Mary Bell, la niña asesina
Por Mente Criminal
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Un día antes de cumplir los 11 años, Mary Flora Bell estranguló a Martin Brown (de cuatro). Lo encontraron a pocos metros de su casa, boca arriba y con los brazos extendidos en cruz. Más tarde, a Brian Howe (de tres), con una letra grabada en el vientre y cortes diversos en el pene y otras partes del cuerpo que habría intentado mutilar. Sucedió en Scotswood, Inglaterra, en un barrio conocido como «el Callejón de las Ratas» por el deterioro y el abandono evidente de las casas y las calles. En otros tiempos habían funcionado astilleros donde por esos años solo había ruinas y basura. En ese sector alejado del centro y casi a orillas del río, eran comunes los abusos intrafamiliares, los robos y las peleas.
En 1998, Bell colaboró con Gitta Sereny contando cómo había sido su vida y el abuso sufrido a manos de su madre prostituta y de sus clientes. A los 4 años, Betty Bell la obligó a practicar la primera felación a un hombre y unos años después, la entregó a un pedófilo para tener sexo.
Otras situaciones escabrosas de su niñez refieren las mutilaciones que practicó en algunos animales. Por otro lado, es escalofriante enterarse con la fría maldad que procedió frente a las familias de sus propias víctimas. Tuvo una cómplice y amiga llamada Norma Bell, con quien compartía los juegos y la escuela. Sin embargo, esta otra niña no fue inculpada por los crímenes de Mary.
Fue hallada culpable, pero la justicia no encontró el sitio adecuado para reformar a una niña asesina. Los reformatorios y finalmente la cárcel a pesar de no tener la edad suficiente fueron su destino hasta cumplir la condena. Estudió y se preparó para salir en libertad. También cometió el error de fugarse. Sin embrago, tuvo protectores que custodiaron su integridad y confiaron en que podía rehabilitarse.
¿Cómo vivía la niña Mary Bell en 1968 cuando cometió los crímenes? Las acciones que le hicieron merecer el apodo de «Monstruo», la condena y el padecimiento de las familias de las víctimas se revelan en estas páginas: las confesiones de Mary y las declaraciones de los maestros y los niños que la conocían.
Desde su libertad en 1980, ha usado varios seudónimos. Finalmente en 2003, consiguió la identidad protegida de por vida para ella, la hija y los nietos. Hoy vive de incógnito.
Mente Criminal ayuda a sus lectores a ingresar al mundo de las investigaciones criminales y descubrir las historias reales detrás de los crímenes que conmocionaron al mundo. En sus libros, los lectores siguen paso a paso el trabajo de los detectives, descubren las pistas y resuelven el caso: ¿Cómo se cometieron los crímenes? ¿Por qué los perpetraron? Cada uno de sus libros profundiza en estas preguntas analizando los motivos detrás de los crímenes que hicieron que comunidades enteras vivieran atemorizadas: la verdadera historia detrás de los crímenes que nos hacen enfrentar el lado más oscuro de la naturaleza humana.
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Mary Bell, la niña asesina - Mente Criminal
Nada es lo que era. A mediados de los años sesenta, Scotswood, el famoso barrio industrial, agoniza. La decadencia de la posguerra, el abandono del gobierno de turno y las familias que se arremolinan adonde pueden constituyen los ingredientes del sector, por mucho, más sombrío de la ciudad.
A mitad de camino, jugando a las escondidas entre los escombros de las viejas construcciones de Whitehouse Rd. y el río, cuatro niñas alargan deliberadamente el regreso a sus casas. El sol del otoño entibia el aire y las ilumina regalándoles un halo dorado. Se divierten. Repiten a coro la publicidad de los nuevos cereales con sabor a banana, que solo algunas familias han podido comprar. Estrepitosamente se superponen cantando «Wa… Wa… Wackie» y saltan desde un pedazo de mampostería desvencijada, emulando los gestos del monito de dibujos animados que protagoniza el aviso en la televisión.
Los vestidos sueltos de lanilla y sus júmpers tableados a media pierna se mimetizan con el entorno: nada es nuevo. Pero ellas cantan, ajenas a todo.
Cuando apenas hacen un silencio para volver a tomar aire, escuchan un lloroso maullido lejano. Se miran cómplices. Sin mediar palabra, se adentran en una construcción abandonada. Los maullidos se sienten más próximos y claros: detrás de los hierros retorcidos de viejas aberturas, sobre una bolsa de arpillera que oficia de nido, una gata gris a rayas alimenta a su nueva camada.
Las niñas dan grititos de emoción, se miran, sonríen y se turnan para tocar a la mamá gata, que recela de su presencia. Pronto comienzan a hacer planes para los bebés: cuando puedan abrir bien los ojos y caminar solitos, ellas se encargarán de encontrarles un hogar. Los cachorros apenas sueltan la teta de la gata, olisquean el aire, parece que mueven afirmativamente la cabeza… pero es solo un reflejo para seguir mamando, estrecharse contra el cuerpo de su mamá y seguir durmiendo.
Le dejan a la gata unas galletas apelmazadas que una de las niñas lleva en el bolsillo y siguen su camino. «Wa… Wa… Wackie», se escucha otra vez. Vuelven los saltos, juegan a las encondidas y sueltan un «adiós» a medida que cada una llega a su casa.
La última niña, de ojos azules y cabello oscuro de corte carré, empuja con fuerza la puerta de su vivienda. Está abierta, hace mucho que la cerradura dejó de funcionar y se traspasa el dintel simplemente accionando el pomo.
En la radio suena uno de los temas más populares del momento: es Petula Clark, cuyo más reciente éxito «Downtown» se oye en una de las tantas radios piratas que todo el mundo escucha desde 1960, dándole la espalda a las famosas emisiones de la BBC.
La niña se ilusiona pensando que hay alguien en casa, pero con una mirada desde el pasillo que da a la cocina confirma lo que en realidad presiente: está sola. Toma entonces unas galletas de la mesada, que estaban ahí esperando humedecerse quién sabe desde cuándo, apura un vaso de agua y sale. En el bolsillo del júmper coloca unas tijeras que, evidentemente, alguien ha utilizado y dejado arriba de una silla.
Ya en la calle, vuelve junto a la mamá gata y sus cachorros. Les mira un instante y toma uno al azar. No está asombrada ni da gritos de emoción. Permanece de pie junto a la gata por algunos segundos, hasta que encuentra un recorte de tela donde envolver al cachorro.
La pequeña Mary Bell fue víctima de los maltratos de su madre y de los abusos sexuales a los que la exponía. También fue victimaria: mató a dos niños del mismo barrio en el que vivía.
Con su nueva adquisición en las manos, el corazón le da señales inequívocas: late haciéndose presente en todo el cuerpo. Camina unos metros y se introduce por la ventana en otra casa a medio demoler, cuya puerta está completamente obstruida.
Desenvuelve el trapo mugriento y se encuentra con el minino que el azar quiso que eligiera, levantando apenas un poco la cabeza y tratando de avanzar sobre la superficie rugosa.
La niña se sienta, saca las tijeras del bolsillo y poda tranquilamente los incipientes bigotes del animal. Pero no obtiene ninguna muestra de dolor. Con sumo cuidado toma una orejita y estirándola de manera tal de poder hacer lugar para su arma, la rebana al ras. Obtiene la señal que esperaba, el cachorro grita con todas sus fuerzas. Repite la operación con la otra oreja: los maullidos, aunque inaudibles desde la calle, satisfacen sus deseos. Será entonces el turno de las patas… pero apenas logra pellizcar con las tijeras las almohadillas. Y sí, la sangre empapa el pequeño trapo y chorrea entre los escombros.
Por mucha fuerza que hace, el arma elegida no sirve para cortar las patas del gatito, quizá las está quebrando en cada uno de sus intentos, por lo desgarrador del maullido, pero no logra cercenarlas. Intenta una y otra vez, incluso cuando el animalito exangüe deja prácticamente de maullar y apenas se oye una suerte de ronquido.
Enojada por lo breve de su momento de placer, la niña apuñala repetidas veces el cuerpo muerto del minino y luego, tomándolo por la cola, le revolea con fuerza y le estrella contra unos vidrios que tiemblan pasajeramente debido a la fuerza del impacto. No se asoma a ver dónde cae el pequeño y peludo cuerpo. Se limita a recoger las tijeras, a limpiarlas en unos pastos que crecen en el interior de lo que fuera una vivienda y se va. Su expresión es inocente y una sonrisa apenas perceptible ilumina su rostro.
Capítulo 2
Abrir la puerta para ir a jugar
«El Reino Unido sufrió una de las peores crisis económicas de su historia a finales de los años sesenta. La situación era tan grave y cercana al colapso del sistema que en 1968 el gobierno, presidido entonces por el laborista Harold Wilson, elaboró una estrategia, conocida como mad plan (plan loco
) que incluía medidas como la congelación de ciertas cuentas bancarias, la prohibición general de viajar al extranjero y el veto a las transferencias de pensiones de jubilación a otros países.»
ÁNXEL GROVE, 20minutos.es, 4 de octubre de 2014.
Contradictoria, rebelde y revolucionaria, la década del sesenta podría considerarse uno de los períodos más intensos del siglo pasado, para lo bueno y para lo malo. Fue un tiempo en que las minorías segregadas recuperaron su voz y un momento de esperanza política llena de música y arte, pero, también, una época en que el mundo estuvo en varias ocasiones al borde una tercera guerra mundial.
El rock inglés lideraba la movida musical: bandas surgidas en 1962 como The Who, The Rolling Stones o los mismísimos The Beatles revelaban al mundo un país liberal y relativamente próspero. La Copa Mundial de Fútbol disputada en Inglaterra en 1966 los tuvo como campeones indiscutidos, al tiempo que su industria, al menos para cierta parte del mercado internacional, parecía en alza. La British Motor Corporation reedita una y otra vez el auto que será ícono de la década, el Mini, de inconfundible silueta; mientras que en el sector de «los de alta gama», Aston Martin presentaba su DB5, un modelo GT (Gran Turismo) que alcanzaba los 233 kilómetros por hora con su motor de seis