Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La experiencia de leer
La experiencia de leer
La experiencia de leer
Libro electrónico145 páginas2 horas

La experiencia de leer

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Desde su publicación en 1961 este pequeño estudio sobre La experiencia de leer no ha dejado de ser reeditado al punto de convertirse en un clásico. En el propone
C. S. Lewis un «experimento» que procede al revés de lo que es habitual en la crítica literaria: «juzgar la literatura a partir de cómo es leída», no de una clasificación entre «buenos» y «malos» libros, sino entre «buenos» y «malos» lectores. Los hábitos de lectura y los prejuicios asociados a ellos, las distintas maneras de leer y las distintas satisfacciones —ciertas o ilusorias, desinteresadas o egoístas— que cada cual obtiene de la experiencia, son sometidas a un análisis entusiasta y heterodoxo, que consigue exponer con humor, amenidad y brillantez, sin el oscurantismo terminológico, la idea primordial de que «cualquiera que sea el valor de la literatura, éste sólo se verifica cuando hay buenos lectores que la leen». El lector al que todo le parece «lento», el que busca «verdades» sobre la vida, o el que lee tan sólo para darse un baño de prestigio son algunos de los modelos a los que pasa revista este ensayo, imprescindible para todo aquel que ame los libros y aún hoy novedoso y singular.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2023
ISBN9788490659472
La experiencia de leer
Autor

C. S. Lewis

C. S. Lewis (Belfast, 1898-The Kilns, 1963) fue profesor de Literatura en el Magdalen College de Oxford de 1925 a 1954, y desde ese año hasta su muerte en la Universidad de Cambridge. Convertido al catolicismo en 1931, una parte importante de su obra la forman ensayos religiosos como "El problema del dolor" (1940) o "Cartas del diablo a su sobrino"(1942), algunos de ellos autobiográficos como "Cautivado por la alegría" (1955), sobre su conversión, o la célebre "Una pena en observación" (1961), sobre la muerte de su mujer. Es también importante como autor de literatura fantástica, y así lo acreditan las tres novelas de la "Trilogía de Ransom" (1936-45), las siete de las "Crónicas de Narnia" (1950-56) y la recreación del mito de Eros y Psique "Mientras no tengamos rostro" (1955). Su obra como erudito y crítico literario arranca con un innovador estudio sobre la tradición medieval, "The Alegory of Love" (1936), y se cierra con "La experiencia de leer" (1961), obras ambas que enseguida se convirtieron en clásicos.

Relacionado con La experiencia de leer

Libros electrónicos relacionados

Diseño para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La experiencia de leer

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La experiencia de leer - Amado Diéguez

    1. La mayoría y la minoría

    En este ensayo propongo un experimento. Normalmente y por tradición, la crítica literaria se dedica a juzgar libros. Su opinión sobre la forma o las formas en que los lectores leen un libro en particular no es más que un corolario de su juicio de ese libro. Así pues y casi por definición, tener mal gusto sería lo mismo que gustar de la mala literatura. Lo que aquí me interesa es ver lo que ocurre si invertimos el proceso. Que la división entre lectores o formas de leer sea nuestro punto de partida y la distinción entre libros el corolario. Tratemos de descubrir en qué medida es plausible definir un buen libro porque se lee de determinada manera y un mal libro porque se lee de otra muy distinta.

    Merece la pena intentarlo, creo, porque me parece que el procedimiento normal conduce casi siempre a una conclusión errónea. Si decimos que a A le gustan las revistas femeninas y a B le gusta Dante, da la impresión de que «gustar» significa lo mismo en ambos casos, de que alude a una misma actividad por mucho que se concrete en objetos tan diferentes. Sin embargo, la observación me lleva a concluir que no es verdad.

    Las primeras respuestas a la buena literatura algunos empezamos a darlas ya en el colegio. Otros, la mayoría, en el colegio leían The Captain y en casa novelas de corta vigencia que sacaban de las bibliotecas de pago.¹ Pero ya entonces era evidente que a dicha mayoría no le «gustaba» su diaria ración de alimento de la misma manera en que a nosotros nos «gustaba» la nuestra. Y hoy sucede lo mismo. Las diferencias saltan a la vista.

    En primer lugar, la mayoría nunca lee nada dos veces. La señal inequívoca de una persona llamémosla «iletrada» es que cree que un «Ya lo he leído» es un argumento concluyente para no releer. Todos hemos visto en alguna biblioteca mujeres con un recuerdo tan vago de una novela que tenían que pasarse media hora hojeándola para estar seguras de que sí la habían leído. Y, en cuanto lo estaban, la devolvían a su estante de inmediato. Para ellas, esa novela estaba tan muerta y agotada como un fósforo quemado, un viejo billete de tren o un periódico de ayer; estaba usada, ya le habían extraído todo el jugo. A lo largo de la vida, en cambio, los aficionados a las grandes obras las pueden leer diez, veinte y hasta treinta veces.

    En segundo lugar, aunque existan algunos lectores asiduos, la mayoría no concede gran valor a la lectura. La considera más bien un último recurso. La abandona alegremente tan pronto como surge un pasatiempo alternativo. La reserva para viajes en tren, convalecencias, raros momentos de soledad forzosa; o para ese trámite que algunos describen así: «Yo leo antes de quedarme dormido». Unas veces la lectura se entrevera con una desganada conversación, otras, con algún programa de radio. La gente «letrada», por el contrario, anda siempre en busca de un momento de silencio y sosiego para leer y poder hacerlo prestando toda su atención. Cuando se le priva aunque no sea más que por unos pocos días de esos momentos de lectura atenta y sin interrupciones, se siente un poco o quizá mucho más pobre.

    En tercer lugar, la primera lectura de una obra es con frecuencia para quien gusta de la literatura una experiencia tan intensa que solo las relacionadas con el amor, la religión o la pérdida se le pueden comparar. Transforma por completo la conciencia, uno se convierte en alguien que antes no era. Los lectores del otro tipo, sin embargo, no dan señales de que les suceda nada parecido. Cuando terminan el cuento o la novela que tienen entre manos da la impresión de que no les ha pasado gran cosa, o quizá no les haya pasado nada en absoluto.

    Por último y como consecuencia natural de su diferente actitud al leer, las personas «literarias» tienen constantemente presente lo que han leído y les deja una huella indeleble, cosa que no sucede con las otras personas. Las primeras repiten en silencio frases y párrafos favoritos cuando están solas. Las escenas y los personajes de los libros las abastecen de una especie de iconografía que aprovechan para interpretar o recapitular su propia experiencia vital. Comentan entre ellas sus lecturas a menudo y durante horas. Las segundas rara vez piensan en sus lecturas o hablan de ellas.

    Está bastante claro que, si pudiera expresar cabalmente lo que piensa prescindiendo de apasionamientos, la mayoría nos acusaría sobre todo no de que nos gustan los libros equivocados, sino de hacer demasiados aspavientos por un simple libro. Para nosotros es ingrediente principal de nuestra salud y bienestar una cosa que para ellos es como mucho marginal. Por esta razón decir que, simplemente, a la mayoría le gusta una cosa y a nosotros otra es pasar por alto el meollo de la cuestión. Si «gustar» es el término correcto para lo que ellos hacen con los libros, para lo que nosotros hacemos hay que buscar otro distinto. O, a la inversa, si a nosotros nos «gustan» los libros que nos gustan, no es posible decir que a ellos les «guste» ningún libro. Si la minoría tenemos «buen gusto», habrá que convenir que no existe eso que llamamos «mal gusto»; porque las inclinaciones de la mayoría por los libros que lee son una cosa muy distinta que en realidad no habría que relacionar en modo alguno con el gusto.

    Aunque voy a tratar aquí casi exclusivamente de literatura, es necesario advertir de que, con respecto a las demás artes y a la belleza natural, también resulta relevante la misma diferencia de actitud. Son muchos los que disfrutan de la música popular de una forma que es compatible con tararear la melodía, llevar el ritmo con el pie, charlar o comer. Y, cuando una canción popular ha pasado de moda, la olvidan. Las personas que disfrutan con Bach responden a su música de otra manera. Hay personas que compran un cuadro porque las paredes «están muy vacías» y cuando lleva colgado una semana se ha vuelto para ellas prácticamente invisible. Pero hay algunas personas, pocas, que se nutren de un gran cuadro durante años. En cuanto a la naturaleza, a la mayoría le «gusta una bonita vista como al que más». No dice una sola palabra negativa de ella, pero que el paisaje fuera un factor relevante a la hora de, por ejemplo, elegir un lugar de vacaciones –a la altura de otras consideraciones como la calidad del hotel, la cercanía al campo de golf o si hará buen tiempo– se les antojaría afectación. Hablar de él «sin parar», como Wordsworth, ya sería de majaderos.

    2. Identidades falsas

    Desde un punto de vista lógico es un «accidente» que existan muchos lectores de un tipo y pocos de otro, porque lo que define a unos y a otros no guarda ninguna relación con las cifras. Lo importante es que los unos no leen de la misma manera que los otros. La simple observación basta para definir a ambos grupos, aunque sin grandes precisiones. Pero procuremos ir un poco más allá. El primer paso consiste en prescindir de algunas descripciones precipitadas sobre lo que puedan ser o sean la «mayoría» y la «minoría» que aquí nos ocupan.

    Algunos críticos se refieren a quienes constituyen la «mayoría» de los lectores como si equivaliera a la mayoría en todos los sentidos, de hecho, al vulgo. Los califican de iletrados, de bárbaros; los acusan de reacciones «burdas», «ordinarias» y «vulgares» que, sugieren, no pueden por menos de corresponderse con su torpeza e insensibilidad en todos los órdenes de la vida; los tienen por un peligro permanente para la civilización. Parece a veces que leer narrativa «popular» fuera una infamia moral. A mí no me parece que esto se deduzca de la experiencia. Creo que en esa «mayoría» hay ciertas personas iguales o superiores a algunos miembros de la minoría en salud mental, virtud moral, prudencia práctica, buenos modales y capacidad de adaptación. Y todos los aficionados a la literatura somos conscientes de que entre nosotros no es pequeño el porcentaje de ignorantes y canallas, de personas mezquinas, retorcidas y violentas. Del precipitado y grosero apartheid que practican quienes ignoran este hecho es mejor olvidarse.

    Aunque la idea no tuviera más defectos, resultaría demasiado esquemática. Existen dos tipos de lectores, pero no están separados por barreras inamovibles. Personas que una vez pertenecieron a la mayoría se convierten y se unen a la minoría. Otras desertan de la minoría para sumarse a la mayoría, como tantas veces y tan tristemente descubrimos al encontrarnos con un antiguo compañero de colegio. Los hay que se sitúan al nivel «popular» en un arte cuando quizá para otro tienen una profunda sensibilidad: las preferencias poéticas de algunos músicos, por ejemplo, son deplorables. Y muchos cuyo aprecio de las artes es más bien banal son gente de gran inteligencia, cultura y sutileza.

    Esta última circunstancia no puede sorprendernos, porque sus conocimientos o sensibilidad son de un cariz muy distinto a los nuestros y la sutileza de un filósofo o de un físico no tiene nada que ver con la de un aficionado a la literatura. Lo que sí resulta sorprendente, e inquietante, es que personas de quienes en virtud de su oficio cabe esperar una sensibilidad profunda y permanente a la literatura pueden no tenerla en absoluto. Hay meros profesionales. Tal vez tuvieron alguna vez la necesaria sensibilidad, pero al cabo de los años tanto picar piedra ha hecho definitivamente mella. Pienso en los infortunados especialistas de las universidades extranjeras que no pueden conservar su empleo a menos que cada poco tiempo publiquen artículos que deben decir, o aparentar decir, algo nuevo sobre una obra determinada; o en los lectores de las editoriales, tan sobrecargados de trabajo que, siempre a toda prisa, leen novela tras novela como si fueran niños haciendo los deberes. Para estas personas, leer se ha convertido con frecuencia en un simple trabajo. Los textos que tienen delante no existen como tales, sino como mera materia prima, son granos de arcilla que ellos van amasando hasta componer un nuevo ladrillo. Por tanto, como es natural, en su tiempo libre solo leen, si es que leen, como lo hace la mayoría. Recuerdo perfectamente el desdeñoso comentario que en cierta ocasión me dedicó otro docente al que después de una junta de evaluación y con muy poco tacto se me ocurrió mencionarle a un gran poeta al que muchos examinandos se habían referido en un examen. Las palabras exactas las he olvidado, pero por su actitud debieron de ser algo así: «Dios mío de mi vida, pero ¿es que tú no dejas nunca de trabajar? ¿No has oído el timbre?». Por quienes se han visto reducidos a semejante actitud por necesidad o exceso de trabajo no siento otra cosa que compasión. Desgraciadamente, tal actitud también puede ser consecuencia de la ambición o la competitividad. El caso es que, sea cual sea la causa, destruye la sensibilidad. No es esa minoría de «enterados» la que a nosotros nos interesa. Ni los sabiondos ni los pedantes forman parte de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1