Pétalos y otras historias incómodas
Por Guadalupe Nettel
4/5
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Información de este libro electrónico
Como vistos a la luz de una radiografía, los personajes de este libro muestran todo aquello que el ser humano desearía ocultar: sus miedos, sus obsesiones, sus manías, sus actos compulsivos. Desde este paraje de lo escondido, cada uno de los relatos de Pétalos y otras historias incómodas pone de manifiesto una locura inquietante y distinta, la excentricidad inconfesable en que se cifra toda una existencia: un fotógrafo parisino al que sólo le interesan los párpados, un oficinista japonés que descubre su extraña afinidad con las cactáceas, una modelo que oculta un tic desde su infancia, una niña que intenta, a su manera, luchar contra la muerte, un olfateador de sanitarios para damas... son algunos de los personajes que el lector encontrará en estas páginas.
Con un estilo irónico y de falsa ingenuidad, la autora nos introduce en la vida de hombres y mujeres en apariencia normales que sin embargo conforman ese enorme ejército de inadaptados, de freaks que no se deciden a salir del armario.
Este libro, luminoso y también perturbador, defiende la idea de que la verdadera belleza se encuentra precisamente en todo aquello que nos incomoda ver, aquello que nos vuelve únicos e irrepetibles. Y nos confirma este pequeño milagro: una voz nueva, personal e inconfundible, la de la joven escritora mexicana Guadalupe Nettel.
Galardonado con los premios Gilberto Owen, Antonin Artaud y Ann Seghers.
Guadalupe Nettel
Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) es autora de El huésped (finalista del Premio Herralde de Novela 2005) y sus posteriores y muy celebradas obras Pétalos y otras historias incómodas, El cuerpo en que nací, Después del invierno (Premio Herralde de Novela 2014), La hija única (finalista del Premio Booker Internacional 2023) y Los divagantes, publicadas en Anagrama. También ha escrito El matrimonio de los peces rojos (Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero). Sus libros han sido traducidos a más de veinte lenguas y han obtenido, además, diversos galardones internacionales, como el Premio Nacional de Narrativa Gilberto Owen, el Antonin Artaud y el Anna Seghers. Entre las reseñas dedicadas a su obra cabe destacar: «Guadalupe Nettel revela la belleza subliminal que hay en los seres de comportamientos extraños y sondea minuciosamente la intimidad de su alma» (Le Magazine Littéraire); «Los lectores avezados disfrutarán de esa nueva voz literaria, tan sofisticada como original, en el panorama de las letras latinoamericanas» (Arcadia, Colombia); «Una de las más singulares escritoras mexicanas» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «La mirada que posa sobre las locuras suaves o destructoras, las manías, las desviaciones es de una agudeza tal que nos remite a nuestras propias obsesiones» (Xavier Houssin, Le Monde).
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Comentarios para Pétalos y otras historias incómodas
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Thanks to Eidelweiss for my ARC.This was my first time reading Guadalupe Nettel and really all that brought me to this collection was that it is newly translated work and it is labeled straightforward as unsettling stories. Nettel looks gazes stares unflinchingly at the perverse each of the stories gazes at something unsettling the character is fixated on. Yet through the gross-out factor of pretty much all of the stories Nettel situates prose that is both beautiful and poetic. The characters within are relatable too and say and do things that we have done or thought about before. It is this troubling familiarity that is most unsettling. These people are people that you know they are people you have met and they could even and probably are you. The obsessive reigns the ability to express mania and addiction what it is to be drawn to something so hard that you cannot let go. The hopelessness of weird entanglement with the perverse and how people contend with it are full explored. For those that hang in there the turns of phrase and insights into the inner space of strange desire are powerful.
Vista previa del libro
Pétalos y otras historias incómodas - Guadalupe Nettel
Índice
Portada
Ptosis
Transpersiana
Bonsái
El otro lado del muelle
Pétalos
Bezoar
Créditos
A Gastón
Seres imperfectos viviendo en un mundo imperfecto, estamos condenados a encontrar sólo migajas de felicidad.
JULIO RAMÓN RIBEYRO,
La tentación del fracaso
–¿En qué consiste la belleza del monstruo?
–En su no darse cuenta.
MARIO BELLATIN
Ptosis
El trabajo de mi padre, como muchos en esta ciudad, es un empleo parasitario. Fotógrafo de profesión, se habría muerto de hambre –y con él toda la familia– de no haber sido por la propuesta generosa del doctor Ruellan, que, además de un salario decente, le otorgó a su impredecible inspiración la posibilidad de concentrarse en una tarea mecánica, sin mayores complicaciones. El doctor Ruellan es el mejor cirujano de párpados de París, opera en el Hôpital des 15/20 y su clientela es inagotable. Algunos pacientes prefieren incluso esperar un año para obtener una cita con él en vez de optar por un médico de menos renombre. Antes de intervenir, nuestro benefactor le exige a sus pacientes dos series de fotografías: la primera consiste en cinco tomas cercanas –de ojos cerrados y abiertos– para que quede constancia de su estado antes de la operación. La segunda se lleva a cabo una vez practicada la cirugía, cuando la herida ya ha cicatrizado. Es decir que, por más satisfactorio que les parezca el trabajo, vemos a nuestros clientes sólo dos veces en la vida. Aunque en ocasiones ocurre que el doctor comete alguna falla –nadie, ni siquiera él, es perfecto–: un ojo queda más cerrado que el otro o, por el contrario, demasiado abierto. Entonces la persona se vuelve a presentar para que le tomemos una nueva serie por la cual pagará otros trescientos euros, pues mi padre no tiene la culpa de los errores médicos. A pesar de lo que pueda pensarse, las cirugías de los párpados son muy frecuentes y sus razones innumerables, comenzando por los estragos de la edad, la vanidad de la gente que no soporta las marcas de vejez en el rostro; pero también los accidentes de coche, que a menudo desfiguran a los pasajeros, las explosiones, los incendios y otra serie de imprevistos: la piel de un párpado es de una delicadeza insospechada.
En nuestro negocio, cercano a la Place Gambetta, mi padre tiene enmarcadas algunas fotografías que tomó durante su juventud: un puente medieval, una gitana tendiendo ropa junto a su remolque o una escultura expuesta en el jardín de Luxemburgo, con la que ganó un premio juvenil en la ciudad de Rennes. Basta verlas para saber que, en una época muy lejana, el viejo tenía talento. Mi padre también conserva en sus paredes obras de factura más reciente: el rostro de un niño muy bello que murió en el quirófano de Ruellan (un problema de anestesia), cuyo cuerpo resplandece en la mesa de operaciones, bañado por una luz muy clara, casi celestial, que entra de manera oblicua por una de las ventanas.
Comencé a trabajar en el estudio a la edad de quince años, cuando decidí dejar la escuela. Mi padre necesitaba un ayudante y me incorporó a su equipo. Aprendí entonces el oficio de fotógrafo médico especializado en oftalmología. Aunque después, con el paso del tiempo, me fui encargando de las labores de oficina, entre ellas la contabilidad del negocio. Pocas veces he salido a la ciudad o al campo en busca de una escena que inspire a mi veleidoso lente. Cuando paseo, generalmente lo hago sin la cámara, ya sea porque se me olvida o por miedo a perderla. Confieso sin embargo que a menudo, mientras camino por la calle o los pasillos de algún edificio, siento deseos repentinos de tomar una foto, no de paisajes o puentes como hizo alguna vez mi viejo, sino de párpados insólitos que de cuando en cuando detecto entre la multitud. Esa parte del cuerpo que he visto desde la infancia, y por la que jamás he sentido ni un atisbo de hartazgo, me resulta fascinante. Exhibida y oculta de manera intermitente, obliga a permanecer alerta para descubrir algo que de verdad valga la pena. El fotógrafo debe evitar parpadear al mismo tiempo que el sujeto de estudio y capturar el momento en que el ojo se cierra como una ostra juguetona. He llegado a creer que para eso se necesita una intuición especial, como la de un cazador de insectos, no creo que haya mucha diferencia entre un aleteo y un batir de pestañas.
Me cuento entre el escaso porcentaje de la gente a la que le apasiona su trabajo y, en ese sentido, me considero afortunado. Pero esto no debe causar confusiones: nuestro oficio tiene algunos inconvenientes. Por el estudio pasa toda clase de individuos, la mayoría de las veces en situaciones desesperadas. Los párpados que llegan hasta aquí son casi todos horribles, cuando no causan malestar, dan lástima. No es gratuito que sus dueños prefieran operarse. Al transcurrir los dos meses de convalecencia, cuando los pacientes, ya transformados, regresan por la segunda serie fotográfica, respiramos con alivio. Esa mejoría pocas veces alcanza el cien por ciento pero cambia por completo un rostro, su expresión, su gesto permanente. En apariencia los ojos quedan más equilibrados, sin embargo, cuando uno mira bien –y sobre todo cuando ha visto ya miles de rostros modificados por la misma mano–, descubre algo abominable: de algún modo, todos ellos se parecen. Es como si el doctor Ruellan imprimiera una marca distintiva en sus pacientes, un sello tenue pero inconfundible.
A pesar de los placeres que otorga, esta profesión, como cualquier otra, termina causando indiferencia. Recuerdo haber visto pocos casos verdaderamente memorables en nuestro establecimiento. Cuando esto ocurre, me acerco a mi padre, que prepara la película en la trastienda, y le pido al oído que me deje disparar el obturador. Él siempre accede, aunque sin entender la razón de mi súbito interés. Uno de esos hallazgos ocurrió hace menos de un año, en el mes de noviembre. Durante el invierno, el estudio, situado en la planta baja de una antigua fábrica, se vuelve insoportablemente húmedo y es preferible salir a la intemperie que permanecer en esa cueva gélida y oscura por las necesidades del oficio. Mi padre no estaba esa tarde y yo, muerto de frío junto a la puerta, me entretenía con las indecisiones de la lluvia mientras maldecía a una clienta que tenía más de un cuarto de hora de retraso. Cuando su silueta apareció por fin detrás de la reja, me sorprendió que fuera tan joven, debía de haber cumplido cuando mucho veinte años. Un gorro negro, impermeable, le cubría la cabeza y dejaba resbalar las gotas por su cabello largo. Su párpado izquierdo estaba unos tres milímetros más cerrado que el derecho. Ambos tenían una mirada soñadora, pero el izquierdo mostraba una sensualidad anormal, parecía pesarle. Al mirarla me embargó una sensación curiosa, una suerte de inferioridad placentera que suelo experimentar frente a las mujeres excesivamente bellas.
Con una parsimonia exasperante, como si el retraso la tuviera sin cuidado, se acercó a preguntarme en qué piso se encontraba el fotógrafo. Seguramente me confundió con el portero.
–Es aquí –le