Fresas
Por Joseph Roth
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Este manuscrito, aunque incompleto, condensa los temas predilectos de Roth, quien, con una prosa lúcida e irónica, dibuja una viñeta melancólica y sagaz que anticipa el destino de una Europa a las puertas de la tragedia.
"Lo que Roth ve y transmite es una esencia única, que expresa la fragilidad de nuestra verdadera condición humana".
Nadine Gordimer
"Sus fragmentos son iluminaciones que nos recuerdan el poder de la gran literatura".
Rafael Narbona, El Cultural
"Roth procedía del Este, de los pantanos, de las fresas, y escribía como los ángeles".
Ignacio Vidal-Folch, Crónica Global
"En Fresas se condensan las claves de la obra literaria de Joseph Roth".
Francisco R. Pastoriza, Faro de Vigo
Joseph Roth
Joseph Roth (1894-1939) nació en Brody, un pueblo situado hoy en Ucrania, que por entonces pertenecía a la Galitzia Oriental, provincia del viejo Imperio austrohúngaro. El escritor, hijo de una mujer judía cuyo marido desapareció antes de que él naciera, vio desmoronarse la milenaria corona de los Habsburgo y cantó el dolor por «la patria perdida» en narraciones como Fuga sin fin, La cripta de los Capuchinos o las magníficas novelas Job y La Marcha Radetzky. En El busto del emperador describió el desarraigo de quienes vieron desmembrarse aquella Europa cosmopolita bajo el odio de la guerra. En su lápida quedaron reflejadas su procedencia y profesión: «Escritor austriaco muerto en París».
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Fresas - Joseph Roth
JOSEPH ROTH
FRESAS
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE BERTA VIAS MAHOU
ACANTILADO
BARCELONA 2017
La ciudad en la que nací se encontraba en el este de Europa, sobre una extensa llanura escasamente poblada. Hacia oriente era infinita. Por el oeste, una cadena de cerros azules, tan sólo visible en los despejados días de verano, marcaba el límite.
En mi ciudad de origen vivían unas diez mil personas. De ellas, tres mil estaban locas, aunque no suponían ningún peligro público. Una suave demencia las envolvía como una nube dorada. Se dedicaban a sus negocios y ganaban dinero. Se casaban y procreaban. Leían libros y periódicos. Se preocupaban por los asuntos del mundo. Conversaban en todos los idiomas en los que se entendía la población, muy variopinta, de nuestra comarca.
Mis compatriotas tienen talento. Muchos viven en las grandes ciudades del viejo y del nuevo mundo. Todos son importantes. Y algunos, famosos. De mi tierra natal procede el cirujano que en París rejuvenece a la gente vieja y rica y que convierte a las ancianas en doncellas; el astrónomo que en Ámsterdam ha descubierto el cometa Galia; el cardenal P., que desde hace veinte años determina la política del Vaticano; el arzobispo Lord L. en Escocia; el rabino K. de Milán, cuya lengua materna es el copto; el magnate del transporte S., cuyo sello comercial se puede ver en las estaciones de ferrocarril del mundo entero y en todos los puertos de cada uno de los continentes. No quiero decir sus nombres. De todos modos, los lectores suscritos a algún periódico saben cómo se llaman. En cuanto a mi propio nombre, no tiene ninguna importancia. Nadie lo conoce, pues vivo bajo uno falso. Me llamo, dicho sea de paso, Naphtali Kroj.
Soy una especie de impostor. Así se llama en Europa a las personas que se hacen pasar por algo distinto de lo que son. Todos los europeos occidentales hacen lo mismo. Pero ellos no son impostores, porque tienen papeles, pasaportes, documentos de identidad y partidas de bautismo. Y algunos incluso árboles genealógicos. Yo, en cambio, tengo un pasaporte falso, pero ninguna partida de bautismo y ningún árbol genealógico. Así que se puede decir que Naphtali Kroj es un impostor.
En mi tierra yo no necesitaba ningún papel. Todos me conocían. Cuando tenía seis años le limpiaba las botas al alcalde. Al cumplir los doce, entré a trabajar donde un barbero. Allí enjabonaba al alcalde. Con quince me convertí en cochero y los domingos llevaba al alcalde a pasear. Teníamos trece policías. Con todos ellos bebía aguardiente. ¿Necesitaba yo allí papeles?
Fuera de la ciudad los gendarmes eran los encargados de mantener el orden. Su sargento se acostaba con mi tía cada jueves que tenía libre. A menudo yo introducía aguardiente de contrabando en la ciudad. De los alrededores. Estaba prohibido y había que declararlo en la aduana, pero los guardias fronterizos recibían una indicación del jefe de los gendarmes y me dejaban pasar.
De modo que en mi juventud yo me llevaba bien con las autoridades. Más tarde sería otra cosa. Vinieron otros tiempos y otras autoridades.
Creo que allí, donde nací, nadie tenía papeles. Había un juzgado, una prisión, abogados, inspectores de Hacienda… Pero uno no tenía que identificarse jamás. ¿Qué más daba que