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Libro electrónico219 páginas4 horas

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Información de este libro electrónico

Formas de viajar y de mirar los lugares que se conocen y los que no se conocen, observaciones de la vida cotidiana. Una manera de conocer su ciudad y las otras. En "Fui" se junta la muerte del padre, un oficinista al que no le alcanza para un churrasco italiano, el robo de una bicicleta, y una anciana que no logra subir a una acera y la visita a una escuela básica del sur. Porque cada detalle que escapa al progreso moderno chileno es importante.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento11 mar 2017
ISBN9789560007452
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    Fui - Cynthia Rimsky

    Cynthia Rimsky

    Fui

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2016

    ISBN impreso: 978-956-00-0745-2

    ISBN Digital: 978-956-00-0900-5

    Motivo de portada: Andrea Goic.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    a Andrea G.

    a Felicinda H.

    Recorridos

    La casita del cité 13/08/2013

    Habito en la subdivisión de una casa rescatada por un abogado que compra propiedades antiguas para impedir que las conviertan en edificios. Contra tal noble propósito conspira su escaso talento para la remodelación y la avidez por ganar dinero que lo lleva a construir cuatro departamentos donde caben tres. Pago la renta escribiendo guiones sobre personas que perdieron un miembro y supieron salir adelante. Los ejecutivos de TVN pronostican una gran audiencia. Quiero escribir una novela: gané un premio Municipal con un cuento largo y eso me da confianza, pero necesito un alquiler barato para escribir menos guiones y más literatura. La oportunidad llega cuando un amigo poeta, que vive en una casita al fondo de un cité en Bilbao, se enamora de una mujer con dos hijos que le propone ir a vivir juntos. El poeta se siente dividido entre formar una nueva familia o continuar con su vida literaria en la casita del cité. Intuyo que la mudanza con la mujer y sus dos hijos no va a resultar, pero necesito la casita para convertirme en escritora, y le aconsejo la vida de familia. Decide subalquilarme con la condición de que podrá volver si su mudanza resulta un fracaso. Los saltos son sin red, le advierto. A las dos semanas estoy en la casita escribiendo mi primer libro. A los dos meses el poeta descubre que no es un hombre de familia y ya no tiene un lugar para escribir.

    Mientras el cité es un accidentado pasaje con modestas casas en las que viven personas que, de no ser por este silencioso recodo, tendrían que habitar en la periferia de la ciudad, mantenemos una tácita convivencia con los ratones. No me inmiscuyo en sus subterráneos, ellos cazan en otros pasajes y disponen del nuestro para la vida en familia. Hasta que llegan dos arrendatarios nuevos con la ilusión de transformar la modesta casa del cité en una de condominio. El movimiento de tierras destruye las viviendas de los ratones. Aparecen a cualquier hora, mordisquean la comida, corren, cavan agujeros en las paredes y en el piso. Compro una fórmula para eliminarlos. Me paso la noche en vela escuchando a los pequeños llorar. Por la mañana aparece en la sala una enorme rata que perdió a su familia y no está dispuesta a moverse. Instalada de emergencia en un nuevo departamento, recibo el llamado de la editorial para avisarme que no publicará mi novela porque entraron en quiebra y el llamado del poeta invitándome al lanzamiento de su nuevo libro. Hoy paso por el frente. Ya es todo un condominio.

    El del medio 27/05/2008

    En el Registro Civil una madre ordena a sus tres hijos que estén quietos mientras cumple con los trámites en la ventanilla. El mayor sienta al pequeño sobre sus piernas para que no escape a su vigilancia y la madre pueda estar tranquila. Su razonamiento –anticiparse a un posible peligro, aliviar la desazón de la madre y encontrar una solución– es parte de su mayoría de edad. ¿Y el del medio? Arroja un dardo con un resorte a la parte de atrás de la silla que se devuelve contra él. Con este artilugio busca despertar la admiración del pequeño, porque la gravedad del mayor tiene su contrapartida en la complicidad de la desobediencia que consigue despertar el mediano en el menor. Imagino la duda del pequeño; la seguridad de las piernas del hermano grande, a una altura desde la que puede contemplar el mundo sin exponerse, la protección de ese brazo fuerte alrededor de su cintura, el olor de ese cuerpo tan conocido, el roce de la barbilla contra su cabeza, el orgullo de ser querido por ese hermano gigantesco al que los padres permiten hacer cosas de adulto, y la posibilidad de emprender una travesura con el hermano del medio al que siempre retan. El mediano advierte de reojo que el pequeño continúa sobre las rodillas del mayor; entregaría su desobediencia a cambio de esa intimidad entre sus dos hermanos. Él puede escapar, recorrer todo el segundo piso y hasta bajar la escalera sin permiso, puede ir lejos porque nadie depende de él; actuar a su antojo, sin preocupaciones, pero ellos son dos y él continuará siendo uno.

    El temblor de la propietaria 19/08/2013

    La dueña de la casita del cité me exige que le entregue el dinero del alquiler en billetes y en su casa. En el lugar donde el plano ubica su calle, no está; es que las hay caprichosas, y cuando una perpendicular las corta, se niegan a ser las mismas del otro lado y hay que buscarlas una cuadra más arriba o más abajo. La calle que persigo se transforma en un pasaje cerrado que termina en una plazoleta. La casa de la dueña está al fondo. En el diseño original –de seguro construida por una caja de empleados particulares o públicos– debieron ser pareadas e iguales, con dos pisos y una fachada como las que dibujan los niños, con una ventana a cada lado de la puerta. Cuando los propietarios originales murieron, los hijos vendieron y los nuevos dueños convirtieron la calle en un pasaje cerrado con rejas y puntas de fierro. El segundo paso fue modificar las casas para que parecieran modernas. La de mi arrendadora es la única que no cambió. Parece una pariente pobre a quien le cedieron el cuartito del fondo. El olor a encierro me recuerda el de ciertas modistas de barrio que visitaba mi madre en los años ochenta y, a pesar de que entra la misma luz que en las casas vecinas, allí se cuela la penumbra que ahuyentaron las otras en su remodelación.

    La bandeja en la que trae las tazas con sus platillos y cucharillas se balancea hacia los lados, arriba y abajo golpean sus asentaderas. Hago como que espero con naturalidad a que mi taza llegue tropezando. A último momento me anticipo a cogerla al vuelo. Las tiras de papel floreado que cubren las paredes están despegadas, como si fueran capas geológicas, advierten que hubo una época floreciente y un desastre natural o íntimo la congeló.

    La mujer me cuenta que tras fallecer el marido subsiste con el alquiler de la casita del cité. Su situación es tan precaria que usa una bolsita de té para ambas. A mí también me gusta clarito, pero cuando vienen desconocidos me da pudor y coloco la caja completa. En las siguientes visitas comprendo que su exigencia de que le lleve el dinero del alquiler a su casa se debe a que de esa forma se lo oculta al hijo que vive con ella y que se apropió de su cuenta corriente. Es el temor a que los billetes no le alcancen, lo que provoca el temblor que hace zozobrar la casa cada vez que traslada las tazas en la bandeja.

    Especial 13/06/2008

    El cambio de hora, al comienzo de la primavera, abre un espacio de libertad entre la oficina y el regreso a casa. Las mesas en la calle se turnan para albergar a los empleados. Los que no concertaron una cita, hacen un solitario alto en algún mesón. Según el reloj colgado en la pared de la fuente de soda, a las siete veinte de la tarde se acerca un hombre con el cabello negro rigurosamente cortado al cepillo. En el trayecto se saca la chaqueta y queda en camisa blanca y corbata. Apenas se sienta, el mozo pone delante de él una cerveza negra común. El hombre coloca la chaqueta sobre sus piernas, satisfecho de que haya reconocido su costumbre, contempla el líquido oscuro y espumoso, exactamente como lo imaginó en la oficina.

    –En pan de frica –le explica al mozo–, me trae un churrasco con mantequilla.

    Sus palabras traslucen el deseo largamente acariciado entre los papeles; la mantequilla al contacto con el calor de la carne deshaciéndose entre las migas del pan que, remojado en ambos –grasa y jugo–, crujirá entre sus dientes.

    –Lo siento, pero el sandwichero no trabaja con mantequilla.

    –¿No tiene mantequilla?

    En la oficina calculó que un chacarero era demasiado caro, considerando que luego cenará en casa, donde lo aguardan su mujer, los dos pequeños y todas las cosas que hace falta comprar. No, no podría comer un chacarero tranquilo, pero hace tanto tiempo que no come un churrasco. Entonces, se le ocurrió lo del churrasco con mantequilla: más caro que la acostumbrada salchicha especial y menos que un chacarero.

    –¿No puede preguntar si es posible ponerle mantequilla?

    –Y si no, le traigo el especial de siempre.

    El hombre vacila; si le da a entender la importancia que tiene la mantequilla, el garzón podría perder la consideración con la que le trae semanalmente el especial y la cerveza negra.

    –Ojalá pueda conseguir mantequilla, pero si me trae un especial, que sea con el pan bien calientito.

    Para hacer una excepción, el garzón tendría que pedir a la ayudante de cocina que le convide la mantequilla reservada para los platos extras, convencer al sandwichero, preguntar a la cajera si la mantequilla se cobra como extra o agregado, aguantar la reprimenda del dueño por ofrecer sándwiches que no están tipificados en el sistema... mucho más simple gritar: «un especial».

    El oficinista contempla al maestro tirar los bistecs transparentes a la plancha. Recuerda a su madre embadurnando con mantequilla la marraqueta crujiente mientras en la sartén se fríen los recortes de carne que hábilmente separó antes de cocer el asado. El garzón pasa con un chacarero y un barros luco. Si bebe un sorbo más, va a quedarse sin cerveza para saborear la carne ligeramente salada. El mozo vuelve a pasar, en sus manos lleva el especial de siempre. El oficinista acepta en silencio el pan con la salchicha y la mayonesa, le echa mostaza y lo toma entre sus dedos. Se inclina hacia adelante para no mancharse la corbata y le da un mordisco. Yo también he pedido un hot dog y sé que el pan está añejo, la salchicha fría y la mayonesa desabrida.

    Mi noche con la cala negra 19/10/2011

    El del cité es mi segundo jardín interior, de apenas 3 por 1,5 metros y embaldosado. En la pandereta que lo separa de un estacionamiento que da a la avenida Salvador, planté una enredadera cuya patilla robé de una productora de televisión para la que escribo guiones sobre personas que perdieron un miembro y salieron adelante. Mi jefe, un antiguo militante de izquierda que levantó la productora de televisión con dinero de la solidaridad internacional, está convencido de que sólo se puede vender morbo, y por morbo entiende la recreación de accidentes traumáticos. Llevo dos años entrevistando a personas que perdieron una mano, una pierna, la vista…; también a sus familiares. De mi casa anterior traje una lápida que me regaló un amigo para que tuviera en mi jardín un asiento desde el cual atender el paso de la tarde. Lo colocamos sobre una base de cemento y encima puse un gran cojín relleno con las plumas del cobertor que mis abuelos trajeron en el barco en el que emigraron desde Polonia. En la lápida caben dos personas y sus vasos.

    Todas las plantas que hay en el jardín son robadas. Salgo al anochecer con una cuchara y bolsas. Ataco las plazas y los jardines privados; mis amigos me llaman para pasarme el dato de una planta fácil de sacar. Sobre las baldosas y contra el muro divisorio, dispongo en una semi-circunferencia de ciento ochenta grados, una hilera de piedras que pego con cemento; de esta forma consigo armar una fuente que lleno con agua cada dos días y a la que bajan los pájaros del barrio. Al llegar la primavera compro almácigos de albahaca, tomillo, perejil, ciboulette y frutillas. Me abastezco en un par de tiendas de semillas en las inmediaciones del Mercado Central; me gusta el olor a desinfectante mezclado con el de la tierra húmeda. No recuerdo si es ahí o de camino a La Vega que descubro las papas. Hay de gladiolos, lirios, calas blancas y, según un cartelito manuscrito, negras. Pregunto al vendedor si las calas negras son verdaderas y me dice que sí, pero desconfío; las papas parecen iguales, a excepción del precio: las negras valen el triple. Dice que florecen una vez al año por una sola noche. Supongo que me engaña, pero igual la compro y la entierro en un macetero junto a las papas de los lirios. Si no crece, los lirios se encargarán de hacerme olvidar la estafa.

    Un día asoma el tallo. Les pregunto a mis amigos pero ninguno escuchó hablar de las calas negras. Como el tallo crece verde, supongo que se abrirá una cala blanca y finjo que la olvido. Una tarde se desenrosca una franja de intenso color negro y advierto que abrirá esa noche. Parto a comprar queso, pan, vino… como si tuviera una cita amorosa, arreglo el cojín, pongo música y me siento a esperar. El olor se vuelve intenso, los últimos pájaros bajan a beber y el patio queda en silencio. La flor comienza a desenrollarse hasta mostrar un pistilo morado. Los únicos sonidos provienen de las hojas, la brisa, las flores, como si la cala negra animase el jardín para mí. El sueño comienza a ganarme, resisto, no deseo entrar a la casa, cabeceo, me duermo, abro los ojos con la convicción de que mientras permanezca a su lado, estará viva.

    Al despertar por la mañana salgo al jardín. La cala se nota cansada, su piel tersa surcada de arrugas y un penetrante olor a podrido satura el jardín. Parece resistir a su fatalidad, pero una fuerza superior la doblega. En la productora me esperan para concertar una entrevista con un nuevo mutilado; descuelgo el teléfono.

    A fines de año renuncio a la productora de televisión y al morbo que me impedía escribir de una cala. Del cité partiré a un largo viaje de regreso a la tierra donde nacieron mis abuelos. De ese viaje saldrá mi primera novela. Antes de mudarme, le llevo el macetero aparentemente vacío a mi mejor amiga. Al año siguiente recibo una carta suya en el correo central de Lvov: la cala floreció una sola noche y no volvió a aparecer. Una seguidilla de pequeñas intolerancias consiguen que ella y yo nos separemos. La cala todavía debe dormir en su jardín, tal vez espera que ella y yo nos perdonemos y entonces una noche decida florecer.

    Una calle menos 27/10/2011

    No sé si les ha ocurrido perder una calle. La calle continúa existiendo, se la encuentra en el mapa, se la ve desde un automóvil o un bus, pero es como si su nombre hubiese sido ocupado por una extraña. Les voy a dar un ejemplo. Entre la casita del cité y el departamento de mi pareja hay diez cuadras. La vía más rápida para ir y venir es por una avenida profusamente transitada y que, en la parte más árida, pasa frente a Urgencias del Hospital Salvador. No recuerdo cuál de los dos descubre que, paralela a la avenida, hay una apacible calle sombreada por falsas acacias. El descubrimiento produce inmediatos cambios en nuestra relación; al placer de verse se suma el de caminar hacia el otro.

    Antes de coger la callecita y sumergirme en la atmósfera del barrio que se resiste a ser devorado por la vía rápida, me invade la expectación del encuentro. En vez de ensimismarme en mis problemas o pensamientos, me vuelco hacia afuera para constatar si en nuestra ausencia se produjo algún cambio; reconozco la casa que admiramos la vez pasada, reparo en una nueva costumbre de sus moradores; tomo nota para comprobar si se trata de un accidente o se convertirá en habitual; me entra la duda si prefiero vivir en la casa de un piso con pórtico o en la que tiene buhardilla; me pregunto qué habrá ocurrido que no regaron el pasto, si arreglarán la ventana hinchada con la última lluvia; si el niño olvidó para siempre la pelota entre las calas. En vez de encontrarnos como antes, en su casa o en la mía, en el cine o en un restorán, comenzamos a citarnos directamente en nuestra calle. Antes de salir, nos llamamos por teléfono. La cita resulta perfecta si caminamos en soledad una cuadra y recorremos lentamente las dos siguientes.

    En cinco años transitamos por allí como mínimo 260 veces. Después de la ruptura busco excusas para pasar por la calle; pronto se hace evidente la equivocación y la abandono. Viajo al exterior, conozco calles más hermosas, exóticas, apacibles, pero cada vez que vuelvo al barrio, me las arreglo para ir a su casual encuentro. Una de las casas en la que pensamos vivir se ha quemado. Varias fueron alquiladas por empresas y hasta por una universidad. Me quedo con la impresión de que ya no es la misma. Olvido su nombre y ahora que escribo debo consultar un mapa. No recuerdo las ventanas, los jardines, la buhardilla, el pórtico, el niño que perdió la pelota entre las calas debe tener veinte años o más.

    Dicen que hasta una edad temprana las experiencias que vivimos abren en el cerebro caminos por los que posteriormente pasarán todas las experiencias similares. Con mi siguiente pareja descubrimos al menos dos caminos interiores entre su departamento y el mío. Tal vez por eso no me quedan grabados. Sí recuerdo que tras una descorazonadora discusión, camino hacia mi casa con la vívida sensación de que esta calle también va a desaparecer.

    La hoja de lechuga 18/08/2013

    Un documentalista me contrata como guionista de un video para el Ministerio de Educación. Se trata del evento participativo más importante en la historia de esa repartición. Han convocado a estudiantes, apoderados, sostenedores, directores, profesores, funcionarios del Ministerio e investigadores, a analizar y buscar soluciones en conjunto para la educación escolar. Al salir de la reunión, le confieso al documentalista que no les creí una sola palabra. Él me recrimina que no les dé una oportunidad.

    El evento es en un colegio de los curas. Cientos de personas se levantan temprano un sábado y toman una o dos micros hasta aquí. El Ministro llega de punta en blanco en un auto con chofer, promete el oro y el moro: sobre

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