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Los caminos de la literatura
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Los caminos de la literatura

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Los caminos de la literatura manifiesta la pasión del autor por la lectura de los clásicos: una pasión que se extiende a libros y bibliotecas, y que muestra una especial predilección por la Antigüedad Clásica y el Medioevo, por la épica, por gigantes como Homero y Shakespeare y también por lo más selecto de la literatura popular.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jun 2015
ISBN9788432145315
Los caminos de la literatura

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    Los caminos de la literatura - Luis Alberto de Cuenca y Prado

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    Dedicatoria

    Nota del autor

    Los caminos de la literatura

    Veinte escalas de un viaje por la excelencia literaria

    Bibliotecas y mundo clásico

    Héroes medievales

    Créditos

    A mis hijos Álvaro e Inés,

    que aman, como yo, la literatura

    y heredarán mi biblioteca

    Nota del autor

    Este libro nació en el curso de un almuerzo con Santiago Herraiz, consejero delegado de Ediciones Rialp. Me habló a los postres de una colección de ensayo de pequeño formato que estaba auspiciando su editorial, y me animó a que participara en ella con un original propio. Nada podía complacerme más, pues recordé que mi sobrino Gonzalo Romero de Cuenca había publicado hacía años en Ediciones Rialp una preciosa nou-velle, rotulada Ven al África pequeña e inscrita en la serie «El Roble Centenario» de Rialp Junior con el número 56, y me apetecía acompañar a Gonzalo en una misma aventura editorial. El catálogo de Rialp contenía, además, libros como Fundamentos de filosofía, de Antonio Millán Puelles, que tuve que estudiar en primero de Comunes, y diferentes títulos del ínclito C. S. Lewis, y hasta alguna novela aislada de mi idolatrado Wilkie Collins, de modo que constituía un honor y un placer para mí subir a bordo de una nave que albergaba sobrinos tan queridos y autores tan admirados.

    He agavillado en este librito cuatro trabajos procedentes de conferencias y artículos dispersos por aquí y por allá. El primero es el fruto de una charla que di hace unos años, concretamente en 2010, en Santiago de Compostela, donde iban a parar todos los caminos de Europa durante el «enorme y delicado Medievo» de Paul Verlaine. El segundo vio la luz parcialmente (doce de veinte epígrafes) en el número 144, aparecido en 2013, de la Nueva Revista fundada por Antonio Fontán y dirigida actualmente por mi colega Miguel Ángel Garrido. El tercero constituyó mi contribución a un ciclo de conferencias organizadas por la Comunidad de Madrid en 2009 con motivo del cuarto centenario del Orfeo de Monteverdi. El cuarto es el más antiguo —como atestigua el estilo empleado en su redacción, mucho más florido y retórico— y se publicó en el número 46 de Revista de Occidente, correspondiente a marzo de 1985.

    Los caminos de la literatura

    Vaya por delante que los caminos que me interesan conducen, todos, a la literatura, entendida esta en su acepción más amplia y más sencilla, como corpus de historias y personajes que, inspirándose en la vida, describen círculos concéntricos en su torno y no llegan jamás a confundirse con ella. Hablaré a continuación del camino personal que me condujo, en mi primera juventud, a la mitología de las litterae, y también de otros dos caminos, más específicos, que surcaron el mar de la historia literaria para llegar a tiempo a una gran fiesta del lenguaje artístico: el que conduce a los poemas homéricos y el que lleva a Amadís de Gaula, el más hermoso de los libros de caballerías españoles.

    Hay una cosa que me gustaría dejar clara desde el principio, y es que, sea cual sea el camino por el que discurramos, siempre llevamos un libro en la mochila, para entretener los ocios del viaje. No existe un solo día en nuestra peregrinación anual, ni un solo día, en que no dediquemos unos minutos o unas horas a la lectura. El vicio de leer suele ser solitario, pero también puede compartirse. Los griegos de la antigüedad leían siempre en voz alta. Lo mismo hacía Friedrich Nietzsche. Durante muchas noches, mi mujer, Alicia Mariño, y yo mismo nos hemos leído, alternativamente, en voz alta las Sonatas de Valle-Inclán, y solo entonces nos dimos cuenta, por ejemplo, de los errores garrafales que presenta la estructura de Sonata de estío y del perfecto ensamblaje de Sonata de primavera.

    En el Museo del Juguete de Figueras se exhiben, junto a las piezas de la colección permanente, diferentes fotografías de personas más o menos conocidas con muchos menos años a sus espaldas y un juguete en las manos. El director del Museo, Josep Maria Joan i Rosa, me pidió una foto por el estilo, y yo acabé enviándole una de hace más de sesenta años en que aparecía sentado en las escaleras de entrada de nuestra casa de veraneo familiar en Pozuelo de Alarcón, muy cerca de Madrid, y sumido en la (presunta) lectura de un Pulgarcito.

    Mis juguetes preferidos fueron, sin duda, los tebeos. Por generación (nací el 29 de diciembre de 1950) me correspondieron aquellas infinitas colecciones apaisadas de Bruguera, de Maga o de Valenciana, que costaban peseta y media en los años cincuenta del siglo pasado y habían empezado costando exactamente la mitad, 75 céntimos, a comienzos de los cuarenta. Las grandes series de Editorial Valenciana —Purk, el Hombre de Piedra, El Espadachín Enmascarado, El Hijo de la Jungla, Milton el Corsario, Roberto Alcázar y Pedrín y, sobre todo, El Guerrero del Antifaz— eran mis favoritas. Había una tienda en la madrileña calle de los Hermanos Miralles (antes General Díaz Porlier y hoy General Díaz Porlier), en la acera de los pares y entre Ayala y Don Ramón de la Cruz (pero muy cerca de la esquina con Ayala), donde vendían números atrasados de esas colecciones, de modo que era fácil completarlas, y a mí siempre me ha interesado, sobre todas las cosas, completar las colecciones que comienzo. El dueño de la tienda se llamaba don César Cobelo, era gallego y había sido condiscípulo de Franco, lo que situaba su nacimiento hacia 1892. Su ayudante tenía cuarenta años menos que él y fue quien, a su muerte, se hizo cargo del negocio, que pasó a ser una papelería normal y corriente, sin tebeos antiguos ni nada que se le pareciese. Hoy ni siquiera es ya papelería.

    Pero no solo eran las colecciones de Editorial Valenciana las que me nublaban el seso, sino otras series como El Cachorro, El Capitán Trueno y El Jabato (por citar solo tres entre las de Bruguera), o El Cruzado Negro, Hacha y Espada y Don Z (por citar otras tres de Maga). Todos los sábados (entonces íbamos al colegio los sábados; librábamos los jueves por las tardes, como las chicas de servicio), al salir del colegio, me detenía en un quiosco de periódicos que había —y sigue habiendo— en la madrileña calle de Goya, entre Castelló y Núñez de Balboa, regentado entonces por dos amables viejecitas con aspecto de brujas de cuento, y me compraba los tebeos de la semana, que eran como diez o doce, y luego los leía plácidamente tumbado en un sofá del cuarto de estar de mi casa de la calle Jorge Juan, después de merendar como un príncipe antiguo, de esos que aún no querían conservar la línea.

    Esos tebeos, y los alargados de la mexicana Editorial Novaro (entre los que podría citar decenas de títulos, como Hopalong Cassidy, Gene Autry, Roy Rogers, Red Ryder, Tomahawk, Vidas Ilustres, Vidas Ejemplares, La Zorra y el Cuervo, Periquita o La Pequeña Lulú), y las ediciones de Dólar de los grandes clásicos del cómic norteamericano (Flash Gordon, El Hombre Enmascarado, El Príncipe Valiente, Mandrake, Brick Bradford), constituyeron el pan bendito de mi viaje sentimental

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