Recuerdo que fue una brumosa mañana del mes de julio. Me desperté aterido de frío en la pensión barata donde me alojaba. Era la tercera vez que viajaba por el territorio de los Toraja y aún no dejaban de sorprenderme esos gélidos amaneceres. Me hallaba en la isla de Sulawesi, en el archipiélago de las Molucas, muy cerca de la línea ecuatorial; pero el territorio de este extraño pueblo de costumbres ancestrales se encuentra en un altiplano de casi mil metros de altura y la temperatura es mucho más suave que en el resto de la tórrida y selvática isla de Sulawesi; una de las más grandes de todo Indonesia.
Partimos en moto desde Rantepao, la capital de este territorio salvaje y montaraz, surcando maltrechos caminos envueltos por una lujuriosa vegetación tropical. Dejando atrás campos de arroz elevados sobre terrazas alcanzamos el pequeño pueblo de Batutumonga. Iba acompañado de Gunadi, un taciturno joven local que por unas pocas rupias accedió a guiarme por las tierras de su misteriosa gente.
Cuando alcanzamos aquel solitario pueblo clavado en la cima de una montaña sentí cómo un escalofrío recorría mi espalda. Había aguardado tanto tiempo esta oportunidad y anhelaba tanto la experiencia que iba a vivir que