Harvey
Por Emma Cline
2.5/5
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El #MeToo contado desde la cabeza de Harvey Weinstein, su villano principal: Emma Cline regresa con una pieza de cámara penetrante, divertida y perturbadora.
A veinticuatro horas de la sentencia de su juicio, en una casa prestada en Connecticut, Harvey amanece de madrugada sudado e inquieto, pero repleto de confianza: esto es América, y en América a los que son como él no se los condena. Hubo un momento en que la gente le dio la espalda, pero a esa gente la sustituyó pronto gente nueva: y la gente que le debía favores, piensa Harvey, va a seguir teniendo que pagárselos. Han tratado de acabar con su reputación, pero no lo han conseguido, y ese mismo día el destino le indica cómo terminar de restaurarla; la cara familiar de su vecino de al lado resulta ser la del escritor Don DeLillo, y Harvey ya se imagina los neones: Ruido de fondo, la novela inadaptable, hecha película por fin; la alianza perfecta entre ambición y prestigio puesta al servicio de su regreso. Y, sin embargo, el correr de las horas pronto empieza a llenarse de señales inquietantes, ominosas; de grietas cada vez más hondas en la confianza con la que Harvey había amanecido...
Con su sutileza psicológica habitual, Emma Cline narra este relato desde el lugar más incómodo: desde la mente de un Harvey (Weinstein, claro) para el que no hacen falta apellidos, y que aparece retratado aquí como alguien frágil y necesitado, que sobrevalora su inteligencia y exhibe una megalomanía ridícula; un hombre del todo desgajado de una realidad, la de su condena, que se le va haciendo cada vez más aterradoramente visible, y en la que se filtran asunciones de una culpabilidad que su yo consciente niega. Esquivando los ángulos más recurrentes de un tema muchas veces iluminado a una sola luz, acudiendo a inyecciones de un humor sordo y aprovechando con agudeza y sin subrayados las posibilidades caleidoscópicas de las interacciones entre los personajes, Emma Cline construye con Harvey una pieza de cámara por turnos penetrante, divertida y perturbadora, que revela su habilidad para una distancia, la de la nouvelle, que no había explorado hasta el momento.
Emma Cline
Emma Cline (Sonoma, 1989) es licenciada en Bellas Artes, y cursó un máster en escritura creativa en la Universidad de Columbia. Ha trabajado como lectora para The New Yorker, donde también ha publicado textos de ficción, igual que en las revistas Tin House, The Paris Review (que en 2014 la consideró merecedora de su Plimpton Prize) y Granta (que en 2017 la seleccionó entre los Mejores Novelistas Americanos Jóvenes). Las chicas, su primera novela, se publicó en cuarenta países, ganó el Shirley Jackson Award y fue finalista del First Novel Prize, el National Book Critics Circle Award y el LA Times Book Prize; el reputado productor Scott Rudin planea adaptarla a la gran pantalla. En Anagrama ha publicado también la nouvelle Harvey. Fotografía © Megan Cline
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Harvey - Inga Pellisa
Índice
Portada
Harvey
Créditos
Ya casi nunca tenía esos sueños. Pero se despertó de pronto, igualmente, parpadeando en la habitación a oscuras. Las cuatro de la mañana. Se quedó un momento quieto bajo la colcha. Tenía la camiseta pegada a la espalda: sudores nocturnos, la almohada empantanada, las sábanas húmedas. Vuelta para el otro lado. Bien estirado sobre las sábanas frescas. Sin abrir los ojos. Tan pronto los abriese, tan pronto cayese de pies y manos en el mundo de los vivos, sería entrar directo en la rueda, un pastillero preparado ya con la medicación de la mañana, una botella de agua Fiji a temperatura ambiente al lado.
El día siguiente a estas horas lo sabría todo. Bueno, no exactamente a estas horas, más bien hacia las diez, pero, en cualquier caso, estaría todo decidido. Examinó las posibilidades en un intento de calibrar las evidencias de un modo u otro. Pero ¿qué opción había?: creía, con toda sinceridad, que lo absolverían. ¿Cómo no lo iban a absolver? Estábamos en América. Puede que hubiese un momento, un día o dos justo después de que empezara todo esto, en el que igual creyó que se había acabado, que había llegado el final. Entendía que Epstein se hubiese ahorcado en la celda, porque ¿qué pinta tendría la vida, después? Nada de cenas, nada de respeto, nada de ese amortiguador de miedo y admiración que te envolvía en una especie de agradable trance, con el mundo amoldándose a ti. Haber tenido eso, y luego perderlo, era impensable, insoportable.
Y sí, hubo un momento en que la gente dejó de devolverle las llamadas, le giraba la cara por la calle, no quedaban habitaciones en el hotel, etcétera, etcétera. Pero casi con la misma rapidez, apareció otra gente, corrió a llenar el vacío. Fueron a su fiesta de la Super Bowl, en la que sirvieron perritos calientes del Nate’n Al traídos en avión; le prestaron sus casas de campo, le dejaron consultar con los abogados de la familia. Ahora, por ejemplo, estaba alojado en la casa de Vogel en Connecticut. Un hombre no le ofrecería su casa a otro si este fuese verdaderamente un leproso. No lo invitaría al bar mitzvá de su hijo. Seguía saliendo a cenar. Su asistente le programaba reuniones por teléfono. Cogía vuelos y comía a puñados anacardos cargados de sal, contemplando el país a sus pies.
Se incorporó, impulsado por el recuerdo de las Rocosas desde el avión de Vogel, y pensó en el Jurado número 5, ese hombre de cara rubicunda que cruzaba los brazos siempre que una mujer subía al estrado, un hombre que parecía resentido por verse apartado de un trabajo honrado para participar en este circo: seguro que un hombre así vería su caso como lo que era. Porque América era un buen país, en realidad, formado por gente que respetaba a una persona trabajadora, a alguien que se había labrado su propio camino. Desde luego, más de lo que respetaba a los abogados carroñeros, perdedores desesperados por pillar una salida de emergencia del cementerio profesional en el que se encontraran penando en la mediana edad.
Igual sus abogados podían meter algo así en su comunicado, una vez que se hiciese justicia, algo sobre lo agradecido que estaba de vivir en este país.
Estaba ya despierto del todo, la adrenalina atizando su cerebro, el gusanillo de hacer planes, de ponerse a trabajar. Encendió la lamparilla y se sentó recostado en las almohadas. Engulló el último trago de agua pasada que quedaba en la botella prácticamente vacía de Fiji, buscó a tientas el cuaderno de rayas. Había comprendido, tras las mortificantes rondas de obtención de pruebas, que era mejor hacer las listas en papel. Los papeles se traspapelaban, los papeles desaparecían.
Marcó el número de Joan.
–Esto es off the record –dijo él de inmediato.
La voz de Joan sonó adormilada:
–¿Diga?
–¿Te parece bien? Necesito un acuerdo verbal.
–¿Harvey?
–Un acuerdo verbal. Off the record.
–Claro, Harvey.
Oyó a alguien de fondo.
–¿Quién es?
–Es Jerry. Estamos en la cama.
–Bueno, pues levántate, ¿de acuerdo? Esto es solo para tus oídos. Te vuelvo a llamar en cinco minutos.
A Joan le caía bien. Le caía bien de verdad. Era dura pero sensata, siempre encantada de quitarle importancia a la detención de un actor por conducir borracho a cambio de un reportaje a fondo, aceptaba feliz cuando la invitaban a proyecciones y era una incondicional en las fiestas de después. Habían pasado buenos ratos. La farra por aquella película que había salvado de un desastre casi seguro con su intervención: se había encerrado en Sag y básicamente había reescrito el guión; al director lo sacaron a rastras de rehabilitación, un equipo de asistentes lo sostenía apenas en pie. El primer ayudante de dirección, un rumano gritón, había terminado dirigiendo la película entera. Una campaña de la Academia. El enlace en Japón los había llevado al Gold Bar: los únicos blancos en el local. Uni sobre filet mignon; había por allí una asistente de prensa flacucha que no quiso ni probarlo. Que se encogió cuando él le pasó el brazo por encima, amedrentada en la banqueta. La habían dejado allí, como una broma. Tal como él lo recordaba. A ver si encontraba el camino de vuelta al hotel a las tres de la mañana en Tokio. Eso fue antes de los móviles, cuando la gente se perdía literalmente. Y tal como él lo recordaba, tampoco es que Joan se hubiese desvivido por ayudarla, ni que hubiera insistido en llevarla de vuelta. A ella también le había parecido divertido.
Marcó de nuevo.
Joan respondió al primer