Las pequeñas virtudes
Por Natalia Ginzburg
4/5
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Información de este libro electrónico
"Uno de sus mejores libros… La irónica, perspicaz, delicada y detallista observadora; el consciente y lúcido testigo de su época".
Mercedes Monmany, ABC
"Un atinado retrato de la indigente Italia de Posguerra; un agudo y humorístico análisis de su relación conyugal, la recreación de su prolongada estancia en Londres, un sobrio y sentido homenaje a su amigo Cesare Pavese".
El País
"Su valor central reside en su tratamiento de la educación".
El Mundo" - El Cultural
"Las pequeñas virtudes son sin duda el auténtico hilo de Ariadna de una existencia vivida con intensidad e infinito desgarro".
Álvaro de la Rica, El Mundo
"La elevación de lo particular y cotidiano a categoría filosófica tiene lugar con una frescura y naturalidad que logran llegar hasta lo más abstracto, sin desprenderse nunca del hilo concreto de su experiencia como mujer dotada de una capacidad de observación poco común".
Carmen Martín Gaite
"Ginzburg rescata instantes de su pasado, y plasma reflexiones de una gravedad y lucidez moral que se manifiestan con sobriedad y delicadeza".
David Broc, Qué Leer
"Es difícil hacerse con el secreto de la prodigiosa prosa de esta mujer. Frases breves, suaves descripciones que pasan sobre las cosas sin apenas rozarlas, sin retórica, casi sin adjetivos. Sus textos funcionan a base de acumulación, como una letanía. Y de pronto, se produce el milagro, en la sencillez se abre el abismo, el lector cae dentro de la herida abierta, sorprendido, conmovido".
Elelena Hevia, El Periódico
"Esta joya condensa las grandes virtudes de la escritora, su sólida moral y sus férreos principios".
María Tena
"Una obra de arte en miniatura".
Miguel Polo, Gentleman
Natalia Ginzburg
Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 − Roma, 1991) es una de las voces más singulares de la literatura italiana del siglo XX. Publicó en 1934 su primera narración, a la que siguieron obras teatrales, ensayos y novelas y colecciones de relatos así como la biografía de Antón Chéjov. Se casó con Leone Ginzburg, de quien tomó el apellido, militante antifascista y director de la Editorial Einaudi. Fueron perseguidos por sus convicciones políticas y desterrados a un pequeño pueblo de los Abruzos de donde escaparon con destino a Roma en 1943. Fue diputada durante dos legislaturas por el Partido Comunista Italiano.
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16 de octubre de 1943 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
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Comentarios para Las pequeñas virtudes
64 clasificaciones6 comentarios
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5The eleven essays collected here cover a long period in Natalia Ginzburg’s writing life. Her vocation, as she often refers to it, has brought her solace through hard times and other pleasures as well. It is her guide to much of life’s vicissitudes, even to the point of steering her understanding of the virtues, little and great.I preferred the essays in part one of the collection. These are at times nostalgic, a touch mournful, highly particularized, and personal. The very first essay, “Winter in the Abruzzi,” may be the best, though her two portraits of England are charming, if only because they describe a land that no longer exists: “It is a country which has always shown itself ready to welcome foreigners, from very diverse communities, without I think oppressing them.” If only.The essays of the second part of the book are more abstract. Not because they deal with essentially abstract notions, but because, I think, Ginzburg’s writing style has changed. Her claims become sweeping, about childhood, education, her own vocation and vocations in general, and the nature of virtue. Here the writing is less compelling, less communicative, less appealing. At least for me.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Variety of essays very well written. Content was interesting, but I did not agree with much of it.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5A collection of essays by Italian author Natalia Ginzburg focused primarily on her life in Italy during and after World War II, her vocation as a writer, and her reflections on human behavior and relationship. The title of the book comes from her essay by the same name, which discusses the importance of teaching children "big virtues" such as courage, generosity, and love.Ginzburg's prose feels personal yet distant, and there is a lyrical cadence to many of her pieces that belies her poetic soul. Her descriptions of the people and places in wartime and post-war Europe manage to communicate the despair and weariness of a survivor, yet are still tinged with hope and affection. These are essays that will both move you and remain with you.
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5I had hoped to be absolutely knocked out of my socks by the essays in this volume but it fell quite a bit short of the mark. The Little Virtues by Natalia Ginzburg was listed in a footnote of a book that I read last year (I think it was Wild Things but I'm honestly not sure) and it piqued my interest because it was listed as a resource for children's education. Ginzburg writes about her childhood in Italy (this is a translation) and the lessons which she learned from the ups and downs of her life there. It was a tumultuous life too. Organized in a series of short essays, different points in the author's life are described and used to illumine various life lessons. She covers just about everything from family dynamics, adolescent friendships, first love, and (what I was there for) the education of children. One of the major issues I had with this book was that education seemed almost like an afterthought even though the title was crafted from this section. I found the overall collection mediocre at best and not at all mindbogglingly profound as the footnote of the other book (and the online reviews) had led me to believe . In fact, only some of the points were even remotely accessible while the majority were nearly indecipherable. It read more as a series of diary entries than anything approaching academic. 5/10 from a severely disappointed nerd.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5in love with her voice, reaching me across time
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Imagine a mid-20th-century Italian intellectual who admits without embarrassment to wearing worn-out shoes, claims that she isn't interested in cooking and always buys the wrong things from the market, can't drive (in Torino!), can't sing (and starts an essay on the topic of "Silence" by discussing an opera), never uses two words where one will do, and has never been known to drop names of any description. No, I can't, either. But that is the image that Natalia Ginzburg likes to project. In the land of bella figura her provocative self-mockery and her brusque, no-nonsense style seem to have caused quite a few cases of spontaneous combustion amongst literary critics, but they clearly won her a lot of respect as well. The short essays in Le piccole virtù, written between 1945 and 1962, form something between a memoir and a manifesto for literature in a post-war world, but without the egotism either of those forms usually implies. "Inverno in Abruzzo" describes the experience of being banished by the fascists to a remote village near Aquila — she writes about the privations of daily life for the family, and how much she and her husband miss the city (the children are too young to imagine what a city might be like). And then in the last paragraph she turns everything upside-down by telling us that her husband was murdered in a Roman jail, a few months after they left Abruzzo. She couldn't imagine it at the time, but now she sees that the months they spent together in the back of beyond were the best time of her life. "Le scarpe rotte", written shortly after the war when she was working in Rome, the kids parked with her parents in Torino, is about the unexpected pleasures of poverty, and a classic attack on one of the most sacred things in Italian culture.Then there's a lovely — but unsentimental — portrait of her friend, the poet Cesare Pavese, who killed himself in August 1950, and two pieces about London in 1960. The second of these, "La Maison Volpé", is a glorious denunciation of the English food-culture of the time, possibly the most unapologetically Italian piece in the whole book, but spot-on in its dry mockery. No-one who remembers the dusty curtains and rotating plastic oranges of those days could possibly take offence. "Lui e io" is a funny, self-deprecatory description of her relationship with her second husband, Gabriele Baldini, which could be about any middle-aged couple ("he's always too hot, I'm always too cold..."). In the second part, she discusses how the experience of the war has changed things for her generation and the things they can write about, she talks about developing as a writer ("Il mio mestiere") and as a human being ("I rapporti humani"), and in the piece that gives the collection its title, about the responsibilities of parenting, which for her seems to be more about non-intervention than anything else, in a very sixties spirit. All the pieces in this collection are clever, subtle, amazing bits of writing, but the ones that really stood out for me were "Il mio mestiere" and "I rapporti humani", two pieces that seem to sum up everything that needs to be said about the puzzling business of growing up. I really wish I'd read them as a teenager!
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Las pequeñas virtudes - Natalia Ginzburg
NATALIA GINZBURG
LAS PEQUEÑAS VIRTUDES
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO
DE CELIA FILIPETTO
ACANTILADO
BARCELONA 2019
CONTENIDO
Prólogo
PRIMERA PARTE
Invierno en los Abruzos
Los zapatos rotos
Retrato de un amigo
Elogio y lamento de Inglaterra
La Maison Volpé
Él y yo
SEGUNDA PARTE
El hijo del hombre
Mi oficio
Silencio
Las relaciones humanas
Las pequeñas virtudes
PRÓLOGO
Los ensayos aquí reunidos aparecieron en diversos periódicos y revistas. Agradezco a esos periódicos y revistas que me hayan permitido reimprimirlos.
Fueron escritos en los años y lugares siguientes:
«Invierno en los Abruzos», escrito en Roma en el otoño de 1944, publicado en Aretusa.
«Los zapatos rotos», escrito en Roma en el otoño de 1945, publicado en Politecnico.
«Retrato de un amigo», escrito en Roma en 1957, aparecido en Radiocorriere.
«Elogio y lamento de Inglaterra», escrito en Londres en la primavera de 1961, publicado en Mondo.
«La Maison Volpé», escrito en Londres en la primavera de 1960, publicado en Mondo.
«Él y yo», escrito en Roma en el verano de 1962, y creo que inédito todavía.
«El hijo del hombre», escrito en Turín en 1946, publicado en Unità.
«Mi oficio», escrito en Turín en el otoño de 1949, publicado en Ponte.
«Silencio», escrito en Turín en 1951, publicado en Cultura e realtà.
«Las relaciones humanas», escrito en Roma en la primavera de 1953, publicado en Terza generazione.
«Las pequeñas virtudes», escrito en Londres en la primavera de 1960 y publicado en Nuovi Argomenti.
Las fechas son importantes e indicativas, pues explican los cambios de estilo. No he hecho correcciones a casi ninguno de estos escritos; soy incapaz de corregir un escrito mío, si no es en el preciso momento en que lo estoy escribiendo; después de un tiempo, ya no sé corregir. Por eso, este libro tal vez no tenga mucha uniformidad de estilo, por lo que pido disculpas.
Dedico este libro a un amigo mío del que no voy a decir el nombre. No está presente en ninguno de estos textos; sin embargo, en la gran mayoría de ellos ha sido mi interlocutor secreto. No habría escrito nunca muchos de estos ensayos si no hubiera hablado algunas veces con él. Él ha dado legitimidad y libertad de expresión a ciertas cosas que yo había pensado.
Le expreso aquí mi afecto y el testimonio de mi gran amistad, que ha pasado, como toda verdadera amistad, a través del fuego de las más violentas discordias.
Roma, octubre de 1962
Creo que no tengo mucho más que añadir a lo que ya dije de esta colección de textos cuando apareció en 1962.
Con respecto a «Invierno en los Abruzos», tal vez sea necesario explicar la frase «lo nuestro era un exilio»: estábamos en los Abruzos confinados, o mejor dicho, éramos «internados civiles de guerra»; el pueblo se encontraba en los alrededores de la ciudad de Aquila, y quizá por eso había un águila pintada en el techo de una habitación de nuestra casa. En ese pueblo pasamos tres años. Según me cuentan, ha cambiado mucho desde entonces; se ha convertido en un centro turístico, un lugar de veraneo; yo no lo he vuelto a ver en esta nueva forma, ni deseo volver a verlo; aunque entiendo que es un bien que haya cambiado, que hayan construido en él restaurantes y hoteles. Entonces había un solo hotel, el hotel Vittoria: tenía tres habitaciones en total; y los propietarios, una madre viuda con tres hijos, eran de las personas más entrañables, humanas y hospitalarias que se pueda encontrar. Pero, por lo que yo sé, se fueron a vivir a otra parte, y el hotel Vittoria, con la cocina donde se estaba en invierno y la terraza donde se estaba en verano, ya no existe.
Por otra parte, muchos de los lugares de los que se habla en estos textos han cambiado; en el escrito «Retrato de un amigo», la ciudad mencionada es, sin duda, irreconocible.
Roma, octubre de 1983
NATALIA GINZBURG
PRIMERA PARTE
INVIERNO EN LOS ABRUZOS
Deus nobis haec otia fecit.
En los Abruzos sólo hay dos estaciones: el invierno y el verano. La primavera es nevosa y ventosa como el invierno y el otoño es caliente y límpido como el verano. El verano comienza en junio y termina en noviembre. Terminan los largos días soleados en las colinas bajas y abrasadas, el polvo amarillo de la calle y la disentería de los niños, y comienza el invierno. La gente entonces deja de vivir en las calles, desaparecen de las escalinatas de la iglesia los muchachos descalzos. En el pueblo del que hablo, casi todos los hombres desaparecían tras las últimas cosechas: se iban a trabajar a Terni, a Sulmona, a Roma. Era un pueblo de albañiles, y algunas casas estaban construidas con gracia: tenían terrazas y columnitas como pequeñas villas, y sorprendía encontrar en ellas, al entrar, grandes cocinas oscuras con jamones colgados y amplios dormitorios míseros y vacíos. En las cocinas estaba el fuego encendido; había varios tipos de fuegos: grandes fuegos con leños de encina, fuegos de frasca y hojas, fuegos de ramas recogidas una a una del suelo. Era fácil distinguir a los pobres de los ricos mirando el fuego encendido; más fácil que mirando las casas y a la gente, su ropa y sus zapatos, que eran todos más o menos iguales.
Cuando vine al pueblo del que hablo, al principio todas las caras me parecían iguales, todas las mujeres se parecían, ricas y pobres, jóvenes y viejas. Casi todas tenían la boca desdentada: allí las mujeres pierden los dientes a los treinta años por las fatigas y la mala alimentación, el esfuerzo de los partos y la lactancia, que se suceden sin tregua. Pero después, poco a poco, empecé a distinguir a Vincenzina de Secondina, a Annunziata de Addolorata, y empecé a entrar en todas las casas para calentarme con sus fuegos distintos.
Cuando comenzaba a caer la primera nieve, una lenta tristeza se apoderaba de nosotros. Lo nuestro era un exilio: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. Encendíamos nuestra estufa verde, con el largo tubo que atravesaba el techo; nos reuníamos en la habitación donde estaba la estufa, y allí cocinábamos y comíamos; mi marido escribía sentado a la gran mesa ovalada, los niños sembraban el suelo de juguetes. En el techo de la habitación había un águila pintada: yo miraba el águila y pensaba que aquello era el exilio. El exilio era el águila, era la estufa verde que crepitaba, era la vasta y silenciosa campiña y la nieve inmóvil. A las cinco tocaban las campanas de la iglesia de Santa María, y las mujeres iban para la bendición, con sus chales negros y la cara roja. Todas las tardes mi marido y yo dábamos un paseo; todas las tardes caminábamos del brazo, hundiendo los pies en la nieve. Las casas que bordeaban el camino estaban habitadas por gente conocida y amiga; y todos salían a la puerta y nos decían: «Que haya salud.» Alguno a veces preguntaba: «¿Pero cuándo vuelven a su casa?» Mi marido contestaba: «Cuando termine la guerra.» «¿Y cuándo terminará esta guerra? Tú que sabes tanto, y eres profesor, ¿cuándo terminará?» A mi marido lo llamaban «el profesor», pues no sabían pronunciar su nombre, y venían de lejos a consultarle sobre las cosas más variadas, sobre la mejor estación para quitarse los dientes, sobre los subsidios que daba el municipio y sobre las tasas y los impuestos.
En invierno, cuando fallecía algún viejo a causa de una pulmonía, las campanas de Santa María tocaban a muerto, y Domenico Orecchia, el carpintero, fabricaba el ataúd. Una mujer enloqueció; se la llevaron al manicomio de Collemaggio, y el pueblo tuvo de qué hablar durante un tiempo. Era una mujer joven y limpia, la más limpia de todo el pueblo: dijeron que aquello le había pasado por tanta limpieza. A Gigetto di Calcedonio le nacieron dos gemelas, con dos gemelos varones que ya tenía en casa, y montó un escándalo en el municipio porque no querían darle el subsidio, pues tenía muchas tierras y un huerto grande como siete ciudades. A Rosa, la portera de la escuela, una vecina le escupió en el ojo, y se paseaba por todas partes con el ojo vendado para que le pagaran la indemnización. «El ojo es delicado, el escupitajo es salado», explicaba. Y también de esto se habló por algún tiempo, hasta que no quedó nada más que decir.
La nostalgia crecía en nosotros día a día. A veces era incluso agradable, como una compañía tierna y ligeramente embriagadora. Llegaban cartas de nuestra ciudad con noticias de bodas y muertes de las que quedábamos excluidos. A veces la nostalgia se tornaba aguda y amarga, se convertía en odio: odiábamos entonces a Domenico Orecchia, a Gigetto di Calcedonio, a Annunziatina, las campanas de Santa María. Pero era un odio que manteníamos oculto, pues lo considerábamos injusto, y nuestra casa estaba siempre llena de gente, unos venían a pedir favores, otros a ofrecérnoslos. A veces la modista venía a hacernos una pasta llamada sagnoccole. Se ataba un paño de cocina a la cintura, batía los huevos, y mandaba a Crocetta a recorrer el pueblo a ver quién podía prestarnos un perol bien grande. Su cara enrojecida estaba absorta y sus ojos brillaban con una voluntad imperiosa. Habría quemado la casa con tal de que sus sagnoccole salieran bien. Sus ropas y su pelo se volvían blancos de harina, y sobre la mesa ovalada donde mi marido escribía iba depositando las sagnoccole.
Crocetta era nuestra mujer de la limpieza. En realidad no era una mujer, porque tenía catorce años. La modista nos la había encontrado. La modista dividía el mundo en dos bandos: los que se peinan y los que no se peinan. De quienes no se peinan hay que guardarse, porque, naturalmente, tienen piojos. Crocetta se peinaba, por eso vino a servir a nuestra casa, y les contaba a los niños largas historias de muertos y cementerios. Había una vez un niño al que se le murió la madre. Su padre se buscó otra mujer y la madrastra no quería al niño. Por eso lo mató