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La rebelión
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Libro electrónico137 páginas2 horas

La rebelión

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Andreas Pum, ex combatiente de guerra a quien el gobierno ha otorgado una condecoración y una licencia para tocar el organillo, recorre con su instrumento las calles de Viena. A pesar de su mala fortuna y su invalidez, está convencido de que el mundo se encuentra regido por un orden moral. Sin embargo, un pequeño incidente en el tranvía lo llevará a la cárcel, lo que hará que su visión del mundo se vea inevitablemente trastocada. Encerrado, entre alucinaciones y pesadillas, Andreas acabará renegando de sus creencias religiosas y se convertirá en un rebelde incómodo para una sociedad en la que creyó encontrar cobijo, y de la que le será revelado el horror, la corrupción y la crueldad. Publicada originalmente en 1924, "La rebelión" hurga en los oscuros mecanismos de la burocracia estatal y en las complejas relaciones entre los seres humanos.

"La rebelión es una novela breve, de estas que leemos de un tirón y con el alma en un puño al sospechar enseguida que su magnífica prosa nos revelará el desdichado destino que aguarda al ingenuo personaje principal."
Luis Fernando Moreno Claros, El País
IdiomaEspañol
EditorialAcantilado
Fecha de lanzamiento7 jul 2020
ISBN9788417902940
Autor

Joseph Roth

Joseph Roth (1894-1939) nació en Brody, un pueblo situado hoy en Ucrania, que por entonces pertenecía a la Galitzia Oriental, provincia del viejo Imperio austrohúngaro. El escritor, hijo de una mujer judía cuyo marido desapareció antes de que él naciera, vio desmoronarse la milenaria corona de los Habsburgo y cantó el dolor por «la patria perdida» en narraciones como Fuga sin fin, La cripta de los Capuchinos o las magníficas novelas Job y La Marcha Radetzky. En El busto del emperador describió el desarraigo de quienes vieron desmembrarse aquella Europa cosmopolita bajo el odio de la guerra.  En su lápida quedaron reflejadas su procedencia y profesión: «Escritor austriaco muerto  en París».

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    World War veteran's self-righteous peg-leggedness propels the drama. The protagonist is not a sage, but he does play a barrel organ while he finds out about the other side of the coin. This novel is somewhat akin to Kafka's Trial in its theme but it is more mundanely anchored as a story. It is also more sympathetic. Rebellion is not the masterpiece that is Roth's Radetzky March, but nevertheless it hints at the author's ability to write that masterpiece eight years later. Roth's writing is self-effacingly elegant as always.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Having recently read Joseph Roth's fine short novel, Job (1930), I decided to turn to an even earlier work by him, Rebellion (Die Rebellion), from 1924. It was originally serialized in the German Socialist newspaper "Vorwarts" (Forward), and published in the same year, 1924. This novel along with The Spider's Web and Hotel Savoy make up what is considered Roth's early period.Rebellion is the story of young Andreas Pum, a veteran of the Great War who lost a leg but gained a medal for his service. He is a simple man who lives with his friend Willi and plays a hurdy-gurdy. He soon marries the recently widowed Fraulein Blumlich, who, in a scene of melodramatic pathos, deftly elicits his request for her hand in marriage. It is a marriage for which they must wait four weeks to avoid appearing improper; a portent of future disappointments for Andreas. His fortunes take a sudden turn for the worse, set off by a chance altercation with a typical bourgeoisie, Herr Arnold. Andreas soon finds himself facing time in jail. His wife reacts to this by leaving him; he loses his license to perform music, and he even loses his friendly mule(sold by his wife). In jail he experiences a quixotic desire to feed the birds outside his window, but the State, to whom he makes a formal request, will not allow this exception to the rules. The prison doctor who examines him tells him that he should not philosophize: "You should have faith, my friend!"Things change for the better for his friend Willi whose entrepreneurial instincts awaken and lead him out of poverty; but Andreas is doomed for a bad end. In one of its best moments, the story ends with a dream-like sequence where we experience Andreas' last feelings. He is facing the confusion of the after-life and the wonderment expressed: "Andreas began to cry. He didn't know if he was in Heaven or Hell."The novel suggests a more radical thinker than Roth would become in his great novels, Job and The Radetzky March. Yet, there are signs of the later Roth, and having recently read Job I see suggestions of the musings of Mendel Singer in the thoughts of young Andreas. Both men have seemingly been betrayed by their God and are trying to deal with their life in his apparent absence. In Andreas' case the rebellion has a resonance with the rebellion so finely depicted in Dostoevsky (esp. The Brothers Karamazov). The result for the reader is a short novel that is long on provocative ideas that linger in the mind.

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La rebelión - Joseph Roth

JOSEPH ROTH

LA REBELIÓN

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE FELIU FORMOSA

ACANTILADO

BARCELONA 2020

I

Los barracones del hospital militar número XXIV estaban situados en la periferia de la ciudad. Desde la estación terminal del ferrocarril hasta la enfermería, una persona sana habría tenido que caminar de firme durante media hora. El ferrocarril conducía al mundo, a la gran ciudad, a la vida. Pero los ocupantes del hospital de guerra número XXIV no podían llegar a la estación terminal del ferrocarril.

Estaban ciegos o tullidos. Cojeaban. Tenían la espina dorsal deshecha a balazos. Esperaban una amputación o ya la habían sufrido. La guerra quedaba muy atrás. Habían olvidado el adiestramiento; el sargento; el capitán; la columna de marcha; el cura castrense; el cumpleaños del káiser; el rancho; las trincheras; los asaltos. Su paz con el enemigo estaba sellada y rubricada. Se aprestaban ya a una nueva guerra; contra los dolores; contra las prótesis; contra los miembros paralizados; contra los espinazos doblados; contra las noches sin sueño; y contra la gente sana.

Sólo Andreas Pum estaba contento de cómo iban las cosas. Había perdido una pierna y recibido una condecoración. Muchos no poseían ninguna condecoración a pesar de haber perdido más de una pierna. Les faltaban piernas y brazos. O debían estar siempre en cama, porque tenían la médula destrozada. Andreas Pum se alegraba viendo sufrir a los demás.

Creía en un Dios justo. Era él quien repartía disparos en el espinazo, amputaciones, pero también condecoraciones al mérito. Bien pensado, la pérdida de una pierna no era un mal excesivo, y la dicha de haber recibido una condecoración era grande. Un inválido podía contar con la atención del mundo. Un inválido condecorado, con la del Gobierno.

El Gobierno es algo situado sobre las personas como el cielo sobre la tierra. Lo que viene de él puede ser bueno o malo, pero es siempre grande y omnipotente, inexplorado e inexplorable, aunque también comprensible a veces para el hombre común.

Hay camaradas que dicen pestes del Gobierno. Creen que lo que les ocurre es siempre injusto. ¡Como si la guerra no fuese una necesidad! ¡Como si sus consecuencias no hubiesen de ser, lógicamente, el dolor, las amputaciones, el hambre y la miseria! ¿Qué querían? No tenían Dios, ni emperador, ni patria. Eran sin duda infieles. «Infieles» es la mejor expresión para una gente que se opone a todo lo que viene del Gobierno.

Era un cálido domingo de abril; Andreas Pum se hallaba sentado en uno de los bancos pintados de blanco, toscamente labrados, que habían puesto en medio del césped, frente a los barracones del hospital. Casi en cada uno de los bancos había dos o tres convalecientes, y hablaban. Únicamente Andreas estaba solo y contento de la definición que había hallado para sus camaradas.

Eran infieles como lo era, por ejemplo, la gente que estaba en un penal por jurar en falso, por robo, homicidio, asesinato o atraco a mano armada. ¿Por qué la gente mataba, robaba, desertaba? Porque eran infieles.

Si alguien, en aquel momento, hubiese preguntado a Andreas Pum qué eran los infieles, habría respondido: por ejemplo, hombres que están en la cárcel, o también aquellos que casualmente aún no han sido atrapados. Andreas Pum estaba muy contento con su idea de los «infieles». La palabra le bastaba, satisfacía sus reiteradas preguntas y daba respuesta a muchos enigmas. Le eximía de la responsabilidad de continuar reflexionando y de tener que torturarse con la investigación de los demás. Andreas estaba contento con la palabra. Le confería al mismo tiempo la sensación de superioridad sobre los camaradas que ocupaban los bancos y charlaban. Algunos de ellos tenían heridas graves y no habían recibido condecoraciones. ¿No les estaba bien empleado? ¿Por qué echaban pestes? ¿Por qué estaban insatisfechos? ¿Tenían miedo al futuro? Si se aferraban a su resentimiento, había sin duda razones de sobra para que temieran por su futuro. ¡Se estaban cavando la propia tumba! ¿Cómo podía el Gobierno aceptar a sus enemigos? Por él, por Andreas Pum, sí que proveería el Gobierno.

Y mientras el sol avanzaba rápido y seguro por un cielo sin nubes hacia el cenit y se volvía cada vez más caluroso y casi veraniego, Andreas Pum pensaba en los años siguientes de su vida. El Gobierno le ha cedido una pequeña expendeduría de sellos o un puesto de guarda en un sombreado parque o en un fresco museo. Ahí está él con su cruz sobre el pecho; los soldados le saludan, un general que acaso pasa por allí le da unos golpecitos en la espalda, y los niños le tienen miedo. Pero él no les hace ningún daño, sólo les advierte que no pisen el césped. O bien la gente que entra en el museo le compra catálogos y postales de arte, y a pesar de ello no le considera un vendedor normal, sino un funcionario público. Y tal vez aparezca también alguna viuda sin hijos o con un hijo, o alguna solterona de buen ver. Un inválido con una buena pensión no es mal partido, y los hombres van muy buscados después de la guerra.

El claro tañido de una campana rebotó por el césped que había frente a los barracones y anunció el almuerzo. Los inválidos se levantaron pesadamente y, apoyándose los unos en los otros, avanzaron vacilantes hacia el barracón de madera, grande y alargado, que servía de comedor. Con rápida diligencia, Andreas recogió la muleta que se le había caído y cojeó alegremente tras sus camaradas para tomarles la delantera. No acababa de creer en los sufrimientos de aquella gente. También él sufría. ¡Y no obstante, mirad si anda ligero cuando le llama la campana!

Naturalmente, adelanta a los paralíticos, a los ciegos, a los hombres con la columna vertebral torcida, cuya espalda se dobla hasta el punto de formar una línea paralela con el suelo que pisan. Detrás de Andreas Pum, empiezan a llamarle a gritos, pero él no los oirá.

Había otra vez sémola de avena, como cada domingo. Los enfermos repitieron lo que solían decir todos los domingos: la sémola de avena es un fastidio. Pero a Andreas no le parecía un fastidio. Se llevó el plato a los labios y bebió el resto después de haber pescado en vano unas cuantas veces con la cuchara. Los otros le miraron y siguieron su ejemplo con timidez. Andreas mantuvo largo rato el plato pegado a su boca y miró de soslayo a sus camaradas por encima del borde. Comprobó que la sopa les gustaba y que sus palabras habían sido pura fanfarronada e insolencia. ¡Son infieles!, pensó Andreas exultante, y depositó el plato en la mesa.

Las legumbres secas, que los otros llamaban «alambres de púas», le gustaban menos. Sin embargo vació el plato. Tenía la gratificante sensación de haber cumplido un deber, como si hubiera dejado impecablemente limpio un fusil oxidado. Lamentaba que no compareciese algún suboficial a controlar el servicio de mesa. Su plato estaba limpio, como su conciencia. Un rayo de sol cayó sobre la porcelana, que relució. Parecía un elogio oficial del cielo.

Por la tarde llegó la tantas veces anunciada princesa Mathilde vestida de enfermera. Andreas, que tenía en su sección el mando de la sala, se hallaba en posición de firmes junto a la puerta. La princesa le tendió la mano y él, sin quererlo, se inclinó, aunque se había propuesto permanecer firmes. Su muleta cayó al suelo. La acompañante de la princesa Mathilde se agachó a recogerla.

La princesa pasó, seguida de la enfermera jefe, del médico jefe y del cura. «¡Vieja puta!», dijo un hombre de la segunda hilera de camas. «¡Sinvergüenza!», gritó Andreas. Los demás se echaron a reír. Andreas se puso furioso. Dio la orden de arreglar las camas, aunque todas las mantas estaban dobladas tres veces, impecablemente y de acuerdo con las ordenanzas. Nadie se movió. Algunos se pusieron a llenar sus pipas.

Llegó entonces el cabo Lang, un ingeniero a quien le faltaba el brazo derecho y al que también Andreas respetaba, y dijo:

—¡No te alteres, Andreas, que aquí somos todos unos pobres diablos!

Se hizo en el barracón un gran silencio; todos miraban al ingeniero. Lang estaba de pie frente a Andreas y hablaba. No se sabía si hablaba a Andreas, a los demás, o sólo para sí mismo. Miró hacia fuera por la ventana y dijo:

—Ahora la princesa Mathilde estará muy contenta. También ella ha tenido un día muy duro. Cada domingo visita cuatro hospitales. Porque debéis saber que existen más hospitales que princesas, y más enfermos que sanos. También los aparentemente sanos están enfermos, sólo que muchos no lo saben. Puede que pronto firmen la paz.

Algunos carraspearon. El hombre de la segunda hilera de camas que había dicho «vieja puta» tosió ruidosamente. Andreas se dirigió cojeando hacia su cama, tomó del estante de la cabecera un paquete de cigarrillos y llamó al ingeniero.

—¡Buenos cigarrillos, doctor!—dijo Andreas. Llamaba «doctor» al ingeniero.

Lang hablaba como un infiel, pero también como un clérigo. Tal vez porque era tan instruido. Pero siempre tenía razón. Uno sentía deseos de contradecirle y no encontraba argumentos. Debía tener razón, puesto que no era posible contradecirle.

Por la noche, el ingeniero se hallaba vestido en la cama y dijo:

—Cuando las fronteras vuelvan a estar abiertas, me iré muy lejos. No habrá ya nada que ganar en Europa.

—Con tal que ganemos la guerra—dijo Andreas.

—Todos la perderán—replicó el ingeniero.

Andreas Pum no comprendió, pero asintió con respeto, como si tuviese que dar la razón a Lang.

Él, por su parte, se proponía permanecer en el país y vender postales artísticas en un museo. Veía, desde luego, que para los intelectuales tal vez no había lugar. ¿Acaso el ingeniero debía convertirse en guarda de un parque?

Andreas no tenía parientes. Cuando los otros recibían visitas, él se iba y leía un libro de la biblioteca del hospital. A menudo había estado a punto de casarse. Pero el miedo a no ganar lo suficiente para mantener a una familia le había impedido hacer proposiciones matrimoniales a Anny, la cocinera, a la costurera Amalie, a la niñera Poldi.

Sólo había «salido» con las tres. Tampoco su profesión era muy adecuada para mujeres jóvenes. Andreas era vigilante nocturno en un almacén de madera situado en las afueras de la ciudad y sólo tenía un

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