El silencio de las sirenas
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En el ambiente misterioso de una perdida aldea de Las Alpujarras, donde parece flotar todavía la magia de los antiguos dominadores musulmanes, una joven forastera vive una extraña, desmesurada y desesperada historia de amor con un hombre al que apenas conoce y que reside en la lejana Barcelona. Éste es, en síntesis, el hilo narrativo de El silencio de las sirenas, la obra ganadora del III Premio Herralde de Novela. Aunque el personaje central y su pasión sean sublimemente románticos, Adelaida García Morales cuenta esta historia por medio de la voz interpuesta de María, la maestra del pueblo, lo cual le permite establecer una medidísima relación de distancia y, a la vez, complicidad con los hechos contados y demuestra que es cierto lo que ya se intuía tras la lectura de El Sur seguido de Bene: que nos encontramos ante una narradora, de una sensibilidad exacerbada, dotada de un talento muy personal. Con esta historia apasionada, Adelaida García Morales no sólo confirma la calidad de su obra, sino que da un paso adelante que la sitúa entre las más interesantes revelaciones de la narrativa española de los años ochenta.
Adelaida Garcia Morales
(Badajoz, 1945-Dos Hermanas, 2014) debutó triunfalmente en 1985 en el panorama de las letras españolas con un aclamado volumen que reunía dos relatos, El Sur y Bene, y obtuvo con su siguiente obra, El silencio de las sirenas, el Premio Herralde de Novela. La autora fue, además, galardonada con el Premio Ícaro, otorgado por Diario 16 a la revelación literaria de la temporada, merecido reconocimiento a la calidad de su obra, que no en vano se convirtió en una de las más traducidas de la narrativa española.
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El silencio de las sirenas - Adelaida Garcia Morales
Índice
Portada
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
Créditos
El silencio de las sirenas fue galardonado, el día 15 de noviembre de 1985, con el III Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde.
A Víctor
Pues Dios permite que lo que no existe sea intensamente iluminado.
FERNANDO PESSOA
I
Elsa se despidió de mí con una breve carta: «María, te dejo estos regalos, consérvalos si quieres. ¿Volveremos a encontrarnos? Un beso.» Y se olvidó de firmar.
Sobre una mesita de madera, cubierta con un paño de terciopelo ocre, había ordenado diferentes objetos: una postal que reproducía un cuadro de Paolo Ucello: san Jorge y el dragón; una flor seca y azul que, según decía, se llamaba «Love in a mist»; una vieja caja china conteniendo una fotografía suya y la copia de todas las cartas que había enviado a Agustín Valdés; una carta que había recibido de él, un retrato de Goethe contemplando la silueta recortada de un rostro de mujer; una sortija de platino con incrustaciones de diamantes; un libro: Las afinidades electivas; la reproducción de una litografía de Goya, en la que se ve a un hombre inclinándose sobre una mujer que oculta su rostro con un antifaz. Al pie hay unas palabras: «Nadie se conoce.» También me dejó un cuaderno, el suyo, en el que había ido escribiendo su amor, dirigido a Agustín Valdés. Y, finalmente, había una carta para Agustín y que aún no había cerrado.
Cuando me dirigía a esta aldea en la que conocí a Elsa, venía con el propósito de abandonarla si no lograba soportar la soledad que me esperaba. Pues aunque he viajado con relativa frecuencia, y he conocido un considerable número de ciudades, tanto de España como del extranjero, nunca me había sentido atraída por lugares solitarios y aislados, los que se me habían aparecido siempre como simples nombres perdidos en los mapas. Y, sin embargo, cuando dejé atrás la venta de Las Angustias y entré en Las Alpujarras, tuve la impresión de cruzar una frontera precisa y de penetrar en un mundo extraño que se volvía hacia sí mismo, encerrado en una quietud intemporal. Multitud de pueblecitos se escondían entre silenciosas cordilleras, indiferentes a ese otro mundo que quedaba fuera, lejano y confuso. La carretera ascendía por las montañas. Me dirigía a un lugar que se elevaba a mil quinientos metros por encima del nivel del mar. A medida que iba subiendo crecía la intensidad del silencio que silbaba en mis oídos. Cuando al fin divisé el valle del Poqueira me quedé anonadada: era el paisaje más bello que yo había visto en mi vida. Los pueblecitos blancos parecían dormir, apretados como líquenes, en la ladera y en la cumbre de una montaña inmensa. Después, la intensa luz del sol de esta tierra y la solemnidad del paisaje me provocaron tal exaltación, que por unos instantes desaparecieron todos mis temores.
La primera noche dormí en la pensión y cuando, al día siguiente, me desperté era ya media mañana pero reinaba un silencio de madrugada. Salí a dar un paseo y me pareció que me encontraba en un lugar diferente al que había llegado el día anterior. Una niebla luminosa cubría las calles irregulares del pueblo y había hecho desaparecer las montañas. Una inmensa nube subía desde el fondo del barranco empujada por un viento suave. A ambos lados de la carretera se divisaban fragmentos de un campo verde y frondoso recortado entre la niebla. Regresé a la aldea y deambulé entre calles laberínticas y blancas. Las nubes avanzaban por ellas, cubriendo poco a poco el pueblo. De la densa niebla surgían algunos rostros de piel endurecida y arrugada, como máscaras hurañas. Surgían enmarcados en las ventanas, en las puertas, o errabundos por aquel dédalo en el que ya, desde el principio, me sentí atrapada. Eran rostros de una curiosidad infantil y respondían a mis saludos con una mirada mezcla de sobresalto y esperanza, de cordialidad y resentimiento. Ante sus miradas me sentí invadiendo la intimidad de una grande y serena familia. Pero después, con el paso del tiempo, vi que estos pueblos que desde lejos, cuando te vas acercando a ellos, parecen dormir en las faldas de las montañas o encaramados en sus cimas, después, cuando de alguna manera te han hecho suyo, aunque sólo sea con esa dudosa aceptación que aquí se tiene para el forastero, levantan a tu alrededor un auténtico griterío. Poco a poco vas comprendiendo que esa aparente quietud puede ser cualquier cosa menos paz. Pasiones violentas mueven los hilos de esas vidas que en un principio parecían tan serenas. Detrás de sus miradas reservadas, incluso hoscas, late siempre una desconfianza hostil, el recuerdo de un odio antiguo aún no olvidado, el amor imposible que destrozó la vida... Y poco a poco vas descubriendo en los ojos huidizos de estos aldeanos una indiferencia cruel, una curiosidad despectiva y, también, el dolor de muchas separaciones, el dolor de un pueblo que agoniza. Y empiezas a ver la enfermedad por todas partes, enfermedad que aquí no se cura porque no hay dinero para prolongar las vidas inútiles.
La casa que, como maestra, me habían asignado ofrecía un aspecto lamentable: era casi cuadrada y sus paredes excesivamente frágiles para soportar el frío, la nieve, las lluvias y el viento de estas montañas. Terminé por alquilar otra del pueblo. Era una de esas extrañas construcciones bereberes, con chimenea, varios niveles, gruesos muros de piedra y terrados planos de launa.
A veces he llegado a maldecir esta aldea, su silencio y su quietud. Sin embargo, creo que ahora no podría marcharme, pues estas montañas una y otra vez me sorprenden desde su silencio perfecto. Parecen brotar de la oscuridad misma de la tierra. Se alzan ahí, siempre libres y sin sentido alguno, como un paisaje anterior al tiempo de los hombres. En los bancales que se levantan en sus laderas aún se pueden ver las huellas de un descomunal esfuerzo humano. Pero un esfuerzo que se muestra inútil con apenas unos años de abandono. Varias generaciones de jóvenes han rechazado la dureza de estos campos, para emigrar a las fábricas y los suburbios de grandes ciudades. Y en lugar de su trabajo aparecen ya amplias extensiones de tierra árida y salvaje de nuevo.
Una de las actividades más gozosas para mí era la de dar largos paseos al atardecer por los campos de alrededor, por la carretera o por las calles de la aldea. Y, desde el principio, me llamó la atención la cantidad de viejas solitarias que deambulaban por todas partes. Eran seres extraños que parecían habitar en la linde misma entre la muerte y la vida. Eran mujeres nacidas con el siglo, lentas y enlutadas, que se entregaban a sus tareas cotidianas con una rutina que parecía ser otra cosa. Pues sus miradas, absortas siempre en algo invisible para mí, no parecía que tuvieran nada que ver con las palabras o acciones que, al mismo tiempo, mostraban. A veces las veía como si fueran seres geométricos, casi vegetales, cuyos movimientos eran tan mecánicos como los de las abejas de una colmena. Otras veces creía ver en sus rostros algo que podría ser el residuo terco de otra cultura, algo que yo ya no podría conocer más que en sus aspectos más triviales. Y cuando las observaba mientras daban de comer a las gallinas, cuidaban a los conejos, barrían la puerta de su casa... se me antojaba que esas acciones cobraban en ellas unas dimensiones desconocidas para mí, como si constituyeran una complicada red de emociones impenetrables.
Yo deseaba conocer eso que ellas habían creado en sus vidas para llenar tanta soledad. En una ocasión lo comenté con Elsa, pero ella sólo quería saber qué habían inventado para renunciar tan serenamente al amor. Pues eran mujeres que habían dejado de serlo para convertirse en otra cosa, libres ya de las imposiciones sociales de su sexo. Podían vivir solas sin que parecieran añorar a los seres queridos, muertos o ausentes. No existían para nadie y sólo una sombra las oscurecía: la enfermedad y no la muerte. Aunque, según ellas mismas decían, la peor amenaza era el hospital, ese taller de cuerpos, donde sabían muy bien que se podía morir sólo de horror.
De muchas de estas viejas sólo conseguí escuchar un tímido saludo, murmurado al cruzarse conmigo en la calle, donde ya desde lejos venían mirándome con descaro. Todas ellas me parecían ritualizadas al máximo. Y, sin embargo, cada una tenía sus propios ademanes. Claro que ninguna logró captar mi atención tanto como Matilde y su facultad especial, de la que hablaré muy pronto. Antes de verla ya habían llegado hasta mis oídos los rumores que sobre ella corrían por el pueblo en sordina y constituidos más por silencios y miradas temerosas que por palabras. Pero creo que lo que más excitó mi curiosidad fue su relación con Elsa, a quien conocí precisamente en su casa.
Era Matilde una viejecita delgada y de escasa estatura y sus ojos miraban con descaro y penetración. Un día me acerqué a ella mientras tomaba el sol en su puerta. La saludé y me respondió sonriendo. Entonces me detuve y