El Anticristo
Por Joseph Roth
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JR, un homólogo ficticio de Roth, es un periodista contratado por un magnate de los medios de comunicación, encargado de informar sobre las emanaciones del Anticristo en todo el mundo, en sus diversas caracterizaciones: la técnica, el nacionalismo, el patriotismo, el comunismo y, curiosamente, el cinematógrafo, al que veía como un truco de magia negra para sustituir la vida real por un limbo hipnótico e ilusorio. El Anticristo no tiene tanto que ver con la religión como con la desintegración moral del mundo moderno.
Es, ante todo, un alegato moral contra la barbarie de una modernidad industrial y deshumanizante escrito desde la desesperación de quien, ante la ignominia pretende abogar por la causa del humanismo.
Joseph Roth
Joseph Roth (1894-1939) nació en Brody, un pueblo situado hoy en Ucrania, que por entonces pertenecía a la Galitzia Oriental, provincia del viejo Imperio austrohúngaro. El escritor, hijo de una mujer judía cuyo marido desapareció antes de que él naciera, vio desmoronarse la milenaria corona de los Habsburgo y cantó el dolor por «la patria perdida» en narraciones como Fuga sin fin, La cripta de los Capuchinos o las magníficas novelas Job y La Marcha Radetzky. En El busto del emperador describió el desarraigo de quienes vieron desmembrarse aquella Europa cosmopolita bajo el odio de la guerra. En su lápida quedaron reflejadas su procedencia y profesión: «Escritor austriaco muerto en París».
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El Anticristo - Joseph Roth
EL ANTICRISTO
Joseph Roth
Introducción de Ignacio Vidal-Folch
Traducido por José Luis Gil Aristu
Título original: Der Antichrist (1934)
© Del prólogo: Ignacio Vidal-Folch
© de la traducción: José Luis Gil Aristu
Edición en ebook: julio de 2014
© De esta edición:
Capitán Swing Libros, S.L.
Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid
Tlf: 630 022 531
www.capitanswinglibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-942878-7-9
© Diseño gráfico:
Filo Estudio www.filoestudio.com
Corrección ortotipográfica: Viviana Paletta
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico www.caurina.com
Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
Contenido
Portadilla
Créditos
Vigencia de Joseph Roth
El Anticristo
Ha llegado el Anticristo
Entre nosotros y la gracia de la razón se ha interpuesto un poder
Hollywood, el Hades del hombre moderno
Así fue como los inventos, bendición del Espíritu, se convirtieron en elementos del Anticristo
El objetivo del Anticristo es profanar un milagro por medio de otro
También yo fui soldado
Los cañones y las campanas
El señor de las mil lenguas
La sedes de la paz
La tierra roja
La patria de las sombras
Bajo la tierra
El hombre en la jaula
La bendición de la tierra: Petróleo, potasa y veneno
Los gases tóxicos son solo nubecillas
Suya es la venganza
El Dios de hierro
El hombre teme al hombre
El tentador
Vigencia de Joseph Roth
Ignacio Vidal-Folch
Sería largo enumerar cuántas cosas fue perdiendo Joseph Roth a lo largo de su vida, tan fructífera, agitada, dolorosa y relativamente breve (nació en Brody, en 1894, y murió en París en 1939). Quiero pensar que la parte de su prosa más irreductible a toda explicación no hubiera podido cristalizar en encantadoras palabras si él hubiera vivido mejor. De su pérdida y dolor constantes manan los párrafos de fraseo maravillosamente lírico, las escenas de un romanticismo delicado, el humor burbujeante de picardía e inteligencia, el reprimido sentimentalismo sadomasoquista... que puede culminar en una frase lapidaria, una muestra del prosaísmo que rige el mundo, el movimiento de un manotazo indiferente que derriba un castillo de naipes. Vida también pintoresca: como pincelada bastaría la dirección de su domicilio que le dio a su amigo Von Cziffra: «París: Hotel Foyot; Marsella: hotel Beaurau; Viena: hotel Bristol; Amsterdam: hotel Eden; Salzburgo: hotel Stein; Ostende: hotel Couronne; Zúrich: hotel Schwanen...». Salvo en los primeros meses inmediatamente siguientes a su matrimonio, cuando alquiló un piso en Viena y trató de vivir con su joven esposa con arreglo a las formalidades propias de una vida convencional para la que no estaba hecho —paseaba de arriba abajo mirando con incredulidad la disposición de las habitaciones, la cocina, el baño, hasta rendirse: y entonces bajaba corriendo las escaleras para instalarse en la mesa de cafetería donde tenía la costumbre de vivir y de escribir—, fue siempre huésped de hoteles, un hombre en tránsito, un desplazado, como muchos de sus personajes. Recorrió Europa una y otra vez, acumuló impresiones de viaje, y a partir de ellas construyó una docena de novelas, entre ellas por lo menos tres obras maestras indiscutibles: en 1930 Job o la novela judía, la historia de Mendel Singer, pobre hombre ordinario, abrumado por las desgracias, y primer gran éxito del autor; en 1932, La marcha Radetzky, la crónica, en tres generaciones, del encumbramiento, declive y fin de un imperio y una familia, que empieza con un gesto castrense afortunado y concluye con un desgraciado episodio militar; y en 1939, La leyenda del santo bebedor, que escribió sabiendo que sería su último libro, su «testamento», dictado como quien dice in articulo mortis: los desesperados, reiterados intentos del clochard alcoholizado Andreas por pagar lo que debe a la capilla de Sainte-Marie-des-Baignolles y así redimir su vida con un gesto.
«Roth es un caso único en Alemania; hay escritores con su visión de las cosas; hay escritores que poseen su lucidez y su independencia maravillosa, pero ni uno tiene su espíritu de observación, su juicio equilibrado y singular que oscila entre la sensualidad y la reflexión, formulado en frases que reflejan la exactitud, subrayan los pensamientos ocultos, llenas de melodía, claras como la razón y oscuras como el misterio.» Este juicio de su amigo Ludwig Marcuse es más elocuente si se tiene en cuenta la época en que vivía Roth, en la que en el ámbito germánico lucía una nutrida y brillante constelación de talentos literarios.
Su biografía se puede resumir en unas pocas frases, y cada una de ellas da cuenta de una desgracia impeorable. Nació en un pueblo de la Galizia, región que hoy pertenece a Ucrania pero que a principios del siglo xx, con sus ocho millones de habitantes, era la más extensa de las once naciones que conformaban el imperio austrohúngaro. En esa nación convivían polacos, ucranios y judíos. Mientras estuvieron protegidos por los Habsburgo los judíos de Galizia se libraron de los pogromos, no infrecuentes en la vecina Rusia zarista o en Polonia. (Esos pogromos empezaron, de todas maneras, al día siguiente de la guerra y del reparto del imperio, cuando las potencias victoriosas entregaron la región a Polonia.) Claro está que la benevolencia «administrativa» no impedía que el antisemitismo se difundiese entre determinadas fuerzas políticas y amplias capas de la población no sólo austrohúngaras, también, por ejemplo, alemanas y francesas. Pues bien, de todas las comunidades de judíos, las del Este europeo eran las más denostadas, las peor consideradas no sólo por los gentiles antisemitas sino también por las demás comunidades judías. En su edición de El Anticristo de Nietzsche, comentando una expresión antisemita del filósofo (quien, por cierto, reprochaba a su hermana su matrimonio con un antisemita, lo cual era para él el colmo de la vulgaridad), Andrés Sánchez Pascual refiere que varios «casticismos» del idioma alemán presentan al judío polaco como prototipo del mal olor. Si pertenecer al pueblo elegido implicaba ser considerado, en muchos círculos, ciudadano de segunda clase, ser judío del Este era pertenecer a una segunda clase dentro de esa segunda clase. Roth, niño sensible y estudiante aventajado, de familia humilde, en aquel pueblo en tierra de nadie, en el confín del mundo, donde «cuando llueve, todo nada, y cuando hace sol, todo apesta», era muy consciente de su inferioridad en la consideración del mundo.
Era, además, hijo de un padre que al poco de concebirlo se volvió loco, un baldón en su comunidad, para la que la demencia era un castigo de Dios, y un secreto vergonzante y causa de temor para el hijo, que durante toda su vida temió que la locura fuese una tara hereditaria. Roth se alistó como voluntario en el ejército Imperial y Real en 1916; aunque su participación en la Primera Guerra Mundial no lo llevó a combatir en primera línea de fuego y probablemente se limitó a ser redactor de un periódico militar y censor del correo, la información al respecto no es concluyente. En sus relatos orales sobre esa experiencia, que prodigaba en los cafés de Viena y de otras capitales para deleite de sus numerosísimos amigos periodistas y escritores, la fantasía se enmaraña con la realidad: se distinguía en el combate, alcanzaba la graduación de oficial, caía prisionero de los rusos. Es probable que los horrores a los que asistió le indujesen a un alcoholismo que durante una docena de años mantuvo bajo control, pero que se precipitó en manía autodestructiva desde 1928 cuando su mujer se hundió en la esquizofrenia y hubo de ser internada en un manicomio.
Roth no sintió sólo la derrota en la guerra, perdió también el imperio entero, cada una de las naciones que lo componían y en las que durante años se movió como pez en el agua en cuanto reportero distinguido de los periódicos austríacos, alemanes y suizos más importantes de la época, como si fuera perdiendo miembros de su cuerpo a medida que el antisemitismo, el nazismo, fueron apoderándose de ellos. El hombre que a partir de 1925 emprendió largos viajes por Francia, Alemania, Polonia, Italia, Yugoslavia, Albania, Rusia, que vivió en Berlín, Praga y Amsterdam, acabó atrapado en París en el café de su último hotel, incapaz de caminar unos cientos de metros. Las sucesivas catástrofes, un hombre puede afrontarlas quizá si le ayuda la inconsciencia o la ignorancia, pero él era lúcido: desde el principio, y a diferencia de muchos intelectuales contemporáneos, vio con clarividencia los horrores implícitos en el nacionalismo alemán y el significado de la aparición de la figura fatal de Hitler. Sus reportajes y sus libros le proporcionaron pequeñas fortunas que derramó a manos llenas sobre amigos, conocidos, exiliados y necesitados, y él, que de joven se había apresurado a liberarse de la tutela económica de su tío Heinrich, que ofendía su pundonor, acabó viviendo a costa de Stefan Zweig. Cuenta Bronsen que cuando le incitaban a huir de Francia mientras aún estaba a tiempo, respondía:
—Morir aquí, morir aquí, en este rincón, en esta ventana de café.
En el rosario de desdichas de su vida, quizá su golpe de suerte fue morir en vísperas de que se declarase la Segunda Guerra Mundial, porque esa muerte le ahorró la confirmación de su sospecha sobre el exterminio de los judíos de Europa, entre ellos su esposa, asesinada legalmente en aplicación de la «ley de eutanasia» del Tercer Reich para los enfermos mentales, y toda su familia de la Galizia, que fue exterminada en el campo de Bergen-Belsen. Cuando observamos la vida de aquellos escritores perseguidos por un nazismo que vencía un país tras otro, destruía un refugio tras otro, cerraba una editorial tras otra, nos asombra que en circunstancias tan adversas y angustiosas se pudiera escribir todavía libros excelentes. Libros como La muerte de Virgilio de Broch o como la deliciosa fábula, de apariencia tan ligera y graciosa, pero cargada de una melancolía y de una vibración de vals triste como La noche mil dos de Roth: un juego de máscaras entre el sha de Persia de visita de placer en Viena, el capitán de caballería Taittinger —otro de los muchos militares soñadores, perezosos, egolátricos e inconscientes de la literatura vienesa— y la prostituta Mizzi Schinagl.
Desde hace algunos años, las obras de Roth vienen teniendo un éxito notable en España. Publican sus novelas Seix Barral, Siruela, Edhasa, Anagrama, Sirmio, entre otras editoriales; además, acaban de aparecer dos libros de recuerdos escritos por amigos que le frecuentaron durante sus años de exilio, y en los que se cuenta la fuente de la que mana su poética, por los caños de la tradición judía, el diletantismo vienés y la propia experiencia; la deriva de su ideología política desde una temprana socialdemocracia filocomunista, matizada por un sólido escepticismo, hasta el legitimismo habsbúrguico, hasta el extremo de participar, como otro pintoresco conspirador exiliado en París, en los conciliábulos, más o menos serios, encaminados a la restauración de la monarquía, en aquellos años finales en que su orgullo y gala era ser recibido en audiencia por el heredero del trono imperial y real, Otto de Habsburgo.
Esos dos libros, Fuga y fin de Joseph Roth, de Soma Morgenstern, y El santo bebedor, de Géza von Cziffra, son valiosos también porque nos explican, en la modesta medida en que pueden rastrearse y explicarse la alquimia del arte literario, el decantamiento de su fantasía en su prosa. Si se mantiene el interés por Roth, por su pulso moral sin confusiones en el corazón de un paisaje físico —esa Europa germana, judío-austríaca, multirracial, multilingüe, multiforme, delirante—que inevitablemente nos parece exótica, pronto dispondremos también de una versión de su biografía más completa, la que le dedicó en 1974 David Bronsen, y a la que por ahora tenemos acceso en las ediciones inglesa, francesa y alemana.
Aparte de su exotismo, ¿por qué resulta tan atractivo para los lectores españoles de hoy el universo de Roth? Quizás es que llega hasta nosotros, con el retraso acostumbrado, ese «revival idealizante de la MittelEuropa» del que hablaba hace unos años Claudio Magris en conversación con uno de sus narradores póstumos, Gregor von Rezzori. Porque con la de Roth, regresa la obra de Stefan Zweig, como satélite menor pero en absoluto tan despreciable como había establecido la crítica literaria (y, por cierto, como también creía Roth), de quien recientemente las editoriales Alba, Debate, Acantilado están editando La piedad peligrosa, Novela de ajedrez, La embriaguez de la metamorfosis, veinticuatro horas en la vida de una mujer, entre otras obras de ficción y además de esos ensayos biográficos que unas décadas atrás fueron lecturas selectas para damas beatas; y llega también, como un satélite menor, Sándor