Enoch Soames
Por Max Beerbohm
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Publicado originalmente en 1916 en The Century Magazine, este relato fue incluido más tarde en la recopilación Seven Men (1919), así como en la mítica Antología de la literatura fantástica (1940) de Borges, Casares y Ocampo. A medio camino entre la sátira, el naturalismo y la fantasía, Enoch Soames es una extraordinaria pieza de la literatura humorística tan ingeniosa como imperecedera.
Enoch Soames destaca y pervive como la obra maestra que es porque es el relato perfecto. Denso como una novela pero reducido a lo esencial en su extensión de cuento, un ritmo preciso y oportuno, unos retratos de personajes hechos con tal mano que surgen de la página, el truco de incluirse a sí mismo como narrador (y pieza clave de la historia) a la vez que se caricaturiza, unas incursiones en la ciencia ficción y el fantástico tan económicas y necesarias que se hacen totalmente plausibles, una atmósfera fijada y que transmite todo su poder a la lectura, todo.
Lluís Salvador, Lecturas Errantes
Si tuviera que elegir los quince mejores cuentos que he leído en toda mi vida, Enoch Soames estaría entre ellos, y no en último lugar.
Tijeretazos
Max Beerbohm
Max Beerbohm (1872–1956) was the youngest of nine children born to a well-to-do London family. A celebrated drama critic, radio broadcaster, and caricaturist, he is best remembered for his only novel, Zuleika Dobson (1911).
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Enoch Soames - Max Beerbohm
MAX BEERBOHM
ENOCH SOAMES
TRADUCCIÓN DEL INGLÉS
DE JAVIER FERNÁNDEZ DE CASTRO
ACANTILADO
BARCELONA 2019
Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo un libro sobre la literatura de las dos últimas décadas del siglo XIX, busqué ansiosamente en el índice a SOAMES, ENOCH. Temía que no estuviese. Y no estaba. Pero sí todos los demás. Muchos escritores a los que había olvidado por completo, o recordaba vagamente, revivieron para mí, ellos y sus obras, en las páginas de Holbrook Jackson. El libro era minucioso y estaba escrito con brillantez. De ahí que la omisión que descubrí fuese la prueba más fehaciente de que el pobre Soames había fracasado en su intento de dejar huella en la literatura de su década.
Me atrevería a afirmar que fui el único en advertir la omisión. ¡El pobre Soames había fracasado estrepitosamente! No cabe ni siquiera el consuelo de que si hubiese alcanzado algún éxito se habría desvanecido de mi mente, como lo hicieron todos los demás, para regresar sólo al llamado del historiador. Cierto que, de haberle sido reconocidas en vida las dotes que poseía, jamás habría cerrado el trato que le vi hacer, aquel extraño negocio cuyas consecuencias han hecho que se mantenga vivo en mi memoria. Sin embargo, precisamente esas consecuencias muestran a las claras la lamentable persona que fue.
Pero no es la compasión la que me impulsa a escribir sobre él. Si por su bien fuera, pobre diablo, me creería obligado a mantener la pluma lejos del tintero. No está bien mofarse de los muertos. Pero ¿cómo escribir sobre Enoch Soames y no presentarlo como alguien ridículo? O mejor dicho, ¿cómo silenciar el hecho horrible de que era ridículo? No me siento capaz de hacerlo. A su debido tiempo ustedes mismos verán que no tengo más remedio que escribir. Y lo mejor será empezar de una vez.
Durante el trimestre de verano de 1893 cayó sobre Oxford un prodigio del cielo. Causó gran impacto y dejó una honda huella. Profesores y alumnos se arracimaron a su alrededor muy pálidos y ya no se habló de otra cosa. ¿De dónde provenía aquel meteorito? De París. ¿Cómo se llamaba? Will Rothenstein. ¿Qué propósito traía? Pintar una serie de veinticuatro retratos que publicaría como litografías la Bodley Head de Londres. El asunto corría prisa. El rector de A, el decano de B y el regius professor de C ya habían «posado» mansamente. Dignos y decrépitos ancianos que nunca se habían avenido a posar para nadie no lograron resistirse a aquel dinámico y menudo extranjero. No exigía: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Llevaba unas gafas que centelleaban como ningunas vistas hasta entonces. Era hombre de ingenio. Estaba lleno de ideas. Conocía a Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en París. Los conocía al dedillo. Era París en Oxford. Se rumoreaba que tan pronto como terminara con los profesores seleccionados incluiría a unos pocos estudiantes. Me llenó de orgullo ser elegido. Rothenstein me inspiraba tanta simpatía como temor, pero surgió entre nosotros una amistad que de año en año se fue haciendo cada vez más íntima y valiosa para mí.
Al terminar el curso aterrizó, casi podría decirse que meteóricamente, en Londres.