Peces mudos
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Peces mudos - Rosario Lázaro Igoa
Primera parte
Dos perros
Llueve desde hace horas. La nube negra se fue acercando desde el horizonte y demoró en llegar, enorme y amenazadora en la espera. Pudo observarla por un buen rato, sobre el calor endemoniado que los envolvía hace semanas, ver los bordes más azulados, el centro oscuro, casi negro, los relámpagos que iluminaron zonas de esa extensión de cielo, haciendo visibles los recortes que había en su interior, esos pliegues en general escondidos, y también las partes más compactas. El viento paró de a poco y, a pesar de que parecía que soplaba del este, la nube avanzó desde el suroeste, plantándose con firmeza sobre la sierra. Le dio tiempo de sacar la ropa de la cuerda, todavía húmeda, y de cerrar los postigos. Eran más de las seis cuando la masa de agua que estaba en suspenso hasta ese instante se transformó en una manta única. Los recortes entre las áreas de algodón desaparecieron en un gris empapado. Desde el cielo, la nube empezó entonces a descargar baldazos. Estaba atardeciendo, pero no pudieron darse cuenta.
Hace rato que una gotera marca el ritmo del tiempo. El agua entra por un costado del techo de Dolmenit, se escurre por la pared blanca de cal y cae entre los tablones de madera del piso, avanzando por la casa. Los perros se amontonan en la puerta, tratando de entrar. Sus sollozos alternan con el ruido de la gotera. La mujer los rezonga con un chistido rápido, pero no tardan demasiado en empezar a hacer ruido de nuevo. A veces también golpean la puerta de chapa. Patas contra metal, y retumba así el pedido de clemencia. Son tres. No deberían de tener miedo, y además es fin de febrero y no hace frío, piensa mientras se pone los lentes para ver de cerca. El libro de recetas descansa en su falda. Hojas escritas a mano y otras en las que alguna vez pegó recetas recortadas del diario. Aspic de verduras. Bizcochuelo sueco. Pizza de polvo de hornear. Timbales de pollo. Todas las hojas están apretadas por una barra de metal oxidado que las une. Necesita alguna idea para el domingo. Algo que se pueda preparar con anticipación y llevar en una caja, o envuelto. Le gustaría poder concentrarse, pero no puede dejar de observar a esos tres seres que saben que está ahí, pendiente de ellos también. Nota cómo el más grande trata de imponerse, de pasar por arriba de los otros dos, de sacarlos hacia un costado y ser el único en asomar el hocico por debajo de la puerta, por la rendija que también deja pasar la luz de la galería. Sombras nerviosas. Atentas. Una rendija donde se proyectan.
Ese cuerpo color tostado, caramelo, se agacha como un felino, y olisquea. Ella se mueve en el sillón y el perro lo nota. Por alguna razón, sabe que lo está mirando en el espacio entre el piso y la puerta de lata, y sabe también que le gustaría poder dejarlos entrar a la casa, donde no llueve. A los tres, o tal vez solo al marrón, al grande y rápido, el único que sabe subir a los árboles. Sin dudas, los otros dos envidian esa agilidad para agacharse o lanzarse al acecho como un gato, así como ese poder de convencimiento, y se hacen a un lado. Apareció hace menos de un año, pero ya domina la pequeña manada que se formó gracias a su llegada. Tres cuerpos, el marrón tostado, otro atigrado, de porte menor, y uno negro, gordo. Tres perros.
—No te vayas a encariñar. Seguro se les cayó de la camioneta a los cazadores, se nota que está entrenado para cazar —le advirtió desde el principio el marido—. Ya vi que es de lo más comprador. Pero estos, como vienen, se van —agregó levantando las cejas oscuras con aire grave y estirando la piel arañada por el sol.
Era un mediodía de junio. La luz fría y blancuzca del invierno inundaba el paisaje. Él tomaba mate sentado en un banco de madera cubierto por un cuero de oveja. La boina enterrada sobre el pelo renegrido y el bigote recortado con esmero. Los dos perros de la casa se le echaban a los pies, pero no perdían de vista al recién llegado, que esperaba algo junto a la portera. Ese otro perro parecía ingenuo y desafiante en su paciencia. Hacía días que rondaba el paraje. Ella estaba sentada un nivel más arriba, en una silla de cármica del comedor, que luego dejaría junto a la mesa, adentro, como si la entrada de la casa no pudiera ser el lugar permanente para ese mueble. Escuchó la advertencia fingiendo prestar atención, y hasta trató de imaginar a un perro cayendo de una camioneta en movimiento, pero enseguida volvió a mirar en dirección a la portera, al perro marrón tostado, apostado en la entrada misma, el camino atrás, y el monte nativo del otro lado, donde vivían las cruceras. Suspiró. Hacia la derecha, empezaban las sierras más pronunciadas, de laderas rocosas y no llenas de pasto como aquella donde estaba la casa que él había construido cuando se casaron. Una casa simple, como un cubo, pintada con cal, una galería estrecha en la fachada, y techo plano, no a dos aguas como ella hubiera preferido, pero una casa digna, con un comedor amplio que terminaba en la cocina, y del otro lado dos cuartos, el grande, con una ventana ínfima que daba al norte, y el de los hijos, siempre lleno de humedades por la orientación hacia el sur y hacia la parte alta de la ladera, donde ahora tenía su máquina de coser.
Al día siguiente, la mujer empezó a dejarle comida en la portera. A esa hora, el marido ya había salido a caballo para recorrer el campo, por la portera de arriba, acompañado por los dos perros que habían llegado antes que ese intruso y que custodiaban esa vida de pareja entrada en años. El perro nuevo no se movía de ahí, no entraba al potrero de las casas, pero tampoco se iba. A lo sumo, de noche se refugiaba entre unos matorrales a pocos metros de la portera, pero estaba siempre atento. Si ellos decidían salir en la camioneta, se sentaba a un lado del mataburro y los miraba irse, con ojos que a ella se le antojaban de persona. Tenía buen porte, alto y atlético, aunque la sarna le dejara el pelo desparejo y el hambre lo hiciera demasiado sumiso. Aprendió rápido a esperarla moviendo la cola, todos los días, como se fue haciendo costumbre. Después de organizar la casa, la mujer se ponía las botas de caña alta y bajaba caminando desde la casa hacia la portera. Traía en la mano el mismo recipiente de metal, lleno de arroz del día anterior y de otros restos de comida. El perro esperaba a que pusiera el pote en el piso, y recién ahí se acercaba, moviendo las caderas huesudas y la cabeza en direcciones opuestas, como pidiendo permiso. Pero así como llegaba sumiso, de un momento a otro, frente a la comida, el cuerpo entero se le transformaba y devoraba el montón de arroz en segundos. Era todo muy rápido. La boca abierta mostrando los colmillos blancos de perro joven, las costillas a la vista, arqueado hacia adelante, ajeno a su presencia y a la de cualquier otro que pudiera haber estado ahí. La comida entraba en aquel ser en ondas expansivas, pero no parecía ser suficiente, era como ocupar un organismo perpetuamente vacío. Igual, no tardó en metabolizar esa energía. El pelo mejoró en pocos días, y al sol brillaba con un tono cobrizo.
—Si le seguís dando comida, vas a hacer que se quede —dijo el marido una semana después, justo cuando la mujer le acercó el plato lleno de guiso de oveja, humeante sobre la mesa. Era un día oscuro de invierno. Las nubes bajas y húmedas sobrevolaban la sierra. Desde la ventana del comedor, la pradera parecía de un verde fosforescente.
Ambos comieron sin hablar. Las manos del hombre se relevaban entre los cubiertos y el pan, que rompía con los dedos, llevándose a la boca trozos de miga mojados en el guiso. A veces las migas le quedaban enganchadas en el bigote, y ella le hacía una seña breve, para que se limpiara. Al final del almuerzo, la mujer se arregló el pelo en un rodete esmerado y le pidió dinero:
—Quiero ir a Velázquez hoy —dijo con los ojos fijos en la pradera, sin revelar el motivo del viaje. Luego echó la cabeza hacia atrás, en un