Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Dándole pena a la tristeza
Dándole pena a la tristeza
Dándole pena a la tristeza
Libro electrónico267 páginas5 horas

Dándole pena a la tristeza

Calificación: 1 de 5 estrellas

1/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Alfredo Bryce Echenique retorna a la novela con esta incursión sentimental en el mundo íntimo -incluso en los bajos fondos- de una acaudalada y muy limeña familia, los De OntañetaTristán, lo que le da ocasión para hacer trepidantes virajes hacia la novela negra que resuelve con dosis del más fino humor e ironía.

Bryce, el maestro de la narración impregnada de oralidad, el creador de personajes tan inolvidables como Julius, Martín Romaña, Manongo Sterne y varios más, nos ofrece ahora el vívido retrato del fundador de esta saga, don Tadeo de Ontañeta, el minero de finales del siglo XIX que con enorme creatividad y no poco sacrificio, viajando por los Andes de mina en mina, funda un gran imperio financiero, y de sus descendientes. A juzgar por el dramático curso que toman las vidas de los De Ontañeta Tristán, De Ontañeta Wingfield y De Ontañeta de Ontañeta, el barniz de civilización con el que adornan sus vidas no los libra de lo muy primario, instintivo y hasta animal que late en su ser. Sólo ello explica que el juego de la vida consista, para algunos de los protagonistas de esta novela, en dirigir otras vidas, contrariar destinos y, en un extremo sobrecogedor, deshacerse, como quien elimina un desecho, de quienes ponen en riesgo el orden señorial. «En las familias así tan ontañetas, siempre lo peor está aún por venir», advierte el narrador. 

Odiándose amorosamente, los descendientes de donTadeo de Ontañeta pasan de mano en mano la oscura vara del poder, que cuanto más oscura se cimbrea en las casonas del centro de Lima, La Punta o el Olivar de San Isidro, más se estira y resplandece en los salones y bares del Club Nacional o del Lima Golf Club.

En Dándole pena a la tristeza Alfredo Bryce logra el retrato tierno, violento, feroz e incluso inmisericorde de una familia que lo pierde absolutamente todo y cuyos últimos descendientes encarnan la más atroz decadencia de un linaje.

«El nexo mayor de Dándole pena a la tristeza es con la novela por excelencia de un linaje: Cien años de soledad. Asfixiante retrato de la oligarquía peruana con humor rabelesiano» (Ricardo González Vigil, El Comercio, Lima).

«Alfredo Bryce vuelve a la novela y lo hace abordando uno de los temas centrales de su obra: la decadencia de la vieja oligarquía limeña. En esta novela hace gala de un brillante sentido del humor y de una sintaxis barroca, llena de digresiones. Sin lugar a dudas, la mejor novela de Bryce desde No me esperen en abril» (Javier Agreda, La República, Lima).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2012
ISBN9788433934086
Dándole pena a la tristeza
Autor

Alfredo Bryce Echenique

Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) es uno de los mayores exponentes de la literatura latinoamericana. Doctor en Letras por la Universidad de San Marcos, en 1964 se trasladó a Europa: vivió en Francia, Italia, Grecia, Alemania y España, para regresar de nuevo a su Perú natal, donde reside actualmente. Profesor en diversas universidades francesas, ha compatibili­zado la enseñanza con la escritura. A través de sus novelas y relatos, Bryce Echenique ha creado uno de los universos narrativos más originales de la literatu­ra en español de finales del siglo XX y principios del XXI, siendo uno de los autores hispanoamericanos actuales más traducidos. Su obra ha recibido impor­tantes premios. En Anagrama se han publicado las novelas Un mundo para Julius, con la que fue Premio Nacional de Literatura en Perú, Tantas veces Pedro, La vida exagerada de Martín Romaña, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, La última mudanza de Felipe Carrillo, Dos señoras conversan, No me espe­ren en abril, Reo de nocturnidad, con la que obtuvo el Premio Nacional de Narrativa en España, y Dándole pena a la tristeza, así como la recopilación de cuen­tos La esposa del Rey de las Curvas, los volúmenes de antimemorias Permiso para vivir y Permiso para sentir y los libros de ensayos y artículos A vuelo de buen cubero (y otras crónicas), Crónicas personales, A trancas y barrancas y Crónicas perdidas.

Lee más de Alfredo Bryce Echenique

Relacionado con Dándole pena a la tristeza

Títulos en esta serie (100)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Dándole pena a la tristeza

Calificación: 1 de 5 estrellas
1/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Dándole pena a la tristeza - Alfredo Bryce Echenique

    Índice

    Portada

    Primera parte

    I

    II

    Segunda parte

    I

    II

    III

    Tercera parte

    I

    II

    Epílogo

    Créditos

    Para Augusta Thorndike,

    con la gran alegría de nuestro reencuentro.

    Mi enorme gratitud a «Los Benites»,

    Martha, Armando, Micaela y Gabriel,

    por su compañía y ayuda

    mientras escribía esta novela.

    La historia es un cementerio de aristocracias.

    WILFREDO PARETO

    Aun cuando todos nosotros estamos inmersos en la historia, no todos poseemos igual poder para hacer la historia.

    C. WRIGHT MILLS

    El tiempo es de nieve –decía el señor–; válganos la chimenea. En este mundo no existen más que los paraísos perdidos.

    De todos los rincones de la Tierra, éste es el que mejor me sonríe.

    De ahora en adelante, yo seré el conde y Vuesa Merced el cochero.

    LORENZO VILLALONGA, Bearn

    Porque el significado de un noble linaje se halla todo en las tradiciones, es decir en los recuerdos vitales, y él era el último en poseer recuerdos insólitos, distintos de los de las otras familias.

    GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA, El Gatopardo

    Decíase entonces en el lenguaje oficial la Corte de Lima, como se decía la Corte de Madrid.

    Llamáronla entonces ciudad «de los reyes» pero no vivían en ella sino príncipes y sultanas.

    Quien ve la habitación conoce al huésped. La casa es indiscreta; es como la saya que oculta a la mujer hermosa, pero se cuida de acentuar sus líneas.

    RAÚL PORRAS BARRENECHEA,

    Pequeña antología de Lima

    Primera parte

    I

    –Nunca llegues a vieja, Alfonsinita... Nunca, pero nunca, llegues a vieja.

    –...

    –Ni muchísimo menos llegues jamás a réquete vieja, Carlita...

    –...

    –Ni tú tampoco, Ofelita... Nunca, pero lo que se dice nunca, llegues a réquete vieja... Y muchísimo menos a réquete réquete viejo, como yo. Réquete viejo de verdad, como sólo yo. Réquete réquete viejo, como sólo yo, eso sí que jamás de los jamases, Elenita...

    Aunque tomando en cuenta, por supuesto, que ni Alfonsinita ni Carlita ni Ofelita ni Elenita existían ni existieron jamás, la verdad es que era una gran suerte que el bisabuelo Tadeo estuviese ya sordo como una tapia y que pensara además que había siempre algún miembro de la familia haciéndole compañía en aquel rincón de su invernadero al que una enfermera con su toca y todo, y de punta en blanco, además, lo trasladaba cada mañana a las ocho en punto, inmediatamente después de un magro y blanduzco desayuno para desdentado, y de lo más bien aseado y rasurado ya, cómo no. Un millón de precauciones se tomaban para aquel diario viaje en su silla de ruedas, a una velocidad mínima, desde el tanque de oxígeno de su dormitorio hasta el de su baño y luego desde este segundo tanque hasta el del inmenso invernadero en que se pasaba los días, incluso en verano y con un sol radiante. Un verdadero apiñamiento de chales y bufandas mil hacían desaparecer, invierno y verano, sin distinción alguna de estación, trajes de muy alta calidad británica, en cuanto a tela y confección, chalecos, que los había incluso de gran fantasía, y las eternas y muy coloridas corbatas de enorme lazo que aún conservaba y que fueron estrenadas mil años atrás, una tras otra, a partir del día en que el bisabuelo renunció para siempre a su vida de muy exitoso minero e incluso de temerario precursor de esta actividad en el Perú, según parece, pues de las minas regresó ya viudo y riquísimo, lleno de problemas pulmonares, eso sí, y con un ansia tal de ver mundo que no escatimó gasto ni lujo alguno en aquellos interminables viajes durante los cuales, según su propia afirmación, le dio un par y medio de vueltas completitas al mundo, de gran hotel en gran hotel, de gran restaurante en gran restaurante y de carísimas cocottes a cuanto gran casino encontró en sus andanzas. Aunque, valgan verdades, de aquel grandioso apogeo final lo único que se trajo de vuelta al Perú, en su último viaje, el bisabuelo Tadeo, fueron baúles enteros de finísima ropa a la medida, que con el tiempo hubo que empezar a adelgazar y empequeñecer, aunque siempre tomando muy precisa cuenta de la nueva talla y de una inclinación muy torre de Pisa, mucho más que encorvamiento, del ya bien centenario bisabuelo.

    Acompañaba tanta camisa y tanto traje a la medida una verdadera florida de corbatas de lazo que mi madre y mi abuela encontraron siempre de lo más coloridas, pero que el abuelo clásico, o sea el materno, consideró insoportablemente colorinches y hasta inhumanas, según propia afirmación, más unos fabulosos álbumes de estampillas que, éstos sí, podrían dar fiel testimonio del verdadero alcance geográfico de sus andanzas, incluso pioneras y realmente expedicionarias. Y, por último, se trajo también el bisabuelo Tadeo un impresionante automóvil Hispanosuiza descapotable, de color rojo y tapices de cuero de chancho, que utilizó tan sólo muy de vez en cuando y únicamente en verano para visitar en el balneario de La Punta a su hijo mayor, Fermín Antonio, y a la entrañable Madamina, su esposa, con quien le resultó siempre más fácil bromear y congeniar que con el flaco estirado este de mierda, para más señas mio propio figlio...

    –Fin de trayecto. Fin de trayecto, pero por esta mañana, que quede claro, que ya después se verá por la tarde y luego también al anochecer –repetía día a día el bisabuelo Tadeo al ingresar a su invernadero personal y alcanzar su establecido rincón, donde, acto seguido, la enfermera tocada procedía a colocarle la pequeña máscara respiratoria que le cubría nariz y boca y abría la pequeña llave roja del tanque de oxígeno que, instantes después, daba comienzo al diario ritual según el cual, al cabo de unos veinte o treinta minutos, máximo, el mismo bisabuelo Tadeo se quitaba la mascarilla del oxígeno, se la entregaba a la señorita tocada, extendiendo para ello el brazo derecho al máximo, lo cual en su caso era ya bastante poco, la verdad, mientras que con el brazo izquierdo encendía un finísimo cigarrillo negro cubano, le pegaba enseguida tres y, de preferencia, hasta cuatro muy esmeradas e interminables pitadas, que, con lo flaquísimo y reducidísimo de contextura general que estaba, debían llenarlo de humo de pies a cabeza, aunque empezando, cómo no, por los pulmones de los agudos enfisemas. Aplastaba luego el pitillo en un gran cenicero de cristal colocado sobre la mesita redonda que tenía a su izquierda, y miraba a la enfermera en señal de que ya podía conectarlo nuevamente al tanque de oxígeno. Y éste era el preciso momento en que la señorita tocada quiso decirle siempre «Don Tadeo, debería usted pensar en la extrema gravedad de sus enfisemas», pero el viejo, mínimo ya de estatura, se lo impidió siempre también, arrojándole, feliz, una contagiosísima y nada desdeñable bocanada de humo en plena cara.

    –Don Ta...

    –¿Decía usted, señorita trabajadora?

    –Es que don Ta...

    –Sindíquese, señorita trabajadora. Sindíquese y organicen usted y sus combativas compañeras una buena huelga antifumadores viejos y réquete viejos.

    –A mi sano entender, eso sí que resultaría inhumano, don Tadeo. Yo, en todo caso, desaprobaría un proceder semejante.

    –Entonces no me joda y volvamos a la carga con unas cuantas pitaditas más.

    –Don Tadeo...

    –De don Tadeo nada, señorita trabajadora, y alcánceme más bien los fósforos, por favor, que se me han caído al suelo otra vez.

    –Juega usted con fuego, don Tadeo, porque mire el tanque de oxígeno lo cerquita que lo tiene.

    –Yo sólo miro, señorita trabajadora, que a usted se le paga un sueldo como para que vuele también conmigo. Venga, vamos, déjese usted de sensiblerías y páseme de una vez por todas los fósforos. Los fósforos y chitón boca, señorita trabajadora y tocada. Y tenga de una vez por todas esta bocina de purísimo marfil. Lo estúpida que es la gente, la verdad; le regala a uno tesoros como esta bocina que no le sirve más que para oír una cojudez tras otra.

    No había pasado ni media hora y ahí estaba el bisabuelo Tadeo con el segundo cigarrillo del día y con las mismas tres o, de preferencia, hasta cuatro larguísimas pitadas que acabaron siempre en una muy apresurada reconexión a aquel gran tanque de oxígeno que fácilmente le llevaba unos veinte o treinta centímetros de estatura y que sin embargo nunca duró lo que en principio debía durar. Y todo ello a pesar de la enfisémica y temprana muerte de su esposa Inge, alemanzota cervecera y del Tirol, para más inri, como él mismo solía decir, agregando siempre que cuando en sus tiempos uno sobrevivía a las mil y una minas de los Andes, a sus precarios túneles y a sus dantescos socavones, morirse luego de un vulgar enfisema resultaba algo sumamente risible, ridículo, e incluso despreciable. Y bueno, pues, al fin y al cabo a Inge nadie la obligó a quedarse en el Perú, a enterrarse con él en una mina tras otra, ni muchísimo menos a casarse con él, y la verdad es que ya bastante tuvo la bisabuela Inge con apoderarse del primer apellido de su esposo, abdicando por completo del suyo, lo cual en el fondo hubiera sido bastante comprensible, la verdad, dado que su primer apellido tirolés era francamente horroroso, ¿pero apoderarse además del segundo apellido de su esposo innecesariamente? Pues no. Eso sí que no. Y la verdad es que aquello fue ya una absoluta falta de decoro y de todo en esta vida.

    –Pero, tío Tadeíto... ¿acaso tú no la quisiste alguna vez? ¿Acaso no fuiste tú quien la cortejó, primero, y pidió su mano posteriormente?

    –Hasta que la muerte nos separó, puede ser que sí. Y de manera bastante similar creo que de alguna manera le prometí todo aquello ante el cura del diablo ese que nos casó. Pues sí, puede que sí, aunque yo hoy diría, más bien...

    –No, por favor no digas nada, tío Tadeíto. ¿Y el recuerdo? Esto sí, tío, ¿y el recuerdo?

    –¡Qué recuerdo ni qué ocho cuartos, Adelita! Estoy casi ciego pero quiero que sepas que sigo con la mirada bien puesta en el futuro, únicamente en el futuro, jamás en el pasado, aunque claro que ya tan sólo en el futuro de la industria tabacalera cubana. Entérate por lo menos de esto, porque realmente el tabaco de esa isla es lo único que me interesa ya, junto con mis estampillas y también todos ustedes, por supuesto, aunque ustedes ya en un bien merecido tercer lugar, porque fumador, filatélico y muy sincero siempre lo fui y lo seré, y así hasta que el Señor Todopoderoso me invite a fumar a su lado. Y esto no es ninguna broma, créeme tú, Adelita...

    –Pero es que tía Inge, tío...

    –¡Carajo! ¡Déjenlo a uno fumar en paz o volamos todos aquí! ¡Con tanque de oxígeno, con invernadero, contigo Adelita y hasta con la tocada señorita trabajadora! Mira... Mira cómo tiento al diablo.

    –¡Tío! ¡Tiíto, por favor, suelta ese fósforo!

    –Pues entonces déjenme fumar en paz o prohíbo todas las visitas a mi invernadero.

    –Bien solo que te vas a quedar en ese caso, tiíto.

    –Déjate ya de llamarme tiíto, de una vez por todas, mujer, que me haces sentir que soy un mono o un chimpancé. Y entérate tú, más bien, Sandrita, que solo, bien solo, en la más absoluta soledad, hija mía, es como mejor se disfruta de un cigarrillo. Y si además el tabaco es negro y viene de Cuba, como el mío, pues mismito placer de los dioses, Marisita.

    Por supuesto que ni Marisita ni Sandrita ni Adelita, como antes sus otras hermanas, existían, ni existieron jamás tampoco, pero es que el bisabuelo Tadeo de Ontañeta se inventó con los años toda una interminable ensalada de sobrinas, que además con el tiempo cambiaban de nombre bastante a menudo, en un desesperado e inútil afán de borrar para siempre el tan doloroso recuerdo de los cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres, o sea los tíos abuelos Froilán y Octavio y las tías abuelas Beatriz y Florencia, fallecidos todos en el mismo ómnibus que se desbarrancó regresando de Cerro de Pasco a Lima, aunque desgraciadamente, también, esta total inclinación por las sobrinitas en aquella tan dolorosa ensalada mental, que excluyó casi siempre por completo a los sobrinitos varones de la desbordada y patética imaginación del anciano, era fruto nada menos que de la perversa inclinación por las niñas de muy corta edad que manifestó siempre don Tadeo. Sin embargo, con el largo paso de los años y las décadas, don Fermín Antonio, el mayor de sus hijos, se convenció de que aquella perversa inclinación había pasado a ser cosa de un ya muy lejano pasado.

    Muy malheridos quedaron, también, en el trágico accidente acaecido durante aquel viaje de Cerro de Pasco a Lima, el abuelo Fermín Antonio y su hermano Fernando, aunque vivieron para contarla, para contarla de muy distintas maneras, eso sí, y sobre todo para convertir poco a poco en equilibrio y mesura, el uno, y en franca y abierta desmesura, el otro, todo aquello que su padre, el bisabuelo Tadeo de Ontañeta Tristán, había convertido a su vez en desequilibrio y hasta en franco libertinaje, no bien falleció Inge la Tirolesa, como hasta el día de hoy se le sigue llamando a la alemanzota aquella en la familia.

    Pero tardaron lo suyo en enderezar rumbos, el abuelo Fermín Antonio y su hermano Fernando, nuestro tío abuelo, aunque muchísimo más el segundo que el primero, y esto sí que nos consta bastante bien a las hermanas De Ontañeta Basombrío, ya que tanto papá como mamá salieron una y mil veces disparados a calmar con una verdadera andanada de tilas y hierbabuenas a la abuela Madamina, a nuestra adorada abuela Madamina, enloquecida una vez más la pobrecita con esta nueva cana al aire del hombre más serio del mundo, aunque, eso sí, con un verdadero arsenal de hazañas galantes en su haber, que él, sin embargo, justificaba como obligaciones atribuibles ante todo a su calidad de caballero, lo cual, además, tratándose de él, no dejaba de ser bastante admisible, ya que el abuelo Fermín Antonio de Ontañeta Tristán, alto, sumamente flaco, sesentón ya por entonces, muy enjuto, de nariz aguileña y clásicamente elegantísimo, fue siempre hombre de palabra y de muy grandes convicciones y buenos ejemplos, por más que en lo concerniente a sus episodios galantes fuese preferible juzgarlo con criterios realmente avanzados o muy muy laxos, que por ahí se le podría otorgar alguna razón, tal vez, como también postergando o más bien dejando en suspenso todo aquel dechado de virtudes inherentes a su señorío, aunque a fin de cuentas lo mejor y lo más sano, opinó siempre su gran amigo Ezequiel Lisboa, era hacerse el de la vista gorda, en fin, un si te vi ya no me acuerdo o algo así.

    Aunque, valgan verdades, lo cierto es también que durante aquellas sigilosas y galantes ocasiones, a la par que correrías e incursiones nocherniegas, el muy flaco, seco y alto caballero hizo siempre uso de la una y mil llaves de tantísimas casas, situadas casi todas en el denominado Damero de Pizarro o en sus inmediaciones –aunque además hubo un llaverito para la temporada de verano en el balneario de La Punta–, que colgaban sonoras de un gigantesco llavero, una argollota, más bien, que Claudio, su eterno chofer de nacionalidad chilena, sacó siempre oportuna y sigilosamente de la maletera de un automóvil Chrysler, de un color azul muy oscuro, como quien encuentra a la par un tesoro y mil herramientas, y cerrando además casi en el acto los ojos, para ignorarlo siempre todo, absolutamente todo, acerca de la puerta por la que entraría don Fermín Antonio y de la llave que para este fin empleaba, ya que entre sus obligaciones la más importante de todas era sin lugar a dudas una absoluta discreción, aunque además, cómo no, estaba también aquel gran afecto por un hombre que jamás se cansó de repetir: «Mi guerra es con el gobierno de Chile, jamás con ciudadano chileno alguno, y la prueba más rotunda de ello es usted mismo, Claudio, que lleva ya veinticinco años con sus uniformes para cada estación y también para cada ocasión, sin contar además con el uniforme destinado exclusivamente a Palacio de Gobierno, al volante de mis muy diversos Chryslers azul muy oscuro, pues éstos cambian y se renuevan, mas no usted, Claudio, porque a usted jamás lo cambiaré yo, y, lo que es más, mientras usted y su señora esposa lo deseen, el acuerdo al que alguna vez llegamos se renovará solo, salvo en lo que se refiere a los estipendios mensuales, claro está.»

    Como muy claro estuvo siempre, también, que las aguas volvieron una y otra vez a su cauce al regresar el abuelo a su señorial casona limeña, al cabo de una serena y, eso sí, muy negociada semana de autocontrol y templanza en la suite presidencial del Gran Hotel Bolívar. Bastaba para ello, además, con que la abuela Madamina enviara a nuestra madre a parlamentar con el abuelo, y que ésta, a su vez, le rogara a su madre que en su lugar fuera papá, pero, eso sí, acompañado por el alegre tío Klaus von Schulten, el esposo de tía María Isabel, hermana menor de mamá, ya que papá, que además de hijo político es primo hermano del disoluto caballero, aunque en su caso, eso sí, de un temperamento sumamente anglosajón, que le viene por el lado Wingfield, qué duda cabe, ya que además es lo más flemático del mundo y de una extrema severidad, pues sí que papá habría sido incluso capaz de exigir algo tan cuáquero como una inmediata entrega de la argolla mágica del abuelo, llave por llave, hasta la última casa de Lima y balnearios, o sea también el veraniego llavero destinado a La Punta, aunque no dejara de existir también, según nos contara en su día un jubilado, anciano, y aún acucioso y muy minucioso Claudio, un tercer llaverito más, destinado éste a rapidísimas incursiones al entonces naciente balneario de Ancón.

    Sin embargo, esta misma severidad de nuestro padre era muy pertinente en el caso de que el tío Klaus von Schulten, que no por nada arma a cada rato la de Dios es Cristo en el bar del Lima Golf Club, le exigiese nuevamente al abuelo la entrega de una de las piezas que él más apreciaba en aquel llavero: nada menos que la de la casa de su madre, viuda muy reciente de don Hans von Schulten y aún por consolar.

    –Pobre don Fermín Antonio –solía repetir Claudio en estas complicadas y silentes ocasiones en que, lo único que al servicio doméstico le quedaba claro, aunque bastante más claro a unos que a otros, debido a sus jerarquías y antigüedades en casa de los señores y, qué duda cabe, asimismo por esta nueva ausencia de don Fermín Antonio y por el pésimo semblante de doña Madamina, acompañado encima de todo por aquel incesante trasiego de tilas y tisanas allá en los altos de los señores, en fin, que lo único que le quedaba realmente claro a todos, allá en la zona de servicio, es que Troya había ardido una vez más en la casona de la avenida Alfonso Ugarte. Y por alguna razón tendría que ser...

    Porque alguna razón tiene que haber, pues, eso sí que sí. Y era entonces cuando los domésticos recién bajados del Ande, cumpliendo con una ley de vida, optaban por la más callada y humilde desaparición, obligados, cómo no, también, por los ojos suplicantes con que los servidores más antiguos o menos andinos miraban a don Claudio, que extranjero y rubio de ojos verdes como es, por supuesto que tiene que estar más al tanto de todo que nosotros, como que dos y dos son cuatro. Además, don Claudio trabaja directamente con el ausente de repente, aunque también frecuente, para qué negarlo, valgan verdades, y que es sin duda alguna el responsable de tanta tila y tanta tisana para los nervios alteradísimos de doña Madamina, la pobrecita, que bien sabido es lo santa que ha sido y será siempre, o sea pues que, resumiendo, por obra de ella sí que de ninguna manera puede ser...

    Claudio, entonces, respetando como nunca la casa, aunque no tan sólo a sus propietarios sino también a todos los que en ella habitaban o laboraban, excepción hecha de aquellas ya desaparecidas excepciones andinas, optaba entonces por sacar finalmente de babias a todos los ahí presentes, aunque siempre con la discreción que le corresponde a un chofer que, eso sí, a pesar de ser chofer rubio y de ojos verdes, está antes que nada al servicio del caballero don Fermín Antonio o don Fermín a secas, para hacerla más breve:

    –Pues diría yo –intervenía entonces Claudio, por fin–, que, a mi sabio entender y parecer, don Fermín Antonio se nos ha quedado una nueva temporadita sin poder cumplir con su deber de caballero, también fuera de casa.

    Los había ahí que entendían más unos que otros, cómo no, aunque aquello de a mi sabio entender y parecer, en boca además de un extranjero rubio y bien parecido, sí que tenía que salirle del fondo del alma a aquel chofer de uniforme según la temporada y gorra ídem, amén de esos verdes ojos extranjeros y un acento bien como risueño y resbaladizo, pero que, chino o chileno, para la ocasión daba exactamente lo mismo.

    –Más claro el agua –le comentó a su ayudanta e hija, la vieja cocinera Juana Briceño, ya en el dormitorio que ocupaban en el segundo piso popular (el segundo piso familiar quedaba bastante más arriba), y mientras los empleados de sexo masculino atravesaban un pequeño puente que los llevaba hacia sus dormitorios y baños, y que se diría destinado a alejarlos además al máximo, sobre todo ahora, de la inmensa tentación que acababa de llegar y de alojarse al otro lado del río, aunque también es cierto que en la planta baja del caserón aquel.

    En efecto, la sutil inspección que el propio don Fermín Antonio realizaba por los amplios y cómodos sectores destinados a la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1