Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El anarquista que se llamaba como yo
El anarquista que se llamaba como yo
El anarquista que se llamaba como yo
Libro electrónico693 páginas13 horas

El anarquista que se llamaba como yo

Calificación: 3.5 de 5 estrellas

3.5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En 1924 era condenado a garrote vil el anarquista Pablo Martín Sánchez, acusado de atentar contra la dictadura de Primo de Rivera. Su homónimo, el escritor Pablo Martín Sánchez, busca, en esta inquietante novela, reconstruir su historia. A través de la vida del personaje y de su mundo, asistimos a momentos capitales del devenir de la Europa contemporánea, como el nacimiento del cine, el movimiento anarquista en París y en la Argentina, la vida de relevantes intelectuales exiliados en Francia, la Semana Trágica de Barcelona o la crispación social del viejo continente en la época de entreguerras. El lector, con el ánimo en suspenso, asistirá atónito al destino que aguarda al protagonista. Sus aventuras y desventuras lo mantendrán atrapado en una trama tan apasionante como difícil de olvidar.
IdiomaEspañol
EditorialAcantilado
Fecha de lanzamiento1 dic 2012
ISBN9788415689218
El anarquista que se llamaba como yo

Relacionado con El anarquista que se llamaba como yo

Títulos en esta serie (100)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El anarquista que se llamaba como yo

Calificación: 3.5416666666666665 de 5 estrellas
3.5/5

12 clasificaciones1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    Interesting structure and pleasant narrator make this 'civil war' novel easy to read. The chapters of his youth read like any coming of age story. The narrator often reminded me of Zaida's grandfather.At Jacarand?, discovered each chapter has something from Pablo's favorite books. A line I underlined towards the end is a line from Cortazar's Cronopios...

Vista previa del libro

El anarquista que se llamaba como yo - Pablo Martín Sánchez

PABLO MARTÍN SÁNCHEZ

EL ANARQUISTA QUE SE LLAMABA COMO YO

ACANTILADO

BARCELONA 2012

A Teresa

A Pablo Martín Sánchez

Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro.

WALTER BENJAMIN

La gana, la real gana, es cosa vana

y va a dar a la nada su sendero,

pero el entendimiento para en pero

y todo va dejándolo mañana.

«¡Hay que obrar!—grita así la gente sana—;

¡palo!, ¡palo!», mirando al matadero.

¿Qué importa que la res sea cordero

o lobo? ¡Nuestra ley todo lo allana!

A unos pobres muchachos vil garrote,

«sin efusión de sangre», ¡oh, gran clemencia!,

en Vera les han dado, sin que brote

ni un quejido del pueblo; su paciencia

espera a que el rifeño nos derrote

la dictadura vil de la demencia.

MIGUEL DE UNAMUNO

PRÓLOGO

Hay algo de emocionante y de aterrador a la vez en la idea de que el azar pueda gobernar nuestras vidas. Emocionante, porque forma parte de la aventura misma del vivir; aterrador, porque provoca el vértigo de lo incontrolable. En el caso de la escritura, el azar suele jugar un papel más peregrino de lo que a menudo se piensa, por mucho que algunos autores lo hayan convertido en protagonista de toda su obra. La historia que el lector tiene en las manos, sin embargo, no habría sido posible si el azar no hubiera llamado con insistencia a la puerta del que esto escribe. O mejor dicho: no existiría esta historia tal y como aquí se cuenta, pues buena parte de los hechos pueden rastrearse en las hemerotecas y los archivos, esos cementerios sin flores de la memoria. Pero una historia sin relato es una historia que aún no existe: alguien tiene que tejer el hilo de los acontecimientos. Y el azar o la coincidencia se han interpuesto en mi camino para que sea yo quien lo haga. Porque ésta es la historia de alguien que pudo ser mi bisabuelo. Es la historia de un anarquista que se llamaba como yo. Es la historia de Pablo Martín Sánchez, una historia que quizá valga la pena ser contada.

Todo empezó el día en que tecleé por primera vez mi nombre en Google. Por entonces yo era un joven autor inédito que echaba las culpas de su fracaso a lo anodino de su nombre. Y el buscador vino a darme la razón: escribí «Pablo Martín Sánchez» y la pantalla vomitó cientos de resultados. Incluso yo aparecía por allí, formando parte de un cóctel compuesto por surfistas, jugadores de ajedrez o provocadores de accidentes de tráfico perseguidos por la justicia. Pero hubo una entrada que llamó especialmente mi atención, tal vez por estar escrita en francés: «Diccionario internacional de militantes anarquistas (de Gh a Gil)», decía el titular; y a continuación podía leerse este fragmento: «Capturado, fue condenado a muerte y ejecutado con otros participantes en la acción, como Julián Santillán Rodríguez y Pablo Martín Sánchez…». Intrigado, entré en la página y descubrí que se trataba de un artículo dedicado al anarquista Enrique Gil Galar, donde se mencionaba de pasada a Pablo Martín Sánchez. Intenté acceder entonces a la letra M correspondiente a Martín, pero el diccionario estaba en construcción y sólo llegaba hasta la G. Sin embargo, el texto dedicado a Gil Galar aportaba algo más de luz a lo dicho en la entradilla: «Miembro de un grupo de acción, Enrique Gil Galar participó los días 6 y 7 de noviembre de 1924 en la expedición de Vera de Bidasoa en la que un centenar de camaradas procedentes de Francia habían penetrado en España».

No logré encontrar en internet ninguna referencia más, pero durante varios meses seguí conectándome a la página de los militantes anarquistas para ver las evoluciones de su diccionario. Lo malo es que el ritmo de trabajo de aquella gente era desesperadamente lento y podrían pasar años antes de que llegaran a la letra M. Al final, les escribí pidiéndoles más información sobre Pablo Martín Sánchez. Su amable respuesta, que aún conservo, decía: «Buenos días y gracias por su correo. Lamentablemente, no tengo más información sobre Pablo Sánchez Martín [sic]. Habría que buscar, sin duda, en la prensa española de la época y en los archivos de los tribunales. Cordialmente suyo, R. Dupuy». Y eso fue exactamente lo que hice: rastreé los periódicos de la época disponibles en la Biblioteca Nacional, consulté docenas de libros sobre los sucesos de Vera y viajé hasta el escenario mismo de los hechos. Sólo entonces comprendí que debía escribir la historia de aquel anarquista que me había robado el nombre.

Sin embargo, limitarme a contar lo ocurrido en 1924 no tenía mucho sentido. Ya lo habían hecho otros antes y desde primera línea: como don Pío Baroja en La familia de Errotacho, escrita en su despacho del caserío de Itzea, con vistas al camino que tomaron los revolucionarios la madrugada del 6 al 7 de noviembre. Lo que debía hacer era algo que aún no había hecho nadie: reconstruir la biografía de Pablo Martín Sánchez. Pero la empresa no iba a ser sencilla, pues si su participación en los sucesos de Vera estaba bien documentada, sobre su vida anterior poco se sabía, quizá por haber sido tan trivial como la de la inmensa mayoría de la gente, aunque acabe saliendo en los periódicos. De hecho, uno de los pocos datos que tenía es que había nacido en Baracaldo, así que decidí empezar la búsqueda por el principio: por el registro civil. Y hacia allí me dirigí una lluviosa mañana de otoño.

En el registro había cola. Esperé con impaciencia mi turno. Y cuando llegué a la ventanilla pedí la partida de nacimiento de Pablo Martín Sánchez. «¿Fecha?», preguntó la chica que me atendió. «No lo sé exactamente», respondí. «Pues sin la fecha de nacimiento no podemos hacer nada». Entonces recordé que las crónicas de la época aseguraban que Pablo tenía veinticinco años en el momento de la intentona. «Hacia 1899», aventuré. «Voy a ver», dijo la chica y se levantó a consultar un enorme cartapacio. Enseguida volvió negando con la cabeza: en 1899 no había nadie registrado con aquel nombre. «¿Y en 1900?», pregunté. Pero aunque la chica consultó los volúmenes comprendidos entre 1895 y 1905, lo más parecido que encontró fue un tal Pablo Martínez Santos, fallecido de un colapso respiratorio a los pocos días de nacer. Cuando noté que la gente de la cola se empezaba a impacientar, di las gracias y me fui, sin fijarme demasiado en la chica que me había atendido. Por eso no la reconocí cuando aquella misma noche se acercó hasta la mesa de la taberna Txalaparta en la que yo meditaba la estrategia a seguir al día siguiente y, con una sonrisa descarada, me soltó: «No esperaba que llegases vivo hasta la noche». Y ante mi cara de desconcierto, continuó: «Chico, saliste del registro tan deprimido, que pensé que te suicidarías nada más llegar a casa». La invité a sentarse, pero estaba celebrando un cumpleaños con unas amigas y sólo aceptó quedarse unos minutos. Le conté la historia que me había llevado hasta Baracaldo, intentando justificar mi frustración de aquella mañana, y me dijo que mirase las actas de bautizo de las parroquias, que a veces eran más fiables que los datos del registro. Me deseó suerte y se despidió con un par de besos. Sólo entonces me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba.

Al día siguiente volví al registro, pero en lugar de la chica de la sonrisa descarada me atendió un tipo gordinflón y sudoroso. Le pregunté por ella y me dijo que estaba enferma. Entonces escribí una nota en un papel, la firmé con mi correo electrónico y le pedí que se la dejara en algún lado, si era tan amable. Dos días después, tras recorrer todas las iglesias de Baracaldo, regresé a casa con las manos vacías. No sabía por dónde continuar mis pesquisas. Y cuando estaba a punto de desistir, un correo vino a devolverme las esperanzas: era de la chica de la sonrisa descarada (a quien seguiré llamando así, para respetar su voluntad de anonimato). Decía que, como le había interesado mi historia y las horas en el registro se le hacían eternas, se había puesto a consultar los archivos y había encontrado a un tal Pablo Martín Sánchez nacido el 26 de enero de 1890. No creía que fuera el que yo buscaba, pero quién sabe, tal vez sí. Además, le había contado la historia a su abuelo, haciéndole prometer que preguntaría en el centro cívico si alguien la conocía. Le escribí de inmediato dándole las gracias y pensando que, de nuevo, el azar o la coincidencia se habían cruzado en mi camino. Y es que si en vez de haber entrado aquella noche en la taberna Txalaparta hubiese entrado en el Tempus Fugit, lo más probable es que ahora, lector, tuvieras otro libro entre las manos, y no precisamente mío.

El dato que la chica de la sonrisa descarada había encontrado en el registro civil era correcto: se trataba del Pablo Martín Sánchez que yo andaba buscando, nacido bastante antes de lo que aseguraban las crónicas de la época (un error generalizado que ya habrá tiempo de explicar). Además, las voces que dio el abuelo de la chica entre sus compañeros del centro cívico pronto obtuvieron recompensa. Uno de aquellos ancianos de Baracaldo que se reunían cada tarde para jugar al mus conocía a alguien de un pueblo vecino que tenía un primo cuyo padre había estado en Francia durante la dictadura de Primo de Rivera, participando en algunas de las reuniones clandestinas en las que se planeó derrocar al régimen. El hombre había muerto casi centenario pocos años atrás, pero su hijo aún recordaba algunas de las historias que le había contado. El problema era que vivía en Boston, Massachusetts, y yo no podía permitirme el lujo de viajar hasta allí para entrevistarle, por lo que me limité a escribirle una carta que nunca recibió respuesta. Pero los abuelos del centro cívico no se dieron por vencidos y, entusiasmados con una historia que parecía haberles devuelto las energías de su primera juventud, continuaron dando voces por todo Baracaldo. La chica de la sonrisa descarada pasaba de vez en cuando a verlos y me mantenía informado de sus progresos, divertida con las historias que le contaban «los sabuesos del geriátrico», como ella los llamaba. Así que yo no tuve que hacer prácticamente nada; ellos mismos fueron tirando del hilo y un buen día me llegó la noticia de que habían localizado a alguien que podría contarme muchas cosas sobre la historia que yo andaba investigando: una sobrina de Pablo Martín Sánchez, de más de noventa años y con fama de misántropa, que vivía en una residencia de ancianos en Durango, a una treintena de kilómetros al sureste de Bilbao.

Quizá pienses, lector, que en aquel momento me embargó una alegría enorme, pero debo confesar que lo único que sentí fue miedo. Sí, un miedo inexplicable, un miedo inconcreto. Miedo a enfrentarme a una historia insípida, miedo a lograr hablar con aquella sobrina y tener que aceptar que allí no había ninguna historia que contar, miedo a descubrir que mi tocayo el anarquista había sido un ser insignificante o un delincuente de baja estofa enrolado en la expedición de Vera con mezquinas intenciones. Por un momento pensé en quedarme en casa y olvidarme del asunto. Pero el curioso que llevo dentro acabó ganando la partida al cobarde que me atenazaba y emprendí un nuevo viaje, esta vez con destino a Durango. Un sábado de finales de enero, frío pero soleado, me presenté en la residencia Uribarri. Me hicieron esperar unos minutos y luego me acompañaron hasta el jardín, donde la sobrina de Pablo Martín Sánchez me esperaba en un banco, medio adormilada. Su cabeza asomaba apenas por el cuello del grueso abrigo verde que la envolvía, lo que le daba un curioso aspecto de tortuga dormitando al sol. La enfermera le frotó suavemente el hombro y la anciana alargó el cuello hacia nosotros, abriendo los ojos con parsimonia tras unos gruesos cristales. Me escudriñó unos instantes antes de sonreír. Luego sacó del caparazón una mano arrugada, donde lucía un curioso anillo en forma de T, y me la tendió amablemente: «Teresa, para servirle», dijo. Y acto seguido, con la misma voz dulce, ordenó: «Siéntese, hágame el favor».

Aquel encuentro inauguró una serie de visitas que se prolongaría hasta el otoño siguiente: el primer sábado de cada mes subía a Durango para escuchar las historias de Teresa, la sobrina de Pablo Martín Sánchez a quien debo por lo menos la mitad de este libro, pues prácticamente todo lo que sé de la vida de su tío hasta el momento en que decidió enrolarse en la expedición revolucionaria procede de la inagotable fuente de su memoria, lúcida y chispeante al principio, aunque cada vez más enturbiada a medida que se sucedían las sesiones. Y así, desmintiendo por completo el sambenito de misántropa que algunos le habían querido colgar, me ofreció de forma casi cronológica el relato de la vida (o lo que ella recordaba que le habían contado de la vida) de su tío el anarquista.

La última sesión estaba programada para la víspera de Todos los Santos, pues en la visita anterior la enfermera me había advertido que la salud de Teresa estaba empeorando mucho últimamente y que los esfuerzos de memoria que se veía obligada a realizar conmigo podían ser perjudiciales. Me presenté en la residencia a primera hora de la tarde, con una caja de bombones en la mano y un nudo en el estómago. Me embargaba una extraña mezcla de tristeza y de alivio; de tristeza por poner fin a aquellos entrañables encuentros y de alivio por estar a punto de completar el puzzle de una historia que debía convertirse en libro. La vida de Pablo Martín Sánchez había resultado ser de lo más fascinante y la anciana me había anunciado en nuestro último encuentro una «sorpresita final», sonriendo maliciosamente y entrecerrando los ojos tras los gruesos cristales. Pero al preguntar por ella en recepción, la imprevista noticia de su muerte me golpeó de tal modo que llegué a perder el equilibrio: a pesar de su edad y de su salud deteriorada la había creído indestructible. «Falleció la semana pasada—me dijeron—, dulcemente, mientras dormía». Lamentaban no haberme podido avisar, pero no tenían mi número de teléfono. Les di las gracias y salí de la residencia, con la caja de bombones en la mano. Al cruzar el umbral, oí que alguien decía mi nombre. Me volví: era la enfermera, que traía un sobre en la mano. En el anverso estaba escrito «Para Pablo». «Lo encontramos en la mesita de noche de la señora Teresa—dijo la enfermera—, imagino que era para usted». La miré a los ojos y, no sé por qué, lo único que conseguí hacer fue abrazarla. Sería porque no me salían las palabras.

Ya en la calle, me senté en un banco y abrí el sobre. Dentro había una fotografía antigua, muy bien conservada, como si alguien la hubiera guardado con celo durante mucho tiempo. En ella aparecían tres personas: un hombre apuesto, una mujer morena y una joven adolescente, abrazados y apoyados en un flamante camión de mercancías de los años veinte, en el que la publicidad ya había hecho su aparición, pues por encima de ellos sobresalía el dibujo de una gran cabeza de vaca con pendientes, junto al rótulo de la marca: «La vache qui rit». Al fijarme bien, descubrí que aquel hombre era el mismo que había visto en el Archivo Histórico Nacional, en una de las fichas antropométricas realizadas por la policía tras los sucesos de Vera: ni más ni menos que Pablo Martín Sánchez, mi tocayo el anarquista. A la mujer y a la adolescente no las reconocí, aunque supuse que serían su hermana y su sobrina, la propia Teresa, a pesar de no parecerse en nada a la anciana que había abierto para mí el baúl de sus recuerdos. Al volver a meter la foto en el sobre, descubrí que había también un pedazo de papel, en el que, como garabateado a última hora, se podía leer: «Gracias por todo, Pablo. Mi tío se habría reído de lo lindo al saber que iba a acabar convertido en protagonista de una novela».

No puedo hacer menos que dedicarle a Teresa este libro y darle las gracias por haber hecho posible que ahora tú, lector, resucites la historia de su tío el anarquista.

PRIMERA PARTE

–1–

En la actualidad, sólo existe una España cínicamente materialista, que únicamente piensa en los provechos vulgares e inmediatos; no cree en nada, no espera nada y acepta todas las vilezas del momento actual porque le falta valor para arrostrar las aventuras del porvenir. El país de Don Quijote se ha convertido en el de Sancho Panza: glotón, cobarde, servil, grotesco, incapaz de ninguna idea que exista más allá de los bordes de su pesebre.

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ,

Una nación secuestrada

La historia comienza con dos fuertes golpes en la puerta de la imprenta donde trabaja Pablo Martín Sánchez, quien del susto suelta el componedor y no puede evitar que se desparramen por el suelo los caracteres alineados para confeccionar el titular del próximo número del semanario Ex-ilio: «Blasco Ibáñez agita las conciencias de los emigrados españoles en París».

Nos encontramos en la capital de Francia, en el año 1924, a principios de un otoño lluvioso que no ha podido hacer olvidar unas exitosas Olimpiadas en las que Johnny Weissmüller, el futuro Tarzán de Hollywood, se ha erigido en la gran figura de los Juegos. Inesperadamente, hoy, domingo 5 de octubre, ha salido el sol, que ya declina, y Pablo estaba concentrado en su labor cuando los golpes en la puerta lo han sacado de su ensimismamiento. Trabaja en una pequeña y destartalada imprenta llamada La Fraternelle, situada en el número 55 de la rue Pixerecourt, en pleno barrio de Belleville, una de las zonas obreras más calientes de la ciudad y que cuenta con mayor número de españoles. Pablo está contratado como cajista, pero a la hora de la verdad hace también de tipógrafo: corrige, diseña y compone todo lo que se imprime en castellano, que no es poco tras el golpe de Estado de Primo de Rivera y la creciente llegada de inmigrantes a París desde el otro lado de los Pirineos. Desde entonces, La Fraternelle imprime Ex-ilio: hebdomadario de los emigrados españoles, una publicación semanal de cuatro páginas que se ha pasado el verano informando de las evoluciones del combinado patrio en los Juegos Olímpicos, desde el buen papel del boxeador Lorenzo Vitria hasta la decepcionante actuación del equipo de fútbol, que liderado por Zamora y Samitier ha caído eliminado a las primeras de cambio por Italia, tras un gol en propia puerta del defensa Vallana.

El sueldo que percibe Pablo apenas le sirve para pagar los treinta francos semanales que cuesta la buhardilla en la que vive, pues sólo trabaja en La Fraternelle desde el viernes por la tarde hasta el domingo: durante el resto de la semana la imprenta está reservada a las publicaciones en francés, supervisadas personalmente por el propio dueño, Sébastien Faure, un viejo anarquista coloradote y vehemente, calvo como un globo terráqueo y con grandes mostachos apuntando al cielo, más preocupado a menudo por batallar contra la justicia que por controlar el trabajo de sus colaboradores. Lo cual no deja de ser una suerte para Pablo, que hace y deshace sin consultar prácticamente nada con monsieur Fauve, el «señor Fiera», como le llaman algunos a sus espaldas por su carácter virulento. De todos modos, sólo coincide con él los viernes por la tarde, pues el patrón tiene tanto de ácrata como de vividor y ni se le pasa por la cabeza acercarse a la imprenta en fin de semana. Lo malo es que algunos se aprovechan de su ausencia y a Pablo le toca hacer a veces el trabajo de los demás, como ocurrió anoche, cuando tuvo que cubrir un mitin de protesta con motivo del primer aniversario del golpe de Estado de Primo de Rivera… celebrado con tres semanas de retraso, no se fuera a poner en entredicho la bien ganada fama española.

La velada tuvo lugar en el salón de actos de la Casa Comunal de la avenue Mathurin Moreau, junto al parque de Buttes Chaumont y a unos veinte minutos a pie de La Fraternelle. Había allí gentes de lo más diverso, aunque unidas casi todas por una doble condición: la de ser españoles y exiliados. Predominaban los ácratas y los libertarios, pues París es ahora mismo el epicentro del anarquismo español, pero también había gran número de comunistas, de republicanos y de catalanistas, de sindicalistas y de intelectuales, incluso de prófugos y de desertores; en definitiva, de todos aquellos que por un motivo u otro han tenido que refugiarse en Francia, huyendo de las palizas y las torturas de la Guardia Civil española. No faltaron algunas de las grandes figuras políticas del momento, como Marcelino Domingo o Francesc Macià; o incluso Rodrigo Soriano, el político y periodista que se batió en duelo hace unos años contra el mismísimo Primo de Rivera, a pesar de su enemistad acérrima con Blasco Ibáñez. Tampoco se perdieron la cita intelectuales de renombre, como José Ortega y Gasset, que ha tenido que exiliarse a Francia por haber gritado «¡Viva la libertad!» cuando Miguel de Unamuno fue desterrado a Fuerteventura. El propio Unamuno, sentado en un rincón, parecía entretenerse tamborileando con los dedos mientras esperaba el comienzo del mitin, aunque lo más probable es que estuviera contando las sílabas de algún verso. También se encontraban en la sala los hombres de acción que están revolucionando últimamente el gallinero parisino, como Buenaventura Durruti, con su semblante serio de pistolero estrábico, o Francisco Ascaso, que insistía en desmentir con su gracejo andaluz lo que era un secreto a voces: que fue él quien disparó el año pasado contra el arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevila. Por último apareció, discreto y huidizo, Ángel Pestaña, el nuevo y flamante secretario general de la Confederación Nacional del Trabajo, que ha venido expresamente a París por motivos que atañen muy de cerca al desarrollo de esta historia.

En realidad, Pablo había pensado ir al mitin como un exiliado más, pero al final tuvo que hacerlo también por motivos laborales. A última hora de la tarde, cuando ya se disponía a cerrar la imprenta, entró corriendo uno de los redactores del semanario Ex-ilio, un tipo menudo y de finos modales, pelo peinado hacia atrás con brillantina y bigotito recién recortado:

—Oye, Pablo, tú vas a ir esta noche a la Casa Comunal, ¿verdad?

—Sí—respondió, arrepintiéndose al instante de no haberse mordido la lengua.

—Es que resulta que me ha tocado a mí cubrir la velada, ya sabes que don Vicente Blasco va a dar una conferencia con motivo del aniversario del golpe de Primo, dicen que será un anticipo del folleto que piensa distribuir por medio mundo… Y es que, bueno, he quedado con una amiga para ir a ver a la Raquel Meller esta noche, y la cosa se presenta larga, ya sabes. En fin, que había pensado que ya que vas a ir, a lo mejor podrías tomar tú las notas y mañana vengo yo a primera hora y redacto el artículo…

—Está bien, no te preocupes—dijo Pablo.

Merci, camarade—se lo agradeció el redactor, y dejó el local apestando a pachulí barato.

Así que allí estaba él, el cajista de La Fraternelle, representando el papel de periodista entre la espesa bruma de cigarrillos y habanos, cuando Vicente Blasco Ibáñez, con la camisa almidonada para la ocasión, subió al estrado a pronunciar la conferencia que debía poner el broche de oro al acto. Hinchado como un pavo y sudando como un gorrino, carraspeó ostensiblemente, levantó las manos varias veces para acallar a la concurrencia y se ajustó el monóculo con la intención de leer los folios manoseados que había sacado del bolsillo de la americana. Pablo abrió su cuaderno de notas y se apoyó contra una columna del fondo de la sala, en la que habían colgado un cartel que anunciaba precisamente el espectáculo de Raquel Meller, la gran cupletista española de los escenarios parisinos. El cartel mostraba a la Meller vestida de negro, con mantilla y peineta. Alguien le había dibujado unos enormes mostachos.

—Hermanos españoles que trabajáis en Francia—comenzó arengando el escritor valenciano—, henos aquí reunidos por motivos poco agradables. Como todos sabéis, el 13 de septiembre pasado hizo un año que gobierna (o más bien desgobierna) en nuestra amada patria la tiranía y la estulticia de unos canallas indignos de llamarse españoles. Es por ello por lo que desde el exilio nos vemos obligados a alzar la voz para protestar ante el mundo entero por la grave situación que atraviesa nuestro país. Afortunadamente, en otros lugares, como en esta dulce Francia que nos ha acogido en su regazo, aún es posible expresarse con libertad sin que los esbirros del general Martínez Anido se quiten las caretas y salgan de entre el público para arrestarnos vilmente…

Alguien gritó entonces «¡Anido a la picota!», y Pablo aprovechó la interrupción para tomar algunas notas apresuradas, antes de que se apagaran los aplausos y Blasco Ibáñez dirigiera sus dardos envenenados contra Alfonso XIII y Primo de Rivera:

—Esos dos aprendices de tribuno, moviendo sus lenguas, causan más daño a la nación que las armas de los enemigos. La pobre España es para Alfonso XIII una caja de soldaditos de plomo y el putero de Miguelito ha intentado imitar a Mussolini, pero torpemente, como un histrión, proclamando la delación una virtud pública y violando la correspondencia, condenando a los ciudadanos por lo que dicen en sus cartas. Por eso declaro con dolor y vergüenza que España es en estos momentos una nación secuestrada: no puede hablar, porque su boca está oprimida por la mordaza de la censura; le es imposible escribir, porque tiene las manos atadas.

El público, entregado, escuchaba atentamente las palabras del escritor, que modulaba su discurso con la pompa de un orador clásico o de uno de esos actores americanos que conoció en su época de guionista en Hollywood. Enseguida entró al trapo con la guerra de Marruecos y empezó a descargar toda su bilis contra el Ejército:

—¿Y qué me decís de ese ejército de pacotilla que consume la mayor parte de los recursos de España y resulta derrotado invariablemente en toda operación emprendida fuera de nuestro país? Diríase que el título de ejército no es exacto ni apropiado. Más le convendría el de gendarmería, pues las únicas victorias que consigue tienen lugar en las calles de las ciudades, donde amenaza con ametralladoras y cañones a muchedumbres que sólo llevan, en el peor de los casos, una mala pistola en el bolsillo…

Se oyeron algunos gritos indignados de «¡Eso, eso!», y así continuó pontificando Blasco durante casi media hora, hasta no dejar títere con cabeza. Cuando bajó de la tribuna, sudoroso y aclamado, se dirigió directamente a la salida del local, donde le esperaba Ramón, su chófer particular, con el Cadillac a punto para llevarlo al Hôtel du Louvre, en el que vive cómodamente instalado en una espaciosa habitación de la última planta, con excelentes vistas sobre París.

Pero todo esto ocurrió ayer, y hoy por la mañana el redactor de finos modales no ha pasado por la imprenta, como había prometido, por lo que Pablo ha tenido que escribir él mismo la crónica para que pueda salir mañana en el semanario Ex-ilio. Tampoco es la primera vez que lo hace, en realidad, aunque monsieur Faure se lo tenga terminantemente prohibido. Y es mientras acaba de componer el consabido titular, «Blasco Ibáñez agita las conciencias de los emigrados españoles en París», cuando los dos fuertes golpes en la puerta le hacen dar un respingo y soltar los tipos que estaba alineando.

—¡Julianín!—grita Pablo, recogiendo los caracteres desparramados por el suelo—. ¡Julianín, la puerta!

Pero Julián, el chaval de diecisiete años que desde el verano le ayuda en la imprenta, no aparece.

—¡Julianín, la madre que te parió!—vuelve a gritar el cajista, perdiendo inesperadamente los nervios. Unos nervios que quizá tengan su explicación en que anoche, al acabar el discurso de Blasco Ibáñez en la Casa Comunal, alguien se le acercó mientras tomaba los últimos apuntes. Tan concentrado estaba en lo que escribía que no se dio cuenta hasta que oyó el ofrecimiento:

—¿Quieres?—dijo una voz rasposa a su lado, al tiempo que una cajita de rapé entraba en su campo de visión.

—No, gracias—respondió Pablo, levantando la vista del bloc de notas. La voz pertenecía a un tipo extremadamente delgado, con la cara picada de viruela.

—Interesante discurso, ¿verdad?—continuó, tomando entre el índice y el pulgar una buena ración de rapé—. Blasco sabe meter el dedo en la llaga que más duele. He visto a más de uno incomodarse ante las críticas a España; algunos prefieren que no les quiten la venda de los ojos, ¿no te parece?

—Bueno, a nadie le gusta oír cómo insultan a una madre, aunque lo haga un hermano con toda la razón del mundo.

—Sí, imagino que será eso—concedió el hombre, antes de bajar el volumen y puntualizar—. Sobre todo si eres un infiltrado.

Pablo le miró fijamente a los ojos. El otro le aguantó la mirada unos instantes. Luego, acercándose y bajando aún más la voz, añadió:

—Por eso es mejor no hablar aquí de según qué cosas. Pásate después por el café de La Rotonde y únete a nuestro grupo de tertulianos…

—Lo siento, pero no puedo—le atajó Pablo a modo de disculpa—, mañana me levanto temprano para trabajar.

—Lástima. Adónde iremos a parar si ni siquiera la France respeta el descanso dominical. —Y esbozando un amago de sonrisa, se despidió dándole una tarjeta con la dirección impresa del café de La Rotonde—. Pásate por allí cualquier día de éstos, pero no tardes demasiado.

Aquello último había sonado más a amenaza que a invitación, pensó Pablo mientras veía al tipo reintegrarse a un grupo en el que llevaba la voz cantante el secretario general de la CNT, Ángel Pestaña, y se guardó la tarjeta junto al cuaderno de notas en el bolsillo interior de la chaqueta. Abandonó el local abriéndose paso entre el gentío y el humo, y salió a la calle. Fuera le esperaba su fiel bicicleta, una vieja Clément Luxe de tercera o cuarta mano. Pedaleó con rabia bajo un cielo amenazador y sólo al llegar a casa se dio cuenta de que alguien había escrito en el reverso de la tarjeta: «Necesitamos tu ayuda, compañero, ponte en contacto con nosotros urgentemente».

—¡La puerta, Julianín, por Dios!—se desespera Pablo mientras termina de recoger los caracteres—. ¿Se puede saber dónde te has metido?

Y como el chaval no aparece, se limpia las manos en el guardapolvo de cajista, recorre a grandes zancadas la distancia que lo separa de la puerta, sube los dos peldaños y observa por la mirilla. La sorpresa no puede ser mayor: al abrir el postigo, se le tira a los brazos su gran amigo de infancia, Roberto Olaya, conocido por todos como Robinsón, a quien no veía desde el final de la Gran Guerra, allá por el año de 1918, cuando se separaron en la estación de Austerlitz con un nudo en la garganta.

I

(1890-1896)

No. Pablo Martín Sánchez no nació en 1899, como dirían los diarios varias décadas después, sino la noche del domingo 26 de enero de 1890, festividad de San Timoteo y también de San Tito, de San Teofrido y de San Teógenes, obispos todos ellos, y de San Simeón, anacoreta. El termómetro marcaba en Baracaldo cuatro grados centígrados y la humedad era del 82%. Sin embargo, el cielo estaba despejado, y Julián Martín Rodríguez pudo ver encendidas en la bóveda celeste las estrellas de la constelación de Casiopea, mientras estrechaba con fuerza la mano de su mujer a la espera de que la criatura asomara la cabeza y diera su primera bocanada de aire.

Reinaba por entonces en España un Alfonso XIII de apenas cuatro años, por lo que era su madre, la regente María Cristina, quien llevaba las riendas de la nación. En la presidencia del Gobierno se turnaban los liberales y los conservadores, después del bochornoso apaño a que habían llegado tras el Pacto de El Pardo, y ahora expiraba el turno del liberal Práxedes Mateo Sagasta. Qué más da quién gobierne, se decía Julián mientras miraba las estrellas y aguardaba el nacimiento de su primogénito, si seguiremos siendo los más pobres de Europa. Sólo hacía falta ver el panorama que se extendía al otro lado de la ventana, iluminado tenuemente por la luz de la luna: el mal llamado barrio del Desierto, un conglomerado caótico de viviendas insalubres que se habían ido amontonando en el margen izquierdo de la ría del Nervión desde 1876, cuando al finalizar la tercera guerra carlista la zona había experimentado un rápido proceso de industrialización y de crecimiento demográfico, sin que a ningún alcalde se le pasase por la cabeza llevar a cabo un plan urbanístico. El duro y peligroso trabajo en las minas de hierro, el principal sustento de la población, había convertido la esperanza de vida de Baracaldo en una de las más bajas de España: al nacer Pablo, era de tan sólo veintinueve años.

Julián oyó los gemidos de su mujer que anunciaban el fin del suplicio, pero no se atrevió a mirar todavía. Notó cómo la mano de ella se aflojaba poco a poco y escuchó los azotes que la comadrona le daba al recién nacido. Esperó a oír el llanto, y, como no oyó nada, cerró los ojos con rabia y apretó los dientes, creyendo que la criatura había nacido muerta. Sólo cuando notó la mano de su esposa en la espalda, se atrevió a volver la cabeza. Era un niño. Y estaba vivo. Pero, incomprensiblemente, no lloraba; o, mejor dicho: aunque ponía cara de querer llorar, ningún gemido salía de su garganta, como si aquello no fuera más que un anticipo de las escenas de cine mudo que pocos años después iban a llegar a España. Los tres adultos que había en la estancia se miraron desconcertados a la luz del candelabro, pero en un primer momento nadie dijo nada. Luego la vieja comadrona envolvió al niño en una toalla y lo puso en brazos de su madre, se limpió las manos en la falda y salió de la casa apresuradamente, sin terminar la faena, santiguándose y murmurando conjuros, como si aquel llanto silencioso fuera un presagio de mal agüero. «Lagarto, lagarto», fueron las últimas palabras que pronunció la matrona antes de que su sombra desapareciera por el quicio de la puerta. Dios mío, pensó Julián, como a esa vieja bruja le dé por contar historias, vamos a pasar de indeseables a apestados. Pero algo más urgente le requería, y enseguida apartó de su cabeza los malos pensamientos. Sacó la navaja del bolsillo de su pantalón y cortó de un tajo el cordón umbilical, que ya había dejado de latir. Nadie habría dicho que era la primera vez que lo hacía.

Julián Martín Rodríguez y María Sánchez Yribarne se habían conocido tres años atrás, pocos meses después del real nacimiento de Alfonso XIII. Ella pertenecía a la nueva burguesía vizcaína, no la de los terratenientes venidos a menos, sino la de los visionarios que a principios de siglo se habían subido al tren de la industrialización y habían conseguido enriquecerse de la noche a la mañana, como su abuelo, el mítico José Antonio Yribarne, fundador de una de las dinastías de empresarios industriales más poderosas del país. Él, en cambio, procedía de una familia extremadamente humilde de Zaragoza, era el menor de nueve hermanos y el único que había podido cursar estudios, gracias a los padres escolapios, que lo habían acogido en el seminario con un entusiasmo que no tardó en despertar suspicacias. Enseguida destacó en álgebra, en física, en historia natural, y también en latín, en griego, en lenguas modernas; la teología, la historia y la filosofía, en cambio, se le atragantaron desde el principio. Cuando creyó que ya había aprendido lo suficiente, abandonó el seminario sin despedirse de nadie y se lanzó a recorrer España ofreciendo sus servicios. Y así ocurrió que a finales de 1886 llegó a Baracaldo y fue contratado por la familia Yribarne para dar clases particulares a la joven y díscola María.

El amor tardó en aparecer más de lo que acostumbraba a tardar en los folletines de la época, pero Cupido acabó llegando con una buena provisión de flechas. Y cuando lo hizo, lo hizo con virulencia. Ni ellos mismos supieron si fue practicando declinaciones o despejando incógnitas, repasando la lista de los reyes godos o especulando sobre la transustanciación del alma, pero lo cierto es que un buen día se encontraron besándose apasionadamente encima de la mesa, entre ecuaciones de segundo grado y poemas de Victor Hugo. Cuando los padres de María se enteraron, echaron a patadas al osado preceptor, sin molestarse siquiera en pagarle los emolumentos. Lo que no esperaban era que su hija estuviese dispuesta a seguirle hasta el fin del mundo si hacía falta.

La boda tuvo lugar a comienzos de la primavera de 1889. De la familia de la novia sólo asistió un miembro: don Celestino Gil Yribarne, la oveja negra del clan y el tío preferido de María, a la que siempre había tratado como a la hija que nunca tuvo. Se decían de él en Baracaldo las barbaridades más descabelladas, desde que practicaba ritos satánicos en su palacete de Miravalles, hasta que era aficionado a la zoofilia. Nada de esto era cierto, sin embargo. La única excentricidad que se permitía, y aun con cierto pudor, era la de coleccionar el vello púbico de las mujeres con las que se acostaba, clasificándolo de un modo fetichista y metódico como quien inventaría mariposas o monedas antiguas. De la familia del novio, en cambio, nadie pudo costearse los gastos del viaje, y se limitaron a enviar sus mejores deseos vía postal, en una carta conjunta llena de lamparones y faltas de ortografía.

Las nupcias se celebraron en la vieja iglesia de San Vicente Mártir, en una ceremonia de lo más austera, por mucho que Julián hubiese aprobado el examen para obtener el título de maestro y estuviera dando clases en una escuela pública de Baracaldo. María, por su parte, en un acto de inconsciencia o de valiente desafío, había intentado conseguir trabajo en las fábricas siderúrgicas que no pertenecían a su familia, como la de Santa Águeda o la de Arlegui y Cía. Pero en cuanto se enteraban de que era la hija repudiada de los Yribarne, nadie se atrevía a contratarla y se la quitaban de encima con excusas inventadas sobre la marcha. Afortunadamente, don Celestino, a pesar de la oposición de los patriarcas del clan, contribuyó a sufragar los gastos de la ceremonia allí donde no llegaron los escasos recursos de los jóvenes enamorados. Y, no satisfecho con ello, les hizo un magnífico regalo de bodas: un viaje a París para asistir a la inauguración de la Exposición Universal que iba a tener lugar con motivo del centenario de la Revolución francesa. Los recién casados, al enterarse, no pudieron contener la emoción y recitaron al unísono los célebres versos de Victor Hugo que habían sido espectadores de sus primeros besos: «Oh! Paris est la cité mère! | Paris est le lieu solennel | Où le tourbillon éphémère | Tourne sur un centre éternel!».

El tren que debía conducirlos hasta la Ciudad de la Luz salió de Bilbao el 5 de mayo, la víspera de la inauguración del certamen. En la frontera cambiaron de tren para adaptarse a la nueva anchura de las vías, y a partir de entonces una horda de pasajeros empezó a asaltar los vagones, no sólo los de primera, segunda y tercera, sino también los destinados a mercancías. Nadie quería perderse el gran acontecimiento. Al llegar a la estación de Saint-Lazare empezaba a clarear el día y los cientos de viajeros descendieron del tren esperando recibir la bienvenida del imponente esqueleto bruñido de 317 metros de altura, diseñado expresamente para la ocasión por un Gustave Eiffel que seguía rumiando la manera de que no le obligasen a desmontar su torre una vez concluida la Exposición, como estaba previsto. Sin embargo, los edificios que rodeaban la estación impedían verla desde allí y un ligero desencanto se extendió entre los pasajeros. Los recién casados se dirigieron primero al Hotel Español, situado oportunamente en la rue de Castellane, donde el tío Celestino les había reservado una habitación, argumentando que dónde iban a estar mejor que en un hotel de compatriotas. Aunque pronto se dieron cuenta de que el hotel de español sólo tenía el nombre, aparte de varios ejemplares atrasados de El Imparcial y El Liberal que yacían desparramados en el salón de lectura. En la estancia no había armarios, ni perchas, ni una mísera palangana, ni siquiera una candela sobre la mesita de noche. Pero toda esa nada costaba diez francos al día.

Julián y María se dirigieron al Campo de Marte, donde la Torre Eiffel servía de entrada principal a los terrenos de la Exposición, más de cincuenta hectáreas repletas de pabellones. Por el camino comieron patatas fritas, que les entregaron envueltas en un cucurucho, y vasos de agua azucarada con aroma de azahar. Las calles de París lucían sus mejores galas, adornadas con guirnaldas y festones dorados, y una multitud embriagada hacía ondear banderines con los colores patrios. Eso sí que es hierro, pensó Julián, boquiabierto, al llegar a la place de la Concorde y ver por primera vez la impresionante torre, y no lo que sacan de las minas de Baracaldo. Luego, bordeando el Sena llegaron hasta el puente de Jena, justo cuando el presidente de la República y su mujer se disponían a cruzarlo en un landó oficial tirado por cuatro caballos y escoltado por un pelotón de coraceros. Sadi Carnot iba impecable, embutido en el frac de las grandes ceremonias, pero fue la primera dama la que despertó los mayores elogios, con un atrevido traje tricolor diseñado para la ocasión: fondo de seda azul, encaje blanco de Alençon y guarniciones rojo pálido. Cuando la carroza pasó por debajo del gigantesco arco de la Torre Eiffel, las bandas de música entonaron La Marsellesa, dando paso al previsible discurso del presidente francés que inauguraba oficialmente la Exposición Universal. Quién le iba a decir entonces que cinco años después el anarquista italiano Santo Caserio acabaría con su vida clavándole un puñal al grito de «¡Viva la anarquía!». El resto del día fue felizmente agotador para la joven pareja, y aquella misma noche, en la desnuda habitación del Hotel Español, mientras el cielo parisino se convertía en una bacanal de fuegos artificiales y luces multicolores, un espermatozoide con el marchamo de los Martín Rodríguez y un óvulo salido de la fábrica de los Sánchez Yribarne se unían jubilosamente para crear un embrión destinado a llevar el nombre de Pablo Martín Sánchez.

—Qué raro que no llore—dijo Julián cuando acabó de hacerle el nudo al cordón umbilical.

—Sí que llora, pero en silencio—respondió María con un jadeo, mientras seguía notando las contracciones que habían de expulsar la placenta.

Ya al día siguiente, sin tiempo que perder, Pablo Martín Sánchez era bautizado en la iglesia de San Vicente Mártir, la misma donde sus padres se habían casado nueve meses antes. Y tampoco le dio por llorar esta vez, ni siquiera cuando el joven párroco don Ignacio Beláustegui le echó en la cabeza el agua purificadora, acompañando el gesto de tres inoportunos y sustanciosos estornudos que vinieron a consolidar la ceremonia bautismal. Valiente cristiano, pareció decirse don Ignacio, sin imaginar que décadas después habría de pedir un indulto para tan valiente criatura.

Aquel acto de muda rebeldía marcó los primeros pasos de Pablo en este mundo, y pronto se extendió por Baracaldo la noticia de que el niño de los Martín era incapaz de llorar. El rumor era falso, por supuesto, pues aunque el crío lloraba poco, lloraba como todos, pero lo hacía de un modo tan discreto que había que fijarse bien para darse cuenta de ello. Sí era cierto, en cambio, que Pablo no parecía tener prisa por ponerse a hablar: cumplió un año, luego dos, y cuando llegó al tercero aún no había pronunciado ni una sola palabra, a pesar de los desesperados intentos de sus padres por hacerle decir papá y mamá. Hasta el día en que nació su hermana. Corría el año de 1893, y mientras en San Petersburgo Chaikovski componía su sinfonía Patética y en Madrid el Instituto Nacional de Meteorología ofrecía sus primeros mapas del tiempo, María Sánchez Yribarne daba a luz a su segundo hijo en la misma vivienda en que lo había hecho tres años atrás, sin que en esta ocasión hiciese falta que su marido sacara la navaja: la nueva comadrona se encargó de todo. Nació una niña hermosa e inquieta, a la que llamaron Julia, que parecía dispuesta a llorar lo que su hermano no había llorado. Cuando la pequeña se quedó dormida por fin entre los brazos de su madre, dejaron entrar a Pablo en la habitación para que pudiera verla. Se acercó a la cama, miró al bebé con ojos enormes y pronunció su primera palabra en voz alta, ante el asombro de todos:

—Guapa—dijo, y se quedó tan ancho.

La niña cambió la vida de Pablo. Lo que no había hablado hasta entonces empezó a salirle a borbotones por la boca, como un río desbocado tras el deshielo. Se pasaba horas enteras contándole a la pequeña Julia las historias más extravagantes, en un idioma repleto de palabras inventadas o incomprensibles que divertía y preocupaba a un tiempo a sus esforzados padres. Sin embargo, cuando no la tenía cerca, se encerraba en un extraño mutismo del que no había quien lo sacara, por lo que el niño que no lloraba acabó convirtiéndose también, para la gente desinformada o malintencionada, en el niño que no hablaba, aunque ambas afirmaciones fuesen estrictamente falsas. Además, a todo ello hubo que añadir un episodio que acabaría desvelando una carencia real del primogénito y marcando su futuro más inmediato.

Ocurrió en la primavera de 1896, cuando Pablo contaba seis años y la pequeña Julia estaba por cumplir los tres. Los países industrializados empezaban a salir de la Gran Depresión y, aunque España no iba a tardar en perder las colonias de ultramar y sumergirse en una crisis de inciertas consecuencias, nuevos vientos de bonanza parecían soplar en Occidente. La situación económica de los Martín Sánchez había mejorado notoriamente, y ello a pesar de que el tío Celestino ya no podía ayudarlos: un fulminante aneurisma había acabado con su vida mientras cazaba mariposas en su palacete de Miravalles, y la familia Yribarne se había encargado con discreción de impedir que a María le llegara su parte de la herencia. Sin embargo, la buena estrella seguía acompañando a Julián, que había obtenido una plaza en la Escuela Normal Elemental de Bilbao, donde pasaba la mayor parte del día intentando concienciar a los aspirantes a maestro de la necesidad de rebajar la cifra de más de diez millones de analfabetos que había en aquella España de fin de siglo, mientras María se quedaba sola en casa al cuidado de los niños. Un mediodía de principios de abril, cuando la mujer hacía la comida en la cocina de carbón, oyó pasar al afilador ambulante que silbaba con la zampoña su inconfundible melodía. Miró el cuchillo que había usado para pelar las patatas y decidió que ya era hora de darle un buen repaso.

—Vigila a Julia—le dijo a Pablo—, que ahora vuelvo.

Sacó veinte céntimos del fondo de un jarrón y salió de casa con el cuchillo en la mano, dejando la comida en el fuego. Ya en la calle, vio cómo el afilador doblaba en la siguiente esquina, arrastrando su carretilla. Echó a correr tras él, lo alcanzó y negociaron el precio. No tardó ni cinco minutos en hacer la faena, pero cuando María cogió el cuchillo recién afilado y volvió a doblar la esquina de vuelta a casa, una tartana se le echó encima. Consiguió evitar la embestida del burro, pero no pudo impedir que el borde del pescante chocara de refilón contra su cabeza. Cayó al suelo inconsciente, y entre el cochero y el afilador intentaron reanimarla. Una vecina ofreció su casa, le refrescaron la cara con paños mojados y llamaron a un médico. Cuando María volvió en sí, había pasado por lo menos media hora. Tenía un chichón junto a la sien y la cabeza le dolía terriblemente.

—¿Y mis hijos?—fue lo primero que atinó a preguntar. Y viendo que nadie respondía, salió corriendo hacia su casa.

Ya desde fuera notó el olor a quemado. Entró dando gritos y encontró a Pablo sentado tranquilamente frente a su hermana, intentando contarle por enésima vez la historia del caracol que tenía tres ojos. La casa apestaba a chamusquina, pero el crío no parecía haberse dado cuenta de ello; la niña, sin embargo, lloraba a pleno pulmón. María entró en la cocina y apartó la olla del fuego: en su interior, una masa carbonizada se había quedado adherida al fondo y despedía un tufo insoportable.

—Pero, Pablo—regañó la madre a su hijo—, ¿no has olido que se quemaba la comida?

—Yo no huelo—dijo el niño lacónicamente.

Y así fue como sus padres descubrieron que no poseía el sentido del olfato. El médico de Baracaldo lo calificó de «anosmia o disfunción olfativa» y, aparte de recetarle a Pablo el milagroso Jarabe Hipofosfitos Climent (que según anunciaban los fabricantes curaba tanto las convalecencias como el insomnio, la palidez o el reblandecimiento cerebral), recomendó alejarlo de las tierras húmedas del norte para llevarlo a los climas secos del interior, donde probablemente podría recuperar el olfato que nunca había tenido:

—No olviden que la mayor astucia del diablo es hacer creer que no existe—les dijo a modo de despedida, dejando a los padres un tanto desconcertados.

Julián y María decidieron seguir el consejo del médico. Todo sea por la salud del niño, se dijeron, y empezaron a pensar en la manera de mudarse. A los pocos días les llegó la noticia de que en Madrid se iban a celebrar oposiciones para el Cuerpo de Inspectores de Primera Enseñanza, al quedar vacantes tres plazas en las provincias de Albacete, Badajoz y Salamanca. La ocasión parecía que ni pintada y don Julián envió la solicitud para presentarse al concurso. Dos semanas más tarde lo convocaban a un examen que debía celebrarse en la capital del reino los días 13 y 14 de mayo.

—¿Por qué no te llevas contigo al niño y así vemos cómo le sienta el clima seco de Madrid?—propuso María.

—Mujer, si sólo van a ser dos días.

—Pero al menos te hará compañía.

—Está bien, como quieras—aceptó Julián.

Al que no le hizo tanta gracia la propuesta fue a Pablo, que no quería separarse de su hermana Julia, aunque fueran sólo dos o tres días. Pero la decisión ya estaba tomada y el 12 de mayo, a las ocho de la mañana, padre e hijo tomaban el Expreso con destino a la madrileña Estación del Norte. Abriéndose paso entre viajeros cargados de alforjas y gallinas, hombres y mujeres que gritaban, fumaban, se empujaban y escupían al suelo, los dos Martín consiguieron llegar hasta sus asientos de tercera clase. En el andén, madre e hija agitaban la mano, mientras Pablo aplastaba la nariz contra la ventanilla del compartimento y repetía en voz baja la primera palabra que había dicho en su vida: guapa, guapa, guapa. Una lágrima silenciosa le recorrió la mejilla. Luego, el tren lanzó un silbido y el niño comprendió que aquello era el anuncio de grandes aventuras.

–2–

Tú, pueblo, que te matan trabajando en los talleres, en el campo, en las minas y en la guerra, hazte justicia. No soportes más la tiranía de los sayones que te oprimen. Rebélate ya. Una vida no vale nada y menos cuando está predestinada a vegetar y no sentir más que placeres animales. Álzate, que bastará un gesto tuyo para hacer correr, despavoridos, a los que parecen valientes y fanfarrones. Los militares son cobardes como todo el que necesita ir armado para vivir.

España: un año de dictadura, manifiesto publicado por el Grupo Internacional de Ediciones Anarquistas.

Han pasado ya seis años entre aquella despedida en la estación de Austerlitz y esta tarde de principios de octubre de 1924 en la que Roberto, a quien todos llaman Robinsón, cruza el umbral de la puerta de la imprenta en la que trabaja Pablo, cojeando ligeramente por una poliomielitis infantil y luciendo las melenas rubicundas y las largas barbas que hacen honor a su apodo. Lleva puesto el mismo traje de siempre, remendado y con coderas, los puños de la camisa pintados con tiza y un sombrero hongo que algunos creen cosido a su cabellera, pues no se lo quita ni para entrar en las iglesias, a las que no va a comulgar, como podría pensarse, sino a tomar el fresco y a echar alguna que otra siestecita. El bombín es parte integrante de la fisonomía de Robinsón, que cuenta sin problemas a quien quiera escucharle el origen de su pasión por un sombrero más propio de la burguesía que del proletariado: en sus años mozos formó parte de una comuna naturista que eligió el sombrero hongo como emblema y estandarte, y desde entonces le ha sido fiel en homenaje a aquel grupo de amigos con los que pasó algunos de los mejores momentos de su vida. Tras él, moviendo el rabo, entra Kropotkin, su inseparable perro salchicha.

Los dos amigos se observan unos instantes, con los brazos tendidos y agarrándose mutuamente por los hombros, como evaluando los cambios producidos por el tiempo en los años que han transcurrido desde la última vez que se vieron.

—No has cambiado nada—dice Robinsón—. Sigues pareciendo un chaval de veinte años.

—Pues a ti esas canas en la barba te hacen parecer incluso inteligente—dice Pablo.

Y con dos sonrisas como dos góndolas se abalanzan el uno contra el otro, a medio camino entre un abrazo y un asalto de boxeo improvisado, mientras Kropotkin ladra atolondradamente, no se sabe si de alegría o de envidia.

—¿Cómo has conseguido localizarme?—pregunta Pablo.

—Pura chiripa—responde Robinsón—. Me pareció verte anoche en la Casa Comunal, hablando con Teixidó al acabar el mitin, pero cuando quise acercarme ya te habías esfumado. Le pregunté por ti y me dijo que te llamabas Pablo, que trabajabas en una imprenta de la rue Pixerecourt y que habías salido pitando porque hoy te levantabas temprano. No había duda de que eras tú. La verdad es que pensaba que seguías en España; si no, habría intentado localizarte antes.

—Y yo pensaba que seguías en Lyon. Ahora entiendo por qué no has respondido a ninguna de mis cartas…

—No, eso es porque cambié de casa, tuve problemas con la dueña. A París llegué hace cosa de un mes.

—¿Y dónde estás viviendo?

—Bueno, ya conoces

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1