Mujer que ve
Por Marta Sarramián
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Julio 2012. En Mazunte, México. Un día después del huracán Carlota.
Marta Sarramián, autora de "Lo que aprendí de un vagabundo" y de "Tierra", vuelve a regalarnos un precioso libro, en este caso, invitándonos a compartir su convivencia de dos meses con las mujeres nahuatls del estado de Puebla en México.
La autora ha querido recoger en esta obra el sentir más femenino, traspasando las barreras culturales, de tiempo y espacio. "Mujer que ve" recupera la sabiduría más arraigada a través de la conexión de la mujer con la Tierra, algo tan necesario como escaso en la actualidad. Una pequeña revolución silenciosa que pretende tener un efecto mariposa y generar un movimiento positivo y progresivo hacia la sostenibilidad del planeta desde el lado femenino.
En palabras de la autora:
"Mujer que ve es también una invitación al movimiento slow, a tomar el gusto por lo diminuto y recuperar el ritmo lento y sereno que se vive en las comunidades indígenas para tener una vida más plena y desacelerada, para aprender a detenerse y disfrutar el presente".
"Mujer que ve me agarró de la mano y me llevó a mi infancia, a mis raíces y al origen de mi ser, que no era otro que yo misma".
"Soy la única que sabe qué estoy haciendo aquí y ahora en este planeta. Si dejo de escucharme, me pierdo. Por eso tengo la necesidad de contar lo vivido".
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Mujer que ve - Marta Sarramián
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PRÓLOGO
Luna llena en Mazunte. Me tira hacia arriba y me siento revuelta. Desde el cielo cuelgan dos hilos de los que pende mi cuerpo. Soy el agua que cae y la sangre que corre por mis venas. Soy el tejido que entrelaza la historia de varias vidas. Soy viento que sopla, rebosando vasos vacíos. Un recorrido de ida y vuelta. Y otra vez, yo, pero llena, hasta convertirme en polvo.
Julio 2012. En Mazunte, México. Un día después del huracán Carlota.
Aquel día de julio estaba escribiendo sin saberlo el comienzo de un nuevo libro, este que ahora tienes en tus manos. Un huracán me recibió en Mazunte, (Oaxaca, México). Allí dicen que los vientos vienen para llevárselo todo. Volé entre huracanes y me sumergí en las aguas de un mar poderoso que casi me arrastra. Hoy, cinco años más tarde, estoy en Cuetzalan, lejos de la playa y más cerca del cielo. Y otro huracán ha venido a despedirme. El viento volvió a buscarme, para susurrarme que tenía que acabar la historia que allí empezó.
Mujer que ve son todas las mujeres indígenas en una. En ella, nos encontramos todas las mujeres que habitamos esta tierra. Vino al mundo para mirarlo de nuevo y, ante las adversidades, no hace otra cosa que seguir caminando. Mujer que ve es el ángel custodio del buen vivir, del deleite del detalle y del caminar despacio, en un mundo que parece querer llegar antes de tiempo a su meta. Esta es la historia de muchas mujeres de todos los orígenes y de todas las edades. Dos realidades femeninas que se encuentran, una que llora y otra que sana, para sacar la verdadera mujer que todas llevamos dentro.
Tras el telón blanquecino de la niebla que les cubre se abren las puertas de su realidad.
No me preguntéis qué me impulsó a llegar hasta aquí, no tendría respuesta. Vuestras dudas son las mías. Todo lo trascendente en mi vida sucede siguiendo otros impulsos que distan mucho de mi razón.
Cuetzalan del Progreso está enclavado entre montañas, en un bosque, por suerte todavía virgen, donde los árboles se alzan altivos en una carrera estrepitosa hacia las nubes grisáceas que cubren el cielo y bañan las hojas cada día en la época de lluvia. Como todos los veranos, el agua llega puntual por la tarde, ni un solo día falta a su cita. Para llegar hasta aquí, me he adentrado por las sinuosas y serpenteantes carreteras que conectan Puebla con Cuetzalan. El horizonte se ha ido estrechando hasta que la vista solo alcanzaba a mirar las frondosas montañas que tenía enfrente. Un recorrido teñido de verdes, marrones, grises y blancos, donde el tímido sol se ha atrevido a salir un par de veces para crear esa luz mágica que surge tras la tormenta. Entonces, solo entonces, el amarillo se ha fusionado con el verde resplandeciente, los marrones se han vuelto arcillosos y el cielo gris se ha convertido en plata naranja y violeta. Así serán muchos de los atardeces aquí.
Las montañas forman un horizonte estrecho y cercano que si estiras los brazos, casi puedes tocar. Sus pendientes suben majestuosas y bajan precipitadas hacia las profundidades de esta tierra. En algunas de sus faldas, se alzan parsimoniosas las casas de piedra, cubiertas de musgo y disfrazadas de roca. A medida que avanzas hacia el centro del pueblo, las casas, camaleónicas, cambian de color y se visten de novia, blanco y rojo las decoran. El bullicio de la plaza, en torno a la iglesia, marca las horas y los ritmos. Cada mañana, gente venida de las comunidades cercanas se concentra en sus calles para vender los frutos de sus ranchos y sus artesanías. Maíz, café, canela, pimienta, chiles, quelites y un largo etcétera de alimentos, orgánicos por necesidad, comparten espacio con prendas de todo tipo, hechas en telar de cintura y otros productos de jonote, cestería o bisuterías varias. Un crisol de color que da vida a este pueblo hasta aproximadamente las cuatro de la tarde, cuando el sol, cansado, se esconde tras las nubes y el cielo comienza a emitir sus fuertes rugidos, pregonando la llegada puntual de la tormenta que limpia las calles de gente. Todo se vacía y entra en escena el silencio, amenizado por la melodía del agua que golpea con fuerza los tejados.
Puebla es el tercer estado más pobre de México. Ironías del destino, Cuetzalan del Progreso, lleva en su nombre una palabra que nada tiene que ver con lo que acoge su territorio. Sin embargo, su pobreza contrasta con la rica sabiduría que alberga en el alma indígena de sus habitantes. Cuetzalan atesora entre sus