Chilean Electric
Por Nona Fernandez
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Chilean Electric es una criptografía y una iluminación que arranca de la "temible oscuridad" chilena a los desaparecidos, los asesinados, los ahorcados. También es la continuación de uno de los proyectos personales más importantes de la literatura contemporánea en español, "una especie de morse luminoso" y la promesa de que ya no haya sombras para ninguno de nosotros.
Nona Fernandez
Nona Fernández nació en Santiago de Chile en 1971. Es actriz, guionista y escritora. Estudió en la Escuela de Teatro de la Universidad Católica de Chile. Ha publicado el volumen de cuentos El Cielo (2000), las novelas Mapocho (2002, 2019 edición definitiva), Av. 10 de Julio Huamachuco (2007), ambas ganadoras del Premio Municipal de Literatura de Santiago, Fuenzalida (2012), Space Invaders (2013), Chilean Electric (2015), ganadora del premio Mejores obras publicadas del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, La dimensión desconocida (2016), distinguida con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, que otorga la Feria del Libro de Guadalajara, y el ensayo Voyager (2020). En 2011 fue seleccionada como uno de Los 25 secretos mejor guardados de América Latina en la FIL de Guadalajara. También es autora de las obras de teatro El taller (2012) y Liceo de niñas (2016), ambas estrenadas por su compañía, La Pieza Oscura. Algunos de sus libros han sido traducidos al italiano, el francés, el alemán y el inglés.
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Chilean Electric - Nona Fernandez
Nona Fernández
Chilean Electric
ISBN: 978-956-9131-80-6
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Chilean Electric
Nona Fernández
Chilean Electric
Nona Fernández
Primera edición: Alquimia Ediciones, 2015
Segunda edición: Alquimia Ediciones, 2017
Colección: Foja Cero
A Blanca Gross Pérez
La anciana enciende la luz.
Clic hacen los interruptores.
La ciudad, Gonzalo Millán
El pago de la cuenta por suministro
efectuado después de la fecha de vencimiento
originará intereses.
Boleta electrónica No 127383667
Registro de instalación
Era una compañía alemana, dijo. Una que había llegado a instalar la luz. Eran muchos obreros y técnicos que desembarcaron con cables, ampolletas y alicates en la plaza de Armas, el primer lugar que se iluminó en todo Santiago. Dijo que el trabajo demoró años. No especificó cuántos, pero imagino que los suficientes como para que uno de esos eléctricos alemanes conociera a una mujer y tuviera cuatro hijos chilenos con ella. Dos morenitos de ojos azules, una niña rubia de pelo tieso y por último un colorín.
Una noche la madre de los niños les informó que irían al centro de la ciudad. El padre había terminado parte de su trabajo y en la plaza se celebraría una ceremonia. Los morenitos, la niña rubia y el colorín salieron y caminaron por las calles semioscuras, apenas iluminadas por los pequeños faroles a mecha que alguien había encendido al atardecer. La niña rubia iba de la mano de su madre, así me dijo. Las sombras de sus cuerpos se proyectaban en los muros y en el suelo, avanzaban a sus espaldas sin despegarse de sus pies. La de su madre era delgada y pequeña. La de su hermano, el colorín, movediza y siempre apurada, corriendo delante de las demás. La suya, chiquitita y de piernas flacas, una sombra tan oscura que de sólo mirarla le daba miedo, así me dijo. No importaba cuánto se apuraran ni qué tan rápido doblaran las esquinas, las sombras siempre estaban ahí, detrás, haciendo el mismo recorrido que ellos, pisando sobre sus pasos, tragándose el momento que acababa de ocurrir.
Después de una caminata larga, la niña llegó con sus hermanos y su madre a la plaza de Armas. Ahí se encontraron con otros niños y mujeres y hombres que esperaban ver el espectáculo de la luz eléctrica. El lugar estaba lleno. Los abuelos ocupaban los bancos y las gradas de la catedral a modo de asiento. Sobre los hombros de los padres, los niños se asomaban intentando ver. Había animales también, perros, gallinas y algunas mulas, así me dijo. Nadie quería quedarse afuera. Cientos de cabezas y de cuerpos con sus respectivas sombras, expectantes, reunidos en la plaza pública a la espera de una iluminación.
No sé cómo habrá comenzado todo. No recuerdo si ella me lo contó. Quizá hubo una ceremonia. Alguien dio un discurso encaramado en una tarima hecha especialmente para la ocasión o sobre las mismas gradas de la catedral. Quizá se habló del progreso, de los nuevos tiempos, del futuro que se venía encima y se hacía presente esa noche ahí, en la penumbra del punto cero de la ciudad, del ombligo del país. O quizá no hubo nada ceremonial y simplemente un alemán de cabeza blanca contó hasta tres a viva voz:
eins, zwei, drei.
Quizá luego accionó el interruptor, y así, rápidamente para no develar el truco, cada uno de los faroles instalados en la plaza se encendió al mismo tiempo entregando al público un acto de ilusionismo como nunca antes habían presenciado.
La gente enmudeció.
Nos quedamos con la boca abierta, así me dijo.
No volaba ni una mosca, todo era silencio mientras mirábamos las ampolletas encendidas.
La luz era mucho más brillante que la de las lámparas de mecha. Era una luz completa que no dejaba a nadie afuera. Intrusa y sorpresiva, hizo aparecer los rostros de la gente en plena noche. Los santiaguinos nunca se habían visto así. El hermano colorín era aún más colorín bajo los faroles. Su pelo brillaba como una brasa de la salamandra que encendían en invierno. La luz se paseaba entre los cuerpos potenciando colores, formas y diseños. Abrazaba cinturas, despeinaba cabezas, estrechaba manos, hombros, pechos, espaldas. Sacaba afuera una nueva dimensión de cada uno. La gente se acercaba a los faroles y sonreía bajo las ampolletas mirando sus propios cuerpos iluminados, exponiéndolos al resto como quien muestra un traje nuevo.
La