Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Una habitación propia
Una habitación propia
Una habitación propia
Libro electrónico155 páginas3 horas

Una habitación propia

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una habitación propia se estableció desde su publicación como uno de los libros fundamentales del feminismo. Basado en dos conferencias pronunciadas por Virginia Woolf en colleges para mujeres y ampliado luego por la autora, el texto es un testamento visionario, donde tópicos característicos del feminismo por casi un siglo (las conferen

IdiomaEspañol
EditorialRosetta Edu
Fecha de lanzamiento23 nov 2021
ISBN9781915088840
Autor

Virginia Woolf

VIRGINIA WOOLF (1882–1941) was one of the major literary figures of the twentieth century. An admired literary critic, she authored many essays, letters, journals, and short stories in addition to her groundbreaking novels, including Mrs. Dalloway, To The Lighthouse, and Orlando.

Relacionado con Una habitación propia

Libros electrónicos relacionados

Política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Una habitación propia

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Una habitación propia - Virginia Woolf

    UNA HABITACION PROPIA*¹

    UNO

    Pero, ustedes dirán, le pedimos que hablara sobre las mujeres y la ficción… ¿qué tiene eso que ver con una habitación propia? Intentaré explicarlo. Cuando me pidieron que hablara sobre las mujeres y la ficción, me senté a la orilla de un río y me pregunté qué significaban esas palabras. Podrían significar simplemente unos cuantos comentarios sobre Fanny Burney; unos cuantos más sobre Jane Austen; un homenaje a las Brontë y un esbozo de Haworth Parsonage bajo la nieve; algunas ocurrencias, si fuera posible, sobre la señorita Mitford; una alusión respetuosa a George Eliot; una referencia a la señora Gaskell y ya estaría. Pero en una segunda consideración las palabras no parecían tan simples. El título «Las mujeres y la ficción» podría significar, y es posible que ustedes hayan querido que signifique, las mujeres y cómo son ellas, o podría significar las mujeres y la ficción que escriben; o podría significar las mujeres y la ficción que se escribe sobre ellas, o podría significar que, de alguna manera, las tres cosas están inextricablemente mezcladas y que ustedes quieren que las considere bajo esa luz. Pero cuando empecé a considerar el tema de esta última manera, que parecía la más interesante, pronto vi que tenía un inconveniente fatal. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir lo que es, según tengo entendido, el primer deber de un conferenciante: entregarle a ustedes, después de una hora de discurso, una pepita de pura verdad para que la envuelvan entre las páginas de sus cuadernos y la guarden en la repisa de la chimenea para siempre. Todo lo que puedo hacer es ofrecerles una opinión sobre un punto menor: una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir ficción; y eso, como verán, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la ficción. He eludido el deber de llegar a una conclusión sobre estas dos cuestiones: las mujeres y la ficción siguen siendo, en lo que a mí respecta, problemas sin resolver. Pero para enmendar un poco la situación, voy a hacer lo posible por mostrarles cómo he llegado a esta opinión sobre la habitación y el dinero. Voy a desarrollar en su presencia, tan completa y libremente como pueda, la línea de pensamiento que me llevó a pensar esto. Tal vez si pongo al descubierto las ideas, los prejuicios, que se esconden detrás de esta afirmación, descubrirán que tienen alguna relación con las mujeres y con la ficción. En cualquier caso, cuando un tema es muy controvertido —y cualquier cuestión acerca del sexo lo es— no se puede esperar decir la verdad. Sólo se puede mostrar cómo se ha llegado a tener la opinión que se tiene. Sólo se puede dar al público la oportunidad de sacar sus propias conclusiones al observar las limitaciones, los prejuicios y la idiosincrasia del orador. En este caso, es probable que la ficción contenga más verdad que los hechos. Por lo tanto, me propongo, haciendo uso de todas las libertades y licencias de una novelista, contarles la historia de los dos días que precedieron a mi venida aquí: cómo, doblegada por el peso del tema que ustedes han puesto sobre mis hombros, reflexioné sobre él y lo puse en funcionamiento dentro y fuera de mi vida cotidiana. No necesito decir que lo que voy a describir no tiene existencia; Oxbridge es una invención; también lo es Fernham; «yo» es sólo un término conveniente para alguien que no tiene un ser real. Las mentiras saldrán de mis labios, pero tal vez haya algo de verdad mezclada con ellas; son ustedes quienes deben buscar esa verdad y decidir si vale la pena conservar alguna parte de ella. Si no es así, por supuesto, ustedes tirarán todo a la papelera y se olvidarán de ello.

    Aquí estaba yo (llámenme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael o por el nombre que quieran, no tiene ninguna importancia) sentada a orillas de un río, hace una o dos semanas, con el buen tiempo de octubre, perdida en mis pensamientos. Ese collar que me han colgado, las mujeres y la ficción, la necesidad de llegar a alguna conclusión sobre un tema que levanta todo tipo de prejuicios y pasiones, inclinaba mi cabeza hacia el suelo. Por un lado y por el otro, los arbustos de algún tipo, dorados y carmesí, brillaban en sus colores, incluso parecían quemados con el calor del fuego. En la otra orilla los sauces lloraban en perpetuo lamento, con sus cabellos sobre los hombros. El río reflejaba lo que quería del cielo y del puente y del árbol en llamas, y cuando el estudiante había remado su barca a través de los reflejos, estos reflejos se cerraban de nuevo, completamente, como si él nunca hubiera estado allí. Uno podría haber estado sentado todo el tiempo perdido en sus pensamientos. El pensamiento —para llamarlo con un nombre más orgulloso de lo que merece— había hundido su caña en la corriente. Se balanceaba, minuto tras minuto, de un lado a otro entre los reflejos y la maleza, dejando que el agua lo levantara y lo hundiera hasta que… ¿conocen el pequeño tirón… la repentina aglomeración de una idea en el extremo de la línea: y luego el cauteloso arrastre de la misma, y luego tender la presa cuidadosamente? Ay, puesto sobre la hierba, qué pequeño, qué insignificante parecía este pensamiento mío; el tipo de pez que un buen pescador devuelve al agua para que engorde y sea un día digno de ser cocinado y comido. No les molestaré ahora con ese pensamiento, aunque si se fijan bien podrán encontrarlo por sí mismas en el curso de lo que voy a decir.

    Pero, por pequeño que fuera, tenía, sin embargo, la misteriosa propiedad que caracteriza a su clase: al volver a la mente, se volvía a la vez muy excitante e importante; y mientras se lanzaba y se hundía, y relampagueaba de un lado a otro, se producía tal flujo y tumulto de ideas que me era imposible quedarme quieta. Fue así como me encontré caminando con extrema rapidez por una parcela de hierba. Al instante, la figura de un hombre se levantó para interceptarme. Al principio no comprendí que los gestos de un objeto de aspecto curioso, con un chaqué y camisa de etiqueta, iban dirigidos a mí. Su rostro expresaba horror e indignación. El instinto, más que la razón, acudió en mi ayuda: él era un bedel; yo, una mujer. Este era el césped; allí estaba el camino. Aquí sólo se permite a los Fellows y Scholars; la grava es el lugar para mí. Tales pensamientos me vinieron rápidamente. Cuando recuperé el camino, los brazos del mayordomo cayeron, su rostro adoptó su habitual reposo, y aunque el césped es mejor para caminar que la grava, no había pasado nada. La única acusación que podía presentar contra los Fellows y Scholars de cualquier colegio que fuera era que, en su afán por proteger su césped, que ha sido apisonado durante trescientos años seguidos, habían hecho esconderse a mi pececito.

    Ahora no puedo recordar qué idea me había llevado a invadir tan audazmente el terreno. El espíritu de paz descendió como una nube del cielo, porque si el espíritu de paz habita en algún lugar, es en los patios y cuadriláteros de Oxbridge en una hermosa mañana de octubre. Paseando por esos colegios, pasando por esos antiguos salones, las asperezas del presente parecían suavizadas; el cuerpo parecía contenido en una milagrosa vitrina a través de la cual ningún sonido podía penetrar, y la mente, liberada de cualquier contacto con los hechos (a menos que uno se adentrara de nuevo en el césped), tenía la libertad de instalarse en cualquier meditación que estuviera en armonía con el momento. Por casualidad, algún recuerdo perdido de algún viejo ensayo sobre la vuelta a Oxbridge tras las largas vacaciones me trajo a la mente a Charles Lamb —«San Charles», dijo Thackeray, poniéndose una carta de Lamb en la frente. De hecho, de todos los muertos (les cuento mis pensamientos tal y como me vinieron a la mente), Lamb es uno de los más simpáticos; alguien a quién me hubiera gustado decirle: «¿Dígame, entonces, cómo escribió sus ensayos?». Porque sus ensayos son superiores incluso a los de Max Beerbohm, pensé, con toda su perfección, por ese destello salvaje de la imaginación, esa grieta fulgurante de genio en medio de ellos que los convierte en defectuosos e imperfectos, pero marcados por la poesía. Lamb llegó a Oxbridge hace quizás cien años. Ciertamente escribió un ensayo —el nombre se me escapa— sobre el manuscrito de uno de los poemas de Milton que vio aquí. Era Licidas quizás, y Lamb escribió cómo le impactó pensar que era imposible que cualquier palabra en Licidas pudiera haber sido diferente. Pensar que Milton cambiara las palabras de ese poema le parecía una especie de sacrilegio. Esto me llevó a recordar lo que podía de Licidas y a entretenerme en adivinar qué palabra podría haber sido la que Milton hubiera alterado, y por qué. Entonces se me ocurrió que el propio manuscrito que Lamb había mirado estaba a sólo unos cientos de metros, de modo que uno podía seguir los pasos de Lamb a través del cuadrilátero hasta esa famosa biblioteca donde se guarda el tesoro. Además, recordé, mientras ponía en práctica este plan, es en esta famosa biblioteca donde también se conserva el manuscrito de Esmond de Thackeray. Los críticos suelen decir que Esmond es la novela más perfecta de Thackeray. Pero la afectación del estilo, con su imitación del siglo XVIII, lo entorpece, por lo que puedo recordar; a menos que, en efecto, el estilo del siglo XVIII fuera natural a Thackeray —hecho que uno podría probar mirando el manuscrito y viendo si las alteraciones beneficiaron el estilo o el sentido. Pero entonces habría que decidir qué es estilo y qué es sentido, una cuestión que… pero aquí estaba ya en la puerta que lleva a la propia biblioteca. Debí abrirla, porque al instante apareció, como un ángel de la guarda que me cerraba el paso con un aleteo de bata negra en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, plateado y amable, que lamentó comunicarme, en voz baja, mientras me hacía señas que retrocediera, que las damas sólo pueden entrar si van acompañadas de un Fellow del College o si tienen una carta de presentación.

    Que una biblioteca famosa haya sido maldecida por una mujer es un asunto de completa indiferencia para una biblioteca famosa. Venerable y tranquila, con todos sus tesoros a salvo en su seno, duerme complaciente y, por lo que a mí respecta, dormirá así para siempre. Nunca despertaré esos ecos, nunca volveré a pedir esa hospitalidad, me prometí mientras bajaba los escalones con rabia. Todavía faltaba una hora para el almuerzo, y ¿qué podía hacer uno? ¿Pasear por los prados? ¿Sentarse junto al río? Ciertamente era una hermosa mañana de otoño; las hojas revoloteaban rojas en el suelo; no había gran dificultad en hacer cualquiera de las dos cosas. Pero el sonido de la música llegó a mis oídos. Algún servicio o celebración se estaba llevando a cabo. El órgano se quejó magníficamente cuando pasé por la puerta de la capilla. Incluso el dolor del cristianismo sonaba en aquel aire sereno más como el recuerdo de un dolor que como el dolor mismo; incluso los gemidos del antiguo órgano parecían bañados de paz. No tenía ningún deseo de entrar aunque tuviera derecho, y esta vez el sacristán podría haberme detenido, exigiendo quizás mi certificado de bautismo, o una carta de presentación del decano. Pero el exterior de estos magníficos edificios suele ser tan hermoso como el interior. Además, era

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1