El espejo ciego
Por Joseph Roth
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Información de este libro electrónico
"La maestría de su construcción, su lirismo e inteligencia y el inagotable deleite de su lectura".
Héctor J. Porto, La Voz de Galicia
"Una novelita corta de belleza sorprendente, tanto por su estilo retórico cargado de imágenes evocadoras, como por el argumento".
El Diario Montañés
"Un breve y precioso regalo, este libro del gran autor austriaco".
Ricardo Martínez, Córdoba
Joseph Roth
Joseph Roth (1894-1939) nació en Brody, un pueblo situado hoy en Ucrania, que por entonces pertenecía a la Galitzia Oriental, provincia del viejo Imperio austrohúngaro. El escritor, hijo de una mujer judía cuyo marido desapareció antes de que él naciera, vio desmoronarse la milenaria corona de los Habsburgo y cantó el dolor por «la patria perdida» en narraciones como Fuga sin fin, La cripta de los Capuchinos o las magníficas novelas Job y La Marcha Radetzky. En El busto del emperador describió el desarraigo de quienes vieron desmembrarse aquella Europa cosmopolita bajo el odio de la guerra. En su lápida quedaron reflejadas su procedencia y profesión: «Escritor austriaco muerto en París».
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El espejo ciego - Joseph Roth
JOSEPH ROTH
EL ESPEJO CIEGO
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE BERTA VIAS MAHOU
ACANTILADO
BARCELONA 2020
CONTENIDO
I—II—III—IV—V—VI—VII—VIII—IX—X—XI—XII—XIII—XIV—XV—XVI—XVII—XVIII—XIX
I
La pequeña Fini se sentó en un banco en el Prater y la tibieza suave y acogedora de aquel día de abril la envolvió. De buena gana se dejó llevar por un dulce desfallecimiento, hasta entonces desconocido, extraño, como una melodía. La sangre, espesa y rápida, golpeaba contra la fina piel de sus muñecas y de sus sienes. El verde pálido de los árboles y de las praderas se desplegaba sobre los coches de bebé, las piedras y los bancos. Todo lo que se encontraba a la vista fluía entremezclado, como cuando uno contempla un mundo muy verde desde un tren muy rápido.
Fue un instante que duró una eternidad. Después las personas y los objetos a su alrededor recuperaron sus contornos, la figura y la vida que les eran propias, su paso y su porte, sus marcas características y el rostro que les era familiar. Pero la sensación de debilidad permaneció, cantando en la sangre, circulando con ella. Ocupaba las venas y todo el cuerpo, como una coral llena una iglesia. El vacío cantaba. Los miembros se habían vuelto pesados. La vida, en cambio, ligera, vaporosa. El corazón adquirió alas, como en la hora en la que nos vence la muerte. Los miedos, negros, revoloteaban a lo lejos, a poca altura. Ninguna oscuridad la amenazaba. Ni había poder alguno aguardando. Ningún temor cruzaba el horizonte amplio, dichoso, de un día espléndido. Fini podía escuchar el lento palpitar de su corazón. La proximidad inmediata de la propia vida, calurosa, resultaba reconfortante. Por primera vez y de manera sorprendente ella y su corazón se encontraban a solas. Y sus latidos eran como una respuesta a preguntas angustiosas, secretas, una respuesta que goteara lentamente, consoladora. Sentía el pecho ligero, como justo después de haberse desahogado de una pena, y cuidadosamente recostado en una melancolía bienhechora. Como cuando uno está a punto de llorar. Como si una dolorosa presión se deshiciera tras muchos años. Por fin... Por fin...
La pequeña Fini se levantó y estiró los brazos, como un polluelo que intenta volar. Y al dar el primer paso, volvieron las ideas. Habían estado agazapadas en una misteriosa proximidad. Llegaron como enjambres de moscas. Los pequeños miedos. Las preocupaciones ágiles, negras. Las dificultades, fieras, a toda velocidad. Las amenazas de mañana y las de pasado mañana. Las atroces imágenes de días atroces. Y el temor se arqueó como un basto yugo sobre la espalda temblorosa. Se había disipado la dulce música de la debilidad, el canto benéfico y amodorrado del olvido. Toda la radiante extensión del vacío que nada teme había palidecido. La envolvente calidez de aquel día primaveral se había entibiado. Fini tembló de frío en el atardecer de abril cuando se levantó para ir a llevar las cartas a la empresa Mendel & Co, a las Audiencias Provinciales números I y II, al bufete Wolf e Hijos, las cartas ajenas dentro del libro de tapas verdes, las cartas ajenas que hay que entregar en los recibidores ajenos, esa carga ligera, dolorosa, que ella reparte de cuatro a siete de la tarde para sacar un sobresueldo.
Avanzó por las calles anchas, perdida, insignificante, y sólo en el patio de entrada a una de las casas se dio cuenta de que la carta para la Audiencia Provincial número I no estaba allí. La importante carta. En la hilera movediza de firmas hechas a toda velocidad faltaba una. Había una línea vacía. Y si uno la observaba largo y tendido, se redondeaba hasta formar un horrible agujero atónito, un ojo hueco, en blanco. Un fuerte temblor acometió a la muchacha, pequeña, helada, y el frío que ya apenas era capaz de soportar aumentó en mitad de la templada noche de abril... La sentía, pero no calentaba. Fini quiso tirar del calor hacia abajo y ponérselo en torno a los frágiles hombros. Tal y como la noche envolvía la ciudad, así debía protegerla también a ella, perdida en mitad de aquella calle inmensa.
¡Ay! Cuando se es tan frágil e insignificante, le hace a uno bien poder guarecerse en algún sitio, en el estrepitoso desierto de la ciudad. Amenazadora, la vida se arquea inflexible sobre nuestra pequeña cabeza, y nos sentimos impotentes, perdidos, a merced del perro que ladra y del policía que hace señas, de la mirada ávida de un hombre y de la gruñona exclamación de una mujer dispuesta a entablar una guerra porque sin querer nos hemos interpuesto en su camino, a merced de