La felicidad de los pececillos: Cartas desde las antípodas
Por Simon Leys
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Información de este libro electrónico
"Si les interesan los libros asombrosos, brillantes y lúcidos, además de imprevisibles, corran a buscarlo, es igual que no sepan nada del autor: no les defraudará".
Xavier Antich, "La Vanguardia"
"Un libro menudo y delicioso. Se trata de veintiocho crónicas plagadas de sabrosas anécdotas referidas a artistas, pensadores y escritores. Un libro más de Acantilado imprescindible en nuestra particular y especial biblioteca".
Fulgencio Argüelles, "El Comercio"
"La felicidad de los pececillos es puro ingenio".
Félix de Azúa, "El Boomeran"
"Una gozada de librito cuya lectura les pido con vehemencia".
Francisco García Pérez, "La Nueva España"
"Un libro muy sugestivo".
Jordi Llavina, "AVUI"
"Un puñado de textos de una frescura y originalidad poco habituales. Inteligencia y sentido común a raudales. Muy recomendable".
Manuel Arranz, "Levante"
"Un tesoro impagable".
Jaime Alejandre, "El Norte de Castilla"
"No he salido de ninguno de estos artículos sin haber sonreído alguna vez o haber aprendido algo nuevo. El libro tiene un carácter humanístico muy destacable, y contiene mucha sabiduría, en el sentido más extenso de esta palabra".
Ismael Grasa, "Heraldo de Aragón"
"No podrán separarse de él. Lo volverán a leer porque es un libro asombroso y brillante".
"Levante"
"Yo ya sabía que La felicidad de los pececillos me iba a proporcionar, a su vez, unas horas de felicidad a mí, puesto que me venía muy recomendado por alguien que sabe mucho de libros. Cuando abrí el volumen por el índice y encontré títulos como Elogio de la pereza, El éxito es vulgar, Los cigarrillos son sublimes, Los escritores y el dinero o El imperio de lo feo, me dije: éste es mi libro. Y ya caí rendida en sus páginas al leer sobre su gusto por la información disparatada. Cada página superaba la anterior".
Neus Canyelles, "Última Hora"
"Libro tan amable como luminoso".
José Carlos Llop, "Diario de Mallorca"
"Una auténtica joya que recomiendo encarecidamente".
Eric Gras, "Mediterráneo"
"Hay libros de los que cuesta separarse. Por lo que me concierne, uno de ellos es La felicidad de los pececillos".
Luis M. Alonso, "La Opinión"
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Una entretenida y dinámica colección de pequeños textos llenos de erudición, con muchas referencias a la cultura china.
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La felicidad de los pececillos - Simon Leys
SIMON LEYS
LA FELICIDAD
DE LOS PECECILLOS
CARTAS DESDE LAS ANTÍPODAS
TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS
DE JOSÉ RAMÓN MONREAL
ACANTILADO
BARCELONA 2019
CONTENIDO
Nota del autor
LA FELICIDAD DE LOS PECECILLOS
UNA EXCURSIÓN A NUEVA INGLATERRA
«COSA MENTALE»
ESPERANDO AL SEÑOR WU
NUESTRO ÚNICO PARAGUAS
UN CONGRESO DE ESCRITORES EN EL PARAÍSO
SIN ORDEN NI CONCIERTO
LA VERDAD DEL NOVELISTA
CONOCER Y DESCONOCER CHINA
PALABRAS
EL IMPERIO DE LO FEO
ACERCA DEL GUSTO
A PROPÓSITO DE SARTRE
CONTRA SAINTE-BEUVE
«WRITER’S BLOCK»
INCONSECUENCIA Y CONTINGENCIA
INFORMACIONES DISPARATADAS
MARGINALIA
EL ÉXITO ES VULGAR
ELOGIO DE LA PEREZA
LOS CIGARRILLOS SON SUBLIMES
¿CÓMO LEER?
SONATA PARA PIANO Y ASPIRADOR
LOS ESCRITORES Y EL DINERO (I)
LOS ESCRITORES Y EL DINERO (II)
LOS ESCRITORES Y EL DINERO (III Y ÚLTIMO)
MENTIRAS VERDADERAS
«MEMENTO MORI»
Para Hanfang
NOTA DEL AUTOR
La presente recopilación reúne todas las crónicas que publiqué durante dos años en Le Magazine Littéraire (2005-2006), así como algunas crónicas más antiguas, aparecidas esporádicamente en otras revistas (Écrivain, Nouvelle Revue Française, Lire).
«Las buenas ideas escasean—decía Einstein, que sabía de lo que hablaba—y sólo se presentan intermitentemente». El cronista que ha de entregar su artículo a fecha fija está bien situado para apreciar la verdad de esta observación; siente que le atormenta el temor a repetirse. ¡Y cómo envidia esa superioridad natural del pintor sobre el escritor! Fijaos en Morandi, por ejemplo: lo esencial de su obra apenas si nos muestra tres cajitas y dos botellas; ocasionalmente, desplazaba una cajita o cambiaba una botella; esto daba cada vez una composición nueva, una nota de color diferente: y por tanto otra pintura, igualmente exquisita.
Releyéndome al corregir, me he dado cuenta de ciertas repeticiones: la misma cajita, la misma botella han reaparecido aquí y allá. No es por negligencia por lo que las he conservado, sino simplemente porque hay ideas por las que uno siente apego. ¿Puedo contar con la indulgencia de los lectores que las comparten?
S.L.
Canberra, noviembre de 2007
LA FELICIDAD
DE LOS PECECILLOS
EL SABER DESDE LO ALTO DEL PUENTE
Samuel Butler compara la vida a un solo de violín que tenemos que interpretar en público mientras aprendemos la técnica del instrumento a medida que ejecutamos la pieza. Una buena descripción, y aplicable también a la muerte: Edmund Knox (antiguo redactor de Punch), agonizando de un cáncer, observaba graciosamente: «Lo malo de estas cosas es lo poco acostumbrados que estamos a ellas».
La vida nos somete a unos tests en los que hemos de improvisar respuestas instantáneas. Pero el talento de la réplica no es dado a todo el mundo: unas veces respondemos algo que no tiene nada que ver, otras nos quedamos mudos; y tenía razón Valéry al asimilar la totalidad de la literatura a una vasta «venganza del esprit de l’escalier».¹
Hace tiempo, cuando se produjo un trivial incidente cuyo pleno significado no se me reveló hasta que hubo pasado, no dije esta boca es mía, pero su recuerdo aún me abrasa. Fue con ocasión de un simposio de historiadores organizado por una respetable universidad. Un viejo profesor extranjero, invitado especial, acababa de hablar de la pintura de paisaje de los Song cuando un joven universitario local se adueñó de la tribuna y se lanzó a una larga y apasionada denuncia de la ponencia de su erudito predecesor en el uso de la palabra. No se puede decir que su diatriba fuese muy original, pues rebosaba de todos los lugares comunes de la corriente maoísta, entonces en boga. Apoyado por una entusiasta claque de admiradores autóctonos, el tribuno revolucionario nos explicó que había que estar ciego por culpa de todos los prejuicios del elitismo burgués para admirar la pintura china antigua, obra de explotadores y de parásitos, mientras que el verdadero arte de China—que los mandarines académicos se obstinaban en ignorar—era producido por las masas populares de campesinos, obreros y soldados. En pocas palabras, el latiguillo habitual en la época, totalmente olvidado hoy. La violencia de este ataque sorprendió al viejo profesor, hombre frágil y refinado, pero permaneció en silencio. No quedaba, por lo demás, tiempo ya para el debate, y el presidente levantó precipitadamente la sesión.
Entre la concurrencia, formada en su mayor parte por gente educada y cortés, se había dejado sentir una incomodidad muy real; pero, en general, cuando a unas personas decentes se las enfrenta a una indecencia masiva, procuran aparentar por todos los medios que no pasa nada.
De hecho, lo más chocante del caso no fueron las banales vociferaciones del joven energúmeno, sino el silencio que guardamos todos nosotros. De repente comprendí la verdad de la frase de Hugo: «Todo sabio es un poco cadáver». Esa reunión académica olía a chamusquina.
Aun desaprobando las malas maneras de su ardoroso colega, la mayoría de aquellos universitarios consideraba en el fondo que, en un debate intelectual, toda opinión es respetable; nadie parecía comprender que lo que se acababa de oír no era una opinión entre otras, sino una constatación de la defunción de la idea misma de universidad. En efecto, lo que el joven ideólogo había proclamado—sin provocar la menor refutación—era lo ilegítimo de los juicios de valor; pero si la verdad no es más que un prejuicio de clase, toda la empresa universitaria queda reducida a una farsa absurda. ¿Cómo se podría estudiar, por ejemplo, la literatura y las artes sin referirse a la noción de calidad literaria y artística? Sin esta referencia, los dibujos animados de Superman y los folletines sentimentales de Barbara Cartland constituirían un tema de estudio tan válido como las obras de Shakespeare y de Miguel Ángel. Es ésta, por lo demás, la conclusión ampliamente adoptada hoy por la universidad.
En una carta (demasiado poco conocida), Hannah Arendt ha recordado que la Verdad no es un resultado de la reflexión, sino su condición previa y su punto de partida: sin una experiencia previa de la Verdad es imposible desarrollar ninguna reflexión. Pero esta evidencia indiscutible de los primeros principios ya había sido ilustrada hace dos mil trescientos años por un célebre apólogo de Zhuang Zi.
Zhuang Zi y el maestro de lógica Hui Zi se paseaban por el puente del río Hao. Zhuang Zi observó: «¡Mira lo felices que son los pececillos que se agitan ágiles y libres!». Hui Zi objetó: «Si no eres un pez, ¿de dónde sacas que los peces son felices?». «Como tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo sé de la felicidad de los peces?». «Te concedo que yo no soy tú y que, por tanto, no puedo saber lo que tú sabes. Pero como tú no eres pez, no puedes saber si los peces son felices». «Retomemos las cosas desde un principio—replicó Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado ¿De dónde sacas que los peces son felices?
, la forma misma de tu pregunta implicaba que sabías que yo lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé, pues bien, lo sé desde lo alto del puente».
UNA EXCURSIÓN
A NUEVA INGLATERRA
Los torpes sarcasmos lanzados por el brazo derecho del presidente Bush contra la «vieja» Europa no deberían hacer olvidar que también hubo una «vieja» América, cuyo refinamiento y humanismo en nada les iban a la zaga a los de sus primos europeos. Kipling, que se instaló por un tiempo en Vermont, sucumbió al encanto de Nueva Inglaterra; lo evoca en Algo sobre mí mismo, donde refiere una anécdota vivida por un amigo, profesor de Harvard. Este docente universitario se paseaba por el campo con un colega, en un coche de caballos. Los dos profesores, que estaban debatiendo un profundo problema de ética, se detuvieron un momento en casa de un viejo campesino conocido suyo para abrevar su caballo. Mientras el campesino, taciturno, como lo son en esa región, se ocupaba de traer un cubo de agua, los dos amigos, que se habían quedado dentro del coche, proseguían su charla. «Según Montaigne…», dijo uno, apoyando su argumento en una cita, cuando el campesino, que seguía sosteniendo el cubo, intervino: «No fue Montaigne quien dijo eso, sino Montes-ki-ew». (Y tenía razón).
En tiempos de Emerson y de Thoreau, Concord no era más que un pueblo, pero respiraba cultura tanto como la Weimar de Goethe. La tía de Emerson, una mujer notable que se había educado por su cuenta, estaba entusiasmada con una obra en verso de la que no había encontrado más que un ejemplar desparejado, sin tapa ni página de título. No supo hasta mucho más tarde, y por casualidad, que se trataba en realidad de El paraíso perdido de Milton. Esta anécdota me encanta, pues atañe a la esencia misma de la cultura: el hombre sensato no se deja impresionar por la firma al pie de la obra, sino sólo por la calidad de la obra en sí. Inútil recordaros aquí la broma graciosa y feroz que un periodista gastó recientemente a diez grandes editores parisienses (os habréis enterado de los detalles antes que yo, pero de todas formas su resonancia ha llegado hasta las antípodas): el