Dúo: Prólogo de Milena Busquets
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La situación parte de un esquema clásico: un matrimonio lleva una vida feliz y armoniosa hasta que el marido descubre fortuitamente que la esposa ha tenido una aventura, cuyo alcance ignora, con su socio y amigo. A raíz de este descubrimiento, la relación se va deteriorando a pasos agigantados, mientras el marido se debate obsesivamente ante el dilema que se plantea: ¿qué podría soportar mejor: la comunión espiritual entre la mujer y el intruso, o la lujuria desencadenada, que podría ser tan sólo un «capricho de la carne»? «¿Dúo o duelo?»: así rezaba la faja publicitaria de la edición francesa original de este libro. Colette, feminista avant la lettre y sin alardes extraliterarios, muestra con extraordinaria agudeza psicológica el contraste entre la actitud de la mujer –un personaje adulto, desculpabilizado– y la puerilidad moral del marido. El conflicto sucede en una casa de campo, con la verja como testigo y la gente del pueblecito como telón de fondo; gente que husmea y que adivina las más secretas verdades de los «señores», obligados a fingir absoluta normalidad a causa de la sacrosanta obligación de guardar las apariencias, mientras se desencadena una tormenta en sus vidas. La recuperación de Dúo que ahora presentamos viene acompañada de un prólogo de Milena Busquets que es un elogio encendido y una abierta declaración de deuda con esa escritora voluptuosa y vitalista, penetrante, enérgica y virtuosa, que conserva intactas su lucidez y capacidad transformadora.
Sidonie-Gabrielle Colette
Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) debutó en la vida literaria de la mano de su primer marido, Henry Gauthier-Villars, Willy, en 1900, con la serie de las Claudine. Posteriormente, la impresionante lista de sus chefs-d’oeuvre la acreditó como una novelista de primera categoría; cabe destacar, asimismo, sus facetas de memorialista, periodista y autora y actriz teatral. Presidente de la Académie Goncourt, grand-officier de la Légion d’honneur y miembro de la Académie Royale de Belgique, murió en plena gloria. En Anagrama se han publicado Claudine en la escuela, Claudine en París, La mujer oculta y Du?o.
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Dúo - E. Piñas
Índice
Portada
Prólogo, por Milena Busquets
Dúo
Notas
Créditos
PRÓLOGO
Tuve la suerte inmensa (mucho más inmensa que nacer con dinero, un poco menos inmensa que sentirse querido de pequeño) de nacer en una casa llena de libros. En cuanto oía hablar de algún título interesante, sólo tenía que ir a una de las estanterías que cubrían las paredes de casa desde el suelo hasta el techo para encontrarlo.
La biblioteca de mi madre estaba ordenada por género literario (poesía, narrativa, arte) y por nacionalidad (literatura española, francesa, etc.). No recuerdo cómo llegué a Colette. Tal vez alguna otra lectura me llevó a ella. Todos los libros buenos arrastran a otros libros y se enlazan con ellos formando un historia que acaba siendo nuestra historia. No recuerdo dónde estaba cuando murió Lady Di, pero recuerdo perfectamente hasta el último detalle del lugar (la pálida luz del verano británico entrando por la ventana) y la situación en que leí el fragmento de Proust en el que, de repente, al atarse el zapato, recuerda a su abuela.
Tal vez me recomendaron a Colette en el Liceo Francés, o tal vez, alguna noche, adolescente aburrida e insomne, descalza y de puntillas, intentando no hacer crujir el parquet para no despertar a nuestros perros, que eran medio bobos y se ponían a ladrar furibundos cada vez que oían un sonido nocturno aunque proviniese del interior de la casa, salí de mi cuarto en busca de lectura y por pura casualidad caí sobre la serie de las Claudine. Aquella adolescente francesa –alocada, frívola, profunda, lista, maléfica, sensual, valiente, modernísima– de 1900 cambió la vida de la adolescente barcelonesa de finales de los ochenta que yo era. Me cambió la vida en los dos sentidos que valen la pena: por un lado me abrió un mundo nuevo, por el otro se convirtió en un refugio seguro.
Después lo he leído todo de ella. Colette no tiene obras menores, cada una de sus frases te pone de rodillas. Mi editor, Jorge Herralde, me pasó Dúo hace unos meses y lo volví a leer como quien se come una docena de ostras casi sin respirar, como quien regresa a unos brazos amados y conocidos, como quien visita un museo a sabiendas de que en una de sus salas se encuentra un cuadro predilecto.
Dúo cuenta la historia de la destrucción de un matrimonio a causa de una infidelidad y, aunque fue escrito en 1934, podría ser uno de los capítulos de Secretos de un matrimonio de Ingmar Bergman. Las mujeres de Colette son tan libres como las de Bergman, tal vez más incluso, porque lo que en Bergman es oscuridad y sentido de culpa en Colette es impulso vital y sensualidad.
En Dúo, como en todo lo escrito por Colette, cada página es «puro Colette»: una extraordinaria mezcla de agudeza psicológica, de sensualidad y de talento narrativo. Los personajes están vivos, palpitan de deseo y de miedo y de hastío, pero no sólo los seres de carne y hueso, todo en Colette rezuma vida, quiere ser tocado, olido, disfrutado. Hasta cuando describe la fría campiña francesa –nadie describe como Coletteparece que esté describiendo el trópico. Colette es uno de esos autores de los que te lees algunas frases dos o tres veces de lo buenas que son, mientras piensas: «Pero esta tía cómo puede hacer esto, es increíble», y estás tentado casi de memorizarlas.
Algunas veces, pocas, cuando habla de algún autor realmente extraordinario o al que ama en especial (se lo he visto hacer con Thomas Bernhard, por ejemplo), Jorge Herralde se queda callado y con la mirada perdida en algún punto del horizonte, como si estuviese mirando algo que está muy lejos (aunque estemos en mi diminuto apartamento), más allá de las palabras, de los actos sociales y de la promoción. En un mundo como el nuestro, el mundo de los libros, de la edición, de las palabras y los discursos y los artículos y los egos, no hay nada más significativo que el silencio. Colette hace que nos callemos y que nuestra mirada se pierda en el horizonte.
MILENA BUSQUETS,
noviembre de 2015
Dúo
Abrió la puerta bruscamente, y permaneció un momento de pie en el umbral. Luego suspiró: «¡Oh, qué fastidio!», se echó a tientas en el diván y se abandonó al baño de la fresca sombra. Pero prefirió las recriminaciones al descanso, y se incorporó con un movimiento rápido.
–¡No me ha ahorrado nada! Chevestre me ha llevado por todas partes, mira mis zapatos... Y el establo que se está derrumbando sobre los bueyes, y los mimbrerales inundados, y el ribereño de enfrente, que pesca con dinamita... He tenido que, óyeme bien, he tenido que...
Se interrumpió.
–Estás muy bonita aquí. Esto merece que se tome en consideración, evidentemente...
Su mujer había colocado el escritorio, viejo y carente de belleza, en el profundo vano de la ventana, bajo la luz de mediodía brillante de polvo. Ante ella, un ramito de orquídeas púrpura en un florero de grueso cristal, lleno de agua, testimoniaba que Alice había ascendido desde los prados más húmedos, alfombrados de raíces de alisos y mimbres. Bajo su mano, una carpeta de cuero repetía el color de las flores, y su reflejo, al alcanzar el rostro de Alice, turbaba el gris verdoso de sus pupilas, que Michel comparaba a la hoja de los sauces.
Ella escuchaba a su marido con complacencia, pero sólo le contestaba con una sonrisa soñolienta. Él experimentaba un inagotable placer al constatar que los ojos de Alice y su boca, dilatados por la sonrisa, se tornaban casi iguales, de forma muy semejante.
–Aquí tienes los cabellos llenos de hilos rojos –dijo Michel–. En París son negros.
–Y blancos –repuso Alice–. Diez, veinte cabellos blancos, aquí encima...
Ofrecía su frente a la luz, y mentía con coquetería, orgullosa de sus treinta y seis años, juveniles, despreocupados, y de su carne ligera. Observó que Michel se levantaba con intención de acercársele.
–¡No, Michel! ¡Tus zapatos! ¡Ten compasión del entarimado, que han encerado esta mañana! ¡Ese barro rojo!
El sonido de su voz contenía siempre a Michel. Incluso dormida y un poco quejumbrosa, sabía protestar suavemente, en el mismo tono, ante lo peor y lo mejor. Michel separó las piernas formando una V y tan sólo apoyó los tacones, con el mayor cuidado, sobre el entarimado de largas tablas gastadas.
–Este barro rojo, querida, es de las orillas del río. El héroe que te está hablando ha salido de aquí a buen paso a eso de las nueve, no se ha sentado desde entonces, excepto para tomar un sorbo de vino blanco, ¡y qué vino! Un vino blanco verdoso y asesino, un producto para quitar el cardenillo al cobre, para afilar cuchillos...
Se levantó con cierto esfuerzo y apoyó una mano en la cadera:
–Querida, es el precio de nuestras vacaciones... ¿Seremos todavía en 1933 los señores de aquí? Este Chevestre... tiene cara de comprador... Mientras que yo... ¿Durante cuánto tiempo tendré aún cara de propietario?
Caminaba de un lado a otro, dejando marcada con arcilla seca las huellas de sus pasos, pero Alice ya no pensaba en el entarimado.
–¡Tú estás bien como estás! –dijo Alice cuando su marido pasó ante el escritorio.
Alice no le tenía acostumbrado a tales vivacidades, y él se detuvo para sonreírle.
–¿Tan mal están las cosas, Michel?
Ante todo, Michel percibió en la voz suplicante de Alice la necesidad que sentía de ser tranquilizada, y la tranquilizó:
–Tan mal no, hija mía. No están peor que en otras partes. Pero ¿qué quieres? Los tejados ya cumplieron con su deber, la granja funciona con medios de hace cincuenta años... Chevestre roba normalmente, creo... Habrá que elegir, consagrar nuestro dinero, todo lo que proporciona la sala del Petit-Casino, a rejuvenecer, a consolidar Cransac. Cuando pienso que no hace más que tres años una película duraba cinco meses, y que montábamos un espectáculo arrevistado todos los inviernos en provincias con los restos del vestuario de Jeanne Rasimi. Cuando pienso...
Alice le detuvo de nuevo tendiendo su mano con los dedos juntos:
–No, no pienses más. Precisamente es en eso en lo que no hay que pensar. Los mimbrerales...
–Resquebrajados. No se sacará de ellos ni tres mil francos.
–Pero ¿por qué se han resquebrajado?
Michel la miró desde lo alto, como le gustaba hacerlo cuando ella estaba sentada y él de pie, con competente conmiseración.
–¿Por qué? ¡Hija mía! ¿No sabes nada?
–No. ¿Y tú?
Michel rió entre dientes.
–Yo tampoco. No sé nada de todas sus artimañas. Chevestre dice que es debido al calor. Pero Maure, el aparcero, afirma que si Chevestre hubiera podado a fondo hace dos años... Aparte de que el terreno es demasiado compacto para el mimbre... Imagínate, yo metido en todo eso...
Levantó la mano, el dedo meñique en el aire como en un juego infantil. Luego dejó de reír, de hablar, se colocó frente a la puerta ventana. Un alud primaveral de hojas nuevas, de serpollos sin cortar, de largos retoños de rosales enrojecidos por la apoplejía de la savia, aproximaba a la casa los macizos descuidados. Bajo los álamos, el oro, el cobre de las hojas nuevas usurpaban aún el lugar