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T01XE13 - Diario de una Amazona - Un Podcast de Celia Blanco (@Latanace) - Usaba los dedos como nadie - Episodio exclusivo para mecenas
T01XE13 - Diario de una Amazona - Un Podcast de Celia Blanco (@Latanace) - Usaba los dedos como nadie - Episodio exclusivo para mecenas
valoraciones:
Longitud:
18 minutos
Publicado:
20 mar 2023
Formato:
Episodio de podcast
Descripción
Agradece a este podcast tantas horas de entretenimiento y disfruta de episodios exclusivos como éste. ¡Apóyale en iVoox! T01XE13 - Diario de una Amazona - Un Podcast de Celia Blanco (@Latanace) - Usaba los dedos como nadie
Me pagué la carrera poniendo copas en Madrid, en un bar en el que las paredes sudaban pero que todos los fines de semana se llenaba de tíos por dos motivos: uno, la música; otro, las dos camareras. Una era yo. Entraba a las 7 de la tarde y salía a las 6 de la mañana, pero me llevaba 15.000 pesetas y aquello era gloria bendita.
Normalmente, no hacía ni caso a ninguno de los que se acodaban en la barra a decirme cosas. Lo que decían, carecía de interés para mí y dorarme la píldora nunca ha sido una buena estrategia para que yo claudique. Pero aquel tipo, con fuerte acento alemán, alto, moreno, con los ojos muy verdes tras unas gafitas redondas fue especial. Empezó a hablar de ópera; yo le di pie. Todo porque en el Teatro Real estaban representando Thurandot y yo lamenté no tener dinero para ir a verla y lo dije en voz alta intentando librarme de un plasta:
-- “Ni aunque me invitaras a Thurandot, que mira que es lo único que me apetece en esta vida”.
El moreno alto me escuchó y por ahí, pilló hebra. Me contó que él iba mucho a la ópera; vivía en Viena y tenía un palco en el palacio de la ópera. Allí no es tan caro como aquí y es un lujo medianamente aceptable. A mí, solo por eso, me gustó.
Aquella noche la pasamos hablando de música y de política. Él vestía un abrigo de cuero hasta los pies, que a mí me fascinó e impresionó a partes iguales. Para mí, aquel austríaco era lo más exótico que había conocido nunca. Fue fácil derretirme.
No nos acostamos hasta dos fines de semana después. Durante meses estuvo viniendo a mi barra cada fin de semana. Esperaba a que yo acabara y salíamos para irnos a la pensión de mierda en la que él se hospedaba. Allí aprendí mucho de cómo los austríacos conseguían quitarse el estigma de la II Guerra Mundial y me contaba, entre risas, cómo llevar su abrigo largo de cuero, comprado de segunda mano en un pueblo húngaro, ponía en alerta a los que lo veían porque distinguían que era un abrigo de la Gestapo.
El austríaco daba los besos extraños. Como no queriendo comerte pero sin dejar de hacerlo. Tenía las manos grandes y estrechas, con dedos muy finos y largos, de pianista, que hacían virguerías por todos mis huecos. Le gustaba que yo me pusiera a cuatro patas para lamerme en esa postura. Empezaba por la planta de los pies, seguía por la pantorrilla, los muslos hasta alcanzar el culo. Aquí lamía con más cuidado aún, empezando por el coño, entreteniéndose con el clítoris, mordisqueando con los labios los míos, subiendo con la lengua hasta la cintura. Usaba los dedos como nadie los ha vuelto a usar jamás. Haciendo una composición sonora con mis propios gemidos.
“Pareces un pianista”, acerté a decir la primera vez; el austríaco sonrió y me dijo “Lo soy”.
Verdaderamente lo era. Por eso sus dedos eran capaces de tocar todas mis teclas a diferentes tiempos, haciendo que un encuentro se convirtiera en una devoción de la carne, mi carne. Mi carne cobraba un protagonismo que, hasta entonces, no había distinguido. Abrazaba mis muslos para recorrerlos con la lengua, desde las ingles hasta las rodillas, sorteaba la braga para languidecer bajo ella, haciendo que yo sintiera en cada centímetro de mi vulva. Tenía los dedos largos, la piel fina y la boca hambrienta. Los besos eran largos y eternos, abrazándome como si tuviera ocho brazos como un pulpo para que yo no pudiera escaparme.
Cada cierto tiempo venía a Madrid y repetíamos el trance de los lametones convirtiendo el sexo con la lengua en nuestra seña de identidad. El austríaco y yo nos vestíamos con nuestras babas.
Gustaba de atarme las manos al cabecero de la cama con un pañuelo y vendarme los ojos. Algo que me vuelve loca. Iniciaba su liturgia por la palma de las manos. Besos, lametones, restregones, seguía por los brazos, haciéndome
Me pagué la carrera poniendo copas en Madrid, en un bar en el que las paredes sudaban pero que todos los fines de semana se llenaba de tíos por dos motivos: uno, la música; otro, las dos camareras. Una era yo. Entraba a las 7 de la tarde y salía a las 6 de la mañana, pero me llevaba 15.000 pesetas y aquello era gloria bendita.
Normalmente, no hacía ni caso a ninguno de los que se acodaban en la barra a decirme cosas. Lo que decían, carecía de interés para mí y dorarme la píldora nunca ha sido una buena estrategia para que yo claudique. Pero aquel tipo, con fuerte acento alemán, alto, moreno, con los ojos muy verdes tras unas gafitas redondas fue especial. Empezó a hablar de ópera; yo le di pie. Todo porque en el Teatro Real estaban representando Thurandot y yo lamenté no tener dinero para ir a verla y lo dije en voz alta intentando librarme de un plasta:
-- “Ni aunque me invitaras a Thurandot, que mira que es lo único que me apetece en esta vida”.
El moreno alto me escuchó y por ahí, pilló hebra. Me contó que él iba mucho a la ópera; vivía en Viena y tenía un palco en el palacio de la ópera. Allí no es tan caro como aquí y es un lujo medianamente aceptable. A mí, solo por eso, me gustó.
Aquella noche la pasamos hablando de música y de política. Él vestía un abrigo de cuero hasta los pies, que a mí me fascinó e impresionó a partes iguales. Para mí, aquel austríaco era lo más exótico que había conocido nunca. Fue fácil derretirme.
No nos acostamos hasta dos fines de semana después. Durante meses estuvo viniendo a mi barra cada fin de semana. Esperaba a que yo acabara y salíamos para irnos a la pensión de mierda en la que él se hospedaba. Allí aprendí mucho de cómo los austríacos conseguían quitarse el estigma de la II Guerra Mundial y me contaba, entre risas, cómo llevar su abrigo largo de cuero, comprado de segunda mano en un pueblo húngaro, ponía en alerta a los que lo veían porque distinguían que era un abrigo de la Gestapo.
El austríaco daba los besos extraños. Como no queriendo comerte pero sin dejar de hacerlo. Tenía las manos grandes y estrechas, con dedos muy finos y largos, de pianista, que hacían virguerías por todos mis huecos. Le gustaba que yo me pusiera a cuatro patas para lamerme en esa postura. Empezaba por la planta de los pies, seguía por la pantorrilla, los muslos hasta alcanzar el culo. Aquí lamía con más cuidado aún, empezando por el coño, entreteniéndose con el clítoris, mordisqueando con los labios los míos, subiendo con la lengua hasta la cintura. Usaba los dedos como nadie los ha vuelto a usar jamás. Haciendo una composición sonora con mis propios gemidos.
“Pareces un pianista”, acerté a decir la primera vez; el austríaco sonrió y me dijo “Lo soy”.
Verdaderamente lo era. Por eso sus dedos eran capaces de tocar todas mis teclas a diferentes tiempos, haciendo que un encuentro se convirtiera en una devoción de la carne, mi carne. Mi carne cobraba un protagonismo que, hasta entonces, no había distinguido. Abrazaba mis muslos para recorrerlos con la lengua, desde las ingles hasta las rodillas, sorteaba la braga para languidecer bajo ella, haciendo que yo sintiera en cada centímetro de mi vulva. Tenía los dedos largos, la piel fina y la boca hambrienta. Los besos eran largos y eternos, abrazándome como si tuviera ocho brazos como un pulpo para que yo no pudiera escaparme.
Cada cierto tiempo venía a Madrid y repetíamos el trance de los lametones convirtiendo el sexo con la lengua en nuestra seña de identidad. El austríaco y yo nos vestíamos con nuestras babas.
Gustaba de atarme las manos al cabecero de la cama con un pañuelo y vendarme los ojos. Algo que me vuelve loca. Iniciaba su liturgia por la palma de las manos. Besos, lametones, restregones, seguía por los brazos, haciéndome
Publicado:
20 mar 2023
Formato:
Episodio de podcast
Títulos en esta serie (37)
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