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Tú también vencerás
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Libro electrónico59 páginas46 minutos

Tú también vencerás

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Este libro nace de la necesidad de narrar para vencer la pérdida. A partir de un recuerdo en la frontera del olvido y de un episodio que conecta la biografía de dos generaciones, Jose||González levanta puentes, horada túneles y pasadizos en el tiempo para transformar esa ausencia en presencia, retomar una conversación, imaginar un abrazo no dado.
Poseedor de una voz lírica e hipnótica, el autor se vuelve a mover entre lo vivido y lo imaginado para entregarnos un libro que remueve el pasado, con la emoción y la urgencia de quien también se busca a sí mismo en los hechos narrados.
"Tú también vencerás" es una novela breve y conmovedora sobre la culpa, los afectos y un mundo antiguo a punto de desaparecer. Pero también sobre la memoria colectiva y el recuerdo de un tiempo salvaje que no termina de pasar.
IdiomaEspañol
EditorialLas afueras
Fecha de lanzamiento22 feb 2021
ISBN9788412244045
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    Tú también vencerás - Jose González

    Portada_Tutambien_venceras.jpg

    Tú también vencerás

    Jose||González

    TÚ TAMBIÉN VENCERÁS

    las afueras

    Créditos

    © Jose||González, 2021

    © de esta edición, Editorial Las afueras, 2021

    Av. Diagonal, 534, 2º 2ª

    08006 Barcelona

    www.lasafueras.com

    ISBN: 978-84-122440-4-5

    Diseño de la colección: Hermanos Berenguer

    Maquetación: María O’Shea

    Ilustración de la cubierta: Luis Seoane, Muchedumbre, 1969 (detalle). Fundación Luis Seoane

    © Herederos de Luis Seoane

    Faltan flores en nuestras vidas

    en los campos

    en las gentes en los campos

    en los paseos de flores de los campos de ciudad.

    Faltan flores

    en lo que antes eran flores sin cortar.

    Una vez maté a unos perros. Unos cachorros recién nacidos. Yo tendría dieciséis años por entonces. En aquel momento los maté por responsabilidad. Los maté porque por mi culpa, por no ceder y no haberla encerrado, aquella perra a la que adoraba se escapó varios días cuando tenía el celo, y aunque la busqué sin descanso para evitar lo que sucedió, era yo quien debía hacerse cargo de los pormenores. La suponía una más de las tareas por tener la suerte de cumplir con mi deseo de convivir con un perro, ese cuidado que conlleva aceptar todas las consecuencias. Los maté para dejar menos de los nueve que había dado a luz, para que ella no se debilitase, para ocultar un poco más el error.

    No siempre es allá lejos donde aparecen los cuerpos. Entre esas rocas puntiagudas, partidas, molidas y embarradas, segadas por el viento. Cinco perros muertos de un golpe a cada uno contra la pared. El abuelo me miró de un modo extraño cuando le conté esto. Yo lloraba mientras se lo iba diciendo y tal vez supurando la rabia y el desacierto de haber hecho algo así, aunque siempre ha sido una práctica habitual en los pueblos; pero el abuelo sabía que yo venía de otro sentido, que apenas podría matar a un animal para comer, de ese empeño por visualizar lo ancestral como retrógrado, pero que en verdad es todo una compleja contradicción que nos oprime las raíces. Se lo contaba a él porque mis padres solo llegaron a ver cuatro cachorros. No preguntaron si habían nacido más. Nunca hubiese desvelado nada, ni mucho menos hubiese permitido que finalmente fuese yo el victimizado.

    Lloraba porque lloré mientras los agarraba antes de golpearlos y no podía evitar llorar cada vez que lo recordaba y lo sentía como si estuviese repitiendo ese gesto violento, esa postura que busca finalizar con un golpe seco, con el corazón atrapado en ese instinto feroz. El abuelo me miraba y me seguía mirando aún cuando le pregunté por qué estaba llorando y no contestaba. Parecía que se mirase a través de mí. No tomó asiento ante su confusión porque ya ambos estábamos sentados en la galería, con las ventanas abiertas, mientras se colaba el abundante olor de los geranios de la terraza, que siempre se han cuidado y mantenido intactos en memoria de mi abuela.

    Tú podrías verlo de esa manera, como lo hace un hilo desdoblado que tropieza sobre el ojo de una aguja.

    Afuera siempre había un hombre sentado en un silla, fumando. Y allí pasaba las horas, cambiaba el hombre pero seguía la silla sosteniendo a un tipo sentado, delgado, con el pelo desaliñado, la nariz afilada con un grano por encima del labio. Así eran, como copias de sí mismos, los que vigilaban los barracones.

    Esa silla era como el refugio de un animal, allí no pensaban en sus hijos ni en sus padres ni en sus parejas o amigos; ni en esa sonrisa final hacia una madre, cuando te llenan la boca de piedras. Los tipos fumaban un cigarro tras otro, sobras de los pitillos de los soldados, hojas secas de zarzas, orégano silvestre que nacía en los desaguaderos, no importaba, no era el gusto lo que prevalecía

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