La ciudad sin imágenes
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Juan Gallego Benot
Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997) ha publicado los libros de poemas Oración en el huerto (II Premio Poesía Tino Barriuso, Hiperión, 2020) y Las cañadas oscuras (Letraversal, 2023). Escribe sobre arte contemporáneo en Babelia e investiga sobre Retórica y Modernidad en la Universidad Autónoma de Madrid y en la Universidad de Groninga. Sus poemas han sido musicalizados por Iñaki Estrada (Oración en el huerto, 2022) y su último libro ha sido la base de una pieza escénica en colaboración con la cantaora Carmen Yruela (Las cañadas oscuras, 2023).
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La ciudad sin imágenes - Juan Gallego Benot
Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997) ha publicado los libros de poemas Oración en el huerto (II Premio Poesía Tino Barriuso, Hiperión, 2020) y Las cañadas oscuras (Letraversal, 2023). Escribe sobre arte contemporáneo en Babelia e investiga sobre Retórica y Modernidad
en la Universidad Autónoma de Madrid y en la Universidad de Groninga. Sus poemas han sido musicalizados por Iñaki Estrada (Oración en el huerto, 2022) y su último libro ha sido la base de una pieza escénica en colaboración con la cantaora Carmen Yruela (Las cañadas oscuras, 2023).
Para Pablo, que conoce mejor los caminos
—y a pesar de ello acompaña mis desvíos—.
1. Diagnóstico
Hace ya varios años fui diagnosticado de un problema en la memoria que dificulta la fijación de imágenes en mi cerebro. Confundo continuamente los rostros de mis familiares y soy incapaz de asignar el nombre correcto a mis amigos en cualquier encuentro o celebración. Prosopagnosia se llama la broma. Soy consciente de que esto me hace parecer maleducado o poco atento, así que suplo la vergüenza inicial mirando a mi interlocutor con los ojos muy abiertos mientras intento recordar cada dato que registra mi cerebro. Mi amiga Raquel (a la que llamé «María» en un cumpleaños el fin de semana pasado) tiene depilación láser el martes, a las diez y media, en Puerta de Toledo. Javier (un «Hola, Carlos» hace dos días le hizo pensar que me había equivocado de número) ha tenido una sobrina muy fea; Vicente («Luis», fingí estar borracho) se ha comprado una camisa en Humana por dos euros. Por el bien de mis relaciones sociales, tengo que memorizar toda esa información que cualquiera olvidaría al minuto. Porque cualquiera no dedicaría todos sus esfuerzos en recordar el rostro de sus amigos y terminaría un breve charloteo con la sensación agradable de haber estado acompañado por una de esas personas a las que se aprecia difusamente. En su lugar, he de seleccionar unas cuantas de las muchas tonterías que solemos decir en una conversación, para luego asignar una serie de datos a un nombre concreto, sin rostro.
A duras penas he logrado sobrevivir quedando como un despistado inocente, aunque conservo un número reducido de amistades a las que no logro poner cara. Evito quedar con compañeros del trabajo y limito mis apariciones en eventos con más de cinco o seis asistentes a lo estrictamente necesario. Mi dolencia no acaba ahí, por supuesto. Hay otro síntoma, mucho más angustioso, que es la incapacidad de fijarme en un espacio y reconocerlo; es decir, no tengo lo que se conoce comúnmente como «sentido de la orientación». Las calles por las que camino no conducen a ningún lugar: no sé qué hay detrás de cada esquina y la relación de plazas, avenidas y paseos me parece un laberinto que se renueva cada día. Los nombres de esos sitios se asignan a imágenes aleatorias: la Puerta del Sol puede ser totalmente circular, el paseo del Prado es un pasaje estrechísimo al que apenas llega la luz y la calle Sierpes tiene tres carriles de coches y rascacielos.
En cualquier caso, he nacido en buena época. Gracias al GPS de mi móvil, que suelo ir mirando discretamente cada vez que tengo que llegar a algún lado, suelo ser puntual y aparezco en los lugares correctos. Las palabras las recuerdo sin problemas e incluso excepcionalmente bien, así que no me cuesta nada pensar en el rótulo de las calles para llegar a los lugares a los que tengo por costumbre ir. Me aprendo de memoria la retahíla de palabras y recito en mi cabeza: «Salgo de la plaza de San Lorenzo y tomo la calle Cardenal Spínola, llego hasta la Gavidia y de allí tiro por Juan de Ávila para llegar al colegio». Qué curva exacta tiene la plaza de san Lorenzo o de qué color son los edificios de Juan de Ávila son problemas que no puedo resolver de cabeza. Con frecuencia me he visto, en momentos tristes, mirando en Google Maps imágenes del parque donde paseaba con algún amor, o rondando virtualmente el portal de casa de mi abuela. Escribo el nombre de su calle en el buscador y hago zoom al balcón, mientras atravieso, como un fantasma, los cuerpos de ciudadanos pixelados. Encuentro el balcón, lo reconozco (lo conozco, por primera vez) y observo su forma. Es inútil recordar la ubicación: aparece en mis recuerdos como una isla, da a mi cariño o a mi dolor un objetivo breve y concreto, y lo aposenta en esa imagen hasta que termino cerrando el ordenador y vuelvo a mi ciudad desordenada. Lloro muchas veces frente a la pantalla, cuando el lugar surge ante mí, como un préstamo del recuerdo de otros que nunca podrá pertenecerme. Cuando intento narrarme esos lugares, el recuerdo es simplemente más oscuro, más frágil. Los nombres de las plazas y los parques son bastante fríos, porque es difícil emocionarse ante unas letras que no evocan nada.
Esta dolencia, menor donde las haya (aunque me temo que daré una vejez horrible a mis seres queridos), ha sido la causa