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A pie de página: Placeres en el desierto de la lectura
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A pie de página: Placeres en el desierto de la lectura
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A pie de página: Placeres en el desierto de la lectura

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Leer es vagar por el desierto. Seguir las huellas que las palabras de otros se han marcado en la arena para encontrar a la intemperie aquello que ni se sabía que se buscaba. Fernando Castro Flórez desanda en este libro el itinerario de sus lecturas. Regresa a la biblioteca pública de Plasencia y a su obsesión infantil por copiar las entradas de la Enciclopedia Espasa-Calpe. A los libros de Marx y Nietzsche forrados con papel de periódico que hojeaba a escondidas. Al descubrimiento de la cita y de la nota a pie como rastro del placer de lo estudiado o la celebración de la lectura en familia. A pie de página es un ensayo en el que se funden humor, erudición y memoria. El elogio a una forma de lectura y escritura que toma por maestros a Borges, Maurice Blanchot, Rilke u Octavio Paz y que busca hacer visibles los enigmas y las preguntas más que las respuestas.
IdiomaEspañol
EditorialLa Caja Books
Fecha de lanzamiento11 may 2022
ISBN9788417496647
A pie de página: Placeres en el desierto de la lectura
Autor

Fernando Castro Flórez

Fernando Castro Flórez (Plasencia, 1964) es profesor titular de Estética de la Universidad Autónoma de Madrid. Comisario de exposiciones de artistas como Miró, Picasso, Dalí, Cragg, David Nash, Nacho Criado, Warhol, Francis Bacon, Imi Knoebel, Julian Opie, Fernando Sinaga, Anselm Kiefer o Bernardí Roig. Ha escrito libros como Elogio de la pereza. Notas para una estética del cansancio (1992), El texto íntimo. Kafka, Rilke, Pessoa (1993), Contra el bienalismo (2012), Mierda y catástrofe. Síndromes culturales del arte contemporáneo (2014), Estética a golpe de like (2016), Estética de la crueldad (2019), Filosofía tuitera y estética columnista (2019) o Cuidado y peligro de sí(2021).

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    A pie de página - Fernando Castro Flórez

    9788417496630Apiedepagina.jpg9788417496630Apiedepagina.jpg

    A Manuela, como todo lo que he escrito

    Retirado en la paz de estos desiertos,

    con pocos pero doctos libros juntos,

    vivo en conversación con los difuntos,

    y escucho con mis ojos a los muertos.

    Quevedo

    Todo empezó ahí

    Todo comenzó copiando. No fue la palabra, ni la acción. Tampoco se trataba, en clave de teología negativa, de una ausencia o del síncope de la glotis (esto suena particularmente mallarmeano), y fue mucho antes de que pudiera imaginar que se podría decir, con impunidad académica, que la «ausencia es fundante». Me dedicaba a copiar como si no hubiera mañana. Con una caligrafía de letras desligadas e incapaz de establecer una elegante continuidad; a paso de hormiga, dejando rastros microscópicos como si fuera un rácano desde la más tierna infancia. Apenas conseguía mantener la línea recta en la página en blanco, inclinándome de forma peligrosa, sabiendo que sería censurado. Pasaba un frío atroz. Mientras copiaba sin desfallecer, la oscuridad se adueñaba del lugar. Levantaba la vista y me daban mareos, pero seguía con mi tarea de copista febril. Aquellos trabajos heroicos no tenían el reconocimiento que merecían. Era, tal y como lo entendía, lo esperado, ya que otros compañeros del colegio también estaban ocupados en esa actividad rutinaria. Aun así, tenía la secreta vanidad de que era el único que estaba haciendo ese prodigioso trabajo y que los demás eran unos inútiles que no tenían la menor idea de nada. El desprecio tenía una maravillosa textura de secreto a voces.

    Escena del crimen: la biblioteca pública de Plasencia, junto a la Puerta Berrozana. Un edificio que, en las brumas de la memoria, entreveo como un castillo con una entrada enorme, escaleras de piedra y temperatura glacial. Incluso para la mirada admirativa infantil, ya por aquel entonces consideraba que había escasos libros y pocos lectores. Para llegar hasta allí, había que salir de la muralla, como si los libros estuvieran en el exilio, lejos de todo, literalmente, desanimados. Iba con desgana, deseando volver cuanto antes a mi calle para jugar al fútbol, a la pídola o a los curencos con el trompo. Éramos unos callejeros. Merendábamos bocatas de Nocilla mientras montábamos en bicicleta y hacíamos el gamberro sin que nadie nos pusiera coto.

    Tenía que copiar para resolver los trabajos del colegio, un trámite insustancial que me producía cansancio por anticipado. En la biblioteca, sin saberlo todavía, me adiestraba en lo kafkiano: disciplinaba el cuerpo más que la mente, convertía los instantes en plomo. Los ejercicios, daba igual su naturaleza, siempre encontraban respuesta en la Espasa-Calpe. Tal vez los temas fueran variados, aunque lo único que recuerdo es que todo remitía a Plasencia y a Extremadura. Todas las disciplinas se decantaban en un campo cerrado. Copié páginas sobre los iberos y los Reyes Católicos; los ríos y sus afluentes, cabos y golfos; la romanización y la poesía de Bécquer; las capitales europeas y las peripecias de los emperadores romanos. Todo pasto del olvido. Parecerá delirante, pero todo eso tenía en mi mente pantanosa una tonalidad placentina, como si canturreara mientras copiaba cada palabra de la enciclopedia el himno de la Virgen del Puerto.

    Una palabra detrás de otra, frases que no trataba ni de entender, pueblos que nunca conocería y ríos que acaso estén definitivamente secos. Aquello fluía hacia la nada escolar. La Espasa era, en todos los sentidos, algo sagrado, el depósito de la sabiduría, la fuente de todo lo que me permitía salir del paso. Creía que era el único ser inteligente del planeta. Me equivocaba. Otros alumnos del Alfonso viii fusilaban sin miramientos entradas de aquellos tochos como profesionales del plagio académico. Me daban ataques de rabia cuando detectaba que otros estaban sacando diamantes de esa mina enciclopédica de la que yo era el verdadero propietario. Esperaba a que todos se marcharan y ocultaba los volúmenes que habían utilizado en algún rincón de aquel siniestro caserón. Al día siguiente, me sofocaba al comprobar que mis rivales seguían entregados a la copia cuasimonástica.

    Como temía que me descubriera el profesor y que me abofeteara o me golpeara con la vara en la punta de los dedos, pensaba que debía introducir algo de mi cosecha. Pasaba entonces los sudores de la muerte intentando cambiar un verbo o modificar una frase mínimamente. También sentía que mi ignorancia supina podía llevarme al abismo de lo disparatado. Cada ligera disidencia en el proceso de copia comportaba arrepentimientos y tachones indecentes. Bastante mala era mi letra, indigno garrapatear caligráfico, para, además, mancillar la página con borrones. El eterno retorno de lo siempre igual me fue revelado en esos atardeceres en

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