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Las brujas de Vardo
Las brujas de Vardo
Las brujas de Vardo
Libro electrónico534 páginas10 horas

Las brujas de Vardo

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Información de este libro electrónico

Basada en una investigación real sobre la quema de brujas en la Noruega del 1600.
Noruega, 1662. Una época peligrosa para ser mujer, cuando incluso bailar puede dar lugar a acusaciones de brujería. Zigri, una viuda del pueblo, tiene una aventura con un comerciante, es descubierta y enviada a la fortaleza de Vardø para ser juzgada como bruja.
La hija de Zigri, Ingeborg, se adentra en territorios helados y yermos para intentar rescatar a su madre. Maren, hija de una bruja, la acompaña en su travesía. Su naturaleza salvaje y su espíritu invencible le dan a Ingeborg el coraje para arriesgarlo todo.
En la fortaleza también hay otra mujer cautiva. Es Anna Rhodius, quien fue amante del rey de Dinamarca, pero fue enviada a la isla de Vardø después de perder su favor. ¿Qué hará y a quién traicionará para volver a su vida privilegiada en la corte?
Estas brujas de Vardø son más fuertes incluso que el rey. En una época en la que todo está en su contra, se niegan a ser víctimas. Se hará justicia, solo necesitan demostrar su poder.
IdiomaEspañol
EditorialVidis
Fecha de lanzamiento1 feb 2024
ISBN9788419767110
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    Me gusto mucho, es una novela que te atrapa y no te suelta hasta el final. Muy recomendable ?

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Las brujas de Vardo - Anya Bergman

cover.jpg

Anya Bergman

Traducción: Carmen Bordeau

Título original: The Witches of Vardo

Edición original: En Reino Unido por Manilla Press, un sello de Bonnier Books UK Limited.

© 2023 Anya Bergman

© 2023 Manilla Press, un sello de Bonnier Books UK Limited

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Vidis Histórica

www.vidishistorica.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-11-0

Índice de contenidos

Portadilla

Legales

Dedicatoria

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

SEGUNDA PARTE

La cinta azul

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

TERCERA PARTE

Las tres madres

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

CUARTA PARTE

El joven pastor de renos y el lobo

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

QUINTA PARTE

Capítulo 54

Capítulo 55

La bruja, el lince y el Señor de la Oscuridad

Realidad y ficción

Glosario

Novelas históricas en Vidis

Anya Bergman

Manifiesto Vidis

Para todas las hijas de las brujas

y en especial para Marianne.

Hay más brujas en Noruega […]

que en todo el resto del mundo.

Jean Bodin, De la Démonomanie des Sorciers, 1580

Todos los habitantes de Noruega son cristianos devotos, excepto los que viven cerca del océano, en el extremo norte. Estas personas están tan inmersas en el arte de la hechicería y el conjuro que alegan saber qué está haciendo cada individuo del mundo.

Adán de Bremen (1044-1080)

PRIMERA PARTE

Primavera de 1662

Capítulo 1

Anna

Tercer día de abril del año de Nuestro Señor de 1662

Era una prisionera en el norte salvaje. Estaba atrapada en la nieve que caía y cegada por una luz blanca y deslumbrante, carente de toda sombra. De pie en la cubierta del barco, no había nada ante mí.

No veía una salida.

Estaba a la intemperie, y la nieve formaba un manto sobre mi capa. Impenetrable como el alabastro, tenía frío, pero no temblaba; tenía los nudillos azules y el corazón vacío. Las horas transcurrían despacio, pero no tenía prisa por tocar tierra.

Cuando ya estaba cubierta de nieve, esta comenzó a caer con menos intensidad. Sacudí los hombros y se desprendió de mi capa mientras los últimos copos caían al suelo en un remolino. Un crepúsculo azulado emergió de pronto.

Por fin, pude ver nuestro destino.

El puerto era poco más que eso, con un pequeño enclave de viviendas rudimentarias a su alrededor. Me ordenaron desembarcar y bajé tambaleándome por la pasarela, con las piernas inseguras después de tantas semanas en el mar. Un viento cortante me impulsaba hacia las sombrías tierras del norte, como si la mano de un hombre me empujara, una vez más.

El capitán Gunderson se despidió allí. Lo lamenté. Habíamos disfrutado de varias discusiones teológicas en mi viaje a lo largo de la costa traicionera de Noruega. Me había mantenido a salvo del peligro y había impuesto cierto grado de respeto a su tripulación. Temía que el capitán Gunderson fuera el último hombre civilizado en el que posara mis ojos en esta región indómita.

Definitivamente, eso fue lo que pareció cuando una bestia de hombre se me acercó. Su barba era una maraña roja mezclada con hielo y su piel estaba mugrienta. Se detuvo para escupir sobre la nieve y la flema amarilla manchó el blanco inmaculado. Di un paso atrás con repulsión, pero me sujetó de los hombros.

—¿Por qué no estáis encadenada?

Me sacudió. Su aliento apestaba y detecté un acento escocés.

—No se consideró necesario —respondí al hombre odioso, incapaz de ocultar el tono altivo en mi voz.

Resopló mientras giraba una llave grande en su cinturón.

—Os conviene recordar quién sois, Fru Rhodius: una prisionera del rey. —Volvió a escupir para enfatizar su poder sobre mí. Contuve las arcadas y mantuve la cabeza alta mientras él seguía hablando—: Soy el alguacil Lockhert y permanecerás bajo mi custodia por ahora.

Por ahora. Las palabras se hundieron como hierros de marcar en mi piel.

Qué cruel has sido al no concederme tu perdón. Me dejaste pendiendo de un hilo, esperando que cambiases de opinión mientras me envías muy lejos. ¿Por qué tan lejos?

—Al primer problema —me advirtió Lockhert con voz sombría—, os encadenaré.

¡Qué insultante! ¡Como si yo no fuera a obedecer lo que has ordenado! Dirigí una mirada fulminante a mi nuevo guardián, pero no le hizo mucho efecto mientras me empujaba hacia un trineo atado a tres renos.

El conductor estaba envuelto en pieles de reno y llevaba un gorro de piel, y las riendas flojas en las manos. A pesar de sus cornamentas bifurcadas, los renos parecían mansos. El que estaba detrás, más cerca de mí, giró la cabeza con una mirada de compasión casi humana. Me sorprendí cuando el corazón me dio un vuelco y me entraron ganas de acariciarle la cabeza, pero el bruto de Lockhert me empujó a la parte trasera del trineo.

Estaba oscureciendo y era la noche más fría de mi vida. Agradecí la pila de pieles y cueros amontonados a mi alrededor.

Hacía mucho tiempo que un frío tan profundo no me calaba hasta los huesos ya que, en los últimos años, un fuego constante en mi vientre mantenía calientes mis extremidades; algunas noches, me despertaba en mi alcoba de Bergen con un calor que me sofocaba, como si estuviera en llamas. Para disgusto de Ambrosius, tiraba las sábanas al suelo y, en ocasiones, llegaba al punto de abrir la ventana, sin importar la estación, para dar bocanadas de aire fresco, a pesar de las quejas de mi esposo. Poco después, dejó de compartir mi alcoba. Antes de mi partida a Copenhague, ya llevábamos varias semanas durmiendo separados.

Pensé en mi esposo ahora, a salvo en casa en Bergen, dando su paseo diario por el jardín, recolectando mis hierbas y mis plantas. Me retorcí con frustración en el asiento. Seguro que se equivocaría con todos los remedios, como siempre. No se podía confiar en que Ambrosius no envenenara a alguna pobre alma si no me tenía a su lado ayudándolo.

Pero debía de estar anocheciendo en Bergen y el doctor Ambrosius Rhodius estaría sentado junto a la chimenea, en el sillón de terciopelo verde, con las gafas en la punta de la nariz, leyendo mis libros. Por fin paz, pensaría.

Todo lo que alguna vez había poseído —una hermosa casa, un esposo con prestigio, el jardín más abundante de todo Bergen y la biblioteca más grande de Noruega— había desaparecido. Desaparecido. Desaparecido.

Tan decidida estaba a no verter una lágrima que me mordí el labio y saboreé la sangre.

Había luna llena y la luz plateada se derramaba a mi alrededor. La aldea detrás del puerto estaba silenciosa y oscura; todos los habitantes estaban dentro de sus pequeñas chozas. Mientras esperaba a que el trineo se pusiera en marcha, oía el rumor del mar entre las barcas de pesca. Mis ojos captaron un movimiento y me esforcé por incorporarme un poco en el trineo. Allí, acechando entre las casas pequeñas, me pareció ver a un hombre alto con una capa y un sombrero en la cabeza.

Ah, fue un engaño de la luz de la luna, porque la figura sombría desapareció. En su lugar, surgió un recuerdo de ti cuando éramos jóvenes, con tu cabello largo, oscuro y rizado sobre los hombros, la sonrisa en tus ojos mientras acercabas tus manos a las mías. Bailemos, Anna, me dijiste.

Ahora tenía mucho frío, temblaba sin control; cerré los puños enguantados y los empujé con fuerza dentro del manguito.

Salimos a ritmo ligero; el frío ártico me escocía en las mejillas. Me bajé el gorro de piel todo lo que pude y me tapé el rostro con las pieles de foca; solo los ojos quedaron al descubierto. Aún podía oler el mar frío en ellas, y poseían una cierta oleosidad desagradable. El océano estaba lleno de maldad pagana en estas regiones septentrionales.

El capitán Gunderson me había dicho que me trasladarían en trineo a través de la península de Varanger. Cuando llegáramos al pueblo de Svartnes, me llevarían en otro barco por el angosto estrecho de Varanger hasta el lugar de mi exilio, la fortaleza Vardøhus en la pequeña isla de Vardø.

La idea me hizo sacar una de mis manos enguantadas del manguito y llevármela al pecho, donde podía sentir levemente la cruz, mi posesión más preciada. Pero, por supuesto, esto lo sabes.

Nos adentramos en el páramo y avanzamos rebotando por la tundra nevada bajo el vasto cielo nocturno lleno de estrellas. Alcé la vista hacia la luminosa luna llena, la última antes de la temporada de pastoreo. Ambrosius la llamaba la luna mártir. Pensé en Cristo y en su sacrificio por la humanidad.

¿Yo fui tu sacrificio? Confieso que sería un alivio estar al lado del buen Dios antes que estar viva, temblando de miedo mientras cada bandazo del trineo me acercaba más a las puertas de tu reino en el infierno.

Me pediste que no te escribiera más, tan harto estabas de mis peticiones constantes. Pero olvidas que así como mi deber como súbdita tuya es contigo, el tuyo como mi rey también es el culto a mi persona. Pensaste que me harías callar ordenando que me quitaran toda la tinta, pero eso no será suficiente.

Recibirás mis misivas desde el norte, estoy empeñada en ello.

Dimos tumbos bajo el cielo plateado del norte durante horas; mis huesos crujían y me dolían las articulaciones. Se me cerraban los párpados, arrullados por una imagen en mi cabeza. Estaba arrodillada ante mi rey, con mi mejor vestido de seda azul, y tu mano, deslumbrante de joyas, descansaba sobre mi cabeza. Podía sentir la gratitud que emanaba de tu palma coronándome.

Los gritos del conductor me arrancaron de mi ensoñación. Vi las grupas de los renos que se habían salido de la formación y resbalaban sobre la nieve traicionera. El alguacil Lockhert les gritó para que se mantuvieran firmes, pero fue inútil, pues el trineo había perdido el control. Patinó sobre el hielo y se subió a un montículo de nieve tan alto que tuve que sujetarme de los laterales de madera para no caerme de cabeza. Me preparé para dar una vuelta de campana, temiendo romperme los huesos, pero en vez de eso, volvimos a caer sobre la nieve compacta y nos detuvimos.

El sombrero me había caído sobre la cara y oí el ruido pesado de las botas de Lockhert al pisar la nieve. Me eché el sombrero hacia atrás y alcancé a ver su corpulenta figura que se alejaba a grandes zancadas mientras el conductor calmaba a los asustados renos. Ninguno de los dos se había preocupado por mí. Salí arrastrándome del trineo volcado y busqué adónde había ido a parar mi preciado botiquín. Se encontraba a poca distancia, con el contenido esparcido por la nieve bajo la luz de la luna. Cuando me acerqué con paso inseguro, vi algo asombroso. Al otro lado del botiquín, había una niña de piel oscura, una muchacha con el cabello negro suelto y ataviada con una capa de plumas. Lo más sorprendente era que a su lado había un gran gato salvaje. Nunca había visto una criatura semejante. Un moteado ligero salpicaba el suave pelaje y el vientre era de un blanco purísimo. Tenía las orejas grandes y puntiagudas, con unos largos penachos de pelo sobre ellas. Sus ojos eran de color ámbar y me miraban con fijeza, sin miedo, resueltos.

En este encuentro entre la niña, el gato y yo, el aire parecía hecho de cristal fino. Yo respiraba con fuerza, pero a pesar del frío, la muchacha ni siquiera temblaba.

Puso la mano sobre la cabeza del gran felino, que no dejó de mirarme ni un momento, pero fue la muchacha la que enseñó los dientes, no el animal.

Mi corazón dio un vuelco por el susto, pues nunca había visto a un ser humano hacer un gesto de esa clase.

La extraña joven meneó la cabeza y su gruñido se convirtió en una carcajada, como si le divirtiera haberme asustado.

—¿Quién eres? —grité.

Pero ella abrió los brazos, de modo que su capa de plumas se convirtió en dos grandes alas, y luego desapareció en un bosquecillo de abedules plateados, con el gran gato pisándole los talones.

Me apresuré a recoger el contenido de mi botiquín, temerosa de que la niña y la bestia regresaran, pero cuando levanté la vista, con el botiquín sujeto firmemente entre las manos, vi a Lockhert que volvía corriendo del bosque con un arco y una flecha al hombro.

—¿Lo has atrapado? —le preguntó el conductor mientras aseguraba los arneses de los inquietos renos.

—No, era demasiado rápido —respondió Lockhert—. ¿Qué hace un lince por estos lares?

El otro hombre se encogió de hombros. Por supuesto, era un lince. Había oído hablar de estos grandes felinos del norte. ¡Qué magnífico debía de ser tener una capa de su piel suave y lustrosa!

—¿Y la muchacha? —pregunté mientras quitaba la nieve de mi capa—. ¿Qué hay de la muchacha?

Lockhert se volvió hacia mí con gesto ceñudo.

—Había una joven con el lince —continué—. ¿No la visteis? Tenía el pelo largo y negro y llevaba un manto de plumas… —Me interrumpí, al darme cuenta de lo improbable que sonaba.

—Estamos a dos horas del pueblo más cercano, así que, ¿quién creéis que andaría corriendo por el bosque con un lince? —me desafió Lockhert con sorna.

—Estaba allí —insistí—. Y me amenazó...

—¡Ya basta! Me habían advertido de vuestra lengua inquieta, pero esto es pura histeria de mujer vieja.

Mi cuerpo se tensó con los insultos. Nunca antes me habían llamado vieja; de hecho, cuando lo tuve cerca, había notado que yo era unos años más joven que mi guardián, ya que el rostro de Lockhert estaba surcado de arrugas sucias y profundas.

—¿Cómo os atrevéis…? —Pero antes de que pudiera terminar, me tapó la boca con su mano inmunda.

—Callaos —ordenó, y su saliva aterrizó en mi frente—. Vuestro traslado ya nos ha causado bastantes problemas. —Sacó una cadena de su cinturón y empezó a envolverla alrededor de mis muñecas.

En todas mis semanas de cautiverio, incluso durante el juicio, no me habían tratado con tanta indignidad. Intenté forcejear, pero me apoyó la mano en el pecho con tanta fuerza que pareció que me iba a romper el corazón.

Aunque, mi rey, mi corazón ya estaba roto.

Con el trineo enderezado y los renos calmados, partimos de nuevo. Lockhert me había encadenado tan fuerte que no podía moverme y me vi forzada a acostarme boca arriba. Me quedé contemplando la luna mártir en su inmensidad plateada mientras la furia me recorría de pies a cabeza.

Me dejé bañar por la luz de la luna e hice un juramento. No sería una mártir complaciente, muda y humilde, porque iba en contra de mi propia naturaleza.

La imagen de la muchacha gruñéndome se alzó ante mí. Había habido un instante de reconocimiento, extraño y sin razón alguna. Estaba segura de que había sido real, pero no podía encontrarle sentido.

Capítulo 2

Ingeborg

El cambio en la madre de Ingeborg se había producido mucho antes de que el comerciante Heinrich las visitara por primera vez.

Dos años y medio atrás, en el invierno de 1659, habían sido como cualquier otra familia de pescadores en la península de Varanger: sobrevivían a duras penas a medida que los cardúmenes cada vez más escasos de bacalao se alejaban hacia el sur; soportaban largos meses oscuros con deudas agobiantes con los comerciantes de Bergen a cambio de grano, y aprovechaban el breve verano para cosechar todo lo que podían del árido suelo ártico. La vida era difícil en la aldea de Ekkerøy, enclavada entre dos medias lunas de arena y acantilados blancos. Pero habían sido una familia unida, reconfortada por sus lazos. Había alegría y risas. Una madre y un padre, un hijo y dos hijas.

Pero ahora eran solo tres.

Ingeborg había vivido dieciséis veranos, según su madre. Era cuatro años mayor que su hermana Kirsten, aunque tenían la misma estatura. Ingeborg era pequeña, pero fuerte y ligera de pies. Sus ojos castaños solemnes y el gesto en su boca que revelaba que ya había oído y visto demasiado.

Parecía que había sido ayer cuando ella y su hermano menor, Axell, solían vagar por la costa recogiendo los secretos del mar: caparazones de caracol diminutos, frondas de algas brillantes, madera acanalada a la deriva, erizos de mar espinosos, guijarros tan lisos como gemas pulidas y plumas de pato suaves.

Había sido uno de esos veranos inusuales en el norte. La lluvia se mantenía a raya en las nubes mullidas y el sol de medianoche bendecía el pueblo. Axell e Ingeborg habían recorrido la tierra pantanosa, rica en pastos verdes, amarillos y marrones, con franjas de algodón de pantano blanco y brezos morados. A su derecha se extendía el mar liso y gris pálido contenido por lejanas montañas de color malva de una tierra en la que nunca habían estado. La noche clara estaba plagada de mosquitos y las bandadas de gaviotas corrían hacia los acantilados y los bombardeaban con sus chillidos estridentes.

Su hermano la condujo por el borde saliente de Skagodden hasta la pared rocosa repleta de aves marinas. Le estaba enseñando a escalar.

—Imagina que eres un gato —sugirió.

Ella se había visto a sí misma como un pequeño gato atigrado. Perdido el temor, se metió los extremos de la falda en la pechera para poder trepar con la misma facilidad que un niño y escaló las rocas sin problema.

—Somos cazadores, Ingeborg —exclamó Axell desde lo alto del acantilado mientras se inclinaba para ofrecerle la mano—. Los ojos han de estar siempre en la presa. Nunca mires hacia abajo.

Muchas veces, después de que Axell muriese, Ingeborg volvió al lugar. Las piedras nunca eran demasiado afiladas para sus pies descalzos ni temía resbalar en las rocas y caerse. Axell le había dicho que podía hacer cualquier cosa que quisiera, a pesar de ser solo una niña, a pesar de ser pobre.

La última vez que ella y su hermano escalaron el acantilado, habían robado los huevos de una gaviota.

—¿Ves el nido? —señaló Axell—. Es nuestra presa.

—Está muy alto —murmuró ella vacilante.

—Pero puedes hacerlo, Ingeborg. Eres mejor escaladora que yo. —Se escupió en las manos y se las frotó—. Tenemos que ser muy silenciosos, porque si la gaviota nos ve, atacará. —Le guiñó un ojo—. No querrás que una gaviota te saque un ojo, ¿verdad?

Habían subido por la pared del acantilado sin pensar que estaban a tal altura que, si caían, se estrellarían contra las rocas.

Axell la dejó robar los dos primeros huevos. Eran grandes, de un azul pálido y con motas castañas como las pecas de la nariz de su hermano. Ingeborg los deslizó dentro del pequeño saco colgado de su cuello para sumarlos al botín del día, compuesto de pólipos de algas y moluscos.

Fue Axell quien alertó a la gaviota de su presencia cuando extendió la mano para tomar un tercer huevo. Tuvo que sujetarse con brusquedad a un saliente de roca y provocó una lluvia de piedras y palos pequeños.

Asió el último huevo con rapidez y se lo metió en el bolsillo mientras bajaban el acantilado ante el furioso ataque de la gaviota. Ingeborg agachó la cabeza cuando las alas del ave golpearon un lado de su mejilla y sus chillidos dementes le taladraron los oídos. Se sentía mal por estar robando sus huevos y, sin embargo, robar era emocionante.

Aterrizaron en la playa fangosa mientras la gaviota seguía bajando en picado para atacarlos. Corrieron de la mano a través de estratos de roca, salpicados de blanco por los excrementos de pájaro, y entraron en una pequeña cueva.

Se acuclillaron sobre la piedra y se sonrieron. La gaviota había picoteado a su hermano en la cabeza y la sangre bajaba por el cabello pardo rojizo hasta su rostro pálido.

Ingeborg sacó uno de los huevos de su pequeña bolsa y lo sostuvo en la palma de la mano para admirar su delicadeza.

—¿La cría sigue dentro del huevo? —le preguntó a Axell.

—Tal vez sí, tal vez no —respondió él. Le arrebató el huevo y lo lanzó al aire.

—¡Ten cuidado!

Axell se rio y echó la cabeza hacia atrás con alegría.

Su hermano le había dicho que no sería pescador como su padre. Que algún día sería un comerciante, como el joven y apuesto Heinrich Brasche.

Se volvió hacia ella y dijo:

—Navegaré hacia el este y volveré cargado de especias, piedras preciosas y sedas. Tendré una mansión en Bergen. Y en mi casa habrá un armario lleno de caracolas, calaveras, frutos secos y huesos de los cuatro rincones del Nuevo Mundo. —Axell le tomó las manos—. Nos iremos de Ekkerøy, hermana, y jamás regresaremos.

La noche de verano en que habían robado los huevos, Ingeborg y Axell habían corrido a casa para presentar su botín a su madre.

—Qué niño tan listo eres —había comentado ella mientras acariciaba el cabello de su hijo, como si los hubiera recogido él solo.

—¡Ingeborg trepó más alto que yo! —le contó Axell. Pero su madre no pareció oírlo mientras contemplaba los grandes huevos que su hijo le había puesto en las manos.

—Nos daremos un festín con ellos.

Nunca nada había igualado el sabor de aquellos huevos de gaviota. La madre de Ingeborg rompió los huevos sobre la plancha y, con un trozo de mantequilla y una pizca de sal, los cocinó sobre el fuego. Parecían oro derretido. Había uno para cada uno: para ella y Axell, para su madre, su padre y Kirsten.

Cuando hubieron terminado de comer, Axell le dio las cáscaras a su pequeña hermana Kirsten, que colocó las mitades alrededor del borde de piedra del fogón.

Pero su madre le había ordenado que las rompiera y las tirara.

—Quiero quedármelas —protestó Kirsten.

—No, Kirsten, rómpelas. Las brujas utilizan las cáscaras para navegar por el mar —señaló su madre—. Provocan tormentas y hacen naufragar los barcos.

Kirsten se había vuelto hacia su padre con ojos suplicantes, pues él siempre intervenía cuando su madre se mostraba demasiado severa.

—Haz lo que dice tu madre, Kirsten —ordenó su padre con voz ronca.

Kirsten recogió las cáscaras y, con gesto ceñudo y los rizos rojos revueltos, salió de la casa con paso firme y las cáscaras en sus pequeñas manos.

El séptimo día de octubre de 1659, Axell salió a pescar por primera vez con su padre.

La madre de Ingeborg no estaba de acuerdo en absoluto.

—Es demasiado pequeño —advirtió a su padre—. Todavía no.

Pero todos sabían que los doce años era la edad en la que los pescadores se hacían a la mar, aunque estuvieran fuera durante semanas. Además, Axell quería ir con su padre.

—Estaré bien, madre —le aseguró—. No quiero quedarme en la casa con las mujeres.

Axell siempre había sido el preferido. Cuando los hombres partieron de pesca, la madre se volvió aún más irritable con Kirsten. Ingeborg se las arreglaba para evitar las bofetadas por su habilidad para las tareas domésticas, pero su hermana siempre se las arreglaba para fastidiar a su madre. No batía bien la mantequilla, no barría bien, o ¿por qué diantres le cantaba canciones tontas a la pequeña borrega?

A medida que el invierno se alargaba y su madre esperaba en los acantilados el regreso de los pescadores, su humor se ensombrecía. Las frías ventiscas del este azotaban con una sensación inminente de mal presagio.

Ingeborg nunca olvidaría el día en el que regresaron los pescadores; a su padre, de pie en la puerta abierta de la cabaña, con las palmas de las manos extendidas, diciéndole a su madre que habían perdido a su hijo.

—¡Solo tenía doce años! —gimió ella—. ¡Te dije que era demasiado pequeño, Iver! ¡Te rogué que no lo llevaras contigo!

Había sido terrible ver a su madre golpear con los puños el pecho de su esposo y a su padre quebrarse ante los ojos de Ingeborg. Había regresado del mar hecho una sombra. Un hombre que se retorcía las manos con culpa y era incapaz de decirles a su propia esposa y sus hijas cómo había perdido a Axell. Ni siquiera Kirsten era capaz de arrancar una sonrisa a su rostro demacrado, ni cuando se sentaba en su regazo, con la melena pelirroja y rizada bajo la barbilla de su padre y los ojos azules llenos de preguntas. ¿Adónde había quedado la risa?

Con Axell, pensaba Ingeborg. En el fondo del mar.

Cuando su padre no regresó de la temporada de pesca en la primavera de 1661, Ingeborg supo, en el fondo de su corazón, que bien podría haberse entregado él mismo al océano, pues su pena era una carga demasiado pesada para soportar. Con la boca abierta, tal vez bebía ahora la redención salada. ¿Cómo hubiera podido volver otra vez sin su hijo? Era más fácil dejar que el mar se llevara su culpa que enfrentarse a la destrucción de su esposa. Nunca había querido volver.

Cuando pensaba en su padre, solo en medio de los bravíos mares del norte, tomando la decisión de no volver nunca más a casa, el corazón de Ingeborg se estrujaba de pena. Pero también estaba enfadada. Su padre sabía lo capaz que era ella. Había abandonado a Ingeborg para que cuidara de su madre y su hermana.

No era justo.

Había pasado un mes desde que su padre no había regresado con los demás pescadores. Con el estómago vacío, Ingeborg y su madre habían pasado el ventoso día de mayo buscando comida en la playa salvaje. Después de muchas horas de arduo trabajo, habían vuelto a la casa cargadas con montones de algas que hervirían como alimento para ellas y las ovejas.

Cuando abrieron la puerta de la cabaña, allí estaba Kirsten, arrodillada junto al fuego, sacando brillo a las cáscaras de huevos de gaviota con una sonrisita en el rostro. Nunca se la había visto tan feliz desde que había perdido a su padre.

Su madre no se movió, pero Ingeborg percibió cómo la ira crecía en su interior.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó su madre dejando caer las algas al suelo.

Kirsten se puso blanca cuando levantó la vista y las vio.

—Las guardé —susurró—. Son tan bonitas, mamá.

Su madre se acercó a las cáscaras y las rompió con sus viejas botas de piel de reno. Kirsten se estremeció. Luego su madre tomó a Kirsten del cuello, la levantó y le dio una fuerte bofetada.

—¡Madre! —exclamó Ingeborg, alarmada.

Pero toda la rabia contenida de su madre se convirtió en furia contra su hija menor.

—¡Mataste a tu propio hermano! —le gritó a Kirsten—. ¡Te dije que rompieras las cáscaras de huevo y mira lo que ha pasado! Las brujas provocaron una tormenta y tu hermano se ahogó. ¡Mataste a Axell y también a tu padre!

Las lágrimas y los mocos se deslizaban por el rostro de Kirsten.

—Lo siento, mamá, por favor...

—¡Niña malvada!

Ingeborg tiró de los brazos de su madre para que soltara a Kirsten.

—No tuvo intención de causar ningún daño. ¡Por favor, madre!

—Claro que sí, la muy bruja —chilló su madre volviéndose hacia Ingeborg con los ojos encendidos por el dolor y la amargura.

—Es tu hija, madre. ¡Basta!

Su madre miró a Ingeborg como si la viera por primera vez. Soltó a Kirsten, hundió el rostro entre las manos y salió corriendo de la casa.

Ingeborg estrechó a su pequeña hermana entre los brazos, pero Kirsten estaba inconsolable.

—¿Tiene razón mamá? ¿Soy malvada? —susurró a su hermana mayor.

—Por supuesto que no —la tranquilizó Ingeborg mientras le limpiaba la cara con la manga—. Es solo que echa mucho de menos a Axell y a papá.

—Yo también —murmuró Kirsten.

—Lo sé —respondió Ingeborg acariciándole el cabello.

Kirsten se agachó e intentó recoger las cáscaras rotas. Pero la mayoría estaban convertidas en polvo.

—Me las dio Axell. Me dijo que las guardara —sollozó mientras intentaba encontrar trozos de las delicadas cáscaras.

Ingeborg alcanzó la escoba.

—Tenemos que barrerlas antes de que vuelva.

Pero Kirsten siguió recogiendo los fragmentos:—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…

¿Cuántos números hicieron falta para que Axell se ahogara? ¿Cuánto tardó el mar en llenar su vientre y arrastrarlo a dormir para siempre sobre su lecho turbio?

¿Cuánto tardó su padre?

Barrieron la cabaña e hirvieron las algas para ellas y las ovejas. Pero su madre no regresó durante horas.

Cuando lo hizo, estaba un poco diferente.

A partir de entonces, Ingeborg nunca más la vio sollozar por su hijo ni por su esposo; nunca más tocó ni le dirigió una palabra amable a su hija Kirsten. Hablaba con Ingeborg como si fuera su hermana, no su hija.

La frialdad de su madre carcomía a Ingeborg. Pero nadie había querido tanto a un hijo como su madre había adorado a Axell. Al desaparecer su hijo, una parte de ella se había ahogado con él.

Ese fue el cambio. Su madre siempre había sido hermosa, pero el calor de sus ojos azules como el verano se había convertido en hielo y ya ni siquiera hablaba de la misma manera. Era como si ya no le importara lo que les sucediera. Si tenían suficiente para comer o no. Ahora todo dependía de Ingeborg.

¿Adónde había ido su madre la noche que rompió las cáscaras de huevo? Ingeborg había pasado muchas horas despierta, esperando a que volviera, y la larga luz del día de mayo se había extendido más y más, con los pájaros que gritaban fuera y el viento que susurraba: Peligro, peligro. La mente de Ingeborg no había tenido descanso.

¿Con quién podría haberse encontrado una joven viuda corriendo sola por los pantanos?

Capítulo 3

Anna

Qué bajo me has hecho caer, mi rey. Hiciste que me llevaran a través de la vasta tundra cubierta de nieve en un trineo burdo y astillado como leña para el fuego, con todo el cuerpo dolorido por la incomodidad. Hiciste que me metieran en una pequeña embarcación y me llevaran a remo por el estrecho de Varanger hacia la isla de Vardø; las gotas de agua helada escocían mis mejillas cada vez que se alzaban los remos en medio de una noche más negra que la tinta.

No se veía nada sobre la superficie del agua. La luna llena se ocultaba entre nubes densas, pero mis sentidos estaban agudizados. Saber que los dominios del diablo estaban cerca me producía escalofríos. Muchos años atrás, me habías enseñado una imagen de una montaña llamada Domen en el cuaderno de viaje de un explorador francés que tenías en tu biblioteca. ¿Quién iba a pensar que ahora estaría tan cerca de ella? Nunca he olvidado la imagen de la montaña Domen con su joroba baja y su vientre abierto lleno de cuevas que llevaban al infierno.

Estoy en el rincón más alejado de tu reino, en una región que nunca tuviste el valor de explorar y, sin embargo, me enviaste aquí.

El despiadado alguacil Lockhert me había encadenado como si fuera una vulgar ladrona. Sabes que eso dista mucho de ser mi delito. A decir verdad, en mis cuarenta y siete años sobre esta tierra, nunca he conocido un hombre tan repelente. El hedor de sus pieles de foca era como una nube de agua estancada y salada por el mar, y su aliento olía a pescado rancio, de modo que cada vez que me hablaba, me provocaba náuseas y me forzaba a llevarme el pañuelo a la nariz para inhalar la ya débil esencia de lavanda con la que lo había rociado unas semanas antes.

La escena del último día en mi casa todavía estaba fresca en mi memoria. Estaba preparando mi botiquín mientras mi esposo emitía sonidos de desaprobación a mis espaldas.

—¿No puedes dejarlo así, Anna? —me dijo—. ¿Por qué tienes que ir a Copenhague para hacer una petición al rey?

Tomé una pequeña pila de pañuelos blancos ribeteados con encaje y, después de localizar el aceite de lavanda, lo rocié sobre el lino como si fuera agua bendita, como si estuviera consagrando mi tarea. Me había sentido llena de rectitud, consumida por ella.

—¿Por qué habría de escucharte el rey esta vez, Anna? —preguntó Ambrosius—. Te ha dicho que lo olvides.

—¿Cómo no voy a hablar con él, Ambrosius? —Me di la vuelta, frustrada por la falta de pasión de mi esposo—. La corrupción es generalizada en esta ciudad y es nuestro deber proteger a nuestro rey de los manejos traicioneros de Statholder Trolle y sus hombres.

—Por favor, Anna, deja que hablen otros —le pidió Ambrosius—. Nuestra situación es precaria.

Mi esposo tenía miedo, lo que me resultaba difícil de tolerar. Había visto la carta que le había enviado Statholder Trolle ordenándole que me silenciara o habría consecuencias.

No soy ninguna tonta, y confiaba en la naturaleza especial de nuestro vínculo.

—El rey me escuchará por el bien del pueblo —le insistí.

A diferencia de Ambrosius, no pretendo ser capaz de predecir el futuro. Sin embargo, tal vez él había visto el mío, ya que tenía el semblante serio y la tez cérea, como si la sangre del valor se hubiera escurrido de él.

—No te corresponde a ti, como mi esposa, emprender semejante tarea —intentó convencerme.

—Entonces deberías ir tú, esposo mío —lo desafié, pero él bajó los ojos hacia las baldosas blancas y negras de nuestro dormitorio.

—No puedo —murmuró—. Tengo responsabilidades que cumplir en Bergen.

Como bien sabrás, mi esposo, el doctor Ambrosius Rhodius, es una persona muy prestigiosa. Además de académico y teólogo, es médico y maestro de la Escuela de Latín en Bergen. Pero ¿sabías que todos sus títulos habían sido adquiridos gracias a mi industria, mi conocimiento y mis habilidades?

Seguramente lo habrás deducido, mi rey. Y, sin embargo, todos los que conocían al doctor Ambrosius Rhodius me consideraban un fracaso, una esposa sin descendencia. Y para entonces, ya era demasiado tarde, pues mis menstruaciones eran poco fiables y el ciclo lunar, una mera burla.

No quería hacerme un ovillo y marchitarme como había visto hacer a mi madre y a otras mujeres de mi edad. No deseaba convertirme en una esposa invisible como una mota de polvo sobre el hombro de su esposo que él querría apartar de un manotazo. Un hombre cuyo prestigio crecería con la edad, la importancia y los elogios, mientras su esposa iría empequeñeciéndose y reduciéndose a vivir a través de sus hijos, de sus nietos, para terminar convirtiéndose en un fantasma en su propio hogar, testigo silenciosa de los amoríos mal disimulados de su esposo y las consecuencias de sus aventuras egoístas.

La última vez que me había pasado esto había sido casi insoportable. Ambrosius ni siquiera se había molestado en explicar el dinero que faltaba de la casa y que le estaba enviando a una prostituta.

Así que yo no iba a desaparecer sin dejar rastro en este mundo; oh, no, tenía que hacer oír mi voz. Este impulso era una obsesión interna que iba más allá de toda razón, pero creía que, de todos, tú me entendías.

Mi esposo me siguió escaleras abajo a la biblioteca. Saqué mi preciada Biblia y la traducción del Nuevo Testamento de Christian Pedersen para cuando me cansara del latín.

Nunca visitaste mi casa en Bergen, pero si lo hubieras hecho, habrías visto lo espléndida que era. Tenía pasillos de madera lustrada, ventanas enrejadas con herrajes delicados, alfombras de Oriente, candelabros de plata y chimeneas encendidas en todas las habitaciones para acoger a cualquier visitante imprevisto. Mi despensa rebosaba de los mejores manjares: quesos cremosos y tarros de deliciosas jaleas, tartas y pasteles, trozos de panal de miel rezumantes, bolsas de almendras garrapiñadas y cestas de huevos morenos. En el estante del medio había hileras de limones amarillos, mi delicia diaria junto con un poco de azúcar adquirido a comerciantes holandeses de la lejana isla de Barbados. La mayoría de los días rompía, molía y espolvoreaba un poquito del azúcar sobre las jugosas entrañas de un limón. ¡Con que alegría agridulce disfrutaba de chupar el limón azucarado! ¡Una delicia tan sencilla!

Créeme, mi rey, habrías recibido una gran bienvenida en mi casa, pues te habría preparado un festín tan suntuoso como nunca se había visto en Bergen.

Nuestra biblioteca era la más grande de Noruega. ¡Poseíamos cuatrocientos cincuenta libros! El invierno anterior los había contado y había anotado cada título en un gran libro de contabilidad sobre el escritorio de mi esposo.

Siempre me había sentido segura en una biblioteca, como si los libros estuvieran allí para protegerme, como una fortaleza de palabras, pensamientos y aprendizaje.

¿Recuerdas cuando me encontraste escondida entre las estanterías de libros de la biblioteca de palacio? Yo, la hija del médico, me había escabullido en una de las visitas de mi padre a tu padre enfermo. Buscaba algún tratado de medicina, ávida de conocimientos como aprendiz de mi padre.

Estaba tan absorta en mi lectura que ni siquiera oí tus pisadas hasta que te detuviste junto a mí. Me sorprendí tanto que dejé caer el libro, y la expresión de tu rostro era también de consternación. ¡Te sorprendió tanto encontrar a una niña en la biblioteca! ¿Qué edad teníamos entonces? Creo que tú eras un joven de diecinueve años y yo una chiquilla torpe de trece. ¿Recuerdas las palabras que cruzamos?

—¿Y tú quién eres? —me preguntaste.

Yo sabía quién eras : el príncipe Federico, segundo hijo de nuestro rey. En aquella época, no se esperaba que sucedieras a tu padre, por lo que podías pasear por palacio sin una cohorte de cortesanos y sirvientes. Recuerdo que llevabas un jubón del color de la medianoche, ribeteado de plata, y que tu cabello oscuro era abundante y con rizos. Tenías pestañas negras y largas para un hombre, pero perfectas para un príncipe, y un aro de oro en la oreja. Eras la viva imagen de cómo yo imaginaba ser un príncipe.

—Te he preguntado quién eres —repetiste con firmeza, observándome—. Estás demasiado bien vestida para ser una criada. Además, las criadas no saben leer latín. —Señalaste con la cabeza el libro que yo había

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