente de madera, se izó a pulso, alcanzó el antepecho de la ventana del segundo piso, separó los postigos entreabiertos y las cortinas, saltó a la habitación. Ya estaba en su casa, lo mismo que ayer y anteayer, pero hoy se presentaría ante ella y se atrevería. Rápido, a preparar la hazaña.

Desnudo el busto, inclinado sobre la maleta abierta, extrajo un viejo abrigo hecho trizas y un gorro de pieles apolillado, se extrañó de la corbata de comendador con que acababa de tropezarse su mano. Pues se la pondría, ya que estaba allí, roja y bonita. Tras anudársela, se plantó ante el espejo. Sí, vomitivamente guapo. Rostro impasible coronado de desordenadas tinieblas. Caderas estrechas, vientre liso, pecho ancho, y bajo la piel curtida, los músculos, dúctiles serpientes entrelazadas. Toda aquella belleza al cementerio más tarde, una pizca verde por aquí, una pizca amarilla por allá, sola en una caja resquebrajada por la humedad. Buen chasco se llevarían todas si lo viesen entonces, silencioso y tieso en su caja. Sonrió feliz, reanudó su deambular, de tanto en tanto sopesando su pistola automática.

Se detuvo para examinar al exiguo acompañante achaparrado, siempre dispuesto a hacer favores. Estaba ya dentro la bala que más tarde, sí, más tarde. No, en la sien no, peligro de quedar vivo y ciego. En el corazón, sí, pero no disparar muy bajo. El lugar idóneo era el ángulo formado por el borde del esternón y el tercer espacio intercostal. Con la pluma que yacía olvidada en un velador, junto a un frasco de agua de colonia, señaló el lugar propicio, sonrió. Allí estaría el pequeño orificio estrellado, rodeado de motas negras, a escasos centímetros de la tetilla que tantas ninfas besaran. ¿Solventar de inmediato tan engorroso asunto? ¿Despedirse de la chusma humana, siempre proclive a odiar, a maldecir? Recién bañado y afeitado, resultaría un cadáver presentable, y comendador por añadidura. No, intentar primero la inusitada empresa. Bendita seas si eres como creo, murmuró al tiempo que abajo el piano proseguía con sus delicias, y se besó la mano; reanudó luego la marcha, medio desnudo y absurdo comendador, pegado a la nariz el frasco de colonia e inhalando sin cesar. Se detuvo ante la mesilla de noche. Sobre el mármol, un libro de Bergson y fondants de chocolate. No gracias, no le apetecían. En la cama, un cuaderno escolar. Lo abrió, se lo llevó a los labios, leyó.

«He decidido convertirme en una novelista de talento. Pero son mis primeros pasos como escritora y tengo que practicar. No será mala idea escribir en este cuaderno todo cuanto me vaya pasando por la cabeza sobre mi familia y sobre mí. Más adelante, cuando tenga un centenar de páginas, utilizaré las cosas auténticas que haya contado para extraer de ellas el comienzo de mi novela, eso sí cambiando los nombres.

»Empiezo emocionadísima. Creo que puedo estar dotada con el sublime don de la creación, al menos así lo espero. Conque cada día escribir por lo menos diez páginas. Si no sé resolver una frase o si me harto, adoptar el estilo telegráfico. Claro que en mi novela sólo pondré frases de verdad. ¡Y ahora, manos a la obra!

»Pero, antes de empezar, tengo que contar la historia del perro Spot. No guarda relación alguna con mi familia pero es una historia preciosa que pone de relieve las cualidades morales del perro y de los ingleses que se ocuparon de él. Es posible además que la utilice también en mi novela. Hace unos días leí en el Daily Telegraph (lo compro de vez en cuando para no perder contacto con Inglaterra) que Spot, un bastardo negro y blanco, acostumbraba a ir a esperar a su amo cada tarde a las seis, a la parada del autobús, en Sevenoaks. (Demasiadas a. Revisar la frase.) Bien, pues un miércoles por la tarde, como no bajó su amo del autobús, Spot no se movió de la parada y se pasó toda la noche esperando en la carretera, en medio del frío y la niebla. Un ciclista que lo conocía bien, y que lo había visto poco antes de las seis, se lo encontró a las ocho de la mañana del día siguiente, sentado en el mismo sitio, aguardando pacientemente a su amo, pobrecillo. Al ciclista le dio tanta pena que compartió sus bocadillos con Spot y se apresuró a dar aviso al inspector de la Sociedad Protectora de Animales (RSPCA) de Sevenoaks. Tras indagarse, se averiguó que el dueño de Spot había muerto de repente en Londres el día anterior, fulminado por un ataque al corazón. El periódico no daba más pormenores.

»Angustiada por el sufrimiento del pobre animalito que se había pasado catorce horas aguardando a su dueño, telegrafié a la RSPCA (de la que soy socia protectora) comunicando que estaba dispuesta a adoptar a Spot y rogándoles que lo enviaran por avión, corriendo los gastos de mi cuenta. El mismo día recibí la respuesta: Spot ya adoptado. Entonces telegrafié: ¿Ha sido adoptado Spot por una persona de confianza? Denme todos los pormenores. La respuesta, por carta, fue perfecta. La transcribo para que quede patente lo maravillosos que son los ingleses. Traduzco: Querida señora, en respuesta a su pregunta, nos es grato informarle de que Spot ha sido adoptado por Su Eminencia el arzobispo de Canterbury, primado de Inglaterra, quien creemos reúne toda clase de garantías de moralidad. En su primera comida en el palacio arzobispal, Spot dio muestras de excelente apetito. Nuestros más cordiales saludos.

»Y ahora, mi familia y yo. Mi nombre de soltera es Ariane Cassandre Corisande d’Auble. Los Auble son de lo mejorcito de Ginebra. De origen francés, fueron a unirse a Calvino en 1560. Nuestra familia ha dado a Ginebra sabios, moralistas, banqueros terriblemente distinguidos y reservados, y un montón de pastores, moderadores de la Venerable Compañía. Tuvimos además un antepasado que hizo cosas científicas con Pascal. La aristocracia ginebrina es infinitamente superior a cualquier otra, exceptuando a la nobleza inglesa. La abuelita era una Armiot-Idiot. Porque están los Armiot-Idiot que son gente distinguida y los Armyau-Boyau que son poca cosa. Por supuesto, el segundo apellido, Idiot o Boyau, no existe en realidad, sólo sirve para no tener que deletrear el final del apellido. Lástima, nuestro apellido no tardará en extinguirse. Todos los Auble han palmado, menos el tío Agrippa que es soltero y por tanto no tiene descendientes. Y si alguna vez tengo yo hijos, irremediablemente llevarán el apellido Deume.

»Ahora tengo que hablar de papá, de mamá, de mi hermano Jacques y de mi hermana Eliane. Mamá murió al dar a luz a mi hermana Eliane. Habrá que cambiar esta frase en la novela, queda la mar de sosa. De mamá, no recuerdo nada. Sus fotos no resultan muy simpáticas, pone cara severa. Papá fue, pues, pastor y profesor en la Facultad de Teología. Cuando murió, éramos aún muy críos, Eliane cinco años, yo seis años y Jacques siete años. La doncella me explicó que papá estaba en el cielo y eso me asustó. Papá era buenísimo, imponía mucho respeto y yo lo admiraba. Por lo que me contó de él el tío Agrippa, era frío en apariencia por timidez, escrupuloso, recto, con esa rectitud moral que constituye la gloria del protestantismo ginebrino. ¡Cuántos muertos en nuestra familia! Eliane y Jacques murieron en un accidente de automóvil. No puedo hablar de Jacques y de mi Eliane. De hacerlo, lloraría y no podría seguir.

»En este momento tocan en la radio el Zitto, zitto de La Cenerentola del horrendo Rossini, el memo aquel a quien sólo interesaban los canelones que confeccionaba él mismo. Hace un rato, Sansón y Dalila, de Saint-Saëns. Peor aún. Hablando de la radio, la otra noche retransmitieron una obra de un tal Sardou, titulada Madame Sans-Gêne. ¡Espantoso! ¿Cómo se puede seguir siendo demócrata después de haber oído las risas y los aplausos del público? El entusiasmo de aquellos idiotas ante algunas réplicas de madame Sans-Gêne, duquesa de Danzig. Por ejemplo cuando, en una recepción de la corte, dice con acento populachero: ¡Aquí estoy! ¡Inaudito, una duquesa ex lavandera y orgullosa de haberlo sido! ¡Oh, y la perorata que le suelta a Napoleón! Con toda mi alma desprecio a ese tal Sardou. A la Deume le encantó, ni que decir tiene. Horrendos también los clamores vulgares del público habitual de los partidos de fútbol. ¿Cómo no despreciar a esa gente?

»Al morir papá, fuimos a vivir los tres a casa de su hermana a la que llamábamos Tantlérie. En la novela, describir bien su chalé de Champel, lleno de malos retratos de un montón de antepasados, versículos bíblicos y vistas antiguas de Ginebra. En Champel estaba también el hermano de Tantlérie, Agrippa d’Auble, a quien yo llamaba tío Gri. Es muy interesante pero lo describiré más adelante. De momento sólo hablaré de Tantlérie. Es un personaje que utilizaré con toda seguridad en mi novela. Durante toda su vida se esforzó en demostrarme lo menos posible su afecto, que era profundo. Trataré de describirla de verdad, como si fuese el comienzo de la novela.

»Valérie d’Auble era harto consciente de que pertenecía a la aristocracia ginebrina. A decir verdad, el primer Auble había sido comerciante en telas en tiempos de Calvino, pero de eso hacía mucho y lo pasado, pasado. Mi tía era una mujer alta y majestuosa, de hermoso rostro regular, siempre vestida de negro y que profesaba por la moda el más vivo desdén. Tanto es así que, cuando salía, se ponía siempre un extraño sombrero plano, una especie de gran torta, adornada por detrás con un corto velo negro. Su sombrilla morada, de la que jamás se separaba, que llevaba siempre a guisa de bastón apoyándose en ella, era famosa en Ginebra. Muy caritativa, repartía la mayor parte de sus rentas entre instituciones de beneficencia, misiones evangélicas en África y una asociación cuyo objetivo era salvaguardar la antigua belleza de Ginebra. Había creado también becas para difundir la virtud entre jóvenes piadosas. ¿Y para los jóvenes, tía? No me interesan los granujas, me contestó.

»Tantlérie formaba parte de un grupo, ahora casi desaparecido, de protestantes particularmente ortodoxos, a quienes llamaban los Santísimos. Según ella, el mundo se componía de elegidos y réprobos, y la mayoría de los elegidos eran ginebrinos. Había algunos elegidos en Escocia, pero no muchos. Sin embargo, distaba mucho de creer que el hecho de ser ginebrino y protestante bastara para salvarse. Para granjearse la benevolencia del Eterno, se necesitaba además cumplir cinco condiciones. Primero, creer en la inspiración literal de la Biblia y, por consiguiente, que Eva había sido extraída de la costilla de Adán. Segundo, estar afiliado al partido conservador, llamado nacional-democrático, según creo. Tercero, sentirse ginebrino y no suizo. (La República de Ginebra está aliada con cantones suizos, pero aparte de eso nada tenemos en común con esa gente.) A los de Friburgo (¡Qué horror, papistas!), a los de Vaud, a los de Neuchâtel, a los de Berna y a todos los demás confederados los consideraba tan extranjeros como si fuesen chinos. Cuarto, formar parte de las familias respetables, es decir de aquellas, como la nuestra, cuyos antepasados habían pertenecido al Pequeño Consejo antes de 1790. Quedaban exceptuados de esta regla los pastores, pero únicamente los pastores serios, ¡y no esos jovenzanos liberales con la cara afeitada que tienen la desfachatez de afirmar que Nuestro Señor tan sólo era el más grande de los profetas!. Quinto, no ser mundano. Esta palabra poseía para mi tía un sentido muy especial. Por ejemplo, era mundano a su juicio todo pastor alegre, o que llevara cuello postizo blando, o que vistiera indumentaria deportiva, o que calzara zapatos claros, cosa que le inspiraba auténtico horror. (¡Tss, hay que ver, botines amarillos!) Era asimismo mundano todo ginebrino, aun de buena familia, que frecuentara el teatro. (Las obras de teatro son invenciones. No me interesa escuchar mentiras.)

»Tantlérie estaba abonada al Journal de Genève porque era una tradición en la familia y, además, porque le parecía que tenía acciones del periódico. Con todo, no leía nunca ese respetable órgano de opinión, lo dejaba intacto en su faja porque desaprobaba, no su línea política, claro está, sino lo que ella llamaba las partes indecentes, entre otras: la página de moda femenina, el folletín de la mitad inferior de la segunda página, los anuncios matrimoniales, las noticias del mundo católico, las reuniones del Ejército de Salvación. (¡Tss, a quién se le ocurre, religión con trombones!) Indecentes eran también los anuncios de fajas y los de Cabarets!; con esta palabra designaba genéricamente todos los locales sospechosos, como music-halls, salas de baile, cines y hasta cafés. A propósito, que no se me vaya a olvidar: su reprobación cuando se enteró de que tío Agrippa un día en que estaba sediento se metió en un café por primera vez en su vida y valerosamente pidió que le sirvieran té. ¡Qué escándalo! ¡Un Auble en el cabaret! De paso, indicar también en algún lugar de mi novela que Tantlérie no dijo ni la menor mentira en su vida. Vivir en la verdad era su lema.

»Muy ahorradora aunque generosa, nunca mandó vender uno solo de sus títulos, no por apego a los bienes de este mundo, sino porque se consideraba mera depositaria de su fortuna. (Todo cuanto recibí de mi padre debe ir a parar intacto a sus nietos.) He mencionado más arriba que le parecía tener acciones del Journal de Genève. En efecto, poco competente en asuntos financieros, consideraba sus acciones y sus obligaciones como cosas necesarias pero bajas que había que mencionar lo menos posible y de las que no resultaba conveniente ocuparse. Confiaba ciegamente en los señores Saladin, de Chapeaurouge y Compañía, banqueros de los Auble desde que desapareciera la banca Auble y personas totalmente respetables, si bien sospechaba que leían el Journal de Genève. (Pero soy tolerante, me hago cargo de que para esos señores de la banca es una necesidad, tienen que estar al corriente de esas cosas.)

»Ni que decir tiene que sólo nos tratábamos con gente de nuestra condición, todos furibundamente piadosos. En el seno de la tribu protestante respetable de Ginebra, mi tía y sus congéneres formaban un pequeño clan de ultras. Teníamos rigurosamente prohibido alternar con católicos. Un recuerdo mío: contaba yo once años cuando el tío Gri nos llevó por primera vez a Eliane y a mí a Annemasse, pequeña población francesa cerca de Ginebra. En el cupé de dos caballos de Tantlérie, conducido por nuestro cochero Moïse –calvinista de estricta observancia, a su vez, a pesar de su nombre–, excitación de las dos crías ante la idea de ver por fin católicos, aquellos indígenas misteriosos, en aquel extraño poblado. Durante el trayecto, cantábamos clamorosamente: ¡Vamos a ver católicos, vamos a ver católicos!

»Vuelvo a Tantlérie. Tocada con el sombrero plano seguido del corto velo negro, salía cada mañana a las diez en su cupé, conducido por Moïse con sombrero de copa y botas vueltas. Salía a visitar su querida ciudad, a comprobar si todo estaba en su sitio. A la que le llamaba la atención algún defecto, barandilla arrancada, herraje amenazando caer o fuente pública sin agua, subía a ver a uno de esos caballeros, o sea a increpar a uno de los miembros del gobierno ginebrino. El prestigio de su apellido y de su carácter, reforzado por su prodigalidad y sus amistades, era tal que aquellos caballeros se apresuraban a darle satisfacción. A propósito del patriotismo ginebrino de Tantlérie: había roto con una princesa inglesa, tan piadosa como ella, pero que en una carta había insinuado una broma sobre Ginebra.

»A eso de las once, regresaba a su precioso chalé de Champel, su único lujo junto con su cupé. Muy caritativa, como ya he dicho, gastaba poquísimo para sí misma. Todavía recuerdo sus vestidos negros, muy solemnes, con un poco de cola detrás, pero viejísimos, lustrosos y cuidadosamente remendados. A las doce, primer toque de gong. A las doce y media, segundo toque, y había que acudir inmediatamente al comedor. No se toleraba el menor retraso. El tío Agrippa, Jacques, Eliane y yo aguardábamos de pie hasta que entrase la que en ocasiones llamábamos la Jefa. Como es natural, no tomábamos asiento en tanto ella no se hubiese sentado.

»En la mesa, tras las oraciones, se conversaba sobre temas decentes, tales como flores (siempre hay que aplastar la punta del tallo de los girasoles para que duren); o tonalidades de un atardecer (he disfrutado tanto, me sentía tan agradecida ante todo aquel esplendor); o cambios de temperatura (he notado frío esta mañana al levantarme); o el último sermón de un pastor venerado (han sido palabras inteligentemente pensadas y magníficamente expresadas). Se hablaba mucho también de los progresos de la evangelización en Zambeze, gracias a lo cual estoy empolladísima en tribus negras. Por ejemplo, sé que en Lesotho el rey se llama Lewanika, que los habitantes de Lesotho son los basutos y que hablan sesuto. En cambio, estaba mal visto hablar de lo que mi tía llamaba temas materiales. Recuerdo que un día en que cometí la torpeza de decir que la sopa me parecía demasiado salada, frunció el ceño y me fulminó con estas palabras: Tss, Ariane, por favor. Idéntica reacción cuando no pude evitar el alabar la mousse de chocolate que acababan de servirnos. No me llegaba la camisa al cuerpo cuando me miraba con sus ojos fríos.

»Fría y sin embargo profundamente buena. No sabía manifestarse, expresarse. No era insensibilidad sino noble reserva, o quizá temor a lo material. Casi nunca una palabra tierna, y las raras veces en que me besaba se limitaba a rozarme la frente con los labios. En cambio, cuando me ponía enferma, se levantaba varias veces durante la noche y venía, embutida en su vieja y majestuosa bata, a comprobar si yo estaba despierta o destapada. Tantlérie querida, pensar que nunca me atreví a llamarte así.

»Incluir en alguna parte de mi novela mis blasfemias de cuando era cría. Era piadosísima y sin embargo, mientras me duchaba, no podía evitar el decir de repente: ¡Maldito Dios! Pero al instante gritaba: ¡No no, no lo he dicho! ¡Dios es generoso, Dios es buenísimo! Y vuelta a empezar, a blasfemar otra vez. Me ponía enferma, me golpeaba para castigarme.

»Otro recuerdo me viene a la memoria. Tantlérie me había dicho que el pecado contra el Espíritu Santo era el más grave de todos. Así que algunas veces, en la cama, por la noche, no resistía a la tentación de susurrar: ¡pues yo peco contra el Espíritu Santo! Claro está, sin saber lo que aquello significaba. Pero inmediatamente después, me quedaba espantada y me acurrucaba bajo las mantas, y le explicaba al Espíritu Santo que sólo era una broma.

»La pobre Tantlérie no se percataba de las angustias que nos causaba a Eliane y a mí. Por ejemplo, creía velar del mejor modo en pro de nuestros intereses espirituales hablándonos con frecuencia de la muerte, para prepararnos a lo único que contaba, la vida eterna. No tendríamos respectivamente más de diez y once años cuando ya nos leía relatos de niños modelo, agonizantes e iluminados, que oían voces celestes, se regocijaban de morir. Con lo cual, obsesión neurótica de mi hermana y mía. Recuerdo nuestro terror cuando leímos en un calendario bíblico el texto del domingo siguiente: Morirás y te ocultarás en Dios. Una de las primitas Armiot nos había invitado a Eliane y a mí a merendar aquel domingo, y yo le dije que no era seguro que pudiéramos ir, que estaríamos ocultas en Dios. Desde aquel día, aunque en realidad no haya perdido totalmente la fe, me siguen inspirando horror los cánticos, sobre todo el que empieza por En el país de la gloria eterna. Me da no sé qué cuando oigo en la iglesia a esa gente congregada que lo canta con falsa alegría, con exaltación enfermiza, y que intenta convencerse de que les encantará morir, cuando a la hora de la verdad llaman al médico por la menor pupa.

»Algunos recuerdos más, deshilvanados y en pocas palabras, para que no se me vayan de la memoria. Los desarrollaré en la novela. Tantlérie, su labor de cañamazo, tras los oficios de la mañana y de la noche. En los oficios solíamos acabar con el cántico Como un ciervo brama, lo que me daba ataques de risa que tenía que aguantarme. Pero Tantlérie rezaba mucho sola, tres veces al día, siempre a las mismas horas, en su boudoir, y había que guardarse mucho de molestarla. Una vez, la miré por el ojo de la cerradura. Estaba hincada de rodillas, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. De repente, miró con una sonrisa que me impresionó, una sonrisa extraña y hermosa. Mencionar también en algún sitio que nunca quiso recurrir a médico alguno, ni siquiera al tío Gri. Creía en la curación mediante la oración. A propósito de su temor a lo material al que ya he aludido, mencionar sus toallas en el cuarto de baño. Las había para las diferentes partes del cuerpo. La toalla para en medio no debía utilizarse nunca para la cara. Temor inconsciente al pecado, separación de lo sagrado y lo profano. No, lo de las toallas no lo diré en la novela: no quiero exponerme a que se burlen de ella. He olvidado decir que nunca leyó novelas, siempre por el mismo motivo, la aversión a la mentira.

»A partir de ahora, sólo estilo telegráfico. Tras la muerte de Jacques y Eliane, Tantlérie y yo solas en el chalé; el tío Gri de médico misionero a África. Mi neurosis religiosa. Había dejado de creer o, mejor dicho, creía que había dejado de creer. En nuestro ambiente, a eso lo llamaban un vacío espiritual. Decisión de cursar una licenciatura en letras. En la universidad, conocí a Varvara Ivanovna, una chica emigrada de Rusia, fina, inteligente. Muy pronto nos hicimos amigas. La encontraba guapísima. Me gustaba besar sus manos, sus palmas rosadas, sus pesadas trenzas. Continuamente pensaba en ella. En definitiva, aquello era amor.

»Tantlérie disgustada por aquella amistad. Una rusa, tss, ¡no me digas! (El digas muy alargado, como un largo escape de vapor.) Se negó a que le presentara a Varvara, aunque no me prohibió que siguiera viéndola, lo que ya era mucho. Pero un día, se presenta la policía en casa a preguntar por una tal Sianova, titular de un permiso provisional de residencia. Yo no estaba en casa. El policía informó a Tantlérie de dos cosas terribles. Primero, de que mi amiga había formado parte de un grupo de mencheviques, en fin, de revolucionarios rusos. Luego, de que había sido amante del jefe de dicho grupo, expulsado de Suiza. Al anochecer, cuando yo volví, me ordenó que rompiera de inmediato con aquella persona de mala vida, vigilada por la policía, y revolucionaria por añadidura. Yo me rebelé. Al fin y al cabo, era mayor de edad. Aquella misma noche, hice el equipaje, ayudada por Mariette, la vieja criada. Tantlérie, encerrada en su habitación, se negó a verme y me marché. ¿Podré sacar una novela de todo esto? Prosigamos.

»Me instalé en la ciudad con mi amiga en un apartamento amueblado bastante lamentable. Disponía de poquísimo dinero mío, pues papá había perdido casi toda su fortuna en un lío financiero que llaman crac. Felices, las dos. Íbamos juntas a la universidad, yo a Letras, ella a Ciencias Sociales. Una vida de estudiantes. Los restaurantes baratos. Empecé a empolvarme un poco, cosa que no había hecho nunca en casa de Tantlérie. Pero carmín no me puse nunca ni me pondré. Queda sucio, vulgar. Empecé a aprender ruso, para poder hablar con ella, para tener más intimidad. Dormíamos juntas. Sí, era amor, pero puro, o casi. Un domingo, supe por Mariette, que venía a verme con frecuencia, que mi tía se marchaba a Escocia. Se me encogió el corazón, pues me daba perfecta cuenta de que, en definitiva, se exiliaba por la vida que yo llevaba.

»Unos meses más tarde, fue durante las vacaciones de Semana Santa, Varvara me confesó que padecía tuberculosis y que no podía volver a la universidad. Me había ocultado su estado para no inquietarme y también para no agravar nuestra situación financiera con estancias en la montaña. Su médico, a quien me apresuré a ir a ver, me dijo además que era demasiado tarde para mandarla a un sanatorio, que a lo sumo le quedaba un año de vida.

»Durante aquel último año de su vida, no estuve nada bien. Por supuesto, renuncié a mis estudios para dedicarme enteramente a ella. La cuidaba, preparaba la comida, lavaba y planchaba. Pero a veces, por la noche, de repente me apetecía salir, aceptar una invitación de compañeros de la universidad, no chicas y chicos de mi ambiente, sino extraños, por lo común. De modo que a veces salía para ir a una cena, o a un baile de estudiantes o al teatro. Sabía que ella estaba gravemente enferma y sin embargo no podía resistir los deseos de distraerme. Varinka, cariño, perdóname, era tan joven. Al volver, me avergonzaba, sobre todo porque ella nunca me hacía reproches. Pero una noche, al regreso de un baile a las dos de la madrugada, al decirle no sé qué para justificarme, me contestó muy tranquila: Sí, pero yo voy a morirme. Nunca olvidaré aquella mirada clavada en mí.

»Al día siguiente de su muerte, miré sus manos. A simple vista, se las notaba pesadas como mármol. Eran mates, de una blancura apagada, los dedos estaban hinchados. Entonces comprendí que se había acabado, que todo había acabado.

»Al volver del cementerio, mi miedo en aquel pisito en el que Varvara me había esperado, de noche. Así que decidí mudarme al hotel Bellevue. Adrien Deume, que acababa de ser nombrado en la SDN y cuyos padres aún no habían ido a vivir con él, se alojaba en el mismo hotel. Una noche, me di cuenta de que casi no me quedaba dinero. Imposible pagar la cuenta de la semana. Sola en el mundo, nadie a quien dirigirme. Mi tío en el centro de África y mi tía en algún lugar de Escocia. Por lo demás, aunque hubiera tenido sus señas no me habría atrevido a escribirle. La gente de mi círculo social, primos, parientes lejanos, conocidos, me rehuía a raíz de mi fuga y de mi vida con la revolucionaria rusa.

»No sé exactamente lo que ocurrió después de tomar todas aquellas tabletas de veronal. Debí de abrir la puerta de mi cuarto ya que Adrien, al volver del trabajo, me encontró tumbada en el pasillo. Me levantó, me llevó a mi cuarto. Vio la caja de tabletas vacía. Médico. Lavado de estómago, inyecciones de no sé qué. Al parecer, me debatí entre la vida y la muerte durante varios días.

»Convalecencia. Visitas de Adrien. Yo le hablaba de Varvara, de Eliane. Él me animaba, me leía cosas, me traía libros, discos. La única persona del mundo que se ocupaba de mí. Estaba atontada. El envenenamiento me había trastornado la cabeza. Una noche, me preguntó si quería casarme con él y acepté. Necesitaba una persona buena, que se interesase por mí, que me admirase, sabiendo como yo sabía que era una desclasada. Además sin un céntimo e inerme en la lucha por la vida, pues no sabía hacer nada, incapaz hasta de ser secretaria. Nos casamos antes de que llegasen sus padres. Su paciencia cuando le hablé del miedo que me daba lo que ocurre entre un hombre y una mujer.

»A poco de casarme, muerte de Tantlérie en Escocia. Citación en el despacho de su notario. En su testamento, pese a haber sido redactado después del escándalo de mi fuga, me lo dejaba todo, menos el chalé de Champel, que le legaba al tío Agrippa. Llegada de los padres de Adrien. Mi neurastenia. Me pasé semanas tumbada en la habitación, leyendo. Adrien me traía las comidas. Luego, quise abandonar Ginebra. Adrien pidió varios meses de permiso sin sueldo. Nuestros viajes. Su buena voluntad. Mis arranques de malhumor. Una noche, lo eché porque estaba él y no Varvara. Después, lo llamé. Volvió, tan dulce, tan bueno. Entonces le dije que era una mala mujer pero que ahora se había acabado, que en lo sucesivo sería buena y que tenía que reincorporarse a su trabajo. Regresamos a Ginebra e hice lo posible por mantener mi promesa.

»A nuestra vuelta, invité a amigas de las de antes. Vinieron con sus maridos. Desde entonces, se acabó, no he vuelto a saber nada de ellas. Vieron a la Deume y a su maridito; eso les bastó. Mis primos, los Armiot y los Saladin entre otros, sí me invitaron, pero sola, sin mencionar a mi marido. Me abstuve, como es natural.

»Tengo que sacar un personaje del papi Deume que me cae bien y también otro personaje de la Deume, la falsa cristiana con sus muecas piadosas. El otro día, la muy arpía me preguntó por la salud de mi alma y me dijo que estaba a mi disposición si quería tener una conversación seria con ella. En su lenguaje, conversación seria quiere decir conversación religiosa. Una vez se atrevió a preguntarme si creía en Dios. Le contesté que no siempre. Entonces, para convertirme, me explicó que Napoleón creía en Dios, por lo que yo también debía creer. Todo eso no son más que intentos de dominar. La detesto. Qué va a ser cristiana, es todo lo contrario. Es una víbora y una mala bestia. El tío Agrippa sí que es un auténtico cristiano. Más bueno que el pan, un santo. Los protestantes de verdad son de lo mejorcito. ¡Viva Ginebra! Tantlérie también estaba bien. Su fe era un poco a lo Antiguo Testamento, pero noble, sincera. Además, el lenguaje de la Deume es horrendo. Para decir despilfarrar, dice vilipendiar. Para decir bonito, dice bonico, para decir ambiente, dice amiente, para decir problema dice poblema y para decir por favor, dice poro favor. Aparte de todos los contra más que suelta cada dos por tres.

»Tendré que referirme en mi novela a su talento para hacer observaciones pérfidas con sonrisas, siempre precedidas de un carraspeo. Cuando carraspea, ya sé que se avecina una perfidia almibarada. Por ejemplo, ayer por la mañana, al bajar, ¡oigo el terrorífico taconeo de sus botines! ¡Está en el descansillo del primer piso! ¡Demasiado tarde para escapar! Me coge del brazo, me dice que tiene que contarme una cosa muy interesante, me lleva a su habitación, me invita a sentarme. Carraspeo, la terrible sonrisa luminosa de criatura seráfica, y empieza: Querida, tengo que contarte una cosa tan bonica, estoy segura de que te encantará. Imagínate, hace un rato, antes de salir hacia su oficina, Adrien ha venido a sentarse en mis rodillas y me ha dicho estrechándome en sus brazos: ¡Mamita querida, eres lo que más quiero en el mundo! ¿Verdad, querida, que es bonico? La miré y me marché. Si le llego a decir que me repugnaba, sé perfectamente lo que habría ocurrido. Se hubiera llevado la mano al pecho, a lo mártir arrojada a los leones, y me hubiera dicho que me perdonaba y hasta que rezaría por mí. Qué suerte tiene ese mal bicho que cree a machamartillo en la vida eterna y que revoloteará sin cesar alrededor del Eterno. Incluso pretende que se alegra de morir, lo que llama ella en su jerga recibir su hoja de ruta.

»Algunos pormenores más con vistas a mi novela. La Deume se llamaba de soltera Antoinette Leerberghe y nació en Mons, Bélgica. A los cuarenta años, provista de poca carne y encantos pero de muchos huesos y verrugas, logró que se casara con ella el bueno y débil de Hippolyte Deume, un muy pequeño burgués oriundo de Vaud, ex contable en un banco privado de Ginebra. De nacionalidad belga, pasó a ser suiza por su matrimonio con el simpático Hippolyte, hombrecillo bigotudo y con perilla. Adrien es sobrino de la Antoinette. La hermana de ésta, o sea la madre de Adrien, estaba casada con un dentista belga llamado Janson. Al morir los padres de Adrien cuando él era un niño, la tía asumió animosamente el papel de madre. De una tal señora Rampal de la que era señora de compañía y que pasaba gran parte del año en Vevey, heredó un chalé en esa pequeña población suiza. Lo transformó en pensión sanatorio para convalecientes religiosos y vegetarianos. Para distraerse, Hippolyte Deume, que contaba entonces cincuenta y cinco años y era propietario de una saneada casa de pisos en Ginebra, fue a pasar unos días allí tras la muerte de su madre. Antoinette se ocupó mucho de él, lo cuidó cuando cayó enfermo. Hippolyte, ya curado, le llevó un ramo de flores. La virgen de cuarenta años desfalleció, se dejó caer en los brazos del hombrecillo espantado, susurró que aceptaba porque sentía que ésa era la voluntad de Dios. Gracias a la protección de un primo lejano de la Deume, un tal Van Offel, pez gordo en el Ministerio de Asuntos Exteriores belga, Adrien, que estudiaba Letras en Bruselas, fue aceptado en la Secretaría de la Sociedad de Naciones en Ginebra. He olvidado mencionar que, unos años antes, el matrimonio Deume había adoptado al querido huérfano que pasó así a llamarse Adrien Deume.

»También he olvidado decir que nada más instalarse en Ginebra la Deume sintió el deseo espiritual de formar parte de un grupo llamado de Oxford. Desde su ingreso en esa secta religiosa (que le encanta porque permite tutear de inmediato y llamar por su nombre a señoras pertenecientes a la flor y nata de la sociedad) no ha dejado de recibir direcciones, lo que en el argot oxfordiano significa recibir directamente órdenes de Dios. Tan pronto pasó a formar parte del grupo, la Deume recibió la dirección de invitar a sus cofrades de la buena sociedad a merendar o a almorzar. (Ella prefiere decir lunch, que le parece más distinguido y que pronuncia lonch.) Cologny, donde está el chalé de los Deume, es un barrio elegante, por lo que las damas tuvieron la dirección de aceptar. Pero tras trabar conocimiento con el papi Deume, en el transcurso de una primera visita, les llegó la dirección de rechazar las invitaciones siguientes. Sólo una tal señora Ventradour recibió la dirección de aceptar dos o tres invitaciones a merendar. ¡Ah, padre mío, tía Valérie, tío Agrippa, mis nobles cristianos, tan auténticos, tan sinceros, tan puros. Sí, la verdad, no hay cosa de tanta hermosura moral como los protestantes ginebrinos de casta. Estoy cansada, basta. Seguiré mañana.»

Timbre del teléfono abajo. Abrió la puerta, salió al rellano, se asomó a la barandilla. Escuchó. La voz de la vieja, sin duda.

–No, Didi, cariño, no te preocupe llegar tarde, podrás quedarte a comer en el Palacio de las Naciones o ir a comer a ese restaurante La Perla del Lago que te gusta tanto, dado que hay un gran cambio en nuestros planes. Precisamente iba a telefonearte para comunicarte la gran noticia. ¡Has de saber, cariño, que en este mismo instante la querida señora Ventradour acaba de invitarnos a Papi y a mí a tomar el lonch! A una comida es la primera vez, cosa que va a consolidar nuestras relaciones, en fin, en plan intimidad. Como te decía, esto cambia del todo nuestros planes, primero porque tengo que telefonear al instante a la querida Ruth Granier para aplazar hasta mañana nuestro té-meditación previsto para esta tarde, y segundo porque tenía pensados salmonetes a la plancha para el mediodía y no sé si ni siquiera en la nevera aguantarán hasta mañana al mediodía, dado que sería una lástima comerlos por la noche sobre todo después del gran lonch que tomaremos luego, pero qué le vamos a hacer, los comeremos esta noche, y la quiche lorraine de esta noche, mañana al mediodía, dado que una quiche peligra menos que unos salmonetes. Ahora volviendo a la invitación he de contarte cómo se ha producido la cosa, pero rápido, tengo el tiempo justo, en fin qué se le va a hacer, tomaremos un taxi en la parada, tengo que contártelo, te gustará. Conque hace un rato, no hará diez minutos, me ha venido la inspiración, o mejor dicho la dirección, de telefonear a la querida señora Ventradour para recomendarle un libro tan maravilloso sobre Hellen Keller, ya sabes, esa admirable ciega y sordomuda siempre tan alegre, porque como puedes imaginarte me gusta mantenerme en contacto, y mira por dónde pasando de un tema a otro, siempre eso sí en un plan elevado, me ha hablado de sus dificultades domésticas, como sabes, tiene mucho servicio en su casa, cocinera, ayudante de cocina, doncella con mucha clase, jardinero que hace de chófer. Mañana recibe a un cónsul general y a su esposa que vienen a pasar unos días a su casa y como es natural quiere que todo quede impecable. Tenía previsto organizar hoy la limpieza de los cristales de sus treinta ventanas, veinte de las cuales de fachada, pero mira por dónde la mujer habitual que viene a hacer las faenas pesadas ha caído enferma de repente, qué otra cosa vas a esperar de esa calaña, ésas te la juegan así, y siempre en el último momento, claro, sin que te dé tiempo a reaccionar. Como es natural, la señora Ventradour estaba hecha un lío e iba de cabeza. Así que, siguiendo los impulsos de mi corazón, he tenido la inspiración de decirle que le prestaría gustosa a mi Martha toda la tarde de hoy para limpiar sus vidrios, diez de los cuales son vidrieras japonesas modern style, te acuerdas de cuando fuimos a tomar el té en enero. Ha aceptado agradecida, me ha dado las gracias no sé cuántas veces, estaba emocionadísima. Me alegro de haber tenido esa inspiración, una buena obra nunca se hace en balde. Así que le he dicho que le llevaría a Martha al instante, la pobre chica se las hubiera visto negras para dar con la soberbia casa de campo de los Ventradour. Entonces, espontánea como es ella, ha dado un grito, pero óigame, vengan a comer su esposo y usted, tomaremos cualquier cosa. Imagínate, cualquier cosa, cuando en su casa todo es siempre perfecto, según la querida Ruth Granier, ¡sólo exquisiteces! ¡Y servidas según las normas! ¡Conque ahí nos tienes invitados con todas las de la ley! ¿Cómo? Pues a la una, ya sabes que es la hora de buen tono para tomar el lonch. Te confieso que me encanta poder utilizar a Martha esta tarde porque no hubiera tenido gran cosa que hacer, dado que ahora con la lavadora a media mañana ya no queda nada que hacer, además así se educará un poco observando a servidumbre de categoría, le he hecho ver que será un honor para ella limpiar los cristales de la dueña de una quinta. Eso sí, cuando vayamos a la parada de taxi, le diremos que camine a unos pasos detrás de nosotros, por los vecinos. Se lo pediré amablemente. Además, a ella le molestaría ir a nuestro lado, se sentiría incómoda. Así que te dejo con esta noticia, cariño, tengo que cambiarme de vestido, telefonear a la querida Ruth Granier, echarle un vistazo a la indumentaria de Papi y hacerle recomendaciones, sobre todo con lo de la sopa, ¡mete un ruido! A propósito, la señora Ventradour me ha pedido muy amable noticias tuyas, le ha interesado mucho todo lo que le he contado de tus obligaciones oficiales, ¿puedo saludarla de tu parte, verdad? ¿Cómo? ¿Que mejor le presente tus respetos? Sí, llevas razón, queda más fino, es una persona tan distinguida. ¿Perdón? Bueno, como quieras. Ahora le digo que venga, está, cómo no, tocando su piano, aguarda un momento. (Un silencio, y de nuevo la voz.) Dice que no puede ponerse dado que no puede interrumpir la sonata. Sí, cariño, eso ha dicho. Escúchame, Didi, no te molestes en volver a casa, almuerza tranquilamente en la Perla del Lago, por lo menos se ocuparán de ti. Ahora te dejo, tenemos que darnos prisa. Hale, adiós, cariño, hasta la noche, a tu Mammi siempre la encontrarás fiel en su puesto, con ella ya sabes que puedes contar.

Al volver a la habitación, se tumbó en la cama, olisqueó el agua de colonia al tiempo que del salón subían las Escenas infantiles de Schumann. Toca, preciosa, toca, no sabes lo que te espera, murmuró, y se levantó bruscamente. Rápido, el disfraz.

Se embutió el vetusto abrigo desteñido, tan largo que le caía hasta los tobillos y le cubría las botas. Se tocó a continuación con el miserable gorro de pieles, lo caló para ocultarse los cabellos, negras serpezuelas. Aprobó ante el espejo el lamentable y grotesco atavío. Pero quedaba por hacer lo más importante. Se embadurnó las nobles mejillas con una especie de barniz, se adhirió la barba blanca, recortó dos tiras de esparadrapo negro y se las fijó en los dientes delanteros, a excepción de uno a la izquierda y otro a la derecha, con lo que le quedó una boca vacía en la que relucían dos colmillos.

Se saludó en hebreo frente al espejo, en la penumbra. Ahora era un viejo judío, pobre y feo, aunque no desprovisto de dignidad. Al fin y al cabo, así sería más tarde. Dentro de veinte años, suponiendo que no estuviera enterrado y putrefacto, ni rastro del guapo Solal. Inmóvil de repente, escuchó. Rumor de pasos en la escalera; luego, el aria de Cherubino. Voi che sapete che cosa è amor. Sí, cariño, sé lo que es el amor, dijo. Tomando la maleta, corrió a esconderse tras las pesadas cortinas de terciopelo.

II

Tarareando el aria de Mozart, la joven se acercó al espejo, besó en el vidrio la imagen de sus labios y se contempló en él. Tras exhalar un suspiro, se tumbó en la cama, abrió el libro de Bergson, lo hojeó al tiempo que degustaba fondants de chocolate. Luego, se levantó y se dirigió hacia el cuarto de baño contiguo a la habitación.

Estruendo de agua corriendo, risitas diversas, murmullos incomprensibles, un silencio, seguido del choque de un cuerpo bruscamente sumergido, y la voz de inflexiones doradas. El hombre descorrió las cortinas, se acercó a la puerta entornada del baño y escuchó.

–Me encanta el agua demasiado caliente, aguarda cariño aguarda, dejaremos correr apenas un hilillo para que el baño queme sin que se note, cuando estoy incómoda parece ser que bizqueo un poco durante unos segundos pero resulta encantador, La Gioconda tiene pinta de asistenta, no entiendo por qué hacen tanto aspaviento por esa buena mujer, ¿no la estaré importunando señora? qué va en absoluto caballero, eso sí vuélvase porque no estoy muy presentable en este momento, ¿con quién tengo el honor caballero? me llamo Amundsen señora, ¿será usted noruego me imagino? sí señora, muy bien muy bien me encanta Noruega, ¿ha estado usted allí señora? no pero me atrae muchísimo su país, los fiordos las auroras boreales las focas bonachonas y además tomé aceite de hígado de bacalao en mi infancia procedía de las islas Lofoten me gustaba mucho la etiqueta de la botella, ¿y cómo se llama de nombre caballero? Eric señora, yo me llamo Ariane, ¿está usted casado caballero? sí señora tengo seis hijos uno de ellos negrito, muy bien caballero felicite de mi parte a su esposa ¿y le gustan a usted los animales? naturalmente señora, entonces congeniaremos caballero, ¿ha leído usted el libro de Grey Owl? es un mestizo indio del Canadá un hombre admirable que ha consagrado su vida a la nación castor le mandaré su libro estoy segura de que le gustará, pero a los canadienses blancos los detesto por su canción ya sabe alouette gentille alouette alouette je te plumerai, decir gentille alouette y a continuación te desplumaré resulta abyecto, y además pronuncian je te ploumerai lo cual es innoble, están orgullosos de esa asquerosa canción es casi su canción nacional, le pediré al rey de Inglaterra que la prohíba, sí sí el rey hace todo lo que yo le pido es amabilísimo conmigo, también le pediré que cree una gran reserva de castores, ¿pertenece usted a la Sociedad Protectora de Animales? por desgracia no señora, en efecto es una lástima caballero lo que haré es mandarle un impreso de inscripción, yo soy miembro benefactor desde niña exigí que me inscribieran, en mi testamento he dejado dinero a la Sociedad Protectora de Animales, ya que insiste le llamaré Eric pero por favor no se vuelva, llamarle por su nombre sí pero nada de familiaridades, ojo no arrancarme la costra porque luego sangra, me caí el otro día y me desollé la rodilla entonces se formó una costrita de sangre seca y si me distraigo me la arranco, da un gusto arrancársela pero luego sangra se vuelve a formar la costra y vuelta a arrancármela, de pequeña no paraba de arrancarme la costra era delicioso pero hoy prohibido arrancarla, no fea no es sólo es una costrita de nada que no desfigura la rodilla, cuando esté vestida se la enseñaré, ¿y le gustan los gatos? sí señora me encantan, estaba segura Eric, a una persona buena no pueden no gustarle los gatos, le enseñaré una foto de mi gatita verá qué rebonita era, Mousson se llamaba, bonito nombre, ¿verdad? fue idea mía se me ocurrió de repente cuando me la trajeron, tenía dos meses ojos azules angelicales era como de pelusa buena como una santa con los ojos siempre alzados hacia mí, en seguida le tomé cariño, desgraciadamente no Eric ya no vive, tuvieron que operarla y la pobrecita no pudo soportar la anestesia porque tenía una lesión en el corazón, murió en mis brazos tras lanzarme una mirada una última mirada con sus preciosos ojos azules, sí en la flor de la vida, nada más tenía dos años, ni siquiera conoció los placeres de la maternidad, precisamente porque no podía tener hijos acabé consintiendo que la operaran, tantas veces me lo he reprochado, aún hace muy poco que me atrevo a mirar sus fotos, es horrible verdad que a la larga se pueda sufrir menos por la desaparición de un ser a quien se ha amado profundamente, para mí fue una amiga incomparable, era un alma excepcional de una tal delicadeza de sentimientos, y tan perfectamente bien educada, por ejemplo cuando tenía hambre corría hacia la nevera de la cocina para hacerme notar que era la hora de su comida y volvía deprisa al salón a pedirme tan cariñosamente que le diera de comer con tanto garbo Dios mío me suplicaba atentamente abría y cerraba su boquita rosada sin el menor ruido sin el menor maullido era una súplica delicada tan cortés, sí una deliciosa compañera una amiga incomparable, cuando yo me bañaba venía al borde de la bañera para hacerme compañía, a veces jugábamos yo sacaba el pie y ella intentaba atrapármelo, no quiero hablar más de ella resulta demasiado doloroso, mañana si usted quiere, Eric iremos juntos a ver a mi ardilla, me tiene preocupada ponía una expresión tan triste ayer, resulta enternecedora cuando saca su camita de paja para airearla al sol o cuando pela avellanas, se las doy siempre sin cáscara no vaya a romperse los dientes, ¿quiere que le cuente mi sueño Eric? pues claro señora me encantaría señora, pues mi sueño sería poseer una gran propiedad en la que tendría toda clase de animales, primero un bebé león de patotas gordezuelas, patas como bolitas que yo no pararía de tocar y cuando se hiciera mayor nunca me haría daño, la cosa es quererlos, y tendría un elefante un abuelo fascinante, si tuviera un elefante no me importaría ir de compras ni siquiera comprar verduras en el mercado me llevaría en su grupa y con su trompa me alcanzaría las verduras le pondría el dinero en la trompa para que pagase a la vendedora, y tendría castores en mi propiedad haría hacer un río sólo para ellos y construirían su vivienda en paz, es triste pensar que están en trance de desaparición me angustia pensarlo por la noche cuando me acuesto, las mujeres que llevan pieles de castor merecerían ir a la cárcel ¿no le parece? claro señora totalmente de acuerdo, resulta agradable charlar con usted Eric congeniamos en todo, y koalas tendría también, su naricita es tan pochola, por desgracia sólo pueden vivir en Australia porque se alimentan únicamente de las hojas de un eucalipto especial, si no ya me habría hecho mandar una pareja, es que a mí me gustan todos los animales incluso los que la gente encuentra feos, de pequeña en casa de mi tía tenía una lechuza amaestrada tan cariñosa una criaturita deliciosa, se despertaba al atardecer y corría a encaramarse en mi hombro, para mirarme giraba la cabeza sin que su cuerpo se mueva, o mejor dicho se moviese creo, me contemplaba fijamente con sus hermosos ojos dorados y de repente se me acercaba aún más y me daba un beso con su nariz hundida de viejo notario, una noche que no podía dormirme quise ir a charlar un rato con ella y no la encontré en la pequeña cabaña que le había construido en el desván, pasé una noche horrible en el jardín llamándola por su nombre, ¡Magali, Magali! ay no la encontré, estoy segura de que no me abandonó por propia iniciativa porque estaba muy apegada a mí, seguro que me la arrebató alguna rapaz, en fin ahora ya no sufre, ojalá no me entierren viva, eso me da mucho miedo, rumores de pasos por encima de mi tumba se acercan los pasos grito en mi ataúd pido socorro intento romper la tapa, se alejan los pasos los vivos no me han oído y yo me asfixio, qué me voy a asfixiar estoy en mi bañera, sí sí me gustan todos los animales, los sapos por ejemplo son enternecedores, el canto del sapo de noche cuando todo está en silencio refleja tan noble tristeza tal soledad, cuando oigo uno de noche se me encoge el alma de nostalgia, el otro día recogí uno que tenía una pata aplastada pobrecito se arrastraba por la carretera, le di unos toques en la pata con tintura de yodo, cuando se la vendé con un apósito se dejó hacer porque comprendía que lo estaba curando, su pobre corazoncito le latía tan fuerte y ni siquiera abrió los ojos de extenuado que estaba, dime algo sapo, vamos cariño ríete un poquito, no se movió pero alzó un párpado y me lanzó una mirada tan hermosa como para decirme sé que es usted una amiga, luego lo puse en una caja de cartón con algodón rosa para que se sintiese en un ambiente acogedor, y lo escondí en el sótano para que no lo viese la Deume, está mejor a Dios gracias y lo más seguro es que salga de ésta, noto que cada vez me encariño más con él, cuando bajo al sótano para cambiarle el apósito, tiene una expresión tan preciosa de agradecimiento, oh el viejo cobertizo del jardín que no le sirve a nadie, lo habilitaré, lo convertiré en mi feudo y en mi lugar de meditación, dejaré allí el sapo hasta que se cure, así su convalecencia transcurrirá en un marco más alegre quizá me coja tanto apego que ya no quiera separarse de mí, ahora una palabrota pero sin decirla en voz alta, tengo frío abre el agua caliente por favor, basta gracias, me alegro de haber mandado poner esas cortinas tan gruesas en mi habitación, resultan más creíbles las historias que una se cuenta, mi ermitaño es más real cuando no hay luz, es una pifia haber mandado poner mi armario aquí en el cuarto de baño se me estropearán los vestidos, mañana mismo mandarlo poner en mi habitación bueno liquidado, sí convertirme en una novelista famosa me suplicarán que vaya a firmar mis libros a ventas de beneficencia pero me negaré eso no va conmigo, mis piernas son incomparables las demás mujeres son todas peludas todas un poco simios pero yo oh yo más lisa que una estatua sí cariño mío eres guapísima, y qué me dice de mis dientes, sepa usted Eric que según mi médico tengo unos dientes maravillosos, cada vez que voy a su consulta me dice señora es increíble sus dientes no dan nunca el menor trabajo son perfectos, para que vea lo afortunado que es usted querido lo que pasa es que no soy feliz, menos mal que dormimos en habitaciones separadas, pero por la mañana lo oigo cuando silba la Brabançonne, los Auble pertenecen a la alta aristocracia ginebrina y yo de repente metida en una familia de pequeños burgueses, sí tiene usted razón Eric mi cuerpo es hermoso, tengo motitas doradas en los ojos ¿lo ha notado? todo lo demás es perfecto mejillas mates de color ambarino voz deliciosa frente nada común nariz una pizca grande pero hermosa de verdad, cara decorosa sin maquillar y terriblemente elegante, es espantoso tener que ser continuamente una persona mayor, luego iré a ver a mis bichos me irá bien, cuando nos conozcamos mejor se los enseñaré, hay borregos patitos un gatito de terciopelo verde pero está enfermo pierde serrín osos blancos vacas de madera osos no blancos perros de cristal hilado moldecitos de papel ondulado ya sabe para las pastas son para bañar a mis osos, sesenta y siete bichos en total los he contado, el oso grande es el rey pero a usted bien puedo decírselo el rey de verdad el rey secreto es el elefantito que se quedó sin pata, su mujer es el pato, el príncipe heredero es mi pequeño bulldog sacapuntas que duerme en la concha parece un detective inglés, en fin, son historias de cretina, ahora por favor váyase que voy a salir del baño y no tengo especial interés en que me vean, adiós Eric, dicho sea entre nosotros es usted bastante idiota únicamente sabe decir sí señora, conque lárguese joven cretino, voy a vestirme suntuosamente para mi propio y privado placer.

Oculto de nuevo tras las cortinas, la admiró cuando apareció, altiva y de prodigioso rostro, increíblemente bien proporcionada, ataviada con noble vestido de noche. Seguida de una sinuosa cola, se paseó arrogante, lanzando de cuando en cuando furtivas miradas hacia el espejo.

–La mujer más guapa del mundo –declaró, y acercándose al espejo, se concedió una tierna mueca, se examinó detenidamente, con la boca entreabierta, lo que le hizo adoptar una expresión de desconcierto y aun ligeramente estúpida–. Sí, todo es terriblemente hermoso –concluyó–. La nariz un poco pronunciada, ¿no? No, en absoluto. Irreprochable. Y ahora al Himalaya. Vamos a ponernos nuestro gorro secreto tibetano.

Volvió del cuarto de baño, tocada con un gorro escocés que no armonizaba gran cosa con el vestido de noche, y recorrió la habitación con el paso seguro y firme de los alpinistas avezados.

–Bueno, ya estoy en las queridas y maternales montañas del Himalaya, escalo las cimas del país de la noche sin humanos donde se yerguen los últimos dioses sobre cumbres rodeadas de aterradores vientos. Sí, el Himalaya es mi patria. ¡Om mani padme houm! ¡Oh la joya en el loto! Es la fórmula religiosa de nosotros, los tibetanos budistas. Ahora he llegado al lago Yamirok o Yamrok, ¡el mayor lago del Tíbet! ¡Victoria a los dioses! ¡Lhai gyalo! ¡Ahora inclinémonos un instante a orar ante estas banderas! ¡Qué barbaridad, estoy echando los bofes, seis horas de marcha con este aire enrarecido, no puedo más! Y además, la lata de ser una tibetana es que tiene una varios maridos. Cuatro tengo yo, lo que implica cuatro gargarismos al acostarse, cuatro ronquidos por la noche y cuatro himnos nacionales tibetanos por la mañana. Un día de éstos repudiaré a mis maridos. Ah, qué hartísima estoy.

Deambuló, con los brazos cruzados, las manos en la espalda, meciéndose con una lúgubre melopea, complaciéndose en que ésta fuera lo más estulta posible esforzándose en andar como una mema, con los pies hacia adentro. Se detuvo ante el espejo y se hizo la chocha, desorbitando los ojos, con la boca abierta de par en par, la lengua colgándole, los pies metidos hacia adentro.

Vengada de sí misma, sonrió, recobró su hermosura, guardó el gorro escocés, se tumbó en la cama, cerró los ojos, se sumió en el ensueño.

–Sí, calmarme con mi truco, adelante me arrojo con una fuerza terrible contra la pared y zis zas, muy bien, más fuerte, a toda velocidad contra la pared, como un obús, zas, muy bien, se me ha rajado un poco la cabeza, sienta de maravilla, muy agradable, me encuentro mejor, estupendo que no haya nadie en casa, libre hasta la noche, me pregunto si mi sapo tardará en restablecerse, esta mañana estaba pachucho, sí volverle a poner tintura de yodo, pobre

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