El Sur seguido de Bene
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Este volumen incluye dos novelas cortas, la primera de las cuales, El Sur, dio origen al guión de la película del mismo título dirigida por Víctor Erice. Tanto esta historia como la que se cuenta en Bene se caracterizan por su magnetismo narrativo, basado en la especial habilidad de Adelaida García Morales para rodear de un aura de misterio a ciertos personajes masculinos en torno a cuya ausencia teje cada una de las narraciones. Ausencia física pero presencia de sombra, añorada en un caso, ominosa en el otro, cuyo peso se hace sentir doblemente a causa de su misma realidad fantasmagórica. Moviéndose en un territorio que bordea las simas del incesto y del mal contempladas desde la pureza amoral de la adolescencia, estos dos relatos adentran al lector en regiones poco transitadas por nuestra literatura, y situaron a su autora en un lugar destacado.
Adelaida Garcia Morales
(Badajoz, 1945-Dos Hermanas, 2014) debutó triunfalmente en 1985 en el panorama de las letras españolas con un aclamado volumen que reunía dos relatos, El Sur y Bene, y obtuvo con su siguiente obra, El silencio de las sirenas, el Premio Herralde de Novela. La autora fue, además, galardonada con el Premio Ícaro, otorgado por Diario 16 a la revelación literaria de la temporada, merecido reconocimiento a la calidad de su obra, que no en vano se convirtió en una de las más traducidas de la narrativa española.
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5The South and Bene are two short stories by Adelaida García Morales---not as in short stories, but short in page count---where the narrator, now a grown-up woman, looks back to her childhood in a dysfunctional family. The tone is conversational, in The South the narrator's father is addressed and in Bene her brother, both long dead.In The South the girl's life circles around the father to whom she adores and who is close and distant at once, her only ally in the family but still someone with a life and secrets of his own. And his own death -- which he finally chooses and which terminally separates the girl from everything that she once held meaningful. South is where the father was from, South is where the girl looks to to find answers she was never given at home.Bene is the name of a servant that comes to work for the family, or the what's left of it: the mother is already dead and the father is mostly away; the siblings, the narrator and her brother Santiago, are being brought up by aunts and servants. Bene seems to have a past, and everyone seems to think different things of what that past is what it means. The child hears things but she probably doesn't hear all, and at least she can't understand what the adults are talking about. But she understands she's not being told everything. The brother is older and he is already moving from childhood to the adults' world, and again the child is left alone.The stories are emotionally strong and well written, though I have to admit that at times the same thing happened to me that sometimes happens when reading old stories: the charaters' mindset and sensibilities are so different from mine and their reactions to things is so different from what I think would be 'normal' that I can't relate. Sometimes that means I feel like studying an alien species, sometimes it makes me interested. This time it was, more the latter than the former, though.Victor Erice has directed a film based on The South (El Sur) which is also well worth seeing, one of the really good book to film adaptations, even though it actually uses only about two thirds of the story.
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El Sur seguido de Bene - Adelaida Garcia Morales
Índice
Portada
El Sur
Bene
Créditos
El Sur
¿Qué podemos amar que no sea una sombra?
HÖLDERLIN
Mañana, en cuanto amanezca, iré a visitar tu tumba, papá. Me han dicho que la hierba crece salvaje entre sus grietas y que jamás lucen flores frescas sobre ella. Nadie te visita. Mamá se marchó a su tierra y tú no tenías amigos. Decían que eras tan raro... Pero a mí nunca me extrañó. Pensaba entonces que tú eras un mago y que los magos eran siempre grandes solitarios. Quizás por eso elegiste aquella casa, a dos kilómetros de la ciudad, perdida en el campo, sin vecino alguno. Era muy grande para nosotros, aunque así podía venir tía Delia, tu hermana, a pasar temporadas. Tú no la querías mucho: yo, en cambio, la adoraba. También teníamos sitio para Agustina, la criada, y para Josefa, a quien tú odiabas. Aún puedo verla cuando llegó a casa, vestida de negro, con una falda muy larga, hasta los tobillos, y aquel velo negro que cubría sus cabellos rizados. No era vieja, pero se diría que pretendía parecerlo. Tú te negaste a que viviera en casa. Mamá dijo: «Es una santa.» Pero eso a ti no te conmovía, no creías en esas cosas. «Está sufriendo tanto...», dijo después. Su marido, alcoholizado, le pegaba para obligarla a prostituirse. Tampoco esa desgracia logró emocionarte. Pero ella se fue quedando un día y otro, y tú no te atreviste a echarla. Y años más tarde fue ella la que incitó a mamá para que rompiera todas las fotografías tuyas que había por la casa, a pesar de que acababas de morir. Pero yo no las necesito para evocar tu imagen con precisión. Y no sabes qué terrible puede ser ahora, en el silencio de esta noche, la representación nítida de un rostro que ya no existe. Me parece que aún te veo animado por la vida y que suena el timbre de tu voz, apagada para siempre. Recuerdo tu cabello rubio y tus ojos azules que ahora, al traer a mi memoria aquella sonrisa tuya tan especial, se me aparecen como los ojos de un niño. Había en ti algo limpio y luminoso y, al mismo tiempo, un gesto de tristeza que con los años se fue tornando en una profunda amargura y en una dureza implacable.
Yo entonces no sabía nada de tu pasado. Nunca hablabas de ti mismo ni de los tuyos. Para mí eras un enigma, un ser especial que había llegado de otra tierra, de una ciudad de leyenda que yo había visitado sólo una vez y que recordaba como el escenario de un sueño. Era un lugar fantástico, donde el sol parecía brillar con una luz diferente y de donde una oscura pasión te hizo salir para no regresar nunca más. No sabes qué bien comprendí ya entonces tu muerte elegida. Pues creo que heredé de ti no sólo tu rostro, teñido con los colores de mamá, sino también tu enorme capacidad para la desesperación y, sobre todo, para el aislamiento. Aun ahora, cuanto mayor es la soledad que me rodea mejor me siento. Y, sin embargo, me encontré tan abandonada aquella noche. Nunca olvidaré la impenetrable oscuridad que envolvía la casa cuando tú desapareciste. Yo tenía quince años, y miraba a través de los cristales de mi ventana. Nada se movía en el exterior y, desde aquella quietud desesperante, escuchaba el sonido de la lluvia y la voz de Josefa a mis espaldas, tras la puerta entornada de mi habitación: «No, Teresa, el llanto no conduce a nada en este caso. Nuestro Señor es siempre misericordioso. Recemos para que se apiade de su alma.» Mamá no dijo nada, pero sus sollozos se convirtieron en un llanto desesperado. Yo no me atreví a hacer ruido alguno. Sabía que ella prefería creer que estaba dormida. Pasaron varias veces ante mi puerta. Recorrían la casa de un extremo a otro, como si esperasen encontrar en alguna parte algo que negara lo que ya todas sabíamos.
Cerré los postigos de la ventana y encendí la luz. Quería saber cuántas horas llevábamos esperándote. Y entonces, sobre la mesilla de noche, encontré tu péndulo, guardado en su cajita negra de laca. Me pareció que surgía de un sueño, de aquel espacio mágico y sin tiempo en el que había transcurrido mi infancia contigo. Lo dejé oscilar ante mis ojos, sin buscar nada, como si ya hubiera perdido su sentido. Me estremecí al recordar que ya existía antes de que yo viniera a este mundo, pues con su ayuda tú habías adivinado que yo iba a ser una niña. Creo que por aquellos años yo adoraba todo cuanto venía de ti, y no sólo aquella fuerza mágica que poseías. Nunca olvidaré la emoción que me hacía saltar en la carretera, o correr a tu encuentro, cuando te divisaba a lo lejos, avanzando lentamente en tu bicicleta, como un puntito oscuro que sólo yo reconocía. Venías de dar tus clases de francés en el instituto. Por ese motivo vivíamos allí. Tú no querías volver a Sevilla, tu ciudad, ni tampoco a Santander, la tierra de mamá. Aunque ella lo único que quería era salir de aquel aislamiento y vivir entre los demás, como con tanta frecuencia decía. Recuerdo que cuando abría la cancela para esperarte me parecía respirar un aire más limpio. Sólo a esa hora me dejabais salir sola al exterior. A veces, mientras te aguardaba, recogía las algarrobas que habían caído de los árboles y me las comía. Me gustaban mucho y nunca las probé en ningún otro lugar. Te esperaba incluso cuando llovía; pero, si hacía buen tiempo, me subías a la barra de tu bicicleta y dábamos un corto paseo. Recuerdo aquellos encuentros como los momentos más felices del día. Aunque también me gustaban mucho las clases que mamá me daba durante la mañana. Ella conseguía despertar mi interés por todo cuanto me enseñaba. Y, sobre todo, era cuando más amable se mostraba conmigo. Quizás aquella fuera su vocación, pero, como habían invalidado su título de maestra en la guerra, no podía ejercer más que conmigo. En cambio, yo tenía la impresión de que, fuera de aquellas horas, todo la irritaba, a pesar de que dedicaba gran parte de su tiempo a las actividades que más le atraían. Cuidaba el jardín, montaba en bicicleta, cosía o bordaba y leía muchísimo. Alguna vez creo que intentó escribir algo que no llegó a terminar. Ella odiaba el trabajo de la casa. Tengo muy pocos recuerdos de mamá durante mi infancia. Es como si con frecuencia estuviera ausente, encerrada en una habitación o paseando lejos de la casa. Pero cuando llegó Josefa se dejaba ver un poco más. Recuerdo las tertulias que hacían las dos en la sobremesa, mientras cosían y tomaban café. Yo solía estar presente y tenía la impresión de que ellas no me veían. En aquella atmósfera que creaban flotaba una imagen tuya muy diferente de la que yo tenía por mi cuenta, pero que fue tomando cuerpo en mi interior y lastimándome. Era algo impreciso que se desprendía de sus palabras, de cuanto ellas conocían y yo no, de aquel padrenuestro cotidiano que siempre rezábamos al terminar el rosario, por la salvación de tu alma. Mamá siempre se quejaba, incluso la vi llorar por ello, de la vida que tú le imponías, enclaustrada en aquella casa tan alejada de todo. Al hablar de ti, Josefa concluía diciendo: «La falta de fe es todo lo que le ocurre. Así sólo podrá ser un desgraciado.» Y es que tú aparecías allí, entre ellas, como alguien que padecía un sufrimiento sobrehumano e incomprensible. Y en aquella imagen tuya que, en tu ausencia, ellas iban mostrándome, también yo llegué a percibir una extremada amargura. Sin embargo, nunca logré preguntarte nada sobre ello, pues con tu presencia, siempre tierna y luminosa para mí, me olvidaba de aquella sombra horrible que ellas señalaban en tu persona.
Por las tardes, cuando no estaba contigo, sin que tú lo supieras, me dedicaba a rondar la puerta cerrada de tu estudio. Aquél era un lugar prohibido para todos. Ni siquiera querías que entraran a limpiarlo. Mamá me explicaba que aquella habitación secreta no se podía abrir, pues en ella se iba acumulando la fuerza mágica que tú poseías. Si alguien entraba, podía destruirla. Cuántas veces me había sentado yo en el sofá del salón contiguo, y contemplaba en la penumbra aquella puerta prohibida incluso para mí. Apenas me movía, para que tú no me descubrieras. Cerraba los ojos y me concentraba en captar cualquier sonido que pudiera surgir del interior, donde tú practicabas con tu péndulo durante horas que a mí se me hacían interminables. El silencio era perfecto. Jamás llegué a escuchar ni el más leve rumor. A veces me acercaba con sigilo y, sin tocar la puerta, miraba por el ojo de la cerradura. Escuchaba entonces los latidos de mi corazón, pero ni siquiera te veía a ti. Una vez le pregunté a mamá si aquella fuerza podía verse. Ella me respondió que tenía que ser siempre invisible, pues era un misterio y, si se llegaba a ver, dejaría de serlo. Es curioso cómo aquello no visible,