La noche repetida
Por Manuel Peyrou
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Los cuentos policiales conviven en este libro con los que presentan misterios en la vida cotidiana; los relatos en primera persona, con la narración clásica en tercera persona; los de ambiente porteño, con los de localización remota; las invenciones propias, con las notables adaptaciones de argumentos clásicos.
Publicado en 1953, con influencias de Chesterton, Kafka, Borges y Cortázar, La noche repetida muestra el color propio de Peyrou, capaz de llevarnos a un diálogo casi íntimo, en el que la inteligencia del narrador establece inmediata complicidad con su activo socio, el maravillado lector.
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La noche repetida - Manuel Peyrou
manuel peyrou
la noche repetida
Edición al cuidado de Héctor M. Monacci
© de foto de tapa, Archivo Alberto Aquilino López, Secretaría de
Desarrollo Urbano, Jefatura de Gabinete de Ministros, Gobierno de
la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
© de dibujo en solapa, Gentileza Sucesión Hermenegildo Sábat
© de diseño de tapa, Osvaldo Gallese
© 2020. Libros del Zorzal
Buenos Aires, Argentina
www.delzorzal.com
Comentarios y sugerencias:
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Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11723
Índice
El señor Alcides | 6
Muerte en el Riachuelo | 13
El collar | 19
El busto | 43
La desconocida | 52
El juez | 58
El jardín borrado | 68
La noche repetida | 80
A la memoria de mi madre
El señor Alcides
En la cálida penumbra de la oficina, que agitaba apenas el ventilador silencioso, apareció suavemente, dejó unos papeles en la mesa de mi secretaria y, luego de dos o tres vueltas indecisas, se acercó a mi escritorio. Me deseó los buenos días, hizo una observación ocasional sobre el estado del tiempo, y me pidió permiso para dejar su portafolio en un estante mientras bajaba a tomar no sé qué bebida o alimento. Regresó una hora después, tomó su portafolio y salió.
Desde mi ascenso a director, producido hacía un mes, después de veinte años de trabajos, lo veía todos los días. Entraba por la puerta del archivo, dejaba unas boletas en la mesa de mi secretaria, y se retiraba silenciosamente. Durante todo el mes había mantenido su cartera bajo el brazo; ésa era la primera vez que me solicitaba permiso para dejarla sobre un mueble. Era representante de una persona, o de un grupo de personas, ante una entidad oficial o particular, cuyas actividades o funciones yo ignoraba.
El día siguiente era domingo. Estuve en el campo y el lunes fui de la estación directamente a la oficina. A las diez de la mañana llegó. Después de un mes de mirarlo casi sin verlo, lo seguí con curiosidad en sus evoluciones por la oficina. Dejó unas boletas sobre un escritorio, hojeó distraídamente un diario, y sin pedirme permiso, dejó el portafolio y salió.
Durante un mes más hizo lo mismo, con regularidad, con una permanente expresión bondadosa y frecuentes manifestaciones de simpatía que, muy contenidas y discretas, traslucían, no obstante, algo como un leve deseo de comunicación amistosa. Llamé entonces a la señorita Bafico y al contador. La señorita Bafico era rubia, bien formada, de cutis mate. Parecía una joven culta, pero yo había observado que sus lecturas eran insuficientes o superficiales. Leía el libro de moda, el que conviene conocer para luego tener algo de que hablar en las reuniones de burgueses ricos. A veces, yo hubiera querido hablarle de Félix Greitz, o de Marcel Schwob, o de cualquier otro de mis autores preferidos, pero siempre me había contenido a tiempo. ¿Para qué modificar las costumbres literarias de una mujer de treinta años? Eso se intenta una vez en la vida y generalmente se fracasa. Además, no tenía por qué sorprender o asombrar a nadie. La señorita Bafico creía que yo era un hombre como casi todos los que las mujeres padecen en Buenos Aires. Ignoraba mis gustos: suponía, seguramente, que una insuficiencia mental, o alguna rareza de mi temperamento, eran la causa de que no me conmovieran las hazañas deportivas del chofer de turno, o la rueda interminable del fútbol.
Expliqué al contador y a la señorita Bafico que no me parecía lógico permitir que personas extrañas se familiarizaran con el trabajo de nuestra oficina. Los intereses que se nos confiaban eran valiosos; el conocimiento de nuestras prácticas podía redundar en perjuicio general. Tanto el contador como mi secretaria opinaron que el señor Alcides –así se llamaba– era incapaz de perjudicar a nadie. Contesté que en el mundo hay seguramente numerosas personas incapaces de hacer mal a nadie; que esa cualidad, aunque negativa, debe ser un timbre de honor para ellas y sus parientes, ascendientes, descendientes y colaterales, pero observé que esa virtud es, por decirlo así, de uso interno. No autoriza a reclamar derechos o a ejercer ninguna actividad. Si todas las personas incapaces de hacer mal a nadie –agregué– tuvieran derecho de utilizar nuestras oficinas, la aglomeración consiguiente haría imposible el trabajo. Me contestaron jovialmente que nadie, salvo el señor Alcides, entraba a ellas, y que no había ningún peligro de que el trabajo se entorpeciera. Repuse que ellos parecían acordar un derecho al señor Alcides por el hecho de ser el único extraño que penetraba en las oficinas, y opiné que la falta de entorpecimiento del trabajo no contribuía indudablemente a afianzar esa prerrogativa. Como tenía mucho que hacer, y la discusión se ponía engorrosa, despaché al contador y encargué a la señorita Bafico unas cartas.
Pasaron diez días más durante los cuales el señor Alcides concurrió como de costumbre a la oficina y dejó su portafolio por una hora sobre el estante. Una tarde, con un tono amable, cordial, pero no obsecuente, me pidió permiso para guardar en uno de los cajones de mi escritorio unos papeles que retiraría al día siguiente. Vivamente interesado por el sesgo que tomaba su actitud, accedí al pedido, agregando que me veía obligado a concederlo por unas horas, porque después necesitaría el cajón para guardar unos documentos. Al día siguiente llegó y retiró los papeles. Era un jueves. El viernes visitó la oficina, dejó su portafolio, pero no utilizó el cajón. El sábado, sin consultarme, dejó unos papeles en el cajón, mientras hacía su habitual observación sobre el estado del tiempo. Esperé el lunes con gran interés. El señor Alcides llegó muy temprano y, con un visible apresuramiento, como si se encontrara en falta, retiró los papeles, mientras balbuceaba no sé qué disculpas. El martes volvió a utilizar el cajón para guardar unos papeles y un libro, y el miércoles, al llegar, los retiró, pero antes de salir los guardó nuevamente. Desde ese día utilizó el cajón diariamente, sin ocuparse ya de retirar los documentos que depositaba.
Volví, entonces, a comentar el caso con mi secretaria. Le dije que no sabía cómo encarar el asunto. El señor Alcides me producía una mezcla de irritación y de lástima, y estos dos sentimientos actuaban en mi ánimo en una forma contradictoria. Muchas veces había tomado la decisión de prohibirle la entrada y otras tantas mi voluntad se había quebrado ante su presencia. Parecía tan endeble y vacío que daba la sensación de existir apenas. Dije a mi secretaria que la solución estaba en expedir una orden general prohibiendo el acceso a la oficina de toda persona extraña. Ante mi sorpresa, la señorita Bafico se opuso terminantemente. Quise argumentar en favor de mi decisión y noté que las razones exhibidas anteriormente eran descartadas con indudable desprecio, como si el hecho de tener ya unas semanas de existencia anulara de pleno derecho su eficacia.
Eso ya lo dijo usted el otro día
, argumentó mi secretaria. Le contesté que muchísimas cosas son dichas y repetidas en el mundo varias veces y a pesar de esa lamentable circunstancia conservan su validez o significan siempre el mismo concepto. Me contestó que no era lo mismo porque el señor Alcides era un hombre