Besos humanos
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Una colección de «cuentos crueles» que «descubren» a un narrador de audacia y radicalidad insólitas.
Puede que el adjetivo que más convenga a los relatos reunidos en este volumen sea el de «crueles». Pero la crueldad que los distingue no se desprende solo de la materia que muy a menudo los ocupa –atrocidades sin cuento, salvajadas sin nombre, bestialidades que hielan la sangre–, sino que tiene que ver, además –y sobre todo–, con la actitud del narrador, con su modo tan despiadado de tratar esa materia, de tratar al lector mismo. Como en ese montón de miembros y vísceras informes en el que se reconoce sin embargo un cuerpo humano, así también, en no pocas de estas piezas, se reconoce su condición de relatos a pesar de que carecen de casi todos los atributos del género. Tanto mayor es el impacto de su escritura directa, cargada de tensión y de peligro, de suspense y de misterio, y también de humor. Porque el humor –un humor tan elíptico como desopilante– es el clavo ardiendo que al lector se le brinda para sustraerlo al horror que tan a menudo inunda estas páginas, repletas de crímenes, de monstruos, de pesadillas, de enormidades. De sorprendentes confesiones, además. Así como de una belleza inesperada.
Estos Besos humanos vienen a proclamar abiertamente una evidencia hasta ahora apenas susurrada: que, camuflada bajo su reputación de poeta esquivo, de escritor «raro», «inclasificable», la obra de Ferrer Lerín esconde una de las propuestas más audaces y radicales de la narrativa española de las últimas décadas. Espigadas tanto de sus diferentes libros como de su blog personal, las piezas reunidas en este volumen recorren esta faceta insuficientemente destacada de un autor en todos los sentidos políticamente incorrecto: un maestro del miedo que es a la vez, sin paradoja alguna, un seductor.
Francisco Ferrer Lerín
Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) es filólogo, escritor y ornitólogo especializado en grandes rapaces necrófagas. Considerado por muchos «padre nutricio de la generación Novísima», debutó como poeta en los años sesenta, pero a finales de esa misma década se trasladó a Jaca como especialista del Centro Pirenaico de Biología Experimental del CSIC, y su alejamiento de la literatura durante tres décadas lo convirtió en un autor secreto, poco menos que de culto, sobre el que se fueron tejiendo toda clase de leyendas. Circunstancias azarosas determinaron su reaparición como escritor en 2005, y desde entonces no ha cesado de publicar libros de varia y siempre sorprendente naturaleza que lo acreditan como una de las voces más singulares del panorama literario español, además de «experto en las formas menos rutinarias de la erudición». Es autor de un portentoso Bestiario (2007), de la novela Familias como la mía (2011) y de volúmenes de prosas inclasificables como Papur (2008), Gingival (2012), Mansa chatarra (2014) y 30 niñas (2014). En 2006 reunió su «poesía autorizada» en Ciudad propia. Posteriormente ha publicado, entre otros poemarios, Fámulo (2009, Premio de la Crítica), Hiela sangre (2013) y Edad del insecto (2016). Fotografía © Fran Ferrer A propósito de Fámulo escribió Luis García Jambrina: «Poeta que había sido engullido por su propia leyenda, Ferrer Lerín vuelve a cobrar vigencia con una forma de escritura radicalmente distinta y alternativa a la que ha predominado en estos veinte años» (ABC).
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Besos humanos - Francisco Ferrer Lerín
Índice
PORTADA
SIN TÍTULO III
DE VIENTRE
EL FRACASO
NOMBRE INANE
DE BARRIZAL
LA CASA
EL MULADAR
CALIGRAFÍA
CORVUS CORAX
COJO
EL MECÁNICO
MALAS SÁBANAS
CONFIGURACIÓN DEL TRANCE
ESTRANGULACIÓN DE MALENA CORTIJO;
EL MONSTRUO
MIRÓN
PARTIDA DE NACIMIENTO
LA AUSENTE
MÚLTIPLES
MARIETY Y LA ARMÓNICA
BRILLO
LA BÊTE DU GÉVAUDAN
CIENTO OCHENTA
ESPANTOSO ENSUEÑO
TRIÁNGULO GMAIL
ESTATUARIA
EXPERIENCIAS CUTÁNEAS
ANTEO
TRAICIÓN
AVELLANAS
DE NUEVO
LA CIUDAD ALEJADA
LA DAMA QUE VIVE
2-3-65
LISA EN EL POZO
APARICIÓN/DESAPARICIÓN DE UN CAPITÁN
MANSA CHATARRA
BIBLIOFILIA 5
LOS GATOS DE MADALENA BAVAN
ELENA BLUM
HAZAÑAS BÉLICAS
GONTRAN
KRAMER
MURIÓ FERRARA
OBRAS PÚBLICAS
PALINGENESIA
OTELO
PARÁBOLA DEL FUMADOR EMPEDERNIDO
PARTOS PRODIGIOSOS
RECONSIDERACIÓN DEL PAISAJE INMEDIATO
REPOSICIÓN DE UNA OBRA
RTU
SE DESCRIBE UNA VIDA EXTRAÑA
RINOLA CORNEJO Y EL ESTRANGULADOR
UN ESTILO
PLAZOS
VÍNCULOS
ANDIE
VIEJO CIRCUS
UN MACHO DE CERNÍCALO QUE NOS SALVÓ LA VIDA
FUE FELIZ
JORNADA LABORAL DE UN POETA BARCELONÉS
LA VIDA
EPÍLOGO
PROCEDENCIAS
NOTAS
CRÉDITOS
SIN TÍTULO III
Conocí a Drácula en mil novecientos cincuenta y dos. Ambos montábamos veloces caballos y emprendíamos un largo viaje por las tierras rojas y sedientas de Estrecho Quinto. Nuestras metas eran aparentemente dispares. Drácula escogía aquellos parajes por la semejanza del terreno con su fisiología. Yo, Bárbara Blomberg, dejaba a Doña Blanca, a Don Patricio, al fino elenco que aplaudía mis arpegios y me lanzaba a la aventura deseando olvidar en el frenesí del galope cierta pasión inconfesada. Pero el azar juega malas pasadas y opuestas trayectorias confluyen. La noche del tres al cuatro de octubre pedí albergue en el contumaz castillo de Montearagón. Deseaba pasarla en la erecta fortaleza que domina el valle. Drácula deseaba lo mismo.
DE VIENTRE
En su segunda acepción, la Academia, define «melena» como fenómeno morboso que consiste en arrojar sangre negra por cámaras. El 29 de agosto de 1960 estaba en ese trance el vecino de Sardañola (provincia de Barcelona) Manel Cuyás Bofarull, de sesenta y cuatro años. Apartado del festivo grupo devorador de costillas de oveja, evacúa escondido tras unas zarzas en un extremo del pinar de Las Fontetas y, al tiempo que su patología, también descubre la correcta felación practicada de rodillas por una esbelta muchacha que parece extranjera a un individuo de aspecto joven al que acaba de desabrochar pulcramente el pantalón y que, de pie, se apoya en el tronco de resquebrajada corteza de un robusto Pinus pinea de casi treinta metros de altura.
Más atento a la pareja que a la hemorragia compite sin embargo con esta última por vía pénica arrojando abundante esperma tras una violenta masturbación. Sigue luego a los novios. Acostumbrado al silencio, a la penumbra de la bodega, a la paciencia de su oficio de vinatero, no le resulta difícil aguardar una, dos horas, a que se despidan. Sangra, no ha dejado de sangrar, pero no le importa, se diría que no lo nota; deja abundante rastro y un raposo despistado tropieza en su vagabundeo del crepúsculo con la estela caliente y nutritiva. A las diez de la noche entra Martine Monet en su casa y Paolo Amatller se aleja por el polvoriento camino. El fauno sátiro príapo derriba de un cabezazo la puerta, se arranca la ropa, olisquea el pasillo e irrumpe como una exhalación en el baño donde la francesa orina semiincorporada. Tal es el furor genésico, la pasión reprimida durante años de vil matrimonio, que no acierta al principio a penetrarla. Desnudo, con un miembro de asno enhiesto y duro como el acero, la empitona por el ano tras rodar ella por el suelo al intentar levantarse y no poder andar por culpa de la falda y de las bragas caídas. No es consciente de lo que hace, porque nunca le gustó la sodomía y, sin embargo, ahora continúa hasta eyacular. Se levanta. Un cuerpo fornido, cuadrado, peludo, sin cuello, con enormes manos, piernas musculosas, culo mínimo pero que existe porque de allí brota un hilo de sangre ya roja. Mira a Martine mientras esta se da la vuelta. Y deja que se levante. Que salga del cuarto. La sigue. Entran juntos en un dormitorio, y allí en la cama, grande, matrimonial, la de los dueños de la casa que la tienen de huésped, la posee a conciencia, como Dios manda. Nunca soñó tal cosa Martine. Tanto semen. Tanta fuerza. Extenuados –Manel casi exangüe–, toma la gabacha con las dos manos el brutal cipote y aún, a grandes sacudidas, logra enderezarlo. Se lo mete en la boca. Y le extrae más jugo. Debió de ser el último.
Dicen que los zorros no ladran pero esa noche de verano un ejemplar inexperto, juvenil, al encontrar tirada, en el fondo de un barranco, tamaña cantidad de carne embadurnada de olorosos líquidos, profirió ciertos sonidos que un estudioso poco avezado podría calificar de ladridos. Nunca el fiambre fue encontrado, aunque la verdad es que nadie hizo excesivos esfuerzos por buscarlo; sirvió de pasto durante semanas a nuestro amigo y también a algún otro compadre. La Monet, allá a fines de mayo, en un arrebato de jocosa ternura, mandó a Paolo, desde algún lugar de Francia, una fotografía del retinto bebé con una breve nota: «Es tuyo.» No sabemos qué historias le contaría a su marido, Lucien Verdenal, con quien había contraído nupcias en Tarbes pocos días después del percance español.
EL FRACASO
Un hombre emprende un trabajo arduo y, convencido de su capacidad, descuida algunos detalles. Estos le hacen fracasar.
De nuevo comienza una obra que seguramente es más amplia y laboriosa. Al principio acuciado por la propia necesidad de éxito acelera enormemente su desarrollo y corona las primeras etapas antes del tiempo prefijado. Esto le hace aminorar la marcha y cada día realiza algo menos que en el anterior. Así llega a un paro total que le lleva al fracaso.
Otra vez desea justificarse y acepta una labor importante. La emprende con alegría y rapidez pero temeroso de cometer algún error la reestructura y racionaliza. De este modo el trabajo se dignifica y pierde trivialidad y gana empaque. Sin embargo el exceso de metodización le confiere un aspecto agrio y ante la perspectiva de una posible abulia vuelve a la alegría y rapidez con que comenzó. Así llega de nuevo al período en que desea metodizarse y así al período de la alegría. La repetición de estos estados le causa miedo y decide intercalar una etapa que alargue el ciclo. La búsqueda de dicha etapa es difícil y, empleado exclusivamente en ello, distrae el negocio. De nuevo fracasa.
La vez siguiente prefiere arriesgarse en algo definitivo. Es un trabajo enormemente delicado y difícil con una duración además extraordinariamente larga. Los motivos por los que lo escoge son obvios. Realiza un verdadero juramento ante sí mismo de dedicar toda su vida al logro de la empresa. Calcula los años que le quedan de vida acogiéndose a la media de edad de sus antecesores. Asigna a cada año una parte y asimismo a cada mes y día y hora y minuto y segundo. Construye un calendario que constantemente le indique el punto en que se halla de su labor. Elimina dos períodos. El ocupado en agonizar y el ocupado en planificar su obra. Curiosamente al restar del tiempo total la planificación y la agonía aparece un tiempo asombrosamente ridículo. Acobardado no acierta a realizar con tino la gran cantidad de trabajo acumulado en cada parte del minúsculo tiempo total. El error le vale una rápida expulsión de la férrea empresa. Por fortuna un fallo en el cálculo de la longitud agónica le hunde antes en ella. Así prematuramente descansa.
NOMBRE INANE
Intento describir «una ciudad, cubierta a todas horas de una fina capa de polvo, que alberga numerosas colonias de avión común», pero el nombre de este pájaro hirundínido es de tal inanidad que imposibilita convertirlo en sujeto del relato, imposibilita la redacción del mismo (cambiar el nombre no es aconsejable, devaluaría la narración y el conjunto de mi narrativa). [Avión común, nombre oficial español de la especie Delichon urbicum.]
El avión común fue descrito inicialmente por Linneo, en 1758, en su Systema Naturae, como Hirundo urbica, pero fue trasladado a su actual género Delichon por Thomas Horsfield y Frederic Moore en 1854. Delichon es anagrama del término griego χελιδών (chelīdōn), que significa «golondrina», y el nombre específico urbicum (urbica hasta 2004, debido al desconocimiento de la gramática latina) significa «urbano» en latín. Por otro lado, su nombre común es aféresis del término antiguo gavión, que a su vez procede del latino gavīa (que significa «gaviota»).
DE BARRIZAL
Gente de barrizal. Así les llamaban. Y no eran reacios. Acudían en junio. Gente que no conoció la vid. Golosos de leche. Y entre ellos destacaron dos, matadores de perros, expertos en armamento con rodilla en tierra. Uno, un tal Sanguino; crespo, moreno, enjuto, jinete de lujo: hasta llegó la anécdota de que él montó un caballo de solo dos patas, nacido en la braña, y que lucía en ferias. El otro, Lobezno, tahúr de verbena, de mirada al bies, compadre ideal; ambos presentados, finos en la mesa. La misión, difícil. Salió mi padre al porche, y con la voz tomada arengó a la tropa. Descoyuntar, dijo. Descoyuntar, y siempre triturar. Se había extendido la plaga. Los campos, las eras, las charcas de Otero, todo infestado. ¿Eran los pigmeos?
Fue pues un combate de colosal sentido. Al alba los hombres bajaron del rancho y desparramados batieron las tierras. Lograron, se dijo, cientos de trofeos. Aquello, las bestias, los negros, fueron sorprendidos. Así aniquilados. Láminas de sangre, coágulos, piltrafas, ornaron durante semanas la vega, el restaño, incluso la iglesia. Con el cuero fabricaron barcas. Hubo quien vendió los dientes, e incluso los huesos, en el mercado de abastos. Y en la exaltación que sucede al drama, sobre los tablones en que mi padre echó las monedas, comenzó el festejo. Sanguino y Lobezno también con ventaja. Nadie apretó más y mejor a las empapadas hembras, nadie mató con más arte a los vulgares danzantes. Y así, al final, la escena de siempre: la familia, el servicio, y los campeones; todos como una piña transportando cuerpos. En carretas. Hasta el cauce seco. Pitanza para el buitre y demás carniceros.
Más tarde, en la despedida, mi hermana prepúber, mi tío Ivo, y el que les cuenta, inquiriendo acerca del futuro. «¿Ahora qué? ¿Hacia dónde?» Éxodo estacional. La huida. Sanguino, apoyado en Lobezno, vuelve lento la cabeza. Va a pronunciar una frase. Todos callan. «Quizá el Ebro, ahora suben los esturiones; Tudela, Zaragoza...» Sabíamos que, como Cansinos, no conocían el mar. Y que tampoco esta vez lo alcanzarían. ¡Qué destino! El del hombre. ¡Y qué año! 1930. El tiempo en que Francisco Quílez Quilates ingresa por fin en la Unión Radio.
LA CASA
Regresé a los treinta años de mi muerte. La casa, vieja, sin aquella mano de pintura que nunca pudimos dar; los libros, sepultados por el polvo; los muebles, devorados por la carcoma. Ni rastro de los míos. Mi mujer, enterrada lejos, en el sur seco y amarillo. Mis dos hijos, a los que tanto quise, irremisiblemente borrados, sin pistas para saber qué habrá sido de ellos. Subo y